Nación, cultura nacional y ciudadanía. Por Ambrosio Fornet
Hoy
en día es difícil que un debate que tenga como centro la idea de Nación
pueda ocupar espacios recurrentes en las redes, porque las redes mismas
aspiran a ser consideradas paradigmas de una cultura transnacional y la
idea de Nación ha pasado a formar parte de los arcaísmos en el
vocabulario de la ideología posmoderna. Para suscitar algún interés, el
tema tendría que enmascararse con un título como “nación, tradición y
nuevas tecnologías”, por ejemplo, y ser enfocado como un conflicto de
lenguajes en el que lo tradicional mostrara siempre su carácter
inmovilista. Pero la realidad ha demostrado que en países como los
nuestros, donde la Nación es o tiende a verse con frecuencia como un
proyecto inconcluso, esa categoría se mantendrá vigente y seguirá siendo
tercamente asediada por los estudiosos de la historia y la cultura.
Lo que se ha
hecho insostenible es la cómoda idea de la Nación como un proceso
concluido y no como un proyecto inconcluso. Y aquí empiezan los
problemas semánticos, porque si la Nación no es un hecho sino un
proyecto, una tarea colectiva en la que se supone que
participan personas con intereses, experiencias y aspiraciones comunes,
uno no tiene más remedio que preguntarse qué es lo que pueden tener en común,
además de un territorio geográfico de por sí muy diverso, personas tan
diferentes como las que forman los ciudadanos de un país. Me sitúo en
los años 50. Yo, un joven blanco de clase media, oriental, bayamés por
más señas, recién graduado de bachiller, ¿concibo mi cubanía —y por
tanto mi proyecto de nación— en los mismos términos que el joven negro,
hijo de obreros, nacido y criado en Regla, a dos pasos de La Habana, que
no llegó a terminar la Primaria? ¿Qué es lo que realmente
tenemos, o mejor dicho, podemos tener en común ese cubano y yo, además
del certificado de nacimiento? Yo diría que aparte del idioma y
fragmentos de la memoria colectiva hay cosas, como el sentido de la
justicia, por ejemplo, que es igual para todos, aunque la justicia misma
se aplique a unos y otros de manera tan desigual. Yo diría que hay una
serie de principios y valores ―baste pensar en la tríada libertad,
igualdad y fraternidad, por ejemplo― que siguen siendo aspiraciones
irrenunciables de las sociedades modernas. Diría lo mismo de la
sinceridad y la honradez, por ejemplo, en lo que atañe a las virtudes
personales. Si dos cubanos tan diferentes como los mencionados llegan a
compartir esos principios y valores es porque tienen una cultura cívica
común que aprendieron de la familia, de la escuela, de los viejos y
hasta de los libros. Pero además, sépanlo o no, ambos son dueños de lo
que Bourdieu llamaría un capital simbólico, representado en este caso
por esa tradición cultural y ese gigantesco esfuerzo colectivo que acabó
dándole forma y dimensión de realidad a la nación cubana. Por el solo
hecho de nacer aquí, ambos recibieron el legado de una memoria histórica
que les permitía proclamar y a veces hasta jactarse de ser quienes
eran, como si el término “cubano” no fuera un simple gentilicio sino un
título nobiliario.
Fue la lucha
anticolonial, la lucha por la independencia la que contribuyó a forjar
en Cuba un concepto de nación que pudiéramos llamar martiano,
un concepto que aún no existía, me parece, en ningún otro lugar de
América, una nación donde tanto ricos como pobres, tanto blancos como
negros, tenían los mismos derechos porque se habían ganado juntos la ciudadanía en los campos de batalla o contribuyendo, fuera de ellos, al triunfo de las armas y las ideas insurrectas.
Estoy
generalizando ―piénsese en los numerosos cubanos, primero reformistas,
después autonomistas que de buena fe, si puede decirse así, se oponían
radicalmente a la independencia― pero lo cierto es que al proclamarse la
República teníamos suficientes credenciales como para aspirar
legítimamente a esa Nación “con todos y para el bien de todos” cuyos
fundamentos éticos se habían desarrollado en la manigua y la emigración.
Entonces,
¿qué fue lo que pasó? Dos cosas (o una, pero que acabó bifurcándose): la
Enmienda Platt, que proclamaba que los cubanos, como menores de edad
que eran, necesitaban tutores; y la prevalencia de la ideología
reformista ―paradójicamente representada en este caso por el presidente
Estrada Palma― según la cual los cubanos, incapaces de gobernarse por sí
mismos, necesitaban tutores…, por lo que la dichosa Enmienda, con su
carácter intervencionista, lejos de ser un lastre resultaba ser una
bendición. Bastaba gritar: “¡Auxilio, americanos!”…, para resolver las
situaciones más complejas… y eso fue lo que hizo el Presidente para
forzar la Segunda Intervención. (Nunca se ha dicho suficientemente que
la verdadera catástrofe de la República, aquel sálvese-quien-pueda que
duraría medio siglo, empezó ahí. Hubo respetables intelectuales, como
Justo de Lara, que alegaron que la Enmienda era un compromiso moral que
obligaba al gobierno de EE.UU. a ir más allá: ¡debía mostrarse generoso concediéndole a Cuba el status de Protectorado!)
