Se acabó la fiesta, presidenta
Esperanza Aguirre está dejando la política desde hace tantos
años que ya ni se acuerda de dónde la ha puesto. Es igual que algunos
yonquis de mi barrio, que prometieron solemnemente dejar las drogas y
luego, cuando te los encontrabas con una banderilla clavada en el brazo,
gritaban con un mugido de éxtasis que no era culpa suya si las drogas
no los dejaban a ellos. Aguirre y la política son como Romeo y Julieta,
como Abelardo y Eloísa, como Florentino y Cristiano: una historia de
amor inmortal, una pasión prohibida que ha ido pasando por los sucesivos
estadios del romance y el cuento de hadas para despertar bien en la
tumba, bien entre las rancias sábanas matrimoniales.
Un día, en efecto, Aguirre se despertó y vio que su querida política
la había engañado, unos cuernos monumentales que se paseaban por todo el
país a ritmo de furgón policial y golpes de telediario. Le pusieron un
micrófono bajo la boca y ella soltó lo mismo que cualquier mujer
humillada o que cualquier amante traicionado: “Yo no sabía nada”.
Aguirre se vio atrapada en el mismo viacrucis que Mariano después de su
ruptura con Bárcenas: tuvo que elegir entre pasar por tonta o pasar por
lista. Decidió hacer lo que mejor sabe: pasar página.
Había compartido años de trabajo codo con codo junto a Frutos y había
elegido a dedo unos cuantos alcaldes presuntos. No era muy buen
currículum para una señora que presumía de un olfato infalible, una
cazadora de talentos a la que no se le escapaba una. Es verdad: según el
marcador oficial se le habían escapado todos. Para remediar el
escándalo, Aguirre montó una especie de torneo medieval, un examen donde
los candidatos debían probar su valía contestando a preguntas tan
arriesgadas como “usted para qué se dedica a la política” y “no habrá
venido aquí a robar, ¿verdad?”. A una de las elegidas la traicionó la
ideología y en vez de responder con monosílabos, al estilo mariano, le
dio por hacer literatura: “No soy un perro judío” dijo la buena mujer,
como profetizando el inminente reconocimiento del estado palestino. A lo
mejor se equivocó, a lo mejor quiso decir: “No soy un pepero jodío”. El
torneo medieval degeneró rápidamente en chirigota en cuanto se supo que
el examen de honradez de Aguirre no sólo estaba amañado sino que además
lo dirigía un corrupto certificado. Una vez más tendrá que pasar página
y hace ya mucho que se le acabó la novela.
Para muchos analistas, el final del idilio político de Aguirre
sucedió mucho antes, simbolizado en esa loca evasión en la Gran Vía
donde empezó por saltarse el código de circulación y acabó por saltarse
un guardia. Es difícil saber el momento en que una historia de amor se
desboca, pero cuando Madame Bovary se subió a una calesa sin frenos y
con las cortinillas bajadas, Flaubert ya barruntaba que aquello ya sólo
podía ir cuesta abajo.
Hace como ocho o nueve años viví en un bajo de la calle Jesús del
Valle que compartía tabique con una de las alas del palacio de la
presidenta. El tabique debía de tener los menos un metro y medio de
espesor pero aun así una noche me despertó el estruendo de una fiesta
veraniega que hacía retumbar la pared y por poco tira abajo la
biblioteca. Al cabo de un buen rato de dar vueltas en la cama, me puse
una camisa sobre el pantalón del pijama y salí a la calle por si hubiera
suelto un terremoto y pudiera sacarle una entrevista. Parecía que sí,
visto el trajín de gente que entraba y salía del portal de arriba y las
luces de las dos patrullas de policía que montaban guardia. Era una
fiesta, me explicó uno de ellos, una fiesta privada que había montado
uno de los hijos de la presidenta. “No iba a ser pública” pensé, pero no
me atreví a decirlo por si también me privatizaban. “Yo venía a
protestar” dije sin mucha convicción, más que nada por el pijama. “Es
que son las tres de la mañana y llevo dos horas sin pegar ojo”.
“Proteste, proteste usted” respondió el policía, señalándome el suntuoso
portal como si fuese un funcionario de información dando turno para las
ventanillas. La entrada estaba abarrotada hasta los topes de
minifaldas, zapatos de tacón, pantalones de mil euros y jerseys rosas a
cuestas, como ositos abrazados en la pechera. En la puerta, abierta de
par en par, me encontré cara a cara con uno de los hijos de la
presidenta que escuchó mis protestas muy serio (tuve que gritárselas al
oído aunque al final recurrí a la mímica), y al final me dijo que lo
sentía mucho, que no podía hacer nada, pero que me invitaba a pasar y a
beber y a disfrutar de la fiesta. Lo pensé durante unos segundos pero
finalmente me disuadió el pijama. Fue sólo una noche de juerga,
presidenta, pero ha durado un porrón de años.
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