Sociología ideológica

lunes, 8 de septiembre de 2014

Cómo adquirir el nuevo libro del Coronel Amadeo Martínez Inglés

Cómo adquirir el nuevo libro del Coronel Amadeo Martínez Inglés


Por qué, dónde, cuándo y cómo mató
Juan Carlos de Borbón a su hermano Alfonso

Arturo del Villar

POR fin ha aparecido el esperado libro del coronel Amadeo Martínez Inglés sobre la extraña muerte de Alfonso de Borbón, apodado El Senequita. Por eso su título es La muerte de “El Senequita”, lo edita Albores en Sevilla y suma 188 páginas. Dado que no se va a encontrar en las librerías, según es usual con los libros de este escritor, el interesado en conseguir un ejemplar puede pedirlo a  info@edicionesalbores.com. A ver si tiene suerte, antes de que algún juez de esos que más parecen lacayos ordene el secuestro de la edición. Avisaré cuando sea llamado a comparecer ante la Audiencia Nazional, acusado de injurias al rey, como de costumbre.
Ya en un libro anterior, Juan Carlos I, el último Borbón, impreso en 2008 a cuenta de la extinta (por real orden) editorial Styria, se analizaba con mucho lujo de datos y detalles la muerte del llamado infante Alfonso, hermano del entonces llamado príncipe Juan Carlos y actual rey Juan Carlos I por la gracia no de Dios, según se decía de los antiguos monarcas, sino del dictadorísimo genocida exgeneral rebelde, el peor tirano de la historia de España, que lo era por la gracia de Dios, según se leía en las monedas alrededor de su cabeza, y repetían cardenales, arzobispos, obispos, abades, curas, frailes y monjas.
Seguro de lo que pensaba, ya que es coronel diplomado de Estado Mayor, que ha desempeñado cargos de responsabilidad en la cúpula militar tras la muerte del dictadorísimo, en posesión de numerosas condecoraciones militares, entre ellas la Cruz y la Placa de la Real Orden Militar de San Hermenegildo, Martínez Inglés redactó un documentado informe sobre la muerte de Alfonso de Borbón, y lo remitió al presidente del Congreso de los Diputados, solicitando una investigación al respecto. Como no obtuvo respuesta, se dirigió también al procurador general de la República Portuguesa, ya que presuntamente los hechos habían ocurrido en su territorio, y recibió una respuesta afirmativa, pero después algo pasó y se desdijo, y cada uno puede hacer las cábalas oportunas.
Sin embargo, la cadena gringa Discovery realizó un documental a partir de los informes del coronel Martínez Inglés, que se ha difundido por todo el mundo, con la narración escueta del suceso y con las explicaciones pertinentes para su comprensión. De manera que una vez más los informadores se encargan de llevar a cabo la tarea que corresponde a las autoridades legislativas y judiciales.

Una dinastía degenerada

El apodo de El Senequita se lo pusieron sus padres a Alfonso de Borbón porque era muy juicioso y reflexivo, lo que en un Borbón resulta increíble. Esta dinastía se distingue por contar con una sucesión ininterrumpida de reyes y reinas crapulosos, traidores, falsos, perjuros, ocupados exclusivamente en realizar las tareas propias de su sexo con sus putas y sus putos de turno, en divertirse organizando cacerías aparatosas con escopetas o fusiles de alta precisión en cada época, y en lucrarse a costa de los sacrificios de sus resignados vasallos que pagamos impuestos o de las empresas que aceptan las recomendaciones de la familia irreal como otra modalidad de impuesto corrupto.
Resignación que a veces estalla, como lo hizo el 18 de setiembre de 1868, cuando la Gloriosa Revolución destronó a la supergolfa Isabel II, y el 12 de abril de 1931, cuando las elecciones municipales impulsaron al infame Alfonso XIII a largarse a toda la velocidad permitida por su automóvil. Se marcharon con las joyas, los dineros y las acciones, para continuar su regalada vida sin dar golpe, que es lo único que saben hacer.
En 1931 el editor Javier Morata publicó un libro de Gonzalo de Reparaz titulado Los borbones de España. Historia patológica de una dinastía degenerada, con 298 documentadas páginas, en las que se analizan las locuras y excesos de toda la patulea borbónica, desde el execrable Felipe V hasta el canalla Alfonso XIII. Este libro debiera ser de lectura obligatoria en las escuelas españolas, ya que explica la verdadera historia, silenciada en los manuales oficiales aprobados para la enseñanza por el Ministerio de turno.
Por eso resulta tan asombroso saber que haya habido un Borbón inteligente. Claro que en comparación con la caterva reinante, uno que sepa leer de corrido ya puede ser calificado de genio. Y si otra sabe sumar dos y dos la enchufan en La Caixa, para que satisfaga su natural afición a estar rodeada de dinero.

