Una pesadilla sin retorno: la Europa neocapitalista
8 mayo 2014 | Categoría: Héctor Illueca Ballester
La obra de Milton Friedman constituye
una referencia ineludible para comprender la auténtica naturaleza del
denominado neoliberalismo. Laureado con el Premio Nobel de Economía en
1976, es sin lugar a dudas el referente más importante de la teoría
política monetarista, que orienta e inspira la política económica
adoptada en muchos países del mundo y muy especialmente en la Unión
Europea. Sus ideas y opiniones, ancladas en la prehistoria de la ciencia
económica, han adquirido una influencia cada vez mayor en nuestro
continente a medida que la crisis se ha ido transformando en una
recomposición capitalista en clave autoritaria y conservadora. Por
decirlo claramente: la teoría elaborada por Milton Friedman y otros
ideólogos conservadores como Hayek, constituye la sustancia
vertebradora de la tentativa reaccionaria que se proyecta en la
actualidad sobre el teatro político de Europa. Su apelación al mercado
como principio rector de la organización social y económica ocupa un
lugar preponderante en la praxis económica de los gobiernos europeos,
tanto de las potencias centrales como de los países periféricos que
comparten el espacio económico de la eurozona.
El razonamiento básico de Milton Friedman, expresado en su obra Capitalismo y libertad,
es que sólo hay dos maneras de coordinar las actividades económicas de
millones de personas: una forma política, que se basa en la coerción de
un aparato especializado y se desarrolla mediante la intervención del
Estado; y una forma extrapolítica, que se basa en la cooperación
voluntaria de los individuos y se desarrolla a través del mercado. La
forma política, o sea, el Estado, representa la coerción, la opresión y
el autoritarismo; la forma extrapolítica, o sea, el mercado, representa
la cooperación, la autonomía y la libertad individual. Bien entendido
que éste es un modelo teórico y, en consecuencia, se presenta en la
realidad bajo diversas formas, nunca en estado puro. El Estado y el
mercado constituyen principios antagónicos que se entremezclan y
coexisten en una sociedad determinada, pero uno de ellos acaba por
imponerse y contamina con su lógica a todo el cuerpo social. Para
Friedman, la victoria del Estado implica la claudicación definitiva de
las libertades individuales. El triunfo del mercado, en cambio,
garantiza el disfrute de las posesiones terrenales sin interferencias
coercitivas de ninguna especie.
Esta concepción del orden social abona la
consideración del Estado como un agente externo a la sociedad, una
respuesta patológica del orden social que debe separarse de la economía
para proteger la libertad y la autonomía individual. La separación de
política y economía, he aquí el núcleo duro del pensamiento
neoconservador progresivamente difundido a partir de la II Guerra
Mundial. La clave es excluir al Estado de la economía para consagrar el
imperio del mercado, la ley del más fuerte, el darwinismo social que se
reproduce en el mercado. La abstención del Estado en la economía permite
que la explotación capitalista se reproduzca sin turbulencias,
viabilizando un programa abiertamente reaccionario y favorable a los
sectores más privilegiados de la sociedad. A veces, hay que decirlo, son
necesarias ciertas dosis de despotismo político para imponer planes de
ajuste estructural a las poblaciones, pero eso nunca ha representado un
problema para los ideólogos del neoliberalismo. Milton Friedman lo
admitía con una naturalidad pasmosa, casi con desparpajo, afirmando que
sus recetas económicas sólo podrían aplicarse si el Estado disponía de
suficiente fuerza política para imponerlas.
Pues bien, el proceso de construcción
europea concentra y resume los principales postulados de la doctrina
neoliberal arriba enunciada: crear un marco político que reduzca a la
mínima expresión la gestión de la economía a través de las políticas
macroeconómicas, bajo la premisa de que el mercado constituye un sistema
estable que tiende a autorregularse. Esta ha sido la constante desde
sus primeros pasos en el Tratado de Maastricht, cuando se aprobaron los
criterios de convergencia, hasta las reformas más recientes que
pretenden reforzar la gobernanza de la zona euro (Pacto por el Euro,
Pacto Fiscal). Esta realidad pudo permanecer oculta mientras el
crecimiento económico extendía un velo de silencio sobre las
destrucciones sociales que estaba provocando el mercado único, pero la
crisis ha revelado de manera despiadada la auténtica naturaleza del
proyecto europeo: una gigantesca operación política orientada a
secuestrar la soberanía popular y sustraer las políticas económicas al
control democrático de la ciudadanía.