Así que hay cubanos y cubanos, y ahora ―después del restablecimiento de las relaciones diplomáticas con EE.UU.
―se me ocurre pensar que si eso entraña algún peligro para el futuro de
la Revolución ―o sea, para el proyecto de Nación que solemos definir
como martiano y socialista― dicho peligro está dentro, no
fuera, y pudiera representarse de nuevo como una entidad bicéfala. A
esta renovada entidad cabría darle un doble apelativo, el deplat[t]ismo, es decir, plattismo con doble te― y con la acepción que todos conocemos― y platismo con una sola te,
un neologismo con el que aludiríamos a la moneda, la plata, el afán o
la necesidad de conseguirla. Esto último puede darse con intensidad
variable en todos los niveles de la escala social, desde el alto
funcionario de un Ministerio que espera beneficiarse en secreto con una
jugosa comisión, hasta el solícito camarero que espera recibir una buena
propina. Las dos variantes tienen en nuestra situación actual una
connotación política que valdría la pena estudiar con calma, porque el
peso específico de cada una de ellas no es igual. En una sociedad como
la nuestra, donde tantas cosas esenciales están resueltas pero donde el
salario de la mayoría de los trabajadores no alcanza para llegar a fin
de mes, alguien puede confundirse y tachar de simple platismo lo que el cubanito diligente y avispado llama resolver,
es decir, la capacidad de ingeniárselas para enfrentar la crisis, en
este caso aprovechando el contacto con visitantes, con turistas o con
los afortunados compatriotas que pueden disponer de moneda dura.
Si hay en la
cultura estadunidense algún virus, sépase que estamos inoculados contra
él, porque ya hace rato que su efecto corrosivo está diluido y
asimilado en nuestra propia sangre.
En cuanto al restablecimiento de relaciones diplomáticas con EE.UU.,
no me parece justo ―ni conveniente— atribuirle a Obama propósitos
ocultos orientados a dañar nuestros intereses. Al decidirse a
restablecer relaciones con la Cuba socialista, Obama no pudo ser más
claro: tratarían de lograr por las buenas lo que no habían podido lograr por las malas.
¿Acaso no fue eso lo que dijo, con otras palabras? Si lo fue, hay que
preguntarse qué significa eso y por dónde viene la cosa… Puesto que
estamos hablando de cultura, todo hace pensar que algunas de las cosas buenas que piensan utilizar contra nosotros
operan en el marco de la lucha ideológica, son imágenes e ideas, signos
y mensajes potenciados por las nuevas tecnologías de la comunicación,
que tendrían efectos corrosivos o disolventes sobre nuestras posiciones
políticas. En tal caso, que nadie se asuste. Este país siempre ha tenido
vínculos con EE.UU. ―relaciones
de amor-odio, como sabemos, y que vienen de muy atrás, creo que desde
los tiempos de las Trece Colonias, cuando los ingleses decidieron
cambiar La Habana por La Florida— y siempre se las arregló para seguir
siendo este país. Con periódicas crisis de identidad, es
cierto, pero elaborando siempre su propio ajiaco y anclado siempre en
sus raíces. La cultura estadounidense ―sobre todo en sus expresiones
populares—forma parte de la nuestra desde que se cantó aquí el primer strike en un partido de pelota y desde que se vio en pantalla el primer western hasta que alguien oyó sonar por primera vez, en una victrola, un conjunto de jazz. Remito al lector a Ser cubano,
el clásico en la materia de Louis A. Pérez, Jr. Si hay en la cultura
estadunidense algún virus, sépase que estamos inoculados contra él,
porque ya hace rato que su efecto corrosivo está diluido y asimilado en
nuestra propia sangre. De manera que el peligro ―y nadie niega
que exista un peligro― no está donde se cree, sino en otra parte, una
parte relacionada con lo que ahora llamamos la ideología del consumo, el
predominio ―y con esto volvemos al platismo― de los valores
del mercado. Es un asunto que atañe a la familia, la escuela, los medios
de difusión…, sin olvidar la influencia que sobre ellos debieran
ejercer los intelectuales y artistas, porque esos valores tienden a
divulgarse e imponerse como modas y sólo hay dos maneras dedesactivar
el efecto de una moda: apelando al sentido común o la inteligencia del
público, es decir, sometiendo las modas a un análisis capaz de revelar
sus aspectos frívolos y miméticos, o bien ―y ya esto es un poco más
difícil― entrando en el juego con una propuesta concreta, tal
vez asociada a nuestra propia tradición cultural, una propuestaque por
su belleza u originalidad pudiera llegar a convertirse a su vez en moda y competir como tal con las demás.
