Podemos", un fenómeno mediático que pretende ser político. Ángeles Diez. Rebelión
Nunca antes una candidatura electoral tuvo que ser tan justificada. Nunca un candidato tuvo que explicar tanto por qué se presentaba a las elecciones, ni tuvo ningún nominado a candidato que convencer a sus posibles electores de que se autoproclamaba candidato aunque en realidad eran los electores quienes, aun sin saberlo, le proclamaban candidato. Nunca un aspirante a representante tuvo tantas veces que decir que no aspiraba a representar a quienes se negaban a ser representados aunque en el fondo sí representaba lo que ellos proclamaban. Ni tuvo que decir tantas veces que su propuesta era de unidad y participación. Ni hubo candidato a las elecciones europeas que “desde abajo y desde la izquierda” tuviera tanto apoyo desde arriba y desde la derecha, desde los medios masivos y desde los medios alternativos.
El “we can” español ha tambaleado de
nuevo la convulsa vida social volviendo a colocar en el terreno de la
contabilidad política el conflicto social. Este desenfoque, este tratar
de embridar de nuevo al 15 M, es decir, tratar de encauzar el
recalentamiento social que tan peligroso resulta para la
institucionalidad se intentó ya en los primeros momentos del estallido
social que significó el 15M. Mayo del 2011 fue la peligrosa eclosión de
la doble crisis que vive este país: la económica y la del sistema político.
La primera, común al resto de Europa, no supone mayor peligro para el
poder que la implementación de un nuevo ciclo de acumulación corrigiendo
los desmanes –según las instancias económicas- del capital financiero,
el reto está en conseguir la aceptación social combinando la represión y
el control ideológico. Pero si el sistema político entra en crisis y si
resulta incapaz de controlar el conflicto, entonces, empiezan a sonar
las alarmas. Son esas mismas alarmas que empezaron a sonar a mediados de
los años 70 cuando el modelo económico español daba muestras de
agotamiento, la muerte del dictador y el conflicto social suponían un
cierto peligro para la continuidad del régimen capitalista. Peligro
cierto o mera posibilidad el capital no escatimó medidas preventivas.
Ahora, como entonces, el presente sólo puede leerse desde el pasado.
Dice Bensaïd “quien no tiene memoria ni de derrotas ni de victorias
pasadas tampoco tiene demasiado futuro. El puro “presente del grito” no
construye una política” 1
Como entonces, este presente de continuos estallidos, de calmas tensas,
de búsquedas de referentes, no constituye en sí mismo una propuesta
política (de poder), ni es en sí mismo un proceso revolucionario, aunque
lleve en su seno gérmenes revolucionarios y apunte a crear las
condiciones subjetivas para la ruptura revolucionaria. Los gritos de
estos últimos años (Prestige, No a la guerra, 15M, Stop desahucios,
escraches, mareas verde, blanca, los mineros, las huelgas sectoriales,
Gamonal) expresan resistencias con una potencialidad revolucionaria que
no se está dando en ninguno de los países europeos, ni siquiera en los
del sur –Grecia, Portugal, Italia- afectados en igual o mayor grado por
el saqueo económico pero quizás menos marcados por la deslegitimación
del sistema político. El 15M ha significado y significa la convergencia
de las potencialidades presentes, la posibilidad de construcción de un
sujeto político transformador, de ruptura con la institucionalidad del
régimen, de momento sólo una posibilidad.
A mediados de los años setenta España vivió una encrucijada parecida. Entonces se planteó el dilema: ruptura o reforma.
Del lado de la ruptura, consciente o inconscientemente, los jornaleros,
los obreros explotados, los parados, los jóvenes sin futuro, la memoria
de las víctimas del franquismo, los fusilados de las cunetas, los
represaliados políticos… Del lado de la reforma, la clase política
emergente, los nostálgicos resignados, las clases medias amenazadas, los
obreros acomodados, los aspirantes a europeos, los intelectuales
miedosos… Del lado de la ruptura, la memoria. Del lado de la reforma, el
olvido.
Nuestra guerra civil fue un momento de excepcionalidad
donde la explotación, la miseria, el hambre, pero también la conciencia
de otro mundo posible construyeron el poder popular que se enfrentó al
fascismo –el de dentro y el de fuera. No se fracasó, se sufrió la
primera derrota del siglo XX, nuestra segunda derrota fue la Transición.
A finales de los años 70, el miedo del poder a una posibilidad
revolucionaria decantó el proceso hacia la reforma que llamaron la
Transición española. Un producto que posteriormente tendría un alto
valor de exportación. Todos los poderes, constituidos y constituyentes,
se articularon en una estrategia común para conjurar la ruptura.
También entonces el conflicto social se daba en todos los ámbitos, en
los centros de trabajo, en los barrios, en el campo, en la educación. La
institucionalidad política, lastrada por el aparato franquista, se
mostraba incapaz de reconducir el proceso. De ahí que, desde fuera y
desde dentro, hubiera que favorecer y alimentar una “tercera vía”: un líder, una consigna vacía y un consenso.
