PACO AZANZA TELLETXIKI. Honduras, ocho años sufriendo las consecuencias del golpe de Estado
Para desgracia de la inmensa mayoría de sus habitantes y al margen de los tiempos de la colonia española, Honduras siempre ha sido un territorio dominado por el imperialismo yanqui. A pesar de que apenas hubo fuerzas guerrilleras combatiendo a los gobiernos entreguistas —como sí las hubo en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, por ejemplo—, Honduras fue el país latinoamericano que más soldados estadounidenses llegó a albergar en su territorio —11.000, en 1986— y mayor número de bases militares —13—. Estas bases además eran ilícitas, ya que, dado su carácter permanente, debieron de ser aprobadas por el Congreso antes de comenzar a instalarlas, y no lo fueron.
Pero por si hay alguna duda acerca de la dominación yanqui del territorio hondureño, las palabras pronunciadas aquel mismo año por el vicepresidente Jaime Rosenthal son elocuentes: “Honduras es un peón de Estados Unidos”. Y las de quien fuera general de división y comandante de la marina, Smedley D. Butler, tampoco tienen desperdicio: “Yo contribuí a hacer que Honduras fuera adecuado para las compañías fruteras de Estados Unidos”.
Todos esos años fueron beneficiosos para los intereses de la oligarquía nacional y del imperialismo yanqui, siempre en perjuicio del pueblo. Pero en 2006 Manuel Zelaya Rosales (foto) llegó a la presidencia del país y, marcando distancia respecto a los anteriores presidentes, comenzó a tomar medidas favorables para el grueso de la población que históricamente había sido ninguneada.
Zelaya llegó a cerrar negocios usufructuados a través del Estado, y persiguió la evasión fiscal tan practicada impunemente por los grandes empresarios hondureños; canceló cifras mareantes que la Casa Presidencial pagaba todos los meses a los grandes medios de comunicación —¿acaso pueden respetar la libertad de expresión medios tan mercenarios?—. Zelaya eliminó el monopolio de la importación de combustibles; aumentó de manera considerable el salario mínimo; rechazó reformar la Ley Electoral impidiendo que los partidos se financiaran de manera permanente de las arcas del Estado; las demandas populares, siempre rechazadas en la Casa Presidencial, comenzaron a ser atendidas por funcionarios de niveles bastante elevados; y, por si fuera poco, Honduras ingresó a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América —ALBA—, ingreso indiscutiblemente beneficioso para el pueblo hondureño, pero sin duda desfavorable para los perversos intereses de los grandes oligarcas nacionales y para el jefe supremo de todos ellos: el imperialismo yanqui. Estos sólo son algunos ejemplos de la labor del presidente derrocado aquel 28 de junio de 2009.
Manuel Zelaya era plenamente consciente de que para erradicar la pobreza y extrema pobreza, que afectaba a siete de cada diez personas, y dignificar la vida del pueblo que estaba gobernando, la Constitución vigente desde 1982 era una herramienta realmente inservible, ya que ésta contenía siete artículos llamados pétreos que no podían ser reformados, como los referidos a la forma de gobierno, el territorio y el período presidencial. Era imprescindible, pues, crear una nueva Carta Magna. Zelaya, sin embargo, nunca trató de imponer nada a nadie, como aseguró la oposición mintiendo descaradamente.
El mes de noviembre de 2099, año del Golpe de Estado, se debían de celebrar elecciones en el país centroamericano para elegir al presidente, a los diputados y alcaldes. Así que, aprovechando la mencionada cita electoral, el presidente legítimo propuso la posibilidad de colocar una cuarta urna en los colegios electorales para que la ciudadanía pudiera pronunciarse, a través de los votos, sobre si considera conveniente o no establecer una Asamblea Nacional Constituyente que se encargara de redactar una nueva Constitución.
La honestidad de Zelaya siempre estuvo fuera de toda duda. No sólo no imponía una nueva Constitución, sino que además tampoco imponía la cuarta urna para que la población se pronunciara. Él convocó a una consulta nacional para que el 28 de junio, los ciudadanos decidieran si en noviembre se debía añadir o no la cuarta urna, de modo que si el pueblo se hubiese pronunciado en contra de la cuarta urna no habría cuarta urna en noviembre y, por ende, tampoco nueva Constitución. ¿Dónde estaba, pues, la imposición que las élites del país atribuían al presidente? ¿Cuál era el miedo de que se le consultara al pueblo sobre un asunto de interés nacional? Las respuestas a estas preguntas las omito por obvias.
Como no podía ser de otra manera, la reacción hondureña se opuso a la consulta activando toda su maquinaria para tratar de evitarla, pues sabían que el presidente constitucional contaba con importante apoyo de fuerzas populares, como los sindicalistas, indígenas, campesinos, estudiantes universitarios… Pero en esta ocasión la oligarquía llegó demasiado lejos, y asestó un golpe de Estado al más puro estilo fascista. Zelaya fue secuestrado y deportado a Costa Rica, y en su lugar colocaron al presidente del Congreso, Roberto Micheletti. En su primera comparecencia, este siniestro individuo aseguró que lo sucedido no fue un golpe de Estado, y mintió descaradamente diciendo que Zelaya fue destituido por violar repetidas veces la Constitución.
Demás está decir que detrás del golpe de Estado estuvo el gobierno de los Estados Unidos. Las palabras de Manuel Celaya que incluyo a continuación son sin duda elocuentes: “Cuando gané llegó el embajador de Estados Unidos y me entregó la lista de mi gabinete. Yo me rebelé contra eso. A la semana siguiente, llegó un pedido de asilo político a través de mi canciller Jiménez Puerto para Luis Posada Carriles, terrorista internacional, acusado de grandes crímenes. Al poco tiempo me pidieron que me alejara de Hugo Chávez. Después de eso, a los tres años me quitaron del gobierno. Si quieres conocer la situación de Honduras, tienes que investigar los planes norteamericanos y ahí entiendes todo lo que está pasando”.
Estas palabras pronunciadas por Hugo Chávez por aquellos días tampoco tienen desperdicio: “Las oligarquías de América Latina todas están interconectadas; es la globalización de las oligarquías, defienden sus obscenos intereses, las clases ricas, es la lucha de clase, es la lucha de clases a la que se refería don Carlos Marx, esa oligarquía que son dueñas de las principales estaciones de televisión, los principales medios de comunicación escritos, radial, esas oligarquías que tienen mucho dinero producto del saqueo a sus respectivos pueblos, esas oligarquías pitiyanquis o pelele como las llamaba Sandino, que tienen sus amos en Norteamérica”.
La mayoría de la población hondureña no reconoció a Micheletti, pero el golpe de Estado ya estaba dado. A partir de ahí, los grandes avances logrados en tan solo tres años con Zelaya al frente del gobierno fueron en rápido retroceso.
El pueblo hondureño estaba dando un paso muy importante en su intento emancipador, y la oligarquía nunca ha sido dada a renunciar voluntariamente a sus grandes e injustos privilegios. Nada que deba sorprendernos, sin embargo; casos semejantes los hemos visto demasiadas veces en otros procesos emancipadores de América Latina y otras regiones mundo. Y es que, con diferentes tonos o matices, el caso de Honduras no fue sino la enésima versión de una misma historia.
Blog del autor: http://baragua.wordpress.com
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