Ahora
 que se hacen esfuerzos sobrehumanos para reescribir la historia o al 
menos para adornarla o, si se quiere, al menos para reenvolverla en 
mejor papel de regalo, surgen voces interesantísimas e interesadísimas, 
en señalar un nuevo culpable o, repito, si se quiere, sacar a la luz al 
mismo culpable que siempre han querido señalar. Lo importante es que, 
siguiendo alguna variante interpretativa de la canción citada en el 
título, quieren que la culpa la tenga alguien.
Voy
 a ayudarlos y decir desde un principio lo que muchos no tienen valor 
para decir: la culpa, la maldita culpa, la tiene, desde un inicio el 
proceso revolucionario cubano.
La 
culpa empezó cuando en julio de 1953, Fidel nucleó a un centenar de 
jóvenes que se negaban a dejar morir al Apóstol en el año de su 
centenario. La culpa, asumida con honor, era encender el motor chiquito,
 al decir de Raúl, que echara a andar el motor grande. La culpa era la 
de cambiar una historia de Cuba que había sido escamoteada. La culpa, 
está ampliamente descrita en La historia me absolverá.
Esa
 culpa, virilmente asumida, siguió en la prisión fecunda, en las 
denuncias en la prensa cubana de la época, en los preparativos del 
Granma, en la carta de Fidel conminando a Batista para que renunciara de
 una vez y por todas. La gloriosa culpa de que en 1956, seremos libres o
 mártires.
Era
 la responsabilidad de romper con la historia fatalista que dictaba: no 
se puede cambiar el país teniendo en contra el ejército. Es la culpa de 
la victoria, la culpa de sumar un pueblo a aquella decena de fusiles y 
entonces, cinco años, cinco meses y cinco días después, disfrutar la 
culpa de la victoria.
La
 culpa de expulsar de la oficina del presidente cubano, al embajador del
 régimen de EEUU, el cual deseaba seguir representando su papel 
operístico de procónsul. Otros pecados revolucionarios, fueron la 
Reforma Agraria, la nacionalización de la Banca, la puesta en manos del 
pueblo de los grandes monopolios aupados y protegidos por el vecino 
fiscal.
El pecado imperdonable de la victoria de Girón en sólo setenta y dos horas.
El pecado de la alfabetización, el pecado del cambio de la moneda, el pecado de comerciar con la URSS.
Por
 cada una de esas revolucionarias culpabilidades hemos recibido, con 
precisión quirúrgica o con criminales agresiones, las decisiones del 
señor fiscal de la acera de enfrente.
Argelia,
 Africa en general, Angola en particular, América, hace mucho tiempo 
conocen y agradecen nuestra culpabilidad por ayudarlos.
Pregunte
 el que tiene dudas a la decena y media de presidentes del imperio que 
de una forma u otra nos han sentado en el banquillo de los acusados. 
Pregunten incluso al “hermano” reciente, que quiso cambiar la política 
imperial y desaparecernos con nuevos métodos. Todos han recibido, no 
obstante los dolores, su correspondiente respuesta desde el banquillo de
 los acusados, que la historia nos seguirá absolviendo.
Somos,
 y asumo mi indudable pedazo de culpa, los responsables del centenar de 
universidades, de los números que definen nuestro real sistema de salud,
 de las escuelas que se abrieron el primero de septiembre y de las que 
no se abrieron, pero no por falta de aulas y maestros. Culpable de los 
derechos reales, aunque algún culpable individual, haga lo que no debe, 
incluso creyendo defender lo logrado.
¿Errores?
 ¿Dificultades? Tenemos bastante y no rechazamos la culpabilidad, pero 
cuando se habla de las responsabilidades por estos problemas, ¿por qué 
nadie pone en el otro plato de la balanza el peso de lo logrado? El peso
 incluso de que algunos de esos errores se han cometido por tomar 
decisiones que pensamos necesarias para resolver algo y nos supera la 
prontitud, reales cubanos al fin y al cabo, por sobre el necesario 
asentamiento.
Así que ya saben los
 analistas de la realidad cubana. Ni siquiera se tienen que referir en 
sus escritos al “temido” vecino. No tendrán que poner en juego posibles 
invitaciones a los altares vedados a nosotros los necios.
Ya
 tienen un texto para citar: culpable de todo es la Revolución. Culpable
 de todo, somos nosotros, porque seguimos creyendo que la obra puede ser
 mejor y, mientras el vecino de enfrente, el actual, el siguiente o el 
otro, nos siga amenazando, seguiremos comprendiendo que, al decir de los
 siglos: ladran, así que nos están oliendo al cabalgar.
Importante
 y vale la pena que quede claro, el tribunal, cualquiera que sea, nunca 
nos escuchará declararnos inocentes de esa culpabilidad.
 
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