Cómo adquirir el nuevo libro del Coronel Amadeo Martínez Inglés
Por qué, dónde, cuándo y cómo mató
Juan Carlos de Borbón a su hermano Alfonso
Arturo del Villar
POR fin ha
aparecido el esperado libro del coronel Amadeo Martínez Inglés sobre la
extraña muerte de Alfonso de Borbón, apodado El Senequita. Por eso su
título es La muerte de “El Senequita”, lo edita Albores en
Sevilla y suma 188 páginas. Dado que no se va a encontrar en las
librerías, según es usual con los libros de este escritor, el interesado
en conseguir un ejemplar puede pedirlo a
info@edicionesalbores.com.
A ver si tiene suerte, antes de que algún juez de esos que más parecen
lacayos ordene el secuestro de la edición. Avisaré cuando sea llamado a
comparecer ante la Audiencia Nazional, acusado de injurias al rey, como
de costumbre.
Ya en un libro anterior, Juan Carlos I, el último Borbón, impreso
en 2008 a cuenta de la extinta (por real orden) editorial Styria, se
analizaba con mucho lujo de datos y detalles la muerte del llamado
infante Alfonso, hermano del entonces llamado príncipe Juan Carlos y
actual rey Juan Carlos I por la gracia no de Dios, según se decía de los
antiguos monarcas, sino del dictadorísimo genocida exgeneral rebelde,
el peor tirano de la historia de España, que lo era por la gracia de
Dios, según se leía en las monedas alrededor de su cabeza, y repetían
cardenales, arzobispos, obispos, abades, curas, frailes y monjas.
Seguro de lo que pensaba, ya que es coronel diplomado
de Estado Mayor, que ha desempeñado cargos de responsabilidad en la
cúpula militar tras la muerte del dictadorísimo, en posesión de
numerosas condecoraciones militares, entre ellas la Cruz y la Placa de
la Real Orden Militar de San Hermenegildo, Martínez Inglés redactó un
documentado informe sobre la muerte de Alfonso de Borbón, y lo remitió
al presidente del Congreso de los Diputados, solicitando una
investigación al respecto. Como no obtuvo respuesta, se dirigió también
al procurador general de la República Portuguesa, ya que presuntamente
los hechos habían ocurrido en su territorio, y recibió una respuesta
afirmativa, pero después algo pasó y se desdijo, y cada uno puede hacer
las cábalas oportunas.
Sin embargo, la cadena gringa Discovery realizó un
documental a partir de los informes del coronel Martínez Inglés, que se
ha difundido por todo el mundo, con la narración escueta del suceso y
con las explicaciones pertinentes para su comprensión. De manera que una
vez más los informadores se encargan de llevar a cabo la tarea que
corresponde a las autoridades legislativas y judiciales.
Una dinastía degenerada
El apodo de El Senequita se lo pusieron sus padres a
Alfonso de Borbón porque era muy juicioso y reflexivo, lo que en un
Borbón resulta increíble. Esta dinastía se distingue por contar con una
sucesión ininterrumpida de reyes y reinas crapulosos, traidores, falsos,
perjuros, ocupados exclusivamente en realizar las tareas propias de su
sexo con sus putas y sus putos de turno, en divertirse organizando
cacerías aparatosas con escopetas o fusiles de alta precisión en cada
época, y en lucrarse a costa de los sacrificios de sus resignados
vasallos que pagamos impuestos o de las empresas que aceptan las
recomendaciones de la familia irreal como otra modalidad de impuesto
corrupto.
Resignación que a veces estalla, como lo hizo el 18
de setiembre de 1868, cuando la Gloriosa Revolución destronó a la
supergolfa Isabel II, y el 12 de abril de 1931, cuando las elecciones
municipales impulsaron al infame Alfonso XIII a largarse a toda la
velocidad permitida por su automóvil. Se marcharon con las joyas, los
dineros y las acciones, para continuar su regalada vida sin dar golpe,
que es lo único que saben hacer.