En cualquier caso, lo que ya no es posible es hacerse el distraído y mantenerse fuera del juego.
Nos hallamos ante un nuevo desafío —que nosotros mismos, muy
sensatamente, contribuimos a lanzar— y ahora no podemos negarnos a
enfrentarlo. ¿Estamos en condiciones de hacerlo con éxito? ¿Seremos
capaces de afirmar nuestra identidad cultural con la misma firmeza con
que afirmamos nuestra soberanía durante todos estos años? Si se abren
las apuestas, habrá quien diga que sí y habrá quien diga que no. Yo
apuesto por el sí. Pero lo hago confiando en que los demás
factores en juego no vayan a fallarnos y que por tanto todos contribuyan
a desarrollar nuestra autoestima, nuestra convicción de que vale la
pena seguir siendo quienes somos. ¿Que nuestra precaria economía se va a
ver alterada por fuertes dosis de capitalismo, las que aporten los
inversionistas privados, tanto extranjeros como nacionales? ¿Que cada
vez se harán más visibles las diferencias sociales entre los que tienen
más y los que tienen menos? ¿Que todo eso agudizará la discriminación y
los prejuicios? ¿Que en consecuencia el nivel de cohesión social de la
mayoría, alcanzado hasta aquí, entrará en crisis?
Espero que
nuestros dirigentes asuman con honradez e integridad el desafío que
implican estas preguntas, pero yo no soy dirigente y las preguntas que
me hago son más sencillas: en nuestro país, ¿la enseñanza seguirá siendo
gratuita, desde la primaria hasta la universidad?; ¿la asistencia
sanitaria lo seguirá siendo también para todo el mundo, desde los niños
hasta los ancianos? ¿El Estado seguirá apoyando el desarrollo y la
difusión de la cultura? Si la respuesta en los tres casos es positiva,
yo haría una pausa y dejaría algunas otras preguntas para una segunda
ronda, que no tendría tanto que ver con la inversión social de nuestros
recursos materiales y humanos como con problemas de organización y
convivencia ciudadanas.
¿Hemos
creado el clima cultural e ideológico necesario para desarrollar el
debate y la crítica en todos los niveles de la sociedad?Alguna vez, a
raíz de la Revolución del 30, nuestros pedagogos se preguntaron qué
valores debían enfatizar los maestros en la escuela: ¿los del
patriotismo o los del civismo? A estas alturas de nuestro propio proceso
revolucionario parece estar claro que ambas virtudes deben estimularse,
pero también que el culto a los héroes y los mártires de nuestra
historia adquirió tal protagonismo en los últimos tiempos, tanto en la
docencia como en los medios de difusión, que hizo desaparecer o pasar a
un segundo plano la preocupación por el civismo. El término mismo parece
haber desaparecido del vocabulario moderno, pero sigue designando un
cierto tipo de responsabilidad colectiva, el respeto del ciudadano hacia
aquellos valores y normas de conducta que hacen posible la convivencia
social, un asunto que solía estudiarse en las escuelas bajo el rótulo de
“moral y cívica”. Moral y cívica…: ¿eso se enseña o se aprende por ósmosis? No hay un solo acto de la vida familiar o social que no haya sido aprendido o respirado en
la atmósfera; la urbanidad y el civismo no son más que nuestra
capacidad para imitar ciertos modelos y para convertir lo asimilado en
hábitos y normas de conducta. Así que la segunda ronda de inquietudes
tendría que ver con el comportamiento ciudadano y con nuestra capacidad
para pasar de las palabras a los actos, de las intenciones a la acción
social. Pensemos en una plaga ideológica como el racismo, por ejemplo.
Sabemos que cualquier acto de discriminación racial, además de ser
vergonzoso, introduce una grieta en el cuerpo de la Nación y por tanto
nos hace más vulnerables. Además de lo dicho y lo hecho, ¿qué tiene que
decir y qué se propone hacer nuestra sociedad ante el fenómeno, si lo
analiza desde la doble perspectiva del patriotismo y el civismo?
Preguntémonos si el socialismo “eficiente y sostenible” al que
aspiramos no debe ser también cada vez más democrático y participativo…
Una vez desaparecida la dirigencia histórica del país, ¿tendrán los
nuevos gobernantes la autoridad moral necesaria para suscitar de
antemano el consenso de la mayoría, como ha ocurrido hasta ahora? Y una
última pregunta, que engloba a las demás: ¿hemos creado el clima
cultural e ideológico necesario para desarrollar el debate y la crítica
en todos los niveles de la sociedad? Si la respuesta es negativa, sería
bueno empezar ya, porque ellos y sus numerosos aliados criollos no van a esperar por nosotros con los brazos cruzados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario