El nacionalismo le pasa como esos otros conceptos parcos en masa intelectual y cargados de emociones. De ahí que de nacionalismo se continuará discutiendo por los siglos de los siglos. O, para ser más exacto, se continuará no tanto discutiendo sino insultando, despotricando o diciendo la primera ocurrencia o arbitrariedad que venga a la boca. Este tipo de conceptos. o seudoconceptos, si se quiere, corren el peligro de ser aprovechados por aquellos que no tienen nada que decir o que lo que dicen sirve a los intereses de la tribu que les subvenciona. No es nada extraño, por lo dicho, que en los últimos meses y en este país se haya llamado al nacionalismo, mirando con ojo tuerto, claro, toxico, excluyente, xenófobo si no racista, y una larga lista que la imaginación de cualquiera puede repasar. Tal vez, convendría, por tanto, y con la mayor parsimonia del mundo, distinguir entre los aspectos teóricos y los prácticos o de contenido concreto.,
El sufijo “ismo” es neutro y quiere decir, sistema o doctrina. Aunque toma inmediatamente la inclinación ideológica de quien lo utiliza. Para un conservador, comunismo, por ejemplo, tiene un significado peyorativo. En la Constitución Cubana, del todo positivo. De ahí que se utilice de tantas formas y que privilegiar una dice más de la persona que habla que de aquello que habla. Y de ahí que en los últimos tiempos se use como lanza, cuchillo o simple y pobre palabra llena de odio o resentimiento. En cualquier caso, lo que está claro es que se relaciona con Nación, luego por ahí hemos de empezar. Nación procede del latín nascere y hace referencia al nacimiento, o, si se quiere, al lugar de nacimiento y nada más. Lo que sucede es que a Nación sele han ido dando a lo largo de la historia un sinfín ce significados. Hay uno que sobresale, sin duda, y que fue sublimado de modo más o menos romántico por el pensamiento germánico. En concreto, por filósofos como Fichte, Hegel o Herder. En el fondo flotaba la ingenua creencia de que los germanos eran los herederos de la gran tradición del pensamiento griego. Una tontería que si se la toma en serio puede acabar en tragedia.
Antes de seguir adelante me gustaría recordar que Nación para Durkheim o Weber era una idea oscura. Totalmente de acuerdo. Yo añadiría, además, que ilimitable. Porque a no ser que se crea que un Demiurgo trazó los limites de lo que es una Nación, esta se desparrama y se escapa por todos los lados. Eso no quita para que muchos hayan querido tapar los agujeros de esa cesta que pierde agua convirtiéndola en un cubo que vale para todo. Como dato curioso convendría saber que el mismísimo Stalin, a principios del siglo XX, escribió un artículo en el que destacaba las siete características que ha de tener un pueblo para ser una Nación. Algunos dicen que se lo encomendó Lenin y que se lo sopló Bucharin. Todo ello se inscribe en la llamada cuestión nacional durante la Segunda Internacional y el Derecho de Autodeterminación. Lenin y Rosa Luxemburgo se lanzaron todos los dardos posibles. Y es que el tema está envuelto en ideologías, políticas, historias y economías que componen un puzle que supera al juego Go. Es curioso que lo único que tienen en común aquellas discusiones o la serena reflexión de Otto Bauer con el batiburrillo actual en nuestro país es la fobia que destilan. Por lo demás, de lo que hablan es de los Estados, los auténticos responsables del ahora denostado nacionalismo. Ese es el problema .Por eso los unionistas que lloriquean, por ejemplo, porque España se rompa son iguales a los que, por ejemplo, no podrían vivir sin una Catalunya separada.