El hijo predilecto del pretendiente

Pues aseguran que Alfonso, hijo de Juan el yatero, el que vivió del cuento toda su vida, sabía sumar, leer y hasta pensar. Habida cuenta de la promiscuidad sexual mantenida por las borbonas, puede aceptarse que un gen ajeno a la familia produjese la anomalía. Entre todos los amantes usados por María Luisa, la mujer del bobalicón Carlos IV, y su bribona nieta Isabelona, como la apodaban sus vasallos, es factible que hubiese alguno inteligente, y así Alfonso salió reflexivo, y tal vez fuera incluso decente. Las leyes de la herencia dan saltos inesperados con las sorpresas consiguientes.
Lo cierto es que Alfonso era el hijo predilecto de su padre el pretendiente al trono, por encima de su hermano mayor Juan Carlos, carente de las virtudes e inteligencia advertidas en el pequeño. Con las dádivas que le ofrecían sus cortesanos, para que él no tocara sus cuentas en los bancos suizos, Juan se daba la gran vidorra en el palacete de Villa Giralda, en la localidad portuguesa de Estoril, donde pasaba su descansado exilio entre el casino y el bar, cuando no navegaba por los siete mares a bordo de sus lujosos yates, en espera de ocupar el trono del que había sido desposeído legalmente su padre Alfonso XIII por las Cortes Constituyentes el 20 de noviembre de 1931, privándoles a él y a sus parientes de todos los títulos que habían utilizado.
Puesto que los militares monárquicos se sublevaron en 1936 contra la legalidad vigente para restaurar la monarquía repudiada mayoritariamente por el pueblo, Juan de Borbón confiaba en que el más traidor de todos ellos, convertido en dictadorísimo, le permitiera sentar el culo en el degradado trono borbónico: para eso le había felicitado babosamente por sus éxitos durante la guerra y al obtener la victoria final. Pero el dictadorísimo no pensaba separar el suyo de su silla, que por algo sus compañeros de armas le apodaban Paquita la Culona, y el aterrorizado pueblo español se lo consintió, ya que contaba con las bendiciones de la Iglesia catolicorromana y del imperialismo gringo. Así que el pretendiente ha tenido que conformarse con reinar después de morir, según la inscripción que figura en su tumba, por gracia especial concedida por su hijo Juan Carlos, el que le arrebató el trono en vida para disfrutarlo él. Y vaya si lo disfruta.

Un testigo de mucho cargo

Y aquí es donde arranca el relato del coronel Martínez Inglés. La novedad de La muerte de “El Senequita” consiste en que aporta nuevos testimonios, que le fueron facilitados por un descendiente del que era administrador de la finca Las Cabezas, propiedad del conde de Ruiseñada, en Casatejada, provincia de Cáceres, cuando sucedieron los acontecimientos históricos aquí relatados. Esas revelaciones quedaron ocultas celosamente hasta ahora por razones de supervivencia, ya que aparecer como testigo de cargo en ese proceso representaba un suicidio. Durante la dictadura los testigos incómodos se suicidaban tirándose por las ventanas o sufrían accidentes de tráfico, en el caso de no morir por un ataque al corazón, según se denominaba entonces al infarto de miocardio.
El palacio de Las Cabezas fue construido por orden del primer marqués de Comillas como pabellón de caza, para procurar satisfacciones a sus reyes, que acostumbran a irse de cacería con la barragana de turno. En 1956, el año que nos importa, pertenecía a Juan Claudio Güell, conde de Ruiseñada, virrey de Juan de Borbón en España durante su dorado exilio. A la entrada del palacio hay, si no las han quitado, dos placas en recuerdo de los encuentros sostenidos allí por el dictadorísimo y el pretendiente el 28 de diciembre de 1954 y el 28 de marzo de 1960. En ambas ocasiones el dictadorísimo humilló al pretendiente, al que detestaba, y en eso no le faltaba razón, e impuso su voluntad respecto a la educación de Juan Carlos como pupilo suyo, para inculcarle los principios inspiradores de su régimen genocida. Como si un Borbón fuera capaz de aprender algo.
Tampoco lo necesitaban, porque Juan Carlos pasó por las tres academias militares como si fuera la encarnación de Alejandro Magno, Julio César y Napoleón Bonaparte, tres personas distintas y un solo estratega verdadero. Y qué más da, si no pensaba participar en ninguna guerra: le basta con enviar a los soldados a matar o morir por esos mundos que ni siquiera sabe en dónde están, porque también ignora la geografía. Es la importancia de llamarse Borbón. En España ni siquiera se ha guillotinado a ninguno, como en Francia, y eso que motivos han dado de sobra para hacerlo.

