Los “grandes discursos” y las “cosas concretas”. “Sans l’espérance, sans l’hypothèse qu’un autre monde est possible, il n’y a pas de politique, il n’y a que la gestion administrative des hommes et des choses.” (Geneviève Decrop).
Cuando
se acercan citas electorales y el trabajo político comienza a
confundirse con el de recoger votos, tiende a aflorar una idea que
retorna con todas las elecciones como si de un ciclo natural se tratase:
hay que evitar los “grandes discursos” porque la gente sólo quiere que
se le hable de “cosas concretas”. Se arguye que los discursos
excesivamente ideologizados ahuyentan a los votantes. El votante, ese
ente indeterminado incapaz de entender abstracciones complejas, sólo
quiere que le hablemos de qué mejoras concretas van a ocurrir en su vida
si ganamos las elecciones.
“Cosas
concretas” es el mantra que se repite en partidos políticos y sindicatos
cuando se acercan sus respectivos procesos electorales. Es una idea
transversal que nos encontramos en partidos de todo el espectro
ideológico, incluso en las formaciones de izquierda. Sin embargo, se
trata de una idea profundamente conservadora y reaccionaria. Vamos a
mostrar por qué.
En
primer lugar, se trata de una idea que lleva implícita la aceptación de
la concepción liberal de la democracia. Frente a la visión republicana
de la democracia que pone al ciudadano y su participación activa en el
centro del universo político, las teoría liberales de la democracia
tienden a desconfiar de la capacidad de los ciudadanos para participar
en la política. Las masas no están capacitadas para entender los
entresijos de la política aunque, paradójicamente, sí que están
capacitadas para elegir a los mejores gestores de sus intereses. Es lo
que se conoce como Teoría Económica de la Democracia y que asimila el
funcionamiento de la democracia al del mercado. Según esta concepción,
los partidos compiten entre sí por ofrecer la mejor oferta a unos
ciudadanos que sólo votan en función de sus intereses concretos e
inmediatos. De algún modo, tal vez mediante el concurso de una mano
invisible, se agregan los intereses particulares y egoístas de los
votantes y el partido que gana las elecciones está en condiciones de
representar el “interés general”. No es necesario que el votante
comprenda las complejidades de la gestión pública, ni que vote movido
por ideales políticos o por responsabilidad cívica. Basta con que los
votantes, desde una posición puramente egoísta, elijan la oferta de
cosas concretas que mejor se ajuste a sus intereses. Esta concepción
liberal de la democracia se compadece muy bien con la idea de que la
ciudadanía no necesita, o no es capaz de entender, grandes discursos y
que, por ello, sólo hay que ofrecerle cosas concretas.
En
segundo lugar, esta idea está implícita en el discurso neoliberal sobre
el fin de la política. Ésta, entendida como la confrontación entre
ideologías, es cosa del pasado, de una época inmadura de la humanidad.
Una vez que la ciencia económica ha demostrado que el capitalismo es el
estado natural del ser humano, no queda espacio para los grandes
discursos que plantean una alternativa al sistema. La política debe
ceder el espacio a la gestión y a la administración. El sistema, por sí
mismo, es capaz de satisfacer los intereses y demandas de la ciudadanía
que sólo debe preocuparse de elegir a unos buenos gestores que
administren las cosas concretas. La condena que hace el neoliberalismo
de todo discurso ideologizado no es otra cosa que la prohibición de
plantear discursos que impugnen el sistema como un todo, que planteen
alternativas globales al sistema. Mientras permanezcamos atados al
lenguaje de las cosas concretas, los intereses concretos y las demandas
concretas, no es posible plantear que otro mundo es posible. Lo único
que queda es la administración de las cosas y las personas. La
proclamada muerte de las ideologías, de los grandes discursos, no es
otra cosa que la sustitución de la política por la gestión de las cosas
concretas.
Cuando
la izquierda se pliega a la praxis política de esconder los discursos
emancipadores que la caracterizan y hablar sólo de cosas concretas, no
sólo está dando validez a la democracia liberal y al dogma neoliberal de
la muerte de las ideologías, sino que está jugando en un tablero de
juego en el que no puede ganar. Lo que caracteriza a la izquierda es la
creencia de que las reglas y el tablero de juego no son las adecuadas y
que es necesario un cambio sistémico. Si nos limitamos a hablar de las
cosas que hay en el tablero, nos resultará imposible cuestionar el
tablero como un todo. Autolimitarse a discursos pequeños y particulares
que sólo hablen de cosas concretas es consagrar el sistema y blindarlo
contra cualquier intento de trascenderlo.
Con
todo, aunque hemos mostrado que la idea de que la gente ya no quiere oír
grandes discursos es profundamente conservadora y nos obliga a jugar
según las reglas del enemigo, nos queda por mostrar lo más importante:
es una falsedad. En la praxis política, lo concreto siempre necesita
estar articulado por algún discurso para ser inteligible, para tener
algún sentido. Si nos negamos a hacer manifiesto ese discurso que
orienta nuestra praxis política concreta, lo único que hacemos es
esconderlo, nunca eliminarlo. Lo que se nos propone entonces con esta
idea es esconder nuestros discursos y nuestras señas de identidad para
hablarle a las masas en el lenguaje de lo concreto. Se presume que a las
masas no le interesa para nada el discurso político que articula
nuestra praxis política concreta. La ciudadanía está interesada
únicamente en satisfacer sus demandas concretas y resolver sus problemas
particulares. Con ello estamos olvidando que el ser humano no sólo es
homo œconomicus, sino que tiene poderosas necesidades simbólicas. La
ciudadanía, o por lo menos el ideal republicano de ciudadanía que
aspiramos a promover, no sólo tiene necesidades e intereses egoístas que
resolver, sino que también quiere comprender el universo político en el
que vive y necesita tener claros cuáles son los valores políticos que
deben orientar su participación política.
Es
cierto que cuando el sistema es capaz de satisfacer la mayoría de las
necesidades y demandas de los ciudadanos, los ideales políticos que
plantean una alternativa al mismo se vuelven poco atractivos para la
ciudadanía. Durante los años de burbuja inmobiliaria el discurso
hegemónico era incuestionable y cualquier planteamiento alternativo era
una excentricidad. Durante esa época, una parte importante de la
izquierda optó por la estrategia de hablar únicamente de cosas concretas
y esconder los grandes discursos emancipadores. Aunque no fue una
estrategia fructífera, podemos entender su sentido en el citado
contexto. Sin embargo, en el contexto actual de descomposición del
sistema institucional, es una estrategia inadecuada. Estamos insertos en
una gran crisis de legitimidad del diseño institucional. Los
movimientos sociales son la muestra de que el sistema se ha vuelto
incapaz de satisfacer las demandas de la ciudadanía. La gente está más
necesitada que nunca de grandes discursos que articulen esas demandas en
torno a la idea de otra sociedad posible, de otro mundo posible.
Vivimos una época para la política con mayúsculas, para la propuesta de
alternativas globales al sistema, no para la política entendida como
gestión y administración de las cosas concretas. Estamos más necesitados
que nunca de grandes discursos que nos orienten ante esta crisis
sistémica.
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