Estando así las cosas, voy a diferenciar, siempre referido a nuestros días y especialmente a este país, tres tipos de nacionalismo y sacar, luego, una conclusión. El primero, es el de Estado-Nación. La Nación, que en una clara petitio principii, ha sido ideada y conquistada por el Estado sería el sostén y base de dicho Estado. Y este, como un pequeño Dios, pone fronteras, grita con himnos, casi todos xenófobos o racistas, hondea banderas al viento, marca el paso de los súbditos, y crea una clase de políticos que viven de los ciudadanos de dicho Estado. Y, cosa decisiva, venera un texto sagrado, la Constitución. Y a su alrededor se apiñan los constitucionalistas. Estos entornan los ojos cuando, emocionados, pronuncian la palabra Constitución. Los hay de todos los colores, sobrevenidos, franquistas reciclados, aprovechados sin más o sencillamente seguidores de la corriente. Y forman un bloque compacto cuando creen que deben oponerse a los antisistema, separatistas y otra gente de mal vivir. En realidad, están proyectando en los otros su nacionalismo reaccionario. Pero, como nobleza obliga, también debemos reconocer, aunque no pienso que sean muchos, que hay quienes aceptan, de mejor o peor grado, la Constitución que de hecho existe y de buena fe son coherentes en su vida con aquello que dicen respetar. Son pocos, tal vez, pero no conviene confundirlos con la masa de los que se nutren de los restos, remozados, del franquismo. En segundo lugar habría que colocar un nacionalismo que sin pensar que existe una Nación compacta, no renuncia a que los ciudadanos de un determinado lugar, y por las razones que sean, defienden el Derecho de Autodeterminación. No hay derecho ilimitado y el de Autodeterminación, en medio de mil vaivenes e interpretaciones, se debe sostener con razones y pactando. La ley de Claridad propuesta para Quebec es un buen ejemplo. Y es que la Autodeterminación de un pueblo no es un portazo. Bien se han apresurado los poderes estatalistas a presentarlo como un rudo dogma. Y no es eso. Se trata, más bien, del ejercicio de unirse a quien uno quiera sin despreciar, ni mucho menos, a los demás. Dicha separación puede, además, llevar consigo el contenido y la fuerza de evitar la absolutización del Estado y la disposición a unirse al resto del mundo desde la propia peculiaridad. Una tercera versión del nacionalismo no solo es inocua sino que se le puede contemplar con cierta empatía. Se trata del apego a lo vivido entrañablemente. Se trata de la lengua propia, de las costumbres, de un folklore que rememora a los antepasados, de modos de vida que no tienen por qué ser semejantes a otros muchos de los que componen el mundo. Si esas costumbres se cierran sobre sí mismas creyendo que las diferencias, son al mismo tiempo, supremacía y superioridad, dicho Nacionalismo pierde su sabia. Y se convierte en un aliado del primer nacionalismo que hemos desechado. En vez de ir avanzado al encuentro de otras culturas. Retrocede.
Afortunadamente ningún ser supremo nos obliga escoger lo peor. Los Estados deberían ir aflojando su poder sobre sus súbditos e integrándose en entidades más amplias hasta lograr la Republica Cosmopolita que deseaba Kant. Y que deseamos muchos más. Especialmente en un mundo en donde las transacciones de todo tipo van rompiendo las aduanas y fronteras. Serían necesarios más de un tribunal internacional de justicia y otros que controlaran los excesos del dinero. Y se necesitaría una educación desde la infancia para que los individuos fueran libres y estuvieran informados a la hora de votar de muy distintas maneras. Sin olvidar nunca, por ejemplo, el referéndum. La tarea consiste en respetar las comunidades existentes e ir haciendo que encajen como conjuntos de personas distintas. Si nos volvemos a España, hay que decir que la variedad en comidas es espectacular. Un celebre antropólogo escribía que a comidas distintas pueblos distintos. De los menos de treinta climas mundiales España tiene más de 14. Y en una población de 48 millones de habitantes se hablan al menos cuatro idiomas. No se ve por qué no puedan confederarse las partes que así lo deseen o gocen de la misma soberanía que el Estado o alguna otra fórmula imaginativa que componga un conjunto proporcionado. Pero eso sí, en marcha hacia un mundo armónico. Suena todo esto a Utopia. Evidente a la Utopia de acabar con las guerras y los intereses que cuartean este mundo, lo llenan de odio y parece que han olvidado la libre paloma de la paz.
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