De cómo Estados Unidos ha gestado al Estado Islámico. Sus videos y los nuestros, su “califato” y el nuestro. Tom Engelhardt. CounterPunch
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández |
Cualquiera que sea
su tendencia política, es muy probable que en estos momentos Vd. no se
sienta nada bien respecto a Estados Unidos. Después de todo, estamos
viviendo lo de Ferguson (el mundo entero estaba observando), tenemos un presidente cada vez más impopular, un Congreso cuyos índices de aprobación
hacen que el presidente parezca una estrella de rock, pobreza
creciente, salarios cada vez más bajos y una brecha de desigualdad en
aumento, sólo por iniciar lo que podría llegar a ser una larga lista. En
el exterior, desde Libia y Ucrania a Iraq y el Mar del Sur de China, nada es de color de rosa para EEUU. Las encuestas reflejan que en el país hay pesimismo, que el 71% de la gente asegura que vamos “por mal camino”. Tenemos toda la pinta de ser una superpotencia pasando una mala racha.
Lo que los estadounidenses necesitan es algo estimulante que haga que
nos sintamos mejor, para que podamos creernos inequívoca y realmente buenos. Lo que el Washington oficial necesita en tiempos difíciles es un enemigo bona fide
tan asquerosamente malo, tan brutal, tan bárbaro, tan inhumano que, por
contraste, nos lleve a pensar lo excepcionales y verdaderamente
necesarios que somos en realidad para este planeta.
Justo a
tiempo, y cabalgando al rescate, aparece algo nuevo bajo el sol: El
Estado Islámico de Iraq y Siria (EIIS), recientemente renombrado como
Estado Islámico (EI). Es un grupo tan extremista que incluso al-Qaida lo
rechazó, tan brutal que está recuperando las crucifixiones, la decapitación, el submarino y la amputación, tan fanáticos que están dispuestos a perseguir
a cualquier grupo religioso que se ponga al alcance de sus armas, tan
fuera de toda moralidad como para convertir la decapitación de un
estadounidense inocente en un fenómeno de propaganda global. Si Vd. ha
encontrado una etiqueta que sea realmente mala, como genocidio o limpieza étnica, probablemente podrá aplicarla a las acciones del EI.
También han demostrado ser tan eficientes que su banda de guerreros
yihadíes, relativamente modesta, ha derrotado a los ejércitos sirio e
iraquí, así como a la milicia de los pesmergas kurdos, haciéndose con el
control de un territorio mayor que Gran Bretaña en el corazón del
Oriente Medio. En estos momentos gobiernan al menos sobre cuatro millones de personas, controlan el funcionamiento de los campos y refinerías de petróleo allí existentes (así como sus ingresos
y las infusiones de dinero procedentes de bancos saqueados, rescates de
secuestros y patrocinadores de los estados del Golfo). A pesar de la
oposición que encuentran, parece que están aún expandiéndose y afirman que han establecido un califato.
Una fuerza tan nociva que hay que hacer algo
Frente a tan pura maldad, aunque Vd. sea un alto militar o un
responsable de la seguridad nacional, puede que sienta un escalofrío de
miedo, pero, de algún modo, también hay algo que le hace sentirse bien.
No todos los días se tiene a un enemigo al que su presidente pueda denominar “cáncer”; al que su secretario de estado pueda llamar
el “rostro” de la “maldad más fea, salvaje, inexplicable, nihilista y
sin valores” a la que “hay que destruir”; que su secretario de defensa
pueda denunciar
por “bárbaro” y desprovisto del menor “nivel de decencia, de conducta
humana responsable… una amenaza inminente para todos nuestros intereses,
ya sea en Iraq o en cualquier otro lugar”; que tu presidente de la
junta de estado mayor pueda describir como “organización que tiene una
visión estratégica apocalíptica del fin del mundo a la que habrá
finalmente que derrotar”; ni que un general retirado y antiguo
comandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán pueda tildar de “flagelo… más allá de los límites de la humanidad [que]… hay que erradicar”.
