Siempre, Che. Por Álvaro Castillo Granada
No tenía planeado ir a esa librería.
 Es más: no estaba muy seguro de saber dónde quedaba.
 Armando me habló una vez de ella con unas señas un tanto mitómanas.
Hace meses, 
con mi morral atiborrado de libros, bajé por una calle cercana al pasaje
 donde quedó alguna vez la Librería Escolapia. Sólo pudimos entrar una 
vez a ella con Catalina. Nos dejaron pasar a la parte trasera, aún no sé
 por qué y, habitando unos estantes de metal blancos llenos de polvo, 
encontramos libros de Virginia Woolf, de la editorial Lumen, que aún 
conservaban los precios de cuando llegaron por primera vez a Colombia. 
Todo nuestro dinero se quedó ahí. Todo. Cuando regresamos a los pocos 
días la librería ya no existía: la habían cerrado. Atado a un poste vi 
un letrero que anunciaba una Librería-Anticuario-Café. Debe ser, pensé, 
la que me dijo Armando.
Iba 
caminando por la séptima hacia el sur cuando llegué a esa esquina. Bajé 
por ella sin estar muy seguro de si por ahí era donde había visto el 
letrero. Y con los antecedentes de esa calle todo era posible. Sí era.
Entré. Nos 
reconocimos, sin tener muy claro dónde, con el librero. Pedí permiso 
para dejar mi morral sobre un escritorio. Claro, como de costumbre, 
estaba atiborrado de libros. Pregunté por la organización y si los 
libros tenían anotados los precios.
 -En esas mesas del centro hay de todo: una miscelánea. Los precios están a lápiz en la primera página.
Eran tres 
mesas. En la primera, hacia la izquierda, vi varios libros sobre el Che.
 Miré con más atención. Estaban, uno sobre otro, tres tomos de El Che en Bolivia,
 la recopilación que hizo Carlos Soria Galvarro (CEDOIN, La Paz, 1994). 
Los tomé en mi mano y los fui pasando: el dos, el tres, que esté el 
cinco, el cinco, el único que me falta…
Los tres 
primeros los compré en La Paz, en dos librerías cuyos nombres ya no 
recuerdo, cerca de la universidad (tampoco recuerdo cuál). Una después 
de la otra. Fueron los únicos libros que compré en Bolivia durante mi 
primer gran viaje. El 15 de junio de 1994.
Había estado
 primero en Sucre. Llegué de madrugada a La Paz en un bus atestado. Hice
 todo el viaje sentado sobre mi morral, en el pasillo, al borde la 
congelación. Por viajar ahí cobraban un poco menos. Todos los asientos 
estaban vendidos. Era ahí o esperar tres días a que saliera otro bus. 
Llegamos como a las cinco de la mañana. Atravesé la ciudad caminando, 
teniendo únicamente conmigo la dirección de un hotel en el centro que me
 había recomendado José Andrés García Ródenas,  un español que había 
conocido en Foz do Iguaçu en 1992: Hotel España. Aún no sé cómo llegué a
 él. De milagro… Los libros los fui devorando mientras seguía mi camino a
 Machu Picchu para celebrar allí mi cumpleaños veinticinco.
Tres años 
después le di los datos de los hoteles donde había estado en Perú y 
Bolivia a una mujer que habitó en mi corazón con la que jamás nos 
tuteamos: Olga Lucía. Ella iba a hacer su gran viaje. Le encargué, si 
los veía y no eran muy caros, el tomo cuatro y el cinco de esa obra. Me 
trajo el cuarto el 21 de enero de 1997. También lo devoré.
Creo haberle encargado el cinco sólo una vez a una persona que iba para Bolivia. Me dijo que no lo encontró: estaba agotado.
Como muchas 
veces las cosas no son fáciles, en la feria del libro de La Habana del 
2007 descubrí que uno de los invitados era Carlos Soria Galvarro. Busqué
 infructuosamente el tomo cinco en el stand de Bolivia. Fui a su charla.
 Me acerqué a él cuando terminó y, entre otras cosas, le conté de mi 
lenta búsqueda de sus libros. Le causó mucha gracia. Reafirmó que 
efectivamente estaban agotados. Hablamos un buen rato. En un papel 
blanco me escribió con un esfero azul: “Para Alvaro, seguidor de la 
estela de humanismo dejada por el Che. Con afecto especial La Habana, 
feb. 2007”. Pegué la hoja en el tomo uno cuando regresé.
 -El cinco, el cinco, el único que me falta…
Sí, está, estaba…
 Lo miré sin poder creerlo. Vi la primera página: el precio perfecto.
Lo miré sin poder creerlo. Vi la primera página: el precio perfecto.
Veintidós 
años para completar la colección… ¡Veintidós! Si soy honesto jamás pensé
 que lo podría hacer. ¿Conseguir un tomo suelto, el último, de una obra 
boliviana que ya está agotada? Tenían que darse demasiadas 
coincidencias, no sólo una, para que todo fuera. Y vengo a encontrarlo 
hoy, 4 de agosto de 2016, en una librería en Bogotá a la que nunca había
 entrado, de la que me había hablado brumosamente Armando…
¿Cómo llegó esa obra acá? ¿Por qué estaba incompleta? ¿Quién la trajo? ¿Cuánto tiempo me esperó?
Son cuatro 
preguntas para las que no tengo respuesta. Sólo tengo la certeza que me 
acompaña: los libros están destinados. Llegan. Puede que tarden 
veintidós años. Pero si son, llegan.
 Siempre, Che.
 
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