Uno de los fenómenos más lamentables y 
visibles del subdesarrollo radica en el divorcio ridículo entre objeto y
 símbolo, es decir, entre realidad cotidiana y representación. Ya ni 
siquiera nos extrañamos cuando en una cafetería las enormes y atrayentes
 imágenes de comida que se usan como decoración contrastan con la 
oferta, a veces pobre, a veces muy poco atractiva. Es de lo más común, 
pues, tener que aceptar una realidad incapaz de competir con la 
representación, o, visto desde otro punto, aceptar una representación 
que traicione de una manera tan hipócrita la realidad.
El caso de las fotos de quince me parece el 
ejemplo más burdo. No creo que exista un vínculo directo entre el 
subdesarrollo y la antigua tradición de celebrar el paso de una muchacha
 a la madurez. Las fotos de quince comenzaron en una época en la que el 
simple acto de tomarse una fotografía ya era un acontecimiento. Lo que 
sí me parece obvio es el vínculo entre el subdesarrollo y la monstruosa 
institución que hoy día constituyen Los Quince en nuestro país. Utilizo 
la mayúscula sin titubear. En nuestro país existe el Estado, el 
Matrimonio, la Iglesia y Los Quince. Se trata de una degeneración 
absurda que amenaza cada día los hogares cubanos. Tres cosas se esperan 
con antelación en el hogar cubano: la muerte, la boda y Los Quince de la
 niña. Las dos primeras cada vez se esperan menos.
Hace mucho que una foto no es un 
acontecimiento. Sin embargo, las actuales fotografías de quince, 
imitaciones de las fotografías de moda contemporáneas (que sí tienen una
 razón de ser, no hay duda) se siguen haciendo a causa de la presión 
social. La casi obligatoriedad de Los Quince (en Cuba son tan 
angustiosos y obligatorios para las mujeres como lo es el servicio 
militar para los hombres) y sus repercusiones en las reservas familiares
 no son el tema que me propongo abordar. La escala industrial con la que
 se desarrollan (esa es la palabra, porque Los Quince son primero que 
todo una industria) no me es tan preocupante como la idea en sí de las 
fotos. A las modelos profesionales (mayores de edad, por cierto) les 
pagan por posar semidesnudas y con miradas provocadoras. Las 
quinceañeras de un país subdesarrollado pagan por posar semidesnudas y 
con miradas provocadoras. Pagan para sentirse contratadas. ¿Cómo es que 
se acepta un hecho tan retorcido?
He abierto el artículo con el divorcio entre
 la realidad y la representación, que se agudiza en los países 
subdesarrollados. Es bastante obvio que Los Quince corresponden al nivel
 de la representación, que está situado siempre por encima de la 
realidad (los letreros de los cines, los menú de las cafeterías, las 
pantallas en los bares…). Analicemos las fotos de quince como aquello 
que verdaderamente son: representaciones, y tratemos de definir los 
puntos clave en ellas, para responder la pregunta.
Durante el siglo XX la mujer todavía era 
vista en algún punto como el ser destinado a acompañar al hombre, sexo 
fuerte, para toda la vida. Celebrar Los Quince de una mujer no era más 
que darla a conocer a la sociedad, presentarla como una futura buena 
esposa, como una futura buena madre. La mirada cándida, los entornos 
naturales, la sonrisa de unos labios que no habían sido pintados 
nunca…las fotografías intentaban entonces captar el momento singular 
(heredado de la simbología romántica del siglo XIX) durante el cual la 
futura esposa, la futura madre, aún conservaba la vitalidad infantil con
 la cual (probablemente) conocería a su futuro esposo. Tal vez esté 
simplificando un fenómeno cultural más complejo, pero creo tener un 
punto: durante Los Quince se buscaba probar la virtud de la nueva 
integrante de la sociedad. Los Quince en alguna medida, ya desde 
entonces, implicaban un conflicto económico, eran el instrumento de 
validación de una clase con respecto a la clase inmediata superior.
En las últimas dos décadas Los Quince han 
ido tomando fuerza como nunca en nuestro país. Casi despojados de su 
original utilidad sexista (la sociedad se ha ido abriendo 
considerablemente a partir de los años cincuenta, ahora el sexismo va 
por un camino contrario aunque en el fondo parecido: el de la 
provocación sexual) en nuestros días se atan a nuevas necesidades para 
poder subsistir, necesidades que, sin buscar eufemismos, llamaré de 
consumo. Los Quince desempeñan un papel fundamental en el hogar cubano 
porque, en el nivel de la representación, constituyen su termómetro de 
consumo. Las fotografías de quince no son otra cosa que la proyección de
 los deseos de la quinceañera y sus familiares en lo referido al 
estándar de vida. Ante el impedimento de concretar tal deseo, se acude a
 la representación, porque en última instancia la representación 
(incluyendo el arte, su variante estilizada) perdura o al menos se 
construye en un espacio que intenta estar fuera del tiempo. Las fotos de
 quince legitiman al final del recorrido un modelo de consumo que no 
puede sernos más ajeno, pero que a la vez no puede ya estar más 
insertado en el imaginario colectivo cubano.
Se trata de un pacto malévolo en el que la 
sociedad (que se ve a sí misma sin filtros tarde o temprano, no 
olvidemos) finge ser otra cuando está sobre el papel, y reúne todas sus 
fuerzas para hacerlo. La representación termina por devorar la realidad,
 termina por convertir la realidad en su esclava. Digo que es un 
fenómeno ligado al subdesarrollo porque en lo práctico, significa que 
las reservas familiares se agotan por un teatro que dura veinticuatro 
horas, en el cual se cumple con los incumplibles valores de consumo que a
 su vez se dictan en otras representaciones. Un ciclo sin fin.
La muchacha de catorce años come un producto
 en la cafetería que está divorciado de la imagen (a todo color y 
resolución) que lo representa, probablemente sacada de internet. Y a su 
vez la muchacha espera sus quince para comer tal producto, el de la 
imagen, por un bendito día, y grabar el video de la fiesta entre trajes 
de alquiler y costosas botellas de vino y bailes coreografiados que hace
 mucho no pertenecen a su realidad. Y espera un milagro ingenuo: la 
muchacha de esa forma espera ser feliz. Un ritual es una representación 
performática en cuyo interior subsiste siempre alguna mitología (la del 
hogar cristiano, la de la joven rebelde, la de la moda…), pues bien, los
 rituales del subdesarrollo suelen corresponder al deseo de la 
prosperidad material (un mito a fin de cuentas, que intenta relacionarse
 con algo tan esquivo e impredecible como la felicidad), el deseo de 
estar en ese sitio que solo en las representaciones existe.
Estoy pensando en ese espacio tan 
interesante que está hecho exclusivamente para las representaciones: las
 revistas de moda. Pese a que me considero poco experto en temas de 
moda, no puedo evitar disfrutar de las láminas inmaculadas de la revista
 Vogue. Los niños en el bosque de raíces perdidas, los amantes que no 
miran a ninguna parte, en habitaciones hechas de sombra y luz… El nivel 
extremo de perfección al que llegan las imágenes es absurdo si se le 
compara con el mundo real, con el polvo y con las personas de carne y 
hueso. Es un ejemplo maravilloso para ilustrar el divorcio entre objeto y
 símbolo, que termina por elevar a alturas inconmensurables al objeto 
falsamente representado. El lector (y hablo también del lector de Primer
 Mundo) se siente incapaz de alcanzar la realidad de las fotografías y 
desde ese momento se convierte en su esclavo. Así funciona un mito. ¿Qué
 quedará para el lector del Tercer Mundo, que admira con dolor estas o 
aquellas representaciones? ¿Qué decir cuando se trata de revistas 
cubanas, que presuponen que el objeto representado está al alcance o 
debe estar al alcance del lector, aunque a todas luces justo lo que se 
intenta probar en un nivel expresivo es lo contrario?
Se suele simplificar la necesidad inducida 
con el ejemplo del anuncio del zapato, que provoca que el sujeto vaya a 
la tienda y lo compre. La verdad es mucho más atroz. El sujeto desea ser
 el personaje que porta el zapato en el anuncio, y con tal de 
conseguirlo irá a los restaurantes que supone que iría el personaje, 
intentará emparejarse con las personas con las que se emparejaría el 
personaje. Y todo esto en una escala aún más deprimente cuando se trata 
de un sujeto medio de un país subdesarrollado, que intentará vivir en 
una casa decente y tener un trabajo con una oficina decente, pero que de
 cualquier modo deberá transitar por una calle malhecha llena de sujetos
 malhechos, como el que vaga de oasis en oasis en medio del desierto.
Somos espejos en la constante búsqueda de 
sujetos a los cuales reflejar, en la constante búsqueda de proyectos a 
los cuales adscribirnos, y paradójicamente lo hacemos por la necesidad 
de trascendencia, por oscuro narcicismo. Triste destino el del espejo: 
espera ser fotografiado y en la foto no salen más que formas externas.
 
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