¡Se habla de una situación que hace que una superpotencia que ha visto
días mejores se sienta a la vez bien y mal! Desde luego que ese mal
amenazador está pidiendo sólo una cosa: que EEUU intervenga. Le está
pidiendo a la administración Obama que envíe a los bombarderos y aviones no tripulados a una guerra aérea de expansión lenta en Iraq y, antes o después, posiblemente, en Siria. Recae sobre los hombros de Obama organizar
una nueva “coalición de los bien dispuestos” entre los diversos
partidarios y opositores del régimen Asad en Siria, entre quienes han armado y financiado
a los rebeldes extremistas en ese país, entre las facciones
étnico/religiosas del antiguo Iraq y entre varios países de la OTAN; le
pide que Washington transforme el liderazgo de Iraq (un proceso no hace
mucho denominado “cambio de régimen”) e instale a un nuevo hombre
capaz de reunir a chiíes, sunníes y kurdos, que ahora están a degüello
entre ellos, en una nación capaz de erradicar la marea extremista. Si
bien no habrá “botas estadounidenses sobre el terreno”, se exige la
presencia de apoderados de diversa índole, aunque el ejército
estadounidense tendrá algo que ver naturalmente con el entrenamiento,
armas, financiación y asesoramiento. Teniendo enfrente ese mal, ¿qué
otras opciones caben?
Si todo esto no les suena extrañamente
familiar, debería sonarles. Menos un par de invasiones, los pasos que se
están considerando o que ya se están dando respecto a “la amenaza del
EI” son un resumen razonable de los últimos trece años de lo que en otro
tiempo se llamó la Guerra Global contra el Terror y que ahora no tiene
nombre alguno. Con todo lo nuevo que el Estado Islámico pueda ser,
conviene hacer un poco de historia ya que el grupo es, al menos en
parte, el legado de Estados Unidos en el Oriente Medio.
Denle
alguna credibilidad a Osama bin Laden. Después de todo, nos puso en
camino hacia Estado Islámico. Él y su banda de harapientos no tenían
forma alguna de crear el califato con el que soñaban ni nada que se le
pareciera. Pero supo captar
que incitar a Washington a algo que parecía una guerra de cruzadas con
el mundo musulmán podría ser una forma eficaz de avanzar en esa
dirección.
Es decir, antes de que Washington aporte su
potencial militar para aplastar completamente al nuevo “califato”, es
conveniente hacer una modesta revisión de los años posteriores al 11-S.
Empecemos por el momento en el que las torres de Nueva York acaban de
derrumbarse, gracias a un pequeño grupo de secuestradores, en su mayoría
saudíes, y casi 3.000 personas mueren en el derrumbamiento. En aquel
momento, no resultaba difícil convencer a los estadounidenses de que no
podía haber nada peor, en términos de pura maldad, que Osama bin Laden y
al-Qaida.
Estableciendo un califato estadounidense
A fin de enfrentar esa maldad sin igual, EEUU fue oficialmente a la
guerra como si fuera contra una potencia militar enemiga. Bajo la
rúbrica de la Guerra Global contra el Terror, la administración Bush
lanzó el incomparable poder del ejército de EEUU y sus paramilitarizadas
agencias de inteligencia contra… bien, ¿qué? A pesar de esos videos
espectaculares de al-Qaida entrenándose en los campos de Afganistán, esa
organización no tenía fuerza militar digna de ese nombre, y a pesar de
lo que han visto en la serie “Homeland”, tampoco ninguna célula durmiente en EEUU; ni siquiera capacidad para montar operaciones de seguimiento a corto plazo.
Es decir, que mientras la administración Bush hablaba de “drenar el pantano” de los grupos terroristas hasta en sesenta países,
se despachó al ejército estadounidense contra lo que esencialmente no
eran sino “quimeras” que representaban en gran medida los propios y
conjurados miedos y fantasías de Washington. Así pues, se envió a ese
ejército contra bandas de extremistas islámicos en gran medida
insignificantes, desperdigadas en grupos pequeños por las recónditas
zonas tribales de Afganistán o Pakistán y, desde luego, contra los
rudimentarios ejércitos de los talibanes.
Fue algo así como una “cruzada”, por utilizar una palabra que a George W. Bush se le escapó una vez,
algo cercano a una guerra religiosa, si no contra el Islam mismo –las
autoridades estadounidenses lo dejaron claro piadosa y repetidamente-,
entonces contra la idea de un enemigo musulmán, así como contra los
talibanes en Afganistán, Sadam Husein en Iraq y después Muammar Gadafi
en Libia. En cada caso, Washington congregó una coalición de los bien
dispuestos, que iban desde los estados árabes y los del sur o centro de
Asia a los europeos, enviando potencial aéreo, que en dos ocasiones fue
seguido de invasiones y ocupaciones a escala total, fichando a políticos
locales de su gusto para operaciones de “construcción de la nación” en
medio de mucha verborrea de autopromoción de la democracia, y
construyendo nuevos e inmensos aparatos militares y de seguridad,
proveyéndoles de miles de millones de dólares en entrenamiento y armamento.