En 1931 el editor Javier Morata publicó un libro de Gonzalo de Reparaz titulado Los borbones de España. Historia patológica de una dinastía degenerada, con
298 documentadas páginas, en las que se analizan las locuras y excesos
de toda la patulea borbónica, desde el execrable Felipe V hasta el
canalla Alfonso XIII. Este libro debiera ser de lectura obligatoria en
las escuelas españolas, ya que explica la verdadera historia, silenciada
en los manuales oficiales aprobados para la enseñanza por el Ministerio
de turno.
Por eso resulta tan asombroso saber que haya habido
un Borbón inteligente. Claro que en comparación con la caterva reinante,
uno que sepa leer de corrido ya puede ser calificado de genio. Y si
otra sabe sumar dos y dos la enchufan en La Caixa, para que satisfaga su
natural afición a estar rodeada de dinero.
El hijo predilecto del pretendiente
Pues aseguran que Alfonso, hijo de Juan el yatero, el
que vivió del cuento toda su vida, sabía sumar, leer y hasta pensar.
Habida cuenta de la promiscuidad sexual mantenida por las borbonas,
puede aceptarse que un gen ajeno a la familia produjese la anomalía.
Entre todos los amantes usados por María Luisa, la mujer del bobalicón
Carlos IV, y su bribona nieta Isabelona, como la apodaban sus vasallos,
es factible que hubiese alguno inteligente, y así Alfonso salió
reflexivo, y tal vez fuera incluso decente. Las leyes de la herencia dan
saltos inesperados con las sorpresas consiguientes.
Lo cierto es que Alfonso era el hijo predilecto de su
padre el pretendiente al trono, por encima de su hermano mayor Juan
Carlos, carente de las virtudes e inteligencia advertidas en el pequeño.
Con las dádivas que le ofrecían sus cortesanos, para que él no tocara
sus cuentas en los bancos suizos, Juan se daba la gran vidorra en el
palacete de Villa Giralda, en la localidad portuguesa de Estoril, donde
pasaba su descansado exilio entre el casino y el bar, cuando no navegaba
por los siete mares a bordo de sus lujosos yates, en espera de ocupar
el trono del que había sido desposeído legalmente su padre Alfonso XIII
por las Cortes Constituyentes el 20 de noviembre de 1931, privándoles a
él y a sus parientes de todos los títulos que habían utilizado.
Puesto que los militares monárquicos se sublevaron en
1936 contra la legalidad vigente para restaurar la monarquía repudiada
mayoritariamente por el pueblo, Juan de Borbón confiaba en que el más
traidor de todos ellos, convertido en dictadorísimo, le permitiera
sentar el culo en el degradado trono borbónico: para eso le había
felicitado babosamente por sus éxitos durante la guerra y al obtener la
victoria final. Pero el dictadorísimo no pensaba separar el suyo de su
silla, que por algo sus compañeros de armas le apodaban Paquita la
Culona, y el aterrorizado pueblo español se lo consintió, ya que contaba
con las bendiciones de la Iglesia catolicorromana y del imperialismo
gringo. Así que el pretendiente ha tenido que conformarse con reinar
después de morir, según la inscripción que figura en su tumba, por
gracia especial concedida por su hijo Juan Carlos, el que le arrebató el
trono en vida para disfrutarlo él. Y vaya si lo disfruta.
Un testigo de mucho cargo
Y aquí es donde arranca el relato del coronel Martínez Inglés. La novedad de La muerte de “El Senequita” consiste
en que aporta nuevos testimonios, que le fueron facilitados por un
descendiente del que era administrador de la finca Las Cabezas,
propiedad del conde de Ruiseñada, en Casatejada, provincia de Cáceres,
cuando sucedieron los acontecimientos históricos aquí relatados. Esas
revelaciones quedaron ocultas celosamente hasta ahora por razones de
supervivencia, ya que aparecer como testigo de cargo en ese proceso
representaba un suicidio. Durante la dictadura los testigos incómodos se
suicidaban tirándose por las ventanas o sufrían accidentes de tráfico,
en el caso de no morir por un ataque al corazón, según se denominaba
entonces al infarto de miocardio.
El palacio de Las Cabezas fue construido por orden
del primer marqués de Comillas como pabellón de caza, para procurar
satisfacciones a sus reyes, que acostumbran a irse de cacería con la
barragana de turno. En 1956, el año que nos importa, pertenecía a Juan
Claudio Güell, conde de Ruiseñada, virrey de Juan de Borbón en España
durante su dorado exilio. A la entrada del palacio hay, si no las han
quitado, dos placas en recuerdo de los encuentros sostenidos allí por el
dictadorísimo y el pretendiente el 28 de diciembre de 1954 y el 28 de
marzo de 1960. En ambas ocasiones el dictadorísimo humilló al
pretendiente, al que detestaba, y en eso no le faltaba razón, e impuso
su voluntad respecto a la educación de Juan Carlos como pupilo suyo,
para inculcarle los principios inspiradores de su régimen genocida. Como
si un Borbón fuera capaz de aprender algo.
Tampoco lo necesitaban, porque Juan Carlos pasó por
las tres academias militares como si fuera la encarnación de Alejandro
Magno, Julio César y Napoleón Bonaparte, tres personas distintas y un
solo estratega verdadero. Y qué más da, si no pensaba participar en
ninguna guerra: le basta con enviar a los soldados a matar o morir por
esos mundos que ni siquiera sabe en dónde están, porque también ignora
la geografía. Es la importancia de llamarse Borbón. En España ni
siquiera se ha guillotinado a ninguno, como en Francia, y eso que
motivos han dado de sobra para hacerlo.
Los idus de aquel marzo
Relata el coronel Martínez Inglés que el sábado 24 de
marzo de 1956 el cadete Juan Carlos, becario recomendado en la Academia
General Militar de Zaragoza, recogió en Madrid a su hermano Alfonso
para ir juntos, en principio, a pasar las vacaciones de aquella semana
llamada santa, en la que por orden del dictadorísimo se suspendían los
cines y los teatros, con el fin de que no hubiese más distracción
pública que las procesiones callejeras. Se suponía que los hermanos
debían dirigirse a Estoril, para compartir sus vacaciones con el resto
de la familia, que se hallaba de vacaciones permanentes porque nunca
tenía nada serio que hacer. Ningún adivino le advirtió a Alfonso, como a
César en su día, que se guardara de los idus de marzo, porque suelen
ser trágicos. En realidad, bajo la dictadura todos los días resultaban
trágicos.
No fueron a Estoril, sino al palacio de Las Cabezas,
en donde no se hallaba su propietario en ese momento, pero había
alertado a sus servidores sobre la llegada de los hermanos y tres
guardaespaldas de su séquito, para que los trataran lo más servilmente
posible. El padre de los muchachos no fue advertido del cambio de planes
hasta la mañana del domingo de ramos, día 25, cuando Juan Carlos le
telefoneó para contárselos.
El alto en Las Cabezas se justificaba por el deseo
del cadete Juan Carlos, de 18 años, de practicar la caza, ya que era más
aficionado a las armas que a los libros, y de adiestrar en tan criminal
deporte a su hermano Alfonso, de 14, más aficionado a los libros que a
las armas.
El miércoles santo 28 los dos jóvenes borbones dieron
un largo paseo a caballo, y por la tarde Juan Carlos entró en el
dormitorio de su hermano con la intención, al parecer, de enseñarle
manejo de una pistola que le había regalado el dictadorísimo cuando
entró en la Academia de Zaragoza. Poco después de escucharse las
campanadas de las seis de la tarde se oyó una detonación en el
dormitorio de Alfonso, que alarmó justificadamente al servicio del
palacio.
