La gran estafa del sueño americano
- na quimera, un cuento de Hollywood que nos hemos tragado mil veces y que al final ha terminado calando.
A veces, el “sueño americano” no brilla tanto como dicen.
Llegué a 
Estados Unidos hace dos años y medio junto a mi pareja. Él, científico y
 que para entonces ya llevaba 3 años fuera de España, logró un trabajo 
para una estancia post doctoral en una universidad de esas de mucho 
renombre y una sala de la fama con varios premios Nobel. Justo antes de 
marcharnos, yo había acabado la carrera de periodismo y con ello también
 se habían terminado de golpe mis dos contratos como becaria.
Lo cierto es que nos fuimos 
en una situación privilegiada. No fue tras meses echando currículums ni 
tampoco lo hicimos con una mano delante y otra detrás. Nos marchamos a 
una gran ciudad de la costa este de EE.UU. con la seguridad económica de
 un salario que nos permitía vivir a los dos a pesar de que yo no 
tuviese trabajo.
El primer golpe de realidad 
fue en la primera visita a la embajada de EE.UU. en Madrid. Es muy 
lamentable reconocerlo, pero lo cierto es que el hecho de vivir 
acomodada en la clase media de la Unión Europea me había creado una idea
 completamente errónea sobre los límites nacionales. Claro que era 
consciente de que se trataba de un problema para muchas personas, pero 
durante mucho tiempo lo consideré algo alejado de mi realidad 
individual. Ese día, cargada con fotos y correos electrónicos que 
probaban la relación con mi pareja, tuve que justificar que yo me 
merecía una visa de turista de seis meses para acompañar a mi chico.
Sin embargo, pronto nos 
dimos cuenta de que el plan de llegar como turista y encontrar trabajo 
era casi imposible. En EE.UU. ningún extranjero es bienvenido. Su 
política migratoria no permite contratar a nadie que no cuente de 
antemano con un permiso de trabajo, excepto en algunas industrias en las
 que la falta de empleados nacionales les obliga a buscar trabajadores 
en el exterior. Es el caso de la agricultura, donde muchos empleados son
 mexicanos, o de la ciencia, con gran presencia de europeos y asiáticos.
 Ante la dicotomía de buscar empleo como indocumentada (que aquí 
significa lo mismo que en España: un acceso casi limitado a puestos poco
 cualificados con bajos salarios) o casarme con mi chico para 
beneficiarme de su visa y obtener el permiso de trabajo, me casé. 
Principalmente porque así pudimos permitirnos afrontar todos los gastos 
de papeleo (solo gestionar el permiso de trabajo son más de 350 euros 
anuales) y de nuevas visitas a la embajada para lograr, por fin, 
regularizar mi situación.
Pronto nos dimos cuenta de que el plan de llegar como turista y encontrar trabajo era casi imposible. En EE.UU. ningún extranjero es bienvenido.
Tras un año en el país, 
conseguí mi primer trabajo. “Trabajo”. Tres meses sin remunerar en una 
empresa de comunicación en español. “Internship”, me dijeron. En ese 
momento me parecía suficiente, la verdad. Había caído en la trampa de 
creerme inútil por no poder encontrar empleo, y el mero hecho de no 
estar parada ya me valía. Además, había conseguido algo “de lo mío” y mi
 empresa me parecía súper molona: un medio chiquitito fundado por un 
inmigrante, que se preocupaba por una minoría discriminada como la de 
los latinos en los EE.UU., una oficina de colores, reuniones en las que 
bebíamos cervezas con los jefes… “Tres meses y ya veremos”. Y llegó el 
“queremos que te quedes”. Parecía que lo del sueño americano era esto.
Pero cuando me tocó negociar
 mi contrato empecé a comprender a costa de qué, y de quiénes, se 
construye el beneficio en mi empresa. Con la excusa de que mi contrato 
era formación (“fellowship”), me ofrecieron un salario incluso inferior 
al mínimo estadounidense, sobre 6.30 euros la hora, apenas cinco días de
 vacaciones al año y sin sueldo en las bajas por enfermedad. Ese día 
comprendí que si mi compañía contrata a personas de sectores 
potencialmente discriminados como mujeres o inmigrantes (yo hago pleno) 
no es por hacer ninguna labor social, como vende, sino porque eso les 
permite ofrecer sueldos más bajos. Tampoco fue casual que esperasen a mi
 último día en EE.UU. antes de irme de vacaciones para negociar conmigo,
 ni que entonces se presentasen tres de mis jefes frente a mí, que 
estaba sola.
Ese día, tras discutir mucho
 y escuchar argumentos tipo “tu nivel de inglés no te permite aspirar a 
un trabajo mejor” o “si no tomas esta oferta te estás disparando en el 
pie”, conseguí finalmente una oferta económica algo mejor. También me 
llevé la promesa de “si podemos te mejoraremos el contrato dentro de 
seis meses cuando finalice este”. Pensé que la empresa no tendría 
problemas de dinero cuando vi que el dueño de mi empresa renovó 20 
ordenadores Mac de la oficina, porque al ser de 2010 “estaban 
anticuados”. Sin embargo, tuve que esperar un año para lograr un salario
 un 20% más alto. Una cifra que estaría muy bien en España pero a años 
luz de los casi 40.000 euros que cobra de media una estadounidense 
universitaria de mi edad.
He tenido el privilegio de 
que mi pareja haya podido mantenernos a ambos durante mucho tiempo, pero
 no puedo permitirme que sea siempre así. Mientras consigo algo mejor, 
me tocará seguir tragando con los abusos de un jefe que una vez también 
fue inmigrante pero que ahora se dedica a explotar a los que llegamos a 
EE.UU. como él.
 
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