En efecto, la implantación del euro hizo
desaparecer las monedas nacionales, que constituían uno de los
principales símbolos de la soberanía. De este modo, los Estados
renunciaron al principal instrumento del que disponían para afrontar los
desequilibrios comerciales internacionales: la devaluación de la
moneda. Ello tenía especial importancia en países periféricos como
España e Italia, que tradicionalmente habían recurrido a esta medida
para equilibrar la balanza comercial y mejorar su posición en el esquema
europeo, reduciendo los diferenciales de competitividad con Alemania y
otros países. Paralelamente, la creación de un Banco Central Europeo
independiente permitió aislar la política monetaria de cualquier
interferencia democrática, ignorando las necesidades específicas de cada
país en la determinación de los tipos de interés, que pasó a vincularse
a la situación registrada en la media de la Eurozona.
La existencia de la moneda única y de un
Banco Central independiente definieron un espacio económico
progresivamente liberado de las interferencias y regulaciones que
tradicionalmente han caracterizado el modelo europeo, alumbrando un
nuevo tipo de capitalismo puro, hipercompetitivo y plenamente
mercantilizado. A modo de corolario, la capacidad de los Estados para
realizar políticas fiscales se limitó estrictamente en el Tratado de Maastricht, primero, y en el Pacto de
Estabilidad y Crecimiento, después, que establecieron objetivos
sumamente rigurosos en materia económica y presupuestaria. Atados de
pies y manos, los gobiernos de la periferia quedaron atrapados en la
trampa del mercado autorregulado, sin apenas margen de maniobra. Al
desencadenarse la crisis, vieron reducirse sus ingresos e incrementarse
sus gastos por el juego de los estabilizadores automáticos, haciendo
imposible cumplir el objetivo de déficit máximo, fijado en el 3 por
ciento del PIB. Acosados por los mercados y abandonados por el BCE, los
países del sur de Europa emprendieron drásticos recortes en el gasto
público para satisfacer aquel objetivo. Sin embargo, los recortes no han
hecho sino agravar los problemas de crecimiento y alejar los objetivos
de reducción del déficit, provocando una espiral diabólica que agudiza y
empeora la situación de crisis.
Llegados a este punto del razonamiento,
se entiende mucho mejor la verdadera naturaleza del proceso de
construcción europea, en la que conviene insistir de nuevo: separar al
Estado de la economía para que la explotación capitalista se desarrolle
sin turbulencias. Lógicamente, si el tipo de cambio ha desaparecido, la
política monetaria ha sido transferida y la política fiscal se encuentra
limitada por una estricta disciplina presupuestaria, la única variable
que puede servir de base para un ajuste económico en una situación de
crisis es la flexibilidad de los salarios. Esto es lo que explica que
las actuaciones estatales de control sobre el mercado y de protección de
los derechos sociales estén siendo destruidas al ritmo de los dictados
de la unión económica y monetaria. El dumping social no sólo no se ha combatido, sino que se ha fomentado, situando la regulación del trabajo asalariado como único factor de competitividad y desencadenando un feroz darwinismo normativo para reducir los estándares laborales y de protección social.
En este contexto, salir del euro
constituye una alternativa posible y deseable para nuestro pueblo, que
se enfrenta a la necesidad de recuperar la soberanía para superar la
gravísima crisis que atravesamos.Como he defendido en otro lugar,
ello sería el primer paso de una estrategia constituyente que pretenda
el reequilibrio de la economía en el marco de un desplazamiento del
poder económico y social hacia el Trabajo. Una estrategia que empieza
con el impago de la deuda soberana y se amplía a una salida unilateral
del euro que permita a nuestro país escapar del cataclismo de la
devaluación interna impuesta por la Unión Europea. La solución no pasa
por un europeísmo débil y subordinado al diktat de Berlín, sino
por trabar relaciones de solidaridad entre las clases populares del
Estado con la finalidad de impulsar una alternativa general para romper
con la Europa de Maastricht. Es la hora de abolir el euro, recuperar la
soberanía y encarar una reconstrucción europea al servicio de los
pueblos y no de los poderosos. Mañana podría ser demasiado tarde. (*) Héctor Illueca Ballester es Inspector de Trabajo y Seguridad Social y portavoz del Frente Cívico somos Mayoría.
Fuente : cuartopoder.es
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