El administrador quiso entrar en la habitación, pero
se lo impidieron dos de los guardaespaldas. El tercero estuvo siempre
ocupado en el servicio de transmisiones con Madrid, para mantener
informado al dictadorísimo sobre las actividades de los borbones. No
habían pasado seis minutos cuando apareció un médico que debía (de)
estar merodeando por la finca en su automóvil, seguido de cerca por dos
vehículos de la Guardia Civil. El médico diagnosticó de palabra, no lo
hizo por escrito, que Alfonso había recibido un balazo en la cabeza que
le causó la muerte instantáneamente. Los guardias civiles acordonaron el
palacio. A su vez el administrador se ponía en comunicación con el
conde de Ruiseñada, para contarle las tristes novedades.
¿Hecho a propósito?
Un oficial de la Guardia Civil reunió al servicio
para ordenar que nadie hablara acerca de lo sucedido aquella tarde en el
palacio, y añadió que Franco, así lo dijo, sin el tratamiento
obligadamente respetuoso, mandaba que se sacase el cadáver
inmediatamente para trasladarlo al palacete de sus padres en Estoril.
Así se hizo. La comitiva estuvo formada por cinco vehículos: abría la
marcha uno de la Guardia Civil, seguía otro ocupado por tres presuntos
miembros de la Inteligencia Militar, a continuación iba el que llevaba a
Juan Carlos con un guardaespaldas y en el maletero al cadáver de
Alfonso, en donde lo metió su hermano; tras él un automóvil ocupado por
personas particulares no identificadas, y cerrando el cortejo un
vehículo de la Guardia Civil.
A las 6,50 horas de la mañana del jueves santo 29 la
comitiva llegó a Villa Giralda. Acompañaban al pretencioso pretendiente
el embajador de España en Portugal, Nicolás Franco, hermano del
dictadorísimo, y varios funcionarios de la Embajada. Fue entonces cuando
Juan de Borbón pronunció una frase que es conocida y ha animado a
meditar mucho, dirigiéndose a su hijo mayor: “Júrame que no lo has hecho
a propósito.” Como si a los borbones les causara algún cargo de
conciencia jurar en falso: Fernando VII juró y perjuró la Constitución
de 1812, y Alfonso XIII hizo lo mismo con la de 1876, tan tranquilos. En
cuanto a Juan Carlos, estaba dispuesto a jurar lo que le propusiera su
padrino el dictadorísimo. Como para fiarse de juramentos borbónicos. Lo
significativo es que su propio padre sospechaba que el incidente no fue
un accidente, sino un homicidio voluntario, es decir, un crimen
premeditado.
El palacete quedó rodeado por fuerzas policiales
españolas y portuguesas. Sobre el recinto se extendió un silencio
absoluto. Lo inexplicable es por qué, si el cadáver llegó antes de las
siete de la mañana, hasta las veinte horas no accedió al lugar el médico
de la familia, el doctor Loureiro, quien se dice que extendió un parte
médico, aunque nadie lo vio nunca.
La agencia oficial de noticias Cifra difundió una
información el mismo día 29, en la que se decía que mientras Alfonso
jugaba con la pistola “se disparó alcanzándole en la región frontal”. La
otra agencia oficial española, Efe, envió el día 31 otra información,
explicando que “cuando éste [Alfonso] estaba preparando la pistola, ésta
se disparó a corta distancia sobre la frente”. La Embajada en Lisboa
hizo pública una nota el día 30 con alguna variante, puesto que
identificaba el arma como revólver, aunque con las mismas consecuencias
mortíferas, y en mano de Alfonso.
Pese a tratarse de una muerte en extrañas
circunstancias, no se hizo ninguna investigación policial o judicial, ni
tampoco la autopsia al cadáver, sino que fue enterrado en el cementerio
portugués de Cascais el sábado de gloria 31 de marzo. Allí estuvo hasta
1992, cuando el rey Juan Carlos, harto de la insistencia de su padre
moribundo para que mandara enterrar sus restos en El Escorial, ordenó el
traslado.
El entonces cadete Juan Carlos salió aquel mismo día
31 para la Academia de Zaragoza, en un avión militar que envió el
dictadorísimo a recogerlo. Ninguno de sus familiares acudió a
despedirlo.
Rumores y cotilleos
Todo parecía enterrado y bien enterrado cuando pocos días después, el 17 de abril, el semanario italiano Settimo Giorno publicaba
una crónica de su corresponsal en Lisboa, Ezio Saini, en la que
aseguraba: “El príncipe Juan Carlos de Borbón fue en realidad el autor
del disparo que acabó con la vida de su hermano menor.” Ninguno de los
borbones de Estoril se dio por enterado, ni tampoco el señalado
directamente como fratricida, no se reclamó una rectificación ni se
emprendió ninguna acción legal contra el periódico. Sin duda pensaron
que era preferible no menearlo, por si acaso.
No obstante, allí estaba Jaime de Borbón,
segundogénito de Alfonso XIII, que había renunciado a sus derechos
dinásticos en 1933 por ser sordomudo y retrasado mental. Muerto su
hermano mayor el hemofílico Alfonso en 1938, se consideró heredero
legítimo al trono de España y jefe de la casa de Borbón, aduciendo que
se había curado de la sordomudez, aunque lo disimulase estupendamente.
Jaime reclamó a su hermano Juan que se querellase contra Settimo Giorno, sin
ningún éxito, por lo que exigió la apertura de una investigación
judicial al respecto. Alegaba que si la información era cierta, “nunca
podría ser rey quien no supo asumir sus responsabilidades”. Nadie le
hizo caso, pero él continuó intrigando ante el dictadorísimo, al que
llegó a conceder condecoraciones que debieron de hacerle sonreír, cosa
que no era fácil. Empero, consiguió que su hijo Alfonso casara con una
nieta del dictadorísimo, aunque se quedó con las ganas de verlos
coronados reyes de España.
¿Cómo se enteró el periodista italiano de lo sucedido
en una habitación cerrada en la que se hallaban solos los dos hermanos?
La respuesta que ofrece el coronel Martínez Inglés es tajante: se lo
filtró el servicio secreto de la dictadura, porque en el criminal plan
trazado por el dictadorísimo entraba la publicación de la noticia, para
avergonzar y deprimir más al pretendiente, y para mantener más atado y
bien atado al que ya había designado in pectore como sucesor suyo a título de rey.
Parece que en las vacaciones veraniegas siguientes
pasadas en Estoril, el propio Juan Carlos le confesó a un amigo
portugués, Bernardo Arnoso, que sí tenía él en su mano la pistola, y
disparó por creer que estaba descargada, pero, ¡oh sorpresa!, salió un
proyectil que rebotó en una pared y acabó entrando en la nariz de su
hermano. Es verdad que los borbones se distinguen por sus grandes
apéndices nasales, hasta el punto de que a Fernando VII le apodaban
Narizotas sus sufridos vasallos. Como dice el refrán, las armas de fuego
las carga el diablo. Y también hay diablos gallegos.
El arma del delito
Sobre el arma causante del ¿accidente o fratricidio
voluntario? discurre el coronel Martínez Inglés con la autoridad que le
proporciona su profesión militar, que le ha obligado a utilizar toda
clase de armamento. Es decir, del escaso armamento de que dispone el
Ejército español. Desde 1955, el año anterior a los hechos sin autos
judiciales, el cadete Borbón poseía una pequeña pistola Star de 6,35
milímetros (o calibre 22), regalada por el dictadorísimo. El pequeño
proyectil disparado entró directamente por las fosas nasales de Alfonso,
que era el lugar por donde podía causarle la muerte, ya que de haber
recibido el impacto directamente en la parte superior de la cabeza no
hubiera podido atravesar su bóveda craneal y causarle la muerte
instantánea. La línea de tiro seguida por el proyectil era la que
garantizaba la muerte instantánea de la víctima, que de esa manera nunca
podría contar su versión de los hechos.
Ante la difusión de rumores, ya que las noticias
estaban censuradas, acerca del asunto, la familia cambió de opinión, y
aceptó que fue el propio Juan Carlos el que tenía en su mano la pistola
en el momento del disparo, aunque se trató de un accidente fortuito. La
hermana de los protagonistas, Pilar, contó su versión de los hechos a la
periodista griega Helena Matheopoulos, adornándola con varios detalles
complementarios, como que Alfonso fue a la cocina en busca de comida, y
al regresar a la habitación golpeó el brazo de su hermano, que empuñaba
todavía la pistola, se le disparó fortuitamente y el proyectil entró
casualmente por donde iba a hacer daño. Es que las carga el diablo, está
claro.
Lo indudable es que el cadete Borbón llevaba seis
meses recibiendo instrucción militar intensiva, después de haber
recibido instrucción premilitar durante otros seis meses. Aun tratándose
de un Borbón, algo debió (de) aprender acerca de las armas de fuego.
Se pregunta el coronel Martínez Inglés: “¿Cómo se le
pudo disparar pues esa pequeña pistola, apuntando además a la cabeza de
su hermano Alfonso, si además previamente hubo que cargarla (introducir
el cargador con los cartuchos en la empuñadura del arma), después
montarla (empujar el carro hacia atrás y después hacia delante para que
un cartucho entre desde el cargador a la recámara), a continuación
desactivar el seguro de disparo con el que estaba dotada, y finalmente
presionar con fuerza el disparador o gatillo (venciendo las dos
resistencias sucesivas que presenta, claramente diferenciadas) para que
entrara en fuego?” (Páginas 135 y siguiente.) Cosas todas fáciles para
el diablo.
La Operación Ruiseñada
Tales son los hechos. Ahora faltan las explicaciones.
Según la teoría de Amadeo Martínez Inglés, la muerte de El Senequita
fue un asesinato planificado por los servicios secretos del
dictadorísimo, con su aprobación, naturalmente. Fue el primer paso de la
llamada F-1 de la Operación en Defensa del Estado de la Segunda Sección
Bis del Estado Mayor Central del Ejército, conocida también como
Operación Ruiseñada, por el nombre del virrey del pretendiente al trono
en la satrapía dictatorial española.
En el otoño de 1955 los servicios secretos informaron
al dictadorísimo sobre una conspiración para derribarle, en la que se
hallaban implicados civiles y militares monárquicos. Muchos de los
exgenerales sublevados en 1936 deseaban restaurar la monarquía en la
persona de Alfonso XIII, y tras su fallecimiento el 28 de febrero de
1941 en su hijo Juan, en quien había tenido la ocurrencia de “abdicar”
el exrey el 14 de enero.
Ya estaba superclaro en 1955, a los 16 años de
terminada la guerra, que el dictadorísimo no pensaba restaurar la
monarquía, sino mantenerse en el poder para el que lo eligieron sus
crédulos compinches de rebelión. Un poder que utilizaba incluso contra
sus mismos compinches, cuando le entraba alguna duda sobre su fidelidad.
Así que varios exgenerales golpistas acordaron obligarle a restaurar la
monarquía borbónica, en la persona de Juan de Borbón. Por las malas, ya
que por las buenas resultaba imposible.
El dictadorísimo había decidido morirse de viejísimo
en la cama, ejerciendo hasta el último suspiro el poder supremo del
Estado, por lo que puso en juego todos los elementos disponibles, que
eran muchos, para desbaratar la operación.
Aniquilar al pretendiente
El primer paso a dar consistía en aniquilar al
pretendiente, pero sin utilizar el procedimiento habitual de hacerle
sufrir un accidente, ya que eso despertaría suspicacias. Un Maquiavelo
gallego es muchísimo más sutil que uno florentino. Y a quien había
causado la muerte de un millón de personas no le iba a asustar asesinar a
tres más, sobre todo cuando el papanazi Pío XII acababa de concederle
en 1953 la Suprema Orden de Cristo, una suprema canallada papal que
nunca olvidaremos, por lo cual se sabía defensor de la fe
catolicorromana y, en consecuencia, facultado para seguir matando en
nombre de su dios implacable desde su cruzada personal. Como escribió
José de Espronceda en su interminable Canto a Teresa, “Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?” Y a las dictaduras, menos todavía. Ni se nota entre tantos ajusticiados.
Para aniquilar psicológica y moralmente al
pretendiente había que golpear sin piedad donde más le doliese, en la
persona de su hijo más amado, Alfonso, alias El Senequita. Y la acción
debía estar a cargo de su otro hijo, para lo cual era preciso prepararle
oportunamente. Se le hizo saber que de las conversaciones telefónicas
intervenidas a su padre se deducía que tenía la intención de ceder sus
derechos dinásticos a Alfonso, por ser más inteligente que su hermano
mayor y estar muy compenetrado con él. Mientras Juan Carlos defendía la
dictadura personal del exgeneral, con quien mantenía excelentes
relaciones, la opinión de Alfonso sobre él era de absoluto desprecio, en
coincidencia total con la de su progenitor, y en eso no les faltaba
razón.
Si Juan Carlos se libraba de su único hermano varón,
no iba a encontrar obstáculos en su camino hacia el trono. Además, se le
hizo saber que si juraba fidelidad al dictadorísimo sería propuesto a
las mansas Cortes como sucesor a título de rey, pasando por encima de
los supuestos derechos dinásticos heredados por su padre.
La acción no debía ejecutarse en Villa Giralda, en
donde los servicios secretos de la dictadura contaban con escasa
cobertura logística. Por ello se eligió el palacio del conde de
Ruiseñada, en ausencia del propietario. Todo quedó planificado y bien
planificado, y salió a la perfección. El pretendiente quedó aniquilado
psíquicamente, y su hijo vivo en dependencia absoluta del dictadorísimo.
Una jugada despreciable, pero maestra.
La decapitación militar
La segunda fase de la operación consistía en
desmontar el aparato militar de la conspiración. El conde de Ruiseñada
había convencido al exgeneral rebelde Juan Bautista Sánchez, capitán
general de la IV Región Militar, Catalunya, en posesión de la Cruz
Laureada de San Fernando y de dos medallas militares individuales, con
gran prestigio entre sus compañeros sublevados en 1936, para que se
uniera a la conspiración, acuerdo del que fue inmediatamente informado
el dictadorísimo por sus servicios secretos.
El plan de los conjurados consistía en organizar un
pronunciamiento en Catalunya, siguiendo el modelo de Primo de Rivera en
1923 cuando era él también capitán general de la IV Región Militar. La
acción sería seguida por los restantes capitanes generales. Al triunfar
el golpe depondrían al dictadorísimo de sus poderes absolutos, le
nombrarían regente, y el exgeneral Sánchez formaría un Gobierno
provisional hasta la entronización del nuevo rey Juan III de Borbón.
Los todopoderosos servicios secretos organizaron
inmediatamente un contragolpe para neutralizar ese previsto golpe de
Estado. El coronel Martínez Inglés pudo leer un denominado “Informe JB”,
oficioso y reservado, redactado por miembros del Estado Mayor de esa
Capitanía General, en la que sirvió en 1969, y lo resume en este libro.