Los idus de aquel marzo

Relata el coronel Martínez Inglés que el sábado 24 de marzo de 1956 el cadete Juan Carlos, becario recomendado en la Academia General Militar de Zaragoza, recogió en Madrid a su hermano Alfonso para ir juntos, en principio, a pasar las vacaciones de aquella semana llamada santa, en la que por orden del dictadorísimo se suspendían los cines y los teatros, con el fin de que no hubiese más distracción pública que las procesiones callejeras. Se suponía que los hermanos debían dirigirse a Estoril, para compartir sus vacaciones con el resto de la familia, que se hallaba de vacaciones permanentes porque nunca tenía nada serio que hacer. Ningún adivino le advirtió a Alfonso, como a César en su día, que se guardara de los idus de marzo, porque suelen ser trágicos. En realidad, bajo la dictadura todos los días resultaban trágicos.
No fueron a Estoril, sino al palacio de Las Cabezas, en donde no se hallaba su propietario en ese momento, pero había alertado a sus servidores sobre la llegada de los hermanos y tres guardaespaldas de su séquito, para que los trataran lo más servilmente posible. El padre de los muchachos no fue advertido del cambio de planes hasta la mañana del domingo de ramos, día 25, cuando Juan Carlos le telefoneó para contárselos.
El alto en Las Cabezas se justificaba por el deseo del cadete Juan Carlos, de 18 años, de practicar la caza, ya que era más aficionado a las armas que a los libros, y de adiestrar en tan criminal deporte a su hermano Alfonso, de 14, más aficionado a los libros que a las armas.
El miércoles santo 28 los dos jóvenes borbones dieron un largo paseo a caballo, y por la tarde Juan Carlos entró en el dormitorio de su hermano con la intención, al parecer, de enseñarle manejo de una pistola que le había regalado el dictadorísimo cuando entró en la Academia de Zaragoza. Poco después de escucharse las campanadas de las seis de la tarde se oyó una detonación en el dormitorio de Alfonso, que alarmó justificadamente al servicio del palacio.
El administrador quiso entrar en la habitación, pero se lo impidieron dos de los guardaespaldas. El tercero estuvo siempre ocupado en el servicio de transmisiones con Madrid, para mantener informado al dictadorísimo sobre las actividades de los borbones. No habían pasado seis minutos cuando apareció un médico que debía (de) estar merodeando por la finca en su automóvil, seguido de cerca por dos vehículos de la Guardia Civil. El médico diagnosticó de palabra, no lo hizo por escrito, que Alfonso había recibido un balazo en la cabeza que le causó la muerte instantáneamente. Los guardias civiles acordonaron el palacio. A su vez el administrador se ponía en comunicación con el conde de Ruiseñada, para contarle las tristes novedades.

¿Hecho a propósito?

Un oficial de la Guardia Civil reunió al servicio para ordenar que nadie hablara acerca de lo sucedido aquella tarde en el palacio, y añadió que Franco, así lo dijo, sin el tratamiento obligadamente respetuoso, mandaba que se sacase el cadáver inmediatamente para trasladarlo al palacete de sus padres en Estoril. Así se hizo. La comitiva estuvo formada por cinco vehículos: abría la marcha uno de la Guardia Civil, seguía otro ocupado por tres presuntos miembros de la Inteligencia Militar, a continuación iba el que llevaba a Juan Carlos con un guardaespaldas y en el maletero al cadáver de Alfonso, en donde lo metió su hermano; tras él un automóvil ocupado por personas particulares no identificadas, y cerrando el cortejo un vehículo de la Guardia Civil.
A las 6,50 horas de la mañana del jueves santo 29 la comitiva llegó a Villa Giralda. Acompañaban al pretencioso pretendiente el embajador de España en Portugal, Nicolás Franco, hermano del dictadorísimo, y varios funcionarios de la Embajada. Fue entonces cuando Juan de Borbón pronunció una frase que es conocida y ha animado a meditar mucho, dirigiéndose a su hijo mayor: “Júrame que no lo has hecho a propósito.” Como si a los borbones les causara algún cargo de conciencia jurar en falso: Fernando VII juró y perjuró la Constitución de 1812, y Alfonso XIII hizo lo mismo con la de 1876, tan tranquilos. En cuanto a Juan Carlos, estaba dispuesto a jurar lo que le propusiera su padrino el dictadorísimo. Como para fiarse de juramentos borbónicos. Lo significativo es que su propio padre sospechaba que el incidente no fue un accidente, sino un homicidio voluntario, es decir, un crimen premeditado.
El palacete quedó rodeado por fuerzas policiales españolas y portuguesas. Sobre el recinto se extendió un silencio absoluto. Lo inexplicable es por qué, si el cadáver llegó antes de las siete de la mañana, hasta las veinte horas no accedió al lugar el médico de la familia, el doctor Loureiro, quien se dice que extendió un parte médico, aunque nadie lo vio nunca.
La agencia oficial de noticias Cifra difundió una información el mismo día 29, en la que se decía que mientras Alfonso jugaba con la pistola “se disparó alcanzándole en la región frontal”. La otra agencia oficial española, Efe, envió el día 31 otra información, explicando que “cuando éste [Alfonso] estaba preparando la pistola, ésta se disparó a corta distancia sobre la frente”. La Embajada en Lisboa hizo pública una nota el día 30 con alguna variante, puesto que identificaba el arma como revólver, aunque con las mismas consecuencias mortíferas, y en mano de Alfonso.
Pese a tratarse de una muerte en extrañas circunstancias, no se hizo ninguna investigación policial o judicial, ni tampoco la autopsia al cadáver, sino que fue enterrado en el cementerio portugués de Cascais el sábado de gloria 31 de marzo. Allí estuvo hasta 1992, cuando el rey Juan Carlos, harto de la insistencia de su padre moribundo para que mandara enterrar sus restos en El Escorial, ordenó el traslado.
El entonces cadete Juan Carlos salió aquel mismo día 31 para la Academia de Zaragoza, en un avión militar que envió el dictadorísimo a recogerlo. Ninguno de sus familiares acudió a despedirlo.

Rumores y cotilleos

Todo parecía enterrado y bien enterrado cuando pocos días después, el 17 de abril, el semanario italiano Settimo Giorno publicaba una crónica de su corresponsal en Lisboa, Ezio Saini, en la que aseguraba: “El príncipe Juan Carlos de Borbón fue en realidad el autor del disparo que acabó con la vida de su hermano menor.” Ninguno de los borbones de Estoril se dio por enterado, ni tampoco el señalado directamente como fratricida, no se reclamó una rectificación ni se emprendió ninguna acción legal contra el periódico. Sin duda pensaron que era preferible no menearlo, por si acaso.
No obstante, allí estaba Jaime de Borbón, segundogénito de Alfonso XIII, que había renunciado a sus derechos dinásticos en 1933 por ser sordomudo y retrasado mental. Muerto su hermano mayor el hemofílico Alfonso en 1938, se consideró heredero legítimo al trono de España y jefe de la casa de Borbón, aduciendo que se había curado de la sordomudez, aunque lo disimulase estupendamente.
Jaime reclamó a su hermano Juan que se querellase contra Settimo Giorno, sin ningún éxito, por lo que exigió la apertura de una investigación judicial al respecto. Alegaba que si la información era cierta, “nunca podría ser rey quien no supo asumir sus responsabilidades”. Nadie le hizo caso, pero él continuó intrigando ante el dictadorísimo, al que llegó a conceder condecoraciones que debieron de hacerle sonreír, cosa que no era fácil. Empero, consiguió que su hijo Alfonso casara con una nieta del dictadorísimo, aunque se quedó con las ganas de verlos coronados reyes de España.
¿Cómo se enteró el periodista italiano de lo sucedido en una habitación cerrada en la que se hallaban solos los dos hermanos? La respuesta que ofrece el coronel Martínez Inglés es tajante: se lo filtró el servicio secreto de la dictadura, porque en el criminal plan trazado por el dictadorísimo entraba la publicación de la noticia, para avergonzar y deprimir más al pretendiente, y para mantener más atado y bien atado al que ya había designado in pectore como sucesor suyo a título de rey.
Parece que en las vacaciones veraniegas siguientes pasadas en Estoril, el propio Juan Carlos le confesó a un amigo portugués, Bernardo Arnoso, que sí tenía él en su mano la pistola, y disparó por creer que estaba descargada, pero, ¡oh sorpresa!, salió un proyectil que rebotó en una pared y acabó entrando en la nariz de su hermano. Es verdad que los borbones se distinguen por sus grandes apéndices nasales, hasta el punto de que a Fernando VII le apodaban Narizotas sus sufridos vasallos. Como dice el refrán, las armas de fuego las carga el diablo. Y también hay diablos gallegos.