El régimen se travestiría, el miedo de los intelectuales –siempre con
un pie en el estribo- los convertiría en bisagras de la reforma, las
promesas europeistas alimentarían las esperanzas de bienestar, y la
democratización del consumo sedaría los cuerpos y las mentes. Así se
fraguó, desde el poder el centro de la UCD, luego el cambio del PSOE, después la democracia de todos los partidos.
En la coyuntura actual, tomando cierta distancia respecto de la
retórica mediática. La propuesta de la plataforma Podemos, no se
diferencia gran cosa de la propuesta normalizadora que significó
la Transición española. La diferencia más significativa es que las
elecciones se han convertido en el instrumento normalizador, en el cauce
adecuado para restaurar el orden, igualmente adecuado para una
derecha sin legitimidad suficiente y para una izquierda aún asustada por
la guerra civil. Ilustración de esta situación es la valoración tan
positiva de la policía, según el barómetro del CIS (Centro de
Investigaciones Sociológicas), justo cuando aumenta la represión.
Desde el 2011 cuando el 15M visibiliza el resquebrajamiento de la
legitimidad del sistema político (“lo llaman democracia y no lo es”, “no
nos representan”) el régimen baraja distintas opciones de continuidad:
a) la restauración autoritaria (aumento de la represión y el
control social, silenciamiento de las protestas, estabilización del
sistema económico, amedrentamiento de las clases medias, reforzamiento
de la ultraderecha), b) un gran pacto de salvación nacional (acuerdos entre la clase política para garantizar la estabilidad económica) c) canalización y normalización de la protesta.
Los dos primeros escenarios no están teniendo ni los apoyos ni la
fuerza suficiente, el primero encuentra rechazo en Europa, demasiado
riesgo para la economía, el segundo carece de base social, el tercero
está por testarse, todo dependerá del acierto en la elección de los
personajes a promover, de la potencia de las consignas y de la
fabricación del consenso necesario. Objetivamente, el “we can” español
se inscribe en este tercer escenario. Evidentemente, nada de lo que aquí
planteo es el resultado de ninguna conspiración, se trata sólo del
resultado no intencional de acciones que sí son intencionales. Es la
propia coyuntura la que favorece, la que genera la oportunidad, para el
lanzamiento de una figura mediática que viabilice una opción
consensuada. Se trata de una coyuntura distinta a la del 2009 cuando
Izquierda Anticapitalista, escindida de Izquierda Unida (IU) no contaba
con ninguna figura capaz de arrastrar el voto de la izquierda social que
perdía IU; ahora parece haberla encontrado.
Medios de comunicación, liderazgo e institucionalización son
las tres patas que tratan de estabilizar la “democracia” española, o lo
que es igual, de legitimar el golpe autoritario que necesita la
economía. Si el conflicto social no hace viable la relegitimación de los
partidos políticos la opción más razonable –desde la perspectiva del
poder- será la relegitimación del sistema por la vía electoral. Frente a
la acumulación de poder que representa Gamonal, frente a la
reapropiación de lo político o frente al conflicto transformador, la vía
electoral de Podemos sería la opción más viable para la continuidad del
régimen.
Un proceso revolucionario es una potencialidad que
aspira a convertirse en probabilidad. En el camino se entreveran
momentos de calma con estallidos sociales y ambos tributan al proceso de
acumulación de poder. Pero también en estos momentos las fuerzas
conservadoras hacen su trabajo. Desde el punto de vista del análisis
político este me parece que es el momento que vivimos.
Mi
abuela que era campesina, religiosa y de Valladolid decía que “de buenas
intenciones está empedrado el camino del infierno”.
El fetiche del poder o la confusión entre opción electoral y opción de poder
En la encrucijada política y en la coyuntura que vive el Estado Español
la opción electoral no es una opción real de poder, me refiero a una
alternativa de poder popular. Sin embargo, desde las movilizaciones
masivas del 15M no ha habido momento ni grupo político (de izquierdas o
de derechas) que no haya tratado de encarrilar la protesta hacia la vía
institucional, especialmente en las citas electorales. Por eso, aun a
riesgo de sobredimensionar el más reciente intento de la plataforma
Podemos, merece la pena abordar la reflexión sobre el carácter
fetichista del proceso electoral en la coyuntura actual así como las
lógicas que hacen de él el mejor instrumento de disciplinamiento social.
Cualquiera de las opciones políticas que hoy se disputan los
votos asume que elegir un candidato de la amplia -o reducida, según se
mire-, oferta de partidos, implica una opción de poder. Identifican así
democracia con votación, tal y como el propio sistema lleva sosteniendo
desde la generalización del voto, desde que se constató que gracias al
manejo de la opinión pública la gente siempre acabaría votando lo
correcto de modo que las elites no correrían ningún peligro de ser
desplazadas por las clases populares. Asumen también que es la vía
aceptable para cambiar las cosas. El campo de la política queda así
reducido al ámbito institucional. De la misma forma que ocurrió en
nuestra primera transición –sostengo que estamos viviendo una segunda transición-
se trata de despojar a lo social de su componente político por la vía
de la institucionalización del conflicto, o lo que viene a ser igual,
neutralizándolo al colocarlo dentro de los márgenes de lo aceptable.