Mirando atrás, es difícil no pensar en todo esto como una especie de yihadismo estadounidense,
así como de un intento de establecer lo que podría haberse considerado
un califato estadounidense en la región (aunque Washington lo
describiera en términos mucho más amables). En el curso del proceso,
EEUU desmanteló y destruyó eficazmente el poder estatal en cada uno de
los tres principales países en los que intervino, mientras aseguraba la
desestabilización de los países vecinos y finalmente de la región misma.
En esa parte del mundo de mayoría musulmana, EEUU dejó un
record muy triste que en este país tendemos por lo general a
menospreciar u olvidar cuando condenamos la barbarie de los otros. Ahora
estamos concentrados en el horror del video del EI con el asesinato del
periodista James Foley, un documento propagandístico claramente
diseñado para poner en el disparadero a Washington y activar más la
oposición hacia ese grupo.
Sin embargo, ignoramos la librería
virtual de videos y otras imágenes que EEUU ha generado, imágenes
ampliamente contempladas (o sobre las que se ha oído hablar y discutido)
con no menos horror en el mundo musulmán que la imaginería del EI en el
nuestro. Para empezar, estaban las infames imágenes con “protector de pantalla” propias del Marqués de Sade de la prisión de Abu Ghraib. Allí, los estadounidenses torturaron y abusaron de los prisioneros iraquíes, mientras creaban su versión icónica
propia de las imágenes de la crucifixión. Después hubo videos que nadie
(más que los de dentro) vieron, pero de los que todo el mundo oyó
hablar. En ellos, la CIA había grabado las repetidas torturas y abusos a
los sospechosos de pertenecer a al-Qaida en sus “agujeros negros”. En
2005, un oficial de esa Agencia los destruyó, para que no se proyectaran
algún día ante un tribunal estadounidense. Tenemos también el video
del helicóptero Apache publicado por WikiLeaks en el que los pilotos
estadounidenses ametrallan a civiles iraquíes por las calles de Bagdad
(incluidos dos corresponsales de Reuters), mientras que en la
banda sonora se oye cómo la tripulación ríe sus ocurrencias. Tenemos
también el video de las tropas estadounidenses orinando sobre los
cadáveres de los combatientes talibanes muertos en Afganistán. Tenemos
también las fotos-trofeo con partes del cuerpo de los muertos llevadas a casa por soldados estadounidenses. Hubo películas
con grabaciones de las víctimas de las campañas de asesinato de los
aviones no tripulados de Washington en las áreas tribales recónditas del
planeta (o para “aplastar insectos”, como llamaban los que dirigían los aviones no tripulados a los muertos de esos ataques” y grabaciones
similares de combates aéreos de helicópteros. Tenemos por otra parte el
video macabro del asalto sobre Abbottabad, Pakistán, que el Presidente
Obama, al parecer, presenció en directo. Y eso sólo para empezar
a dar cuenta de algunas de las imágenes producidas por EEUU desde
septiembre de 2001 de sus diversas aventuras en el Gran Oriente Medio.
Todo eso, las invasiones, las ocupaciones, las campañas de aviones no
teledirigidos en varios territorios, las muertes que superan los cientos
de miles, el desarraigo de millones de personas enviadas al exilio interno o externo, el gasto de billones de dólares sumados al onírico bin Laden, demostró ser las herramientas por excelencia para el reclutamiento de yihadistas.
Con todo lo que EEUU hizo a partir de iniciar ese proceso provocando
insurgencias, guerras civiles, crecimiento de milicias extremistas y el
colapso de las estructuras estatales, garantizó asimismo el surgimiento
de algo nuevo sobre el planeta Tierra: el Estado Islámico de Iraq y
Siria o Estado Islámico actual, así como otros grupos extremistas que
iban desde los talibanes pakistaníes, ahora desafiando al estado en
ciertas áreas de ese país, a Ansar al-Sharia en Libia y al-Qaida en la
Península Arábiga en Yemen.
Aunque los militantes del EI se
horrorizarían sólo de pensarlo, son el engendro de Washington. Trece
años de guerras regionales, ocupación e intervención jugaron un papel
importante para prepararles el terreno. Pueden ser nuestra peor
pesadilla (hasta ahora), pero son también nuestro legado, y no sólo
porque muchos de sus dirigentes vienen del ejército iraquí que disolvimos, perfeccionando sus creencias y habilidades en las prisiones que levantamos (Campo Bucca
parece haber sido el West Point del extremismo iraquí) y ganando
experiencia enfrentándose a las operaciones estadounidenses de
contraterrorismo en los años del “incremento” de la ocupación. En
realidad, precisamente todo lo hecho en la guerra contra el terror ha
facilitado su ascenso. Después de todo, desmantelamos el ejército iraquí
y reconstruimos uno que escaparía ante las primeras señales de
avistamiento de combatientes del EI, abandonando
para ellos almacenes inmensos del armamento de Washington. Destruimos a
fondo el Estado iraquí mientras fomentábamos un liderazgo chií que se
dedicó a oprimir a los sunníes de tal manera como para crear una situación en la que el EI iba a ser bien recibido o tolerado en zonas importantes del país.