El arma del delito

Sobre el arma causante del ¿accidente o fratricidio voluntario? discurre el coronel Martínez Inglés con la autoridad que le proporciona su profesión militar, que le ha obligado a utilizar toda clase de armamento. Es decir, del escaso armamento de que dispone el Ejército español. Desde 1955, el año anterior a los hechos sin autos judiciales, el cadete Borbón poseía una pequeña pistola Star de 6,35 milímetros (o calibre 22), regalada por el dictadorísimo. El pequeño proyectil disparado entró directamente por las fosas nasales de Alfonso, que era el lugar por donde podía causarle la muerte, ya que de haber recibido el impacto directamente en la parte superior de la cabeza no hubiera podido atravesar su bóveda craneal y causarle la muerte instantánea. La línea de tiro seguida por el proyectil era la que garantizaba la muerte instantánea de la víctima, que de esa manera nunca podría contar su versión de los hechos.
Ante la difusión de rumores, ya que las noticias estaban censuradas, acerca del asunto, la familia cambió de opinión, y aceptó que fue el propio Juan Carlos el que tenía en su mano la pistola en el momento del disparo, aunque se trató de un accidente fortuito. La hermana de los protagonistas, Pilar, contó su versión de los hechos a la periodista griega Helena Matheopoulos, adornándola con varios detalles complementarios, como que Alfonso fue a la cocina en busca de comida, y al regresar a la habitación golpeó el brazo de su hermano, que empuñaba todavía la pistola, se le disparó fortuitamente y el proyectil entró casualmente por donde iba a hacer daño. Es que las carga el diablo, está claro.
Lo indudable es que el cadete Borbón llevaba seis meses recibiendo instrucción militar intensiva, después de haber recibido instrucción premilitar durante otros seis meses. Aun tratándose de un Borbón, algo debió (de) aprender acerca de las armas de fuego.
Se pregunta el coronel Martínez Inglés: “¿Cómo se le pudo disparar pues esa pequeña pistola, apuntando además a la cabeza de su hermano Alfonso, si además previamente hubo que cargarla (introducir el cargador con los cartuchos en la empuñadura del arma), después montarla (empujar el carro hacia atrás y después hacia delante para que un cartucho entre desde el cargador a la recámara), a continuación desactivar el seguro de disparo con el que estaba dotada, y finalmente presionar con fuerza el disparador o gatillo (venciendo las dos resistencias sucesivas que presenta, claramente diferenciadas) para que entrara en fuego?” (Páginas 135 y siguiente.) Cosas todas fáciles para el diablo.