Todas las opciones políticas actuales parten de la aceptación de las
reglas de juego, las mismas que hacen inviable que este sistema
representativo se transforme en una democracia. Incluso aquellos que
sostienen ser anticapitalistas aceptan la forma política del
capitalismo.
Sin duda el discurso admite la paradoja de negar
que estemos en una democracia al tiempo que se sanciona esta democracia
aceptando los cauces institucionales, admite contracciones tales como
presentarse a unas elecciones compitiendo por la captación de votos al
tiempo que se dice que se presentan porque estas elecciones europeas no
significan nada, se está en contra del liderazgo al tiempo que se
potencia al líder mediático, se afirma querer dar voz a los sin voz al
tiempo que se les trata de incapaces y de no saber lo que quieren.
Porque en el fondo, parecen decir, las masas quieren que se gestione
políticamente su protesta.
Si alguna virtud tienen los procesos
electorales es la de sacar a la luz el abanico extenso de
contradicciones de los discursos políticos. En estos momentos es muy
difícil distinguir entre posibilismo y oportunismo, entre los deseos y
los intereses. Pero la campaña del “spanish we can” ilustra como ninguna
lo que da de sí la retórica ilustrada, o la versión nacional de los
reality show americanos. Por lo demás, las estratagemas retóricas no
harán sino desarmar el conflicto social sin apenas arañar el fetiche del
sistema.
Como instrumento de disciplinamiento las elecciones
han devenido en fetiche, es decir, objeto al que se le asignan
propiedades mágicas. Carlos Marx acuñó el concepto de fetichismo para
referirse a la mercancía en tanto que producto manufacturado que oculta
las relaciones de trabajo bajo las cuales fue producido. Los procesos
electorales en el contexto actual no significan poner en manos de la
gente opciones de poder y sin embargo se nos presentan como si lo
fueran. Por otro lado, las reglas que rigen estos procesos permanecen
ocultas mientras que, el voto, aparece como proceso neutro, mero
procedimientos para seleccionar a los candidatos según las preferencias
de la gente. Pero, como decía Badiou reflexionando sobre las elecciones
presidenciales francesas de 2002, “En realidad, existe una distinción
fundamental entre “ser candidato” y estar en un lugar que indica la
posibilidad de un poder”. El acceso a esa clase de lugar se decide de
otro modo y según criterios distintos a los de la candidatura 2 ”.
El hecho de que algunas opciones electorales que se auto proclaman
transformadoras, puedan llegar a disputar alguna plaza en la arena
política sólo significa que se ajustan al principio de la homogeneidad,
es decir, “que se sabe a ciencia cierta que no harán nada esencialmente
diferente de lo que hicieron quienes los precedieron” 3
. La alternancia en las instituciones de los que se consideran
“enemigos políticos” favorece la labor disciplinante del voto ya que la
alternancia implica que la opción que ha conseguido alcanzar el lugar de
relevo no ha tomado ninguna medida para hacer que su ascenso fuera
imposible. Sin duda, el discurso es otra cuestión. Como decíamos
anteriormente los discursos pueden seguir siendo radicales e incluso de
ruptura. Lo importante es elaborar un producto político homologado en la
práctica.
En octubre del 2011, antes de las elecciones
nacionales, escribí una reflexión titulada “Todos tienen prisa por
institucionalizar al movimiento 15M” 4
, en ese momento analizaba el dato curioso de que tanto intelectuales
de izquierda, partidos como el PSOE o el PP e incluso algunos grupos del
15M hicieran constantes llamados a que la protesta de las calles se
canalizara, bien convirtiéndose en una opción política, bien apoyando a
alguna opción ya constituida o transformándose en grupo de presión al
estilo lobby americano. A día de hoy ninguna de estas vías ha cuajado
por lo que, desde las instancias de poder, la inestabilidad política se
sigue considerando un riesgo para la estabilidad económica, es decir,
para la continuidad, sin sobresaltos, del enriquecimiento de las elites.
Los resultados electorales de noviembre del 2011 fueron un
balón de oxígeno para el régimen y para sus dispositivos políticos pues,
aceptada la mecánica electoral, se relegitimaba el sistema aunque fuera
de forma precaria y se garantizaba la continuidad de los cambios tales
como el golpe de mano que significó la aprobación de la reforma del
artículo 135 de la Constitución.
En nuestra primera transición la consigna electoral del cambio, el liderazgo made in USA-UE
de Felipe González, el disciplinamiento del PC y la aceptación de la
monarquía y de las reglas de la nueva institucionalidad, hicieron viable
la nueva fase liberal. No era falso que se estuviera por el cambio: se
desmanteló el sistema productivo con la famosa reconversión industrial,
se liberalizó, se privatizó, se inició la desregulación del mercado de
trabajo, se construyeron las bases de la burbuja inmobiliaria, etc. Algo
del régimen cambió, algo del mismo continuó, y lo sustantivo, la
continuidad de la acumulación de las elites y la explotación, se
mantuvieron.
En la coyuntura actual, con o sin el
disciplinamiento electoral, las cosas van a seguir cambiando, se va a
seguir recortando el gasto público, aumentará la precariedad laboral y
los trabajos miseria, se deteriorarán más aún si cabe todos los
servicios públicos, aumentará la represión de la protesta, su
criminalización y su silenciamiento mediático…Todos estos cambios son
necesarios para terminar de implantar la nueva fase de acumulación
económica. La doctrina del shock se aplica en nuestro país
adaptada a la complejidad autóctona y a nuestra ubicación en el sur de
Europa. Sin embargo, para ser implementada necesita poner de nuevo en valor
al maltrecho sistema político. Recuperar el consenso respecto de la
institucionalidad, es decir, volver a apuntalar el sistema fisurado. En
este sentido, las elecciones hoy siguen siendo el instrumento más eficaz de legitimación del sistema político y de disciplinamiento social: dentro del sistema todo, fuera del sistema nada.
De forma muy intuitiva la población española que se movilizó
masivamente siguiendo la consigna “no nos representan” expresaba la
distancia entre opción electoral y opción de poder. En una “no
democracia” ninguna opción electoral representa al pueblo. Que las
elecciones posteriores no reflejaran, a través de la abstención, el
rechazo masivo al sistema representativo no puede interpretarse, como
parecen suponer nuevas formaciones políticas, como la inexistencia de la
“opción electoral adecuada”. Caben otras interpretaciones. Una de ellas
pasa por poner en relación el presente con la historia de nuestro
sistema político. Es decir, el valor simbólico que el voto tiene para
las generaciones que han vivido la dictadura franquista y también para
aquellas que han sido socializadas en la estandarización europeista.
Otra interpretación sobre la aceptación generalizada del instrumento
electoral la encontramos en la cultura política que ha generó la primera
transición. Una forma de identificar lo político única y exclusivamente
con lo institucional. La atomización y el encauzamiento de la sociedad
civil a través del asociacionismo; y el rechazo al conflicto
(identificado siempre con violencia) Quien se mueva no sale en la foto,
diría Alfonso Guerra, pero la realidad es que quien se moviera
aparecería en las fotos de comisaría. En esta segunda transición el
poder de las elites circula entre la búsqueda del consenso, sumando
adeptos al espectáculo electoral, y la represión y la violencia para los
indisciplinados.
Los nuevos partidos surgidos al rebufo del
15M como el partido X, o formaciones como Equo, o la plataforma Podemos,
hacen una lectura interesada e instrumental de las esperanzas y deseos
que, a modo de fetiche, se depositan en el proceso electoral. En el
mejor de los casos juegan al “como si” del voto, hagamos como si fuera
otra cosa distinta a la que es, como si fuera algo más que un
instrumento del sistema, en el peor de los casos, asumen las elecciones
como el mejor camino de promoción corporativa, alcanzar una cuota de
poder para su grupo a cambio de la pacificación social. De ahí que, para
la plataforma Podemos, todas las energías se dirijan a captar votos
vengan de donde vengan. De la izquierda transformadora, de sectores
reaccionarios, cuasi-fascistas, de progresistas, de clases medias, de
intelectuales, de gente común y corriente. Un vistazo a la propuesta
electoral y a los siete puntos que, según su líder mediático, definen
quién está con él y quien no, no dejan lugar a dudas. Como en su día el
PSOE o como el slogan de la Coca-Cola, el producto ha de ser para
todos, para la gente común; solo así se puede aspirar a ganar. Se
rebajan las demandas, se vacía el discurso, se eluden temas escabrosos,
se recogen las consignas más impactantes y con más seguidores en
twitter, y se convierte en enemigo al resto de las fuerzas políticas a
las que se disputa cuota de mercado.
En la coyuntura actual
remozar el sistema político sólo se puede hacer con nuevas caras más
mediáticas, con nuevos mensajes más postmodernos y con el reciclado de
propuestas novedosas procedentes de la protesta social (autogestión,
participación, horizontalidad…).
La institución electoral está
sacralizada porque lo está el sistema representativo al que llamamos
democracia. La fe electoral se alimenta de la impotencia, el miedo al
vacío, la desesperanza o la falta de ánimo para cambiar las cosas. Pero
esta sacralización es en parte responsable del estrangulamiento de las
alternativas de poder popular que únicamente se hacen visibles a través
de situaciones de conflicto como las movilizaciones contra los
desahucios, los escarches, la toma de supermercados por el SAT
(Sindicato Andaluz de Trabajadores) o la rebelión vecinal de Gamonal.
El miedo, la vergüenza, el aislamiento, son lo que nos conduce a la
mistificación del voto, a reproducir la lógica del fetiche que no tendrá
más resultado que ahogar en la impotencia las esperanzas democráticas
de este país. Pero no podemos olvidar que todavía, en la memoria
colectiva que se transmite de generación en generación, perdura la
utopía posible de una democracia, y los conflictos, los presentes y los
que están por llegar son sólo síntomas que tratan de convertir en
probable lo que de momento sólo es una posibilidad: la democracia.
De instituciones, de votaciones y de líderes
En la coyuntura actual la institucionalización es el camino para la
desactivación del conflicto, las votaciones el método para la
legitimación del sistema y al liderazgo político se accede por
aclamación mediática.
El surgimiento de una nueva opción
electoral como Podemos que aprovecha la oportunidad abierta por la doble
crisis económica y política no es nuevo, opciones como Ciutadans, UPyD,
IA, Equo, Partido X 5
… salieron al paso del inicio de la deslegitimación institucional y de
la desafección política. Lo novedoso es el nivel de deslegitimación
alcanzado por la clase política en los últimos años que hace improbable
una regeneración del sistema apoyándose en rostros ya marcados. De ahí que,
una Segunda transición que conjure la ruptura necesita neutralizar, de
nuevo, los elementos más radicales, canalizar y desactivar el conflicto
por la vía del voto para que la política siga siendo el espacio donde se
negocian intereses pero no donde se disputa el poder . Insistimos
en que en la coyuntura actual la opción electoral no es una vía de
acceso al poder, no es el lugar donde se disputa.
El filósofo
alemán Hegel entendía que las principales tareas del Estado en la nueva
sociedad burguesa eran: ideológicas y políticas. Pero del siglo XVII a
la actualidad, el Estado, como la economía capitalista, han sufrido un
proceso de naturalización y objetivación. Percibimos al Estado burgués
como El Estado –desprendido de su concreción histórica y de clase-, a la
política como una técnica, y a la economía capitalista como la economía
en sentido genérico (la forma de resolver las necesidades de la vida en
comunidad). De la misma forma que la economía ha perdido el adjetivo
“política” -para hacernos creer que detrás no existe ningún tipo de
relación de poder sino el devenir objetivo y natural de las fuerzas
abstractas del mercado-, la política, se ha despolitizado, es decir,
desideologizado.
Esto quiere decir que la política se nos presenta como una técnica (gestión
y administración de recursos), como una actividad que realizan los
especialistas, los políticos, como un ámbito en el que la participación
de los ciudadanos consiste en elegir a los gestores correctos y, en caso
de no estar satisfechos con su actuación la posibilidad de cambiarlos
cada cierto tiempo. Poco más o menos como actuaríamos en el mercado
eligiendo un producto u otro en función de su presentación. En la
política moderna no se pone en juego el poder, sólo su apariencia
pública.
La política despolitizada nos dibuja pues un tablero
en el que no hay contradicciones irresolubles, por ejemplo entre el
Capital y el trabajo, sino meras negociaciones de intereses, en el que
los políticos elegidos según la fuerza del número de votos obtenidos
estarán en mejor o peor condición, se nos dice, para negociar los
intereses de sus representados. El conflicto de clases, la explotación,
no puede trasladarse a la política porque en el mismo momento en que una
opción de poder real, popular, tuviera alguna posibilidad de
convertirse en hegemónica, sería criminalizada y sacada fuera del
tablero de juego. Así, mover ficha en un tablero trucado y con las
fichas marcadas sólo podrá acrecentar el desánimo y la impotencia, a la
vez que estigmatizará cualquier reivindicación o conflicto que se de
fuera de los cauces establecidos.
La única vía posible para
repolitizar la política, es decir, para que el parlamento vuelva a ser
el lugar en donde se disputa el poder es la acumulación de poder por
parte de las clases populares, acumulación capaz de cambiar el tablero,
las fichas y las reglas.
Hacer cada vez más visible el
conflicto y lo que tiene de universal el conflicto particular y concreto
debería ser hoy la tarea fundamental de cualquier liderazgo político
que aspirara a transformar este país. Esta es la vía abierta por el 15M
cuando ocupa las plazas y las calles, es también el camino que abre el
SAT (Sindicato andaluz de trabajadores) cuando ocupa tierras, es la vía
de la PAH (Plataforma de afectados por la Hipoteca) cuando para
desahucios, son los mineros cuando marchan a Madrid haciendo confluir
múltiples mareas, son los maestros, los trabajadores de la salud, los
trabajadores de la limpieza, son los vecinos de Alcázar de San Juan
contra la privatización del agua, son las más de 36.000 manifestaciones y
concentraciones en el 2012 6 . Es la lucha de los vecinos de Gamonal en vez de la opción electoral de Podemos .
Sin embargo, frente al conflicto capaz de variar la correlación de
fuerzas el propio sistema despliega el capital simbólico acumulado
durante la transición: los órganos de representación y las elecciones
como única relación posible entre lo político y lo social. Los miedos,
las amenazas y el conservadurismo generalizado hicieron el resto. En
este país no caben las revoluciones sino las transiciones.
Se
nos convence de que no habrá nunca victorias totales, de que frente a la
violencia de las calles está la paz de las instituciones, de que no hay
logros posibles que no sean convenientemente pastoreados, de que es
esta democracia o el caos, el orden institucional o el fantasma de la
guerra civil, se nos dice.
La política despolitizada se
construye sobre el dogma de la política como técnica no sólo de gestión
sino de pacificación del conflicto social por la vía de la
institucionalidad. De las tertulias que simulan el enfrentamiento, al
parlamento, de los intereses irreconciliables, a la negociación
razonable, del pueblo, a la ciudadanía y de las mareas, al candidato.
Estos son los recorridos que traza la reproducción del sistema. Las
votaciones, no significará variación alguna en las relaciones de poder y
explotación; y cualquier opción que tomemos de cara a las citas
electorales será una opción incoherente, en el fondo, una trampa
postmoderna en la que partiendo de nuestros deseos de transformación, de
la defensa de nuestros intereses y de la crítica al sistema nos
convertiremos en cómplices necesarios de su reproducción.
¡Orden, orden, formen una plataforma electoral!
La democracia no es un término que pueda descontextualizarse. Como
cualquier concepto, como las elecciones, es una construcción histórica
que ha devenido ideología legitimadora de los sistemas políticos
modernos. Apelar a la democracia griega del siglo V a.c. o traducir
literalmente el término como poder del pueblo es un recurso retórico
útil para que los profesores de ciencias políticas ilusionemos a
nuestros alumnos con una esperanza hueca que no tardan en arrojar a la
papelera cuando ponen un pie en la calle. Las revoluciones modernas, la
británica, la francesa y la norteamericana, no fueron revoluciones
democráticas, aunque llevaran en su regazo algunos elementos
revolucionarios, aunque algunos de sus pensadores tradujeran estos
elementos a concepciones ideológicas revolucionarias.
La
ilustración parió pensadores revolucionarios -el mismo Carlos Marx es
hijo de la ilustración-, y sembró semillas transformadoras, pero sobre
todo fueron momentos en los que se construyó el sistema político
moderno, el Estado burgués (o Estado de Derecho), que necesitaba el modo
de producción que comenzaba a convertirse en hegemónico: el
Capitalismo. Los liberales anglosajones, que siempre han sido más claros
y han tenido menos prejuicios, estuvieron en contra de la democracia
pues tuvieron claro que era incompatible con el libre mercado. Pero
igualmente tuvieron claro que utilizar el término democracia para
designar a los sistemas representativos era la mejor forma de
legitimarlos ante el pueblo aunque se corrieran algunos riesgos. Porque
si todos somos iguales ¿qué es lo que otorga a unos el derecho a mandar
sobre otros? ¿Cómo se justifica la obediencia? El derecho a elegir, el
derecho al voto, es el mecanismo que legitima a unos para gobernar sobre
otros, si nosotros los hemos elegido libremente hemos de obedecerlos.
El
Estado y las votaciones dejan de ser instrumentos de las elites cuando
hay en marcha un proceso de construcción de soberanía popular. Esta
situación ha sido posible en algunos países latinoamericanos, Venezuela,
Ecuador y Bolivia; y su influencia y estrategia integradora han
arrastrado a otros gobiernos del área. Pero interpretar que estos
procesos democráticos han sido posibles gracias a la conformación de
mayorías electorales es una visión miope si no interesada que invierte
la relación causa-efecto. La traslación mimética de estos procesos a una
realidad tan distinta como la española sólo es posible desde la
simplificación más burda y manipuladora, y su intencionalidad no es otra
que la de generar el efecto propaganda. Ningún proceso de
transformación social es el resultado azaroso y casual de la historia,
lo cual no quiere decir que no haya cierta dosis de casualidad; el azar
se da sobre lo ya construido y puede actuar a favor o en contra de la
transformación.
Orden, dirección y estabilidad son las
características de la institucionalización burguesa. Son las garantías
que exige el Banco Central Europeo. Son los rasgos sustantivos que
garantizan la reproducción del capitalismo en su fase actual, la que
David Harvey llama acumulación por desposesión. Dicha
acumulación, dada la trayectoria de nuestro sistema político sólo puede
realizarse con una combinación adecuada de consenso y represión. De ahí
que junto con las constantes propuestas de regeneración del sistema
político se ponga en marcha la llamada “ley mordaza” o la reforma de la
ley penal. De ahí que ante las crecientes mareas de movilización social
se promuevan opciones electorales.
Sin embargo, las
instituciones actuales, desde la jefatura del Estado (la monarquía), la
judicatura pasando por el parlamento y los cuerpos de seguridad del
Estado, no son reformables. Como decíamos en la parte segunda de este
análisis la Transición española no enlaza con la institucionalidad
previa a la guerra civil, no rescata la legitimidad democrática de la
Segunda república sino que reformula la institucionalidad franquista. En
un primer momento el régimen se trasviste pero se le ve demasiado el
rabo al diablo. En la primera Transición los nuevos rostros del PSOE y
la campaña electoral a la americana 7
diseñada como una campaña publicitaria por Julio Feo hicieron la labor
disciplinadota que el antiguo régimen era incapaz de cumplir. Pero nos
encontramos en un momento mucho más crítico que a principios de los años
ochenta, en estos momentos hay opciones ya quemadas. La degradación del
sistema político (la corrupción) que, según los informes alemanes es el
mayor factor de desestabilización de nuestro país deja sólo dos
opciones abiertas, una de ellas la franquista de los años sesenta: los
tecnócratas a la política, la otra, una versión postmoderna del
“cambio”: nuevas caras y promesas de honestidad.
Institucionalización y legalización van de la mano. La
institucionalización ordena, estabiliza, reparte funciones, asigna
tareas. Es un proceso de racionalización cuya función principal en las
sociedades modernas es desactivar el conflicto canalizándolo si se trata
de opciones negociables o sacándolo fuera (criminalizándolo) si no se
puede institucionalizar. Desde el estallido del 15M ninguna de las
movilizaciones sociales han buscado una “gestión institucional” de ahí
las resistencias al proceso de institucionalización, de ahí el riesgo
posible (aunque todavía no probable) de ruptura con el orden actual.
En
este proceso de aumento constante de la conflictividad social muchos
intelectuales, académicos y políticos han sido desplazados de los
espacios de conflicto, o simplemente no estaban allí. La movilización
social los ha reducido a meros acompañantes de los procesos, ni
interlocutores, ni guías, ni expertos ni líderes. Muchos se han
sentido defraudados, algunos han repudiado al vulgo ignorante, los menos
han tomado el testigo del compromiso, y alguno que otro ha creído ver
su oportunidad de salir del segundo plano para desempeñar un papel
protagonista. ¿Por qué esperar a que haya una sociedad revolucionaria?
¿Y si nunca se da?
¡Votad, votad, malditos!
Cuando no existe un poder popular acumulado, las elecciones son el
instrumento que legaliza y legitima el poder de las elites, son un fiel
reflejo de las relaciones mercantiles, si no fuera así no habría
elecciones. Los sistemas representativos modernos ponen en el mercado
del voto las opciones posibles y la única libertad de los ciudadanos es
elegir entre ellas. Si las instituciones, las que resultan de la
hegemonía capitalista, se nos venden como productos neutros, como
cascarones vacíos a la espera de ser ocupados por los sujetos adecuados,
el procedimiento homologado para tal función es el electoral.
El voto es el primer instrumento de delegación de soberanía de nuestros
sistemas. Es el ejercicio político al que queda reducida la
participación social. Es además un acto individual, resultado de la
concepción de la política también como un sumatorio de voluntades
individuales. Una vez ejercido, el ciudadano puede volver a casa
tranquilo, ha transferido la responsabilidad de la toma de decisiones
políticas, ha depositado en el otro su voluntad para que ese otro haga
lo que pueda, lo que le dejen o lo que quiera.
Cuando no
existen mayorías sociales –estar en una misma situación de explotación
no supone ser una mayoría social ya que para ello se necesita una misma
conciencia de identidad de clase-, el voto es el constructor de las
mayorías políticas postmodernas, desideologizadas, es decir, el gusto,
la simpatía, la presentación del candidato, no la ideología, ni la
práctica política, son los referentes de la elección.
Igual que
ocurre en el mercado para otras mercancías, la concurrencia de los
ciudadanos no es una concurrencia libre, está relacionada con su
capacidad de compra, en el caso de las elecciones, de su cultura
política, de su implicación en organizaciones, de su mayor o menor
exposición a la influencia mediática. Como en el mercado, no existe una
competencia real ni entre las distintas opciones ni entre los líderes
correspondientes. El sistema es básicamente homogéneo. Las reglas
electorales homogenizan el sistema.
Quinto Tulio Cicerón daba
unos consejos a su hermano mayor en su campaña para el consulado: “Una
candidatura a un cargo público debe centrarse en el logro de dos
objetivos: obtener la adhesión de los amigos y el favor popular”. 8
Como vemos, ya en el año 64 antes de nuestra era, los intelectuales
señalaban las pautas necesarias para lograr ser elegidos. Ambas pautas
implican que las campañas electorales recauden apoyos de personas
relevantes, que los contenidos de los mensajes sean lo más genérico
posibles para no crear conflicto entre los posibles votantes y que se
centren en los temas de mayor preocupación popular.
Todos los
programas de acción de las opciones electorales actuales se centran en
movilizar a la gente para que vote no en movilizarla para resolver sus
problemas, para oponerse a la coacción o para tomar el poder. De este
modo el compromiso que se pide es el compromiso de saber elegir a la
persona correcta. Estas opciones aceptan el chantaje al que los sistemas
representativos someten a la gente: ¿Y si no votamos qué hacemos? Se
apoyan aquí para sacar votos. Oportunidad y oportunismo no solo tienen
la misma raíz en la coyuntura actual son clones.
El desgaste de
la representación política va unido al descrédito de los programas
electorales. Al igual que las etiquetas de los productos en el mercado
por más que leamos su composición y sus beneficios nunca podemos estar
seguros de no haber sido víctimas del engaño de la propaganda. Ante esta
situación las nuevas ofertas electorales proponen que sea el propio
votante quien elabore el programa, de la misma forma que Ikea nos ofrece
redecorar nuestra vida por poco dinero, aquí se oferta un programa a la
carta. Que sean los ciudadanos quienes indiquen sus demandas a través
de la participación (electrónica preferentemente), después los expertos
valorarán y confeccionarán el programa, a gusto de todos.
