El derecho a opinar
Paco Bello | Iniciativa Debate | 14/09/2014
Si pudiéramos despojarnos solo por un
momento de los prejuicios inculcados; si pudiéramos drenar todo el poso
de los condicionantes impropios… nos daríamos cuenta de que nos hemos
convertido en el mejor valor instrumental contra nuestra propia
dignidad.
Voy a intentar ser muy breve.
Previamente, y como siempre, pero sin
profundizar, voy a aclarar que no soy nacionalista, que no creo en
identidades comunes, y que hoy, en el actual contexto geopolítico, hasta
pongo en duda mis propias convicciones sobre la utilidad de los
pequeños Estados soberanos como fórmula de control de las instituciones.
Dicho esto.
El derecho a decidir no es solo que me
parezca un derecho de primer orden, básico, prevalente e inalienable,
no, no es solo eso. Es que más allá de percepciones personales,
objetivamente no se puede hablar de democracia sin él, aunque hayamos
olvidado lo que significa realmente ese concepto y su significado. Y es
que hoy, por una cuestión semiótica más que semántica, llamamos
democracia a un régimen oligarca y cleptocrático variablemente intenso,
como también premiamos a señores de la guerra con el Nobel de la Paz.
Pero es que en el colmo del absurdo,
ahora no solo se niega algo que es tan esencial como fundamento de la
libertad y el ser, sino que aceptamos negar incluso el derecho a opinar.
Y lo más desalentador es que hay una buena parte de la sociedad que más
que aceptarlo, lo apoya. Aunque lamentablemente eso no es algo
sorprendente.
Viendo el lado positivo por la
prevención mostrada frente a un puntal transformado en cristal –el que
soporta la cúpula de esta caverna de Platón–; desde el atril de ‘la estirpe‘
(a.k.a. Casta), se apela al respeto a la legalidad, como si la Ley
fuera la inmanencia de la metafísica. Aunque bien está señalar que esta teología de la legislación
está entonces llena de pecadores, de herejes del Real Decreto-ley y de
las reformas de la Constitución con agosticidad y alevosía.
En román paladino: la Ley nunca puede
ser optativa, ni escudo ni lanza contra su portador. No puede ser un
argumento válido que la Ley no ampara el derecho a opinar de aquellos de
los que presuntamente emana. En el momento en que se blande ese
argumento esa Ley ya no puede ser Ley, ni el legislador es legítimo.
Podemos argüir todas las consideraciones
que creamos oportunas, y seguro que podemos exponer muy buenas razones.
Pero nunca podremos justificar no permitir opinar a un pueblo que se
considera pueblo, máxime cuando está expresamente aceptado su carácter
legal como tal. Y no importa lo que digamos, porque nunca tendrá el peso
suficiente como para explicar semejante prohibición.
Hoy, en Cataluña, nos parezca más o
menos oportuno, solo se plantea una consulta sin carácter vinculante.
Dicho de otra forma: ni siquiera implica una decisión. Y en un Estado
que se autoproclama democrático no se quiere permitir que el pueblo
exprese su opinión colectiva. ¿Qué queda de democrático en un sistema
sin isegoría, isonomía e isokratia aparte del nombre?
Y aquí es cuando aparecemos frente a
nuestro espejo. ¿Alguien que no esté movido por razones que nada tienen
que ver con la razón puede negarle a otro el derecho a opinar? ¿Y si
apoyamos la negativa, en qué posición humana nos deja eso?
No debiera importarnos tanto el motivo
de una consulta como el hecho de impedirla. Si alguien busca una buena
razón para querer independizarse, puede que no encuentre otra mejor.
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