La Operación Ruiseñada

Tales son los hechos. Ahora faltan las explicaciones. Según la teoría de Amadeo Martínez Inglés, la muerte de El Senequita fue un asesinato planificado por los servicios secretos del dictadorísimo, con su aprobación, naturalmente. Fue el primer paso de la llamada F-1 de la Operación en Defensa del Estado de la Segunda Sección Bis del Estado Mayor Central del Ejército, conocida también como Operación Ruiseñada, por el nombre del virrey del pretendiente al trono en la satrapía dictatorial española.
En el otoño de 1955 los servicios secretos informaron al dictadorísimo sobre una conspiración para derribarle, en la que se hallaban implicados civiles y militares monárquicos. Muchos de los exgenerales sublevados en 1936 deseaban restaurar la monarquía en la persona de Alfonso XIII, y tras su fallecimiento el 28 de febrero de 1941 en su hijo Juan, en quien había tenido la ocurrencia de “abdicar” el exrey el 14 de enero.
Ya estaba superclaro en 1955, a los 16 años de terminada la guerra, que el dictadorísimo no pensaba restaurar la monarquía, sino mantenerse en el poder para el que lo eligieron sus crédulos compinches de rebelión. Un poder que utilizaba incluso contra sus mismos compinches, cuando le entraba alguna duda sobre su fidelidad. Así que varios exgenerales golpistas acordaron obligarle a restaurar la monarquía borbónica, en la persona de Juan de Borbón. Por las malas, ya que por las buenas resultaba imposible.
El dictadorísimo había decidido morirse de viejísimo en la cama, ejerciendo hasta el último suspiro el poder supremo del Estado, por lo que puso en juego todos los elementos disponibles, que eran muchos, para desbaratar la operación.

Aniquilar al pretendiente

El primer paso a dar consistía en aniquilar al pretendiente, pero sin utilizar el procedimiento habitual de hacerle sufrir un accidente, ya que eso despertaría suspicacias. Un Maquiavelo gallego es muchísimo más sutil que uno florentino. Y a quien había causado la muerte de un millón de personas no le iba a asustar asesinar a tres más, sobre todo cuando el papanazi Pío XII acababa de concederle en 1953 la Suprema Orden de Cristo, una suprema canallada papal que nunca olvidaremos, por lo cual se sabía defensor de la fe catolicorromana y, en consecuencia, facultado para seguir matando en nombre de su dios implacable desde su cruzada personal. Como escribió José de Espronceda en su interminable Canto a Teresa, “Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?” Y a las dictaduras, menos todavía. Ni se nota entre tantos ajusticiados.
Para aniquilar psicológica y moralmente al pretendiente había que golpear sin piedad donde más le doliese, en la persona de su hijo más amado, Alfonso, alias El Senequita. Y la acción debía estar a cargo de su otro hijo, para lo cual era preciso prepararle oportunamente. Se le hizo saber que de las conversaciones telefónicas intervenidas a su padre se deducía que tenía la intención de ceder sus derechos dinásticos a Alfonso, por ser más inteligente que su hermano mayor y estar muy compenetrado con él. Mientras Juan Carlos defendía la dictadura personal del exgeneral, con quien mantenía excelentes relaciones, la opinión de Alfonso sobre él era de absoluto desprecio, en coincidencia total con la de su progenitor, y en eso no les faltaba razón.
Si Juan Carlos se libraba de su único hermano varón, no iba a encontrar obstáculos en su camino hacia el trono. Además, se le hizo saber que si juraba fidelidad al dictadorísimo sería propuesto a las mansas Cortes como sucesor a título de rey, pasando por encima de los supuestos derechos dinásticos heredados por su padre.
La acción no debía ejecutarse en Villa Giralda, en donde los servicios secretos de la dictadura contaban con escasa cobertura logística. Por ello se eligió el palacio del conde de Ruiseñada, en ausencia del propietario. Todo quedó planificado y bien planificado, y salió a la perfección. El pretendiente quedó aniquilado psíquicamente, y su hijo vivo en dependencia absoluta del dictadorísimo. Una jugada despreciable, pero maestra.

La decapitación militar

La segunda fase de la operación consistía en desmontar el aparato militar de la conspiración. El conde de Ruiseñada había convencido al exgeneral rebelde Juan Bautista Sánchez, capitán general de la IV Región Militar, Catalunya, en posesión de la Cruz Laureada de San Fernando y de dos medallas militares individuales, con gran prestigio entre sus compañeros sublevados en 1936, para que se uniera a la conspiración, acuerdo del que fue inmediatamente informado el dictadorísimo por sus servicios secretos.
El plan de los conjurados consistía en organizar un pronunciamiento en Catalunya, siguiendo el modelo de Primo de Rivera en 1923 cuando era él también capitán general de la IV Región Militar. La acción sería seguida por los restantes capitanes generales. Al triunfar el golpe depondrían al dictadorísimo de sus poderes absolutos, le nombrarían regente, y el exgeneral Sánchez formaría un Gobierno provisional hasta la entronización del nuevo rey Juan III de Borbón.
Los todopoderosos servicios secretos organizaron inmediatamente un contragolpe para neutralizar ese previsto golpe de Estado. El coronel Martínez Inglés pudo leer un denominado “Informe JB”, oficioso y reservado, redactado por miembros del Estado Mayor de esa Capitanía General, en la que sirvió en 1969, y lo resume en este libro.
El 29 de enero de 1957 el exgeneral Sánchez se preparaba en su despacho para asistir a unas maniobras militares que estaban celebrándose en el Pirineo, cerca de Puigcerdà. Inesperadamente se presentaron en el despacho el ministro del Ejército, que lo era el exgeneral de la División Azul Agustín Muñoz Grandes, y el capitán general de la II Región Militar, Valencia, Joaquín Ríos Capapé. En el antedespacho se quedaron cuatro ayudantes suyos, rodeando al del exgeneral Sánchez. Los visitantes le espetaron la orden del dictadorísimo para que les presentase su renuncia inmediata, alegando mala salud. Al negarse a hacerlo, fue sacado por la fuerza del edificio, que había sido previamente ocupado por una veintena de militares a las órdenes directas del ministro.
Una caravana de vehículos se dirigió desde allí a la zona de Puigcerdà. En uno iba el exgeneral Sánchez, al que alojaron en el Hotel del Prado. A la mañana siguiente el servicio descubrió el cadáver del militar, y un médico avisado de urgencia certificó que había fallecido a consecuencia del típico ataque cardíaco. Los medios de comunicación de la dictadura, como es lógico, se limitaron a facilitar la noticia de su muerte, pero en los círculos militares se comentó de otra manera, señalando al “impulso soberano” matador. Pero eso mismo servía de advertencia a sus compañeros, para desanimarles de tener ideas sediciosas. La única rebelión militar ejemplar fue la de 1936, en opinión del dictadorísimo, de modo que era preciso impedir cualquier otra.
Según Martínez Inglés el exgeneral Sánchez fue envenenado, y su ayudante murió poco después en el típico accidente de tráfico, a causa de haber tenido la desgracia de presenciar la invasión del despacho y rapto de su jefe.
Otro de los conjurados, el exteniente general Eduardo González Gallarza, ministro del Aire en esos agitados días, fue tiroteado en el Hotel Ritz de Barcelona, aunque tuvo la suerte de salvar la vida, no así su cargo, del que fue destituido el 25 de febrero de 1957.

Y por fin el conde

Quedaba el jefe de los conspiradores a las órdenes del pretendiente Juan de Borbón, su virrey Juan Claudio Güell, conde de Ruiseñada. Tenía la insana costumbre de viajar con frecuencia entre Madrid y París, viajes cuidadosamente vigilados por el servicio secreto de la dictadura. La noche del 22 de abril de 1958 subió al tren en París, como tantos otros viajeros. Entre ellos iba un presunto matrimonio, que ocupaba la cabina aledaña a la suya, y entabló conversación con él. También entraron en el mismo coche cama otros tres agentes secretos.
Al llegar a la estación de Tours el supuesto matrimonio avisó al revisor de que el conde parecía encontrarse mal. Se produjo el consiguiente revuelo, y otro de los agentes declaró ser médico, por lo que se dispuso a prestarle ayuda, pero inútilmente, por lo que debió anunciar que el conde había muerto a consecuencia, como es natural, de un fulminante ataque al corazón. Ya comentó Ramón de Campoamor, en versos agobiantes, los peligros de volver de París en tren expreso, porque puede pasar cualquier cosa.
Por todo lo aquí resumido y en el libro expuesto ampliamente, el coronel Martínez Inglés termina acusando al rey Juan Carlos I de haber presuntamente asesinado el 28 de marzo de 1956 a su hermano menor, exigiéndole que informe públicamente al pueblo español de lo ocurrido aquel día, y reiterando a las Cortes Españolas que promuevan la apertura de una investigación judicial para averiguar la verdad de aquel trágico suceso.
Aunque lo más probable es que la Audiencia Nazional le cite a comparecer una vez más, con obligación de no vestir su uniforme militar, para responder de un presunto delito de injurias a su majestad el rey católico, por el que le impondrán una sentencia de cárcel o pago de multa. Es la costumbre. Y así hasta que todos gritemos ¡Viva España con honra! ¡Abajo los borbones!, como los patriotas aquel 18 de setiembre de 1868.

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