Cuba y la crisis del sistema mundo capitalista. Por Jesús Arboleya.
El
reconocido sociólogo y politólogo norteamericano, Immanuel Wallerstein,
acuñó el término “moderno sistema-mundo”, para explicar las tendencias
globalizadoras del capitalismo y sus contradicciones.
En el marco
de esta teoría, se nos describe un mundo donde convive la creciente
integración económica mundial, con formas muy disímiles de organización
política, desarrollo económico y expresiones culturales de las naciones
que lo componen.
Wallerstein
utiliza los términos “países centrales y periferia” para describir el
grado de dependencia que resulta de estas relaciones y su relato nos
permite llegar a la conclusión de que una constante en este proceso
histórico, han sido los intentos de los países dominantes de homogenizar
el sistema político mundial e imponer su hegemonía, frente a la
resistencia que proviene de esta diversidad en conflicto con tal
intención.
Lo que
ocurre en la actualidad es que estos intentos de homogenización han
fracasado y el moderno sistema-mundo atraviesa una crisis de
gobernabilidad generalizada, donde casi ningún modelo, ya sea de
derecha, centro o izquierda, asegura los niveles deseados de estabilidad
política, ni provee fórmulas eficaces para solucionar los enormes
problemas que enfrenta la humanidad.
Ni siquiera
Estados Unidos, el país hegemónico por excelencia, se muestra capaz de
superar a plenitud los efectos de esta crisis y su sistema de gobierno
también muestra altos niveles de inestabilidad, que se expresan en la
polarización política, ideológica y cultural existente, así como en
contradicciones a todos los niveles de la sociedad, que amenazan con
alterar patrones históricos de consenso.
Esta es la
realidad que enfrenta la “actualización del modelo económico cubano”, en
su afán de resolver los problemas del país. Cuenta con la ventaja de
que la dura situación económica por la que ha tenido que atravesar –en
las peores condiciones como resultado de la desaparición del campo
socialista europeo y el bloqueo económico de Estados Unidos–, aunque
también ha sido generadora de tensiones sociales internas, no ha
afectado en lo esencial la estabilidad del modelo político.
La única
explicación plausible de esta excepcionalidad son las virtudes propias
del modelo, dígase una capacidad distributiva que ha asegurado altos
niveles de igualdad, así como la protección social y el desarrollo
humano, unida a la formación de una conciencia colectiva bastante
extendida, basada en ideales de independencia y soberanía nacionales, de
larga data en la historia política cubana.
La
intervención el Estado en la economía en Cuba no comenzó con el triunfo
de la Revolución en 1959, pero sí cambió su orientación clasista a favor
de las grandes masas populares y ello resultó decisivo en el camino
transitado hasta ahora.
La
estrategia cubana consiste en no renunciar a esta intervención estatal
en la economía, pero hacerla más eficiente, contra lo que conspira el
propio sobredimensionamiento alcanzado por el aparato estatal, lo cual
se ha convertido en un freno para el desarrollo económico, en la medida
en que aparece asociado al burocratismo, el inmovilismo, la falta de
incentivos, la corrupción y el oportunismo.
Aparte de
las medidas encaminadas a reformar la empresa estatal socialista, lo que
abarca racionalizar su ámbito de acción y las normas que rigen su
funcionamiento, un componente del nuevo modelo ha sido propiciar el
desarrollo del sector no estatal de la economía, dígase el trabajo por
cuenta propia y la pequeña y mediana empresa, cuya existencia y
necesidad de institucionalización acaba de ser reconocida por el
presidente Raúl Castro.
Desde esta
perspectiva, el trabajo y la empresa privada aparecen como una
alternativa del propio sistema para resolver parte de las distorsiones
antes apuntadas y dinamizar la economía, aunque ello incorpora otras
contradicciones al cuadro político nacional.
En los
extremos del debate, están los que lo rechazan de plano, por
considerarlo una aberración del sistema socialista que tiende a corroer
sus bases, así como los que lo perciben como la solución a todos los
problemas, aunque esto implique empedrar el camino hacia el capitalismo.
Es interesante observar que, en su matriz, ambas posiciones coinciden
con el criterio de Estados Unidos de que el sector privado constituye el
actor por excelencia del cambio de régimen en Cuba y la sociedad cubana
no cuenta con resguardos para evitarlo.
Está claro
que el capital privado, en cualquiera de sus formas, introduce efectos
no deseados en una sociedad que se plantea armonizar los intereses
individuales con los colectivos, en función del bien común. Pero estamos
en presencia de una realidad que trasciende las intenciones, las
condiciones económicas de Cuba impiden satisfacer todas las necesidades y
expectativas de la población, por lo que la opción individualista ha
estado presente no solo en la conciencia y las expresiones culturales de
muchos individuos, sino en la existencia de mecanismos económicos que
actúan al margen del sistema, como es el caso de la bolsa negra, con
consecuencias muy graves para toda la sociedad. En este escenario, el
sector privado, más que un problema, constituyen parte de la solución
integral.
Otra vez, la
lógica indica que solo la intervención del Estado puede regular este
proceso y, sin entorpecer las mejoras que exige la economía nacional,
tampoco entregar el futuro del país a las leyes ciegas del mercado. Más
allá de la ideología, tal posición es compartida por pensadores y
políticos de diversas corrientes, ya sean los que pretenden “salvar” al
capitalismo de sus propios excesos u otros que buscan alternativas para
el mismo. La vida, por demás, demuestra que, cuando así lo han exigido
las circunstancias, la intervención estatal ha sido un recurso de los
países más poderosos y Estados Unidos es un buen ejemplo de ello.
Más
importante aún, las actuales reformas se avienen a la necesidad de
adecuar al país a la realidad internacional, ya que en la actualidad no
existe otro mundo posible. El acceso al mercado mundial capitalista, las
inversiones extranjeras y las fuentes de financiamiento externo
resultan indispensables para la economía nacional, cuyo desarrollo
constituye la madre de las batallas políticas y la fuente de estabilidad
básica del país.
En el caso
de Cuba no existen factores objetivos que impidan la plena participación
popular en la gestión económica y política del gobierno, en organizar
mejor esta participación con vista a fortalecer el consenso, radica otra
de las exigencias fundamentales del proceso de perfeccionamiento en
marcha.
Dentro de
esta lógica, debidamente regulado por el Estado, también puede
insertarse el desarrollo del sector privado, en la medida en que estas
personas también provienen de los sectores populares, son receptores de
las ventajas que les ofrece el sistema y actores políticos que actúan en
plena igualdad con el resto. Incluso también puede convertirse en un
factor democratizador de la economía, en la medida en que limite la
impunidad del burocratismo, saque a flote las deficiencias de la empresa
estatal e incorpore patrones de mejor funcionamiento y calidad en la
producción y los servicios.
La
conclusión es que si bien Cuba no puede escapar a la crisis del
sistema-mundo capitalista, tampoco tiene que hacerlo a partir de modelos
que han fracasado en todas partes. En esto podría resumirse la
estrategia de “preservar las conquistas de la Revolución” y avanzar
hacia un “socialismo próspero y sustentable”.
Aunque tal
objetivo hoy enfrenta nuevos retos, otra fortaleza del modelo es que
depende de la voluntad y la inteligencia de los cubanos, una condición
soberana que constituye una rareza en el mundo contemporáneo.
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