Las locuras de la escalada
Si piensan en ello, desde el momento en que empezaron a caer las
primeras bombas sobre Afganistán en octubre de 2001 hasta el momento
actual, ni una sola intervención militar estadounidense ha conseguido en
modo alguno el efecto buscado. Cada una ha demostrado, con el tiempo y a
su modo y manera, ser un desastre, proporcionando terrenos abonados
para el extremismo y produciendo otra serie de paneles de reclutamiento
para otro conjunto de movimientos yihadíes. Visto de forma lúcida, esto
es lo que cualquier intervención militar estadounidense parece ofrecer a
esos grupos extremistas, y el EI lo sabe.
No crean que su provocador video
con la ejecución de James Foley es el acto irracional de unos locos
pidiendo ciegamente que la fuerza destructiva de la última superpotencia
del planeta se lance contra ellos. Bien al contrario. Detrás de eso hay
un cálculo racional. Los dirigentes del EI comprenden seguramente que
el potencial aéreo estadounidense podría hacerles daño pero saben
también que, como en un arte marcial asiático en el que la fuerza de un asaltante se utiliza en su contra, la implicación de Washington a gran escala también infundiría un gran poder a su movimiento. (Esta fue la intuición más original de Osama bin Laden).
Reconocería al EI como su máximo enemigo, lo que otorgaría a éste la
definitiva credibilidad en su mundo. Llevaría con él los recuerdos de
todas esas pasadas intervenciones, de todos esos videos macabros y
horrendas imágenes. Le ayudaría a inflamar y a atraerse a más miembros y
combatientes. Daría la raison d’être final a un movimiento
religioso minoritario que de otra forma podría demostrar que no está tan
cohesionado y que, a largo plazo, puede ser muy vulnerable. Daría a ese
movimiento el derecho a fanfarronear a nivel global en un futuro
lejano.
El ansia del EI era sin duda lograr que interviniera la
administración Obama. Y en eso, puede que tengan éxito. Ahora estamos,
después de todo, observando una versión familiar de las locuras de la
escalada en marcha en Washington. Obama y sus altos funcionarios están
claramente en el ascensor de subida. En la Oficina Oval hay un
presidente visiblemente reticente, que indudablemente no desea
intervenir de forma importante en Iraq (del que retiró orgullosamente
las tropas estadounidenses en 2011 con las “cabezas muy altas”) ni en Siria (un lugar donde evitó enviar misiles y bombarderos en 2013).
A diferencia del anterior presidente y su altos oficiales, que tenían
toda su confianza puesta en los planes generales para crear una Pax Americana
a través del Gran Oriente Medio, el actual presidente y su equipo de
política exterior entraron con la intención de manejar lo mejor posible
una situación global heredada. El único plan del Presidente Obama, si se
le puede llamar así, era salir de la Guerra de Iraq (a lo largo de las
líneas ya establecidas por la administración Bush). Fue quizá entonces
un signo revelador que, para hacer eso, sintiera que tenía que “incrementar” las tropas estadounidenses en Afganistán. Cinco años y medio después, él y sus altos funcionarios no parecen tener aún planes,
no son sino una serie de administradores enzarzados en una lucha
impulsiva e irresponsable que desestabilizará el Gran Oriente Medio (y,
cada vez más, África y también las tierras fronterizas europeas).
Cinco años y medio después, el presidente está de nuevo bajo presiones y está siendo criticado por toda una variedad de neocon, Mccainitas, y esta vez parece que el alto mando
del estado mayor del ejército está evidentemente ansioso de que lo
suelten a matar una vez más por todo el planeta, es decir, que están
subiendo la apuesta en una mano perdedora. Al igual que en 2009, está
hoy cediendo terreno poco a poco. Por ahora, el proceso de “ampliación
de la misión” -un término firmemente rechazo por la administración
Obama- está en marcha.
Empezó lentamente con el colapso del
ejército iraquí, entrenado y abastecido por EEUU, en Mosul y en otras
ciudades del norte de Iraq frente a los ataques del EI. A mediados de
junio se envió el portaaviones USS H.W. Bush, con más de 100 aviones, al Golfo Pérsico y el presidente envió
cientos de soldados, incluidos los asesores de las Fuerzas Especiales
(aunque oficialmente no iba a haber “botas sobre el terreno”). También
se mostró de acuerdo en enviar aviones no tripulados
y otros tipos de vigilancia aérea a las regiones que el EI había
tomado, claramente en preparación de futuras campañas de bombardeo. Todo
esto estaba sucediendo antes de que el destino de los yasidíes –una
pequeña secta religiosa cuyas comunidades del norte de Iraq fueron
brutalmente destruidas por los combatientes del EI- desencadenara
oficialmente el comienzo de una limitada campaña de bombardeos adecuada a
una “crisis humanitaria”.
Cuando el EI, reforzado por el
armamento pesado estadounidense capturado al ejército iraquí, empezó a
aplastar a la milicia kurda de los pesmergas, amenazando la capital de
la región kurda de Iraq y tomando la enorme presa de Mosul, el bombardeo
se amplió. Se enviaron más tropas y asesores y el armamento empezó a fluir
hacia los kurdos, con promesas de todo lo anterior más hacia el sur,
una vez que un nuevo gobierno de unidad se formara en Bagdad. El
presidente explicó esta ampliación del bombardeo citando la amenaza del
EI dinamitando la presa de Mosul e inundando a las comunidades situadas
río abajo, poniendo así supuestamente en peligro
la embajada de EEUU en la lejana Bagdad. (Esto fue una historia
intentando buscar excusas porque el EI habría tenido que inundar partes
de su propio “califato” en el proceso.)
El video de la
decapitación proporcionó después el pretexto para poner en la agenda el
posible bombardeo de Siria. Y de nuevo un presidente renuente, que va
cediendo lentamente, ha autorizado
vuelos de vigilancia con aviones no tripulados sobre zonas de Siria en
preparación de posibles ataques de bombardeo que puede que no tarden mucho en llegar.
El incremento progresivo de las reticencias
Consideren esto, el incremento progresivo de las reticencias bajo las
presiones habituales de un Washington militarizado ansioso de dar rienda
suelta a los perros de la guerra. Todo esto se dirige a un pantano de
extrañas contradicciones alrededor de la política hacia Siria. Cualquier
bombardeo de ese país implicará necesariamente un apoyo implícito,
cuando no explícito, al criminal régimen de Bashar al Asad, así como a
los escasos rebeldes “moderados” existentes que se oponen a su régimen y
a los que Washington podría ahora enviar armas. Esto, a su vez, podría
significar entregar indirectamente más armamento al EI. Sumen todo eso y
por el momento Washington parece situarse en el camino que el EI ha
dispuesto para EEUU.
Los estadounidenses prefieren creer que
todo problema tiene solución. Sin embargo, puede no haber una solución
obvia o al menos inmediata en lo que se refiere al EI, una organización
basada en la exclusividad y en las divisiones en una región que no puede
dividirse más. Por otra parte, como movimiento minoritario que ya se ha
alienado de muchos en la región, si se le dejara solo, con el tiempo
podría estallar o implosionar. No sabemos. No podemos saberlo. Pero
tenemos evidencias razonables de los trece últimos años de que es
probable que consiga una escalada en la intervención militar
estadounidense.
Y tengan en mente una cosa: si EEUU fuera
realmente capaz de destruir o aplastar al EI, como nuestro secretario de
estado y otros están instando, eso podría resultar siendo cualquier
cosa menos una bendición. Después de todo, fue suficientemente fácil
pensar, como los estadounidenses hicieron tras el 11-S, que al-Qaida era
lo peor que el extremismo islámico tenía para ofrecer. El asesinato de
Osama bin Laden se nos presentó como el triunfo final sobre el
terrorismo islámico. Pero el EI vive y respira y crece, y por todo el
Gran Oriente Medio organizaciones extremistas islámicas están ganando
adhesiones y potencia de forma tal que debería iluminar lo que la guerra
contra el terrorismo ha producido realmente. El hecho de que no podamos
imaginar algo peor que el EI no significa nada, dado que nadie en
nuestro mundo podía imaginar al Estado Islámico antes de que surgiera.
El historial estadounidense en estos últimos trece años es una
vergüenza. Repetir los mismos hechos no es precisamente una opción.
Tom Engelhardt es uno de los fundadores del American Empire Proyect . Es autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría: The End of Victory Culture . Su último libro, que se publicará en octubre, es: Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single Superpower World (Haymarket Books).
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