El 29 de enero de 1957 el exgeneral Sánchez se
preparaba en su despacho para asistir a unas maniobras militares que
estaban celebrándose en el Pirineo, cerca de Puigcerdà. Inesperadamente
se presentaron en el despacho el ministro del Ejército, que lo era el
exgeneral de la División Azul Agustín Muñoz Grandes, y el capitán
general de la II Región Militar, Valencia, Joaquín Ríos Capapé. En el
antedespacho se quedaron cuatro ayudantes suyos, rodeando al del
exgeneral Sánchez. Los visitantes le espetaron la orden del
dictadorísimo para que les presentase su renuncia inmediata, alegando
mala salud. Al negarse a hacerlo, fue sacado por la fuerza del edificio,
que había sido previamente ocupado por una veintena de militares a las
órdenes directas del ministro.
Una caravana de vehículos se dirigió desde allí a la
zona de Puigcerdà. En uno iba el exgeneral Sánchez, al que alojaron en
el Hotel del Prado. A la mañana siguiente el servicio descubrió el
cadáver del militar, y un médico avisado de urgencia certificó que había
fallecido a consecuencia del típico ataque cardíaco. Los medios de
comunicación de la dictadura, como es lógico, se limitaron a facilitar
la noticia de su muerte, pero en los círculos militares se comentó de
otra manera, señalando al “impulso soberano” matador. Pero eso mismo
servía de advertencia a sus compañeros, para desanimarles de tener ideas
sediciosas. La única rebelión militar ejemplar fue la de 1936, en
opinión del dictadorísimo, de modo que era preciso impedir cualquier
otra.
Según Martínez Inglés el exgeneral Sánchez fue
envenenado, y su ayudante murió poco después en el típico accidente de
tráfico, a causa de haber tenido la desgracia de presenciar la invasión
del despacho y rapto de su jefe.
Otro de los conjurados, el exteniente general Eduardo
González Gallarza, ministro del Aire en esos agitados días, fue
tiroteado en el Hotel Ritz de Barcelona, aunque tuvo la suerte de salvar
la vida, no así su cargo, del que fue destituido el 25 de febrero de
1957.
Y por fin el conde
Quedaba el jefe de los conspiradores a las órdenes
del pretendiente Juan de Borbón, su virrey Juan Claudio Güell, conde de
Ruiseñada. Tenía la insana costumbre de viajar con frecuencia entre
Madrid y París, viajes cuidadosamente vigilados por el servicio secreto
de la dictadura. La noche del 22 de abril de 1958 subió al tren en
París, como tantos otros viajeros. Entre ellos iba un presunto
matrimonio, que ocupaba la cabina aledaña a la suya, y entabló
conversación con él. También entraron en el mismo coche cama otros tres
agentes secretos.
Al llegar a la estación de Tours el supuesto
matrimonio avisó al revisor de que el conde parecía encontrarse mal. Se
produjo el consiguiente revuelo, y otro de los agentes declaró ser
médico, por lo que se dispuso a prestarle ayuda, pero inútilmente, por
lo que debió anunciar que el conde había muerto a consecuencia, como es
natural, de un fulminante ataque al corazón. Ya comentó Ramón de
Campoamor, en versos agobiantes, los peligros de volver de París en tren
expreso, porque puede pasar cualquier cosa.
Por todo lo aquí resumido y en el libro expuesto
ampliamente, el coronel Martínez Inglés termina acusando al rey Juan
Carlos I de haber presuntamente asesinado el 28 de marzo de 1956 a su
hermano menor, exigiéndole que informe públicamente al pueblo español de
lo ocurrido aquel día, y reiterando a las Cortes Españolas que
promuevan la apertura de una investigación judicial para averiguar la
verdad de aquel trágico suceso.
Aunque lo más probable es que la Audiencia Nazional
le cite a comparecer una vez más, con obligación de no vestir su
uniforme militar, para responder de un presunto delito de injurias a su
majestad el rey católico, por el que le impondrán una sentencia de
cárcel o pago de multa. Es la costumbre. Y así hasta que todos gritemos
¡Viva España con honra! ¡Abajo los borbones!, como los patriotas aquel
18 de setiembre de 1868.
No hay comentarios:
Publicar un comentario