Para
una opción electoral lo fundamental es “no quedarse fuera de juego”,
dejarse de pretensiones revolucionarias si de lo que se trata es de
ganar. En la coyuntura actual todo diseño ganador debe dirigirse a la
gente “normal”, a la gente corriente, como en aquel anuncio de la Coca- Cola :
"Para los gordos, para los flacos, para los altos, para los bajos, para
los que ríen, para los miopes, para los que lloran, para los
optimistas, para los pesimistas, para los que lo tienen todo, para los
que no tienen nada… para los educados, para los que sufren… para los que
participan, para los que suman, para los que no se callan. Para
nosotros. Para todos.” Nada mejor que la publicidad de esta
empresa, apunto mandar a la calle a cientos de sus trabajadores, para
expresar la distancia entre el discurso y la práctica cotidiana. Desde
el momento en que el triunfo de las opciones políticas descansa en la
suma de votos, el marketing político –confundido constantemente con la
comunicación política- es quien tiene la última palabra.
Por eso, los medios de comunicación como en cualquier campaña para
cualquier otro producto se ponen a disposición de la simplificación de
los mensajes, la única forma de que llegue a un público generalizado.
Cualquier opción que pretenda ser mayoritaria tendrá que enarbolar el
“sentido común” como bandera. Tendrá que elevar el “sentido común” a
categoría política para tener opciones de ganar. El sentido común del
comprador que se deja llevar por su intuición ante el bombardeo
constante de mensajes, teniendo siempre la banal esperanza de que esta
vez sí, no se dejará engañar. Así, expresiones como “participación
ciudadana” “empoderamiento” “apostar por la decencia” “la patria”, etc.
suplirán los contenidos de un programa político que necesariamente
tendría que ser excluyente.
Dado que no hay conciencia de
clase, dado que no hay un “potente movimiento de masas”, ni hay “partido
que catalice el malestar social”, es decir, si hay una izquierda sin
unidad e impotente y el malestar social no tiene claro a donde va, ergo, démosle una salida electoral. Si la izquierda no es una alternativa real de gobierno, dicen nuestros filósofos, apoyemos a Podemos.
Como opción electoral no queda claro si estas nuevas formaciones son o
no de izquierdas, o si simplemente son una alternativa de gobierno
aunque no sea de izquierdas, o si nada de esto tiene la menor
importancia.
Pablo Iglesias o Belén Esteban
En una entrevista a Julio Feo, ex secretario de la Presidencia y
coordinador de varias campañas de Felipe González, en enero de 2011 se
le preguntaba por las características que debía tener hoy un buen líder a
lo que Feo contestó: Los mismos que ayer y que mañana: carisma,
sentido común, claridad de ideas, honestidad, un programa y una
ideología claros, y ganas de trabajar 9
. Nadie mejor que este publicista formado en una empresa estadounidense
y con el aval de los éxitos cosechados para el PSOE para orientar la
construcción de una opción política con posibilidades de ganar. Lo
interesante es la atemporalidad de su consejo y que fuera formulado en
plena crisis del sistema político, pocos meses antes de que estallara el
15M.
Suponemos que en realidad Julio Feo nos señala los rasgos
que debe presentar la imagen de cualquier candidato con opciones. Todos
ellos están en sintonía con lo que muchos siglos antes Tulio Cicerón
señalaba como recursos que un político debía manejar para movilizar a
sus electores: “... hay tres cosas en concreto que conducen a los
hombres a mostrar una buena disposición y a dar su apoyo en unas
elecciones, a saber, los beneficios, las expectativas y la simpatía
sincera, es preciso estudiar atentamente de qué manera puede uno
servirse de estos recursos” 10
No cabe duda de que la nueva opción electoral maneja todos estos
recursos, especialmente las expectativas y la simpatía del posible
candidato. Pero existe un handicap importante, si el público al que se
dirige es “normal”, el “para todos” de la Coca-Cola, para
convertirse en representante de los deseos de la gente, de sus demandas,
de su hartazgo, de su indignación, entonces, la formación intelectual
del candidato puede ser un lastre, una pequeña marca en el currículo. La
sinceridad y la honestidad de la propuesta pueden verse menguadas por
el excesivo carácter intelectual del candidato.
En realidad si
se tratara de coherencia, el votante de la nueva formación tendría que
elegir como candidata a Belén Esteban. La narrativa del fenómeno Belén
Esteban, como en las telenovelas, muestra a un personaje de extracción
popular, con poca cultura, pero honesta, en la que la representación
pública del personaje coincide íntegramente con la realidad del mismo.
Un personaje capaz de mantener a millones de espectadores pendientes de
su historia posicionándose a favor o en contra y que es elegida como
“Princesa del pueblo” por aclamación popular.
El vaciamiento
de la política y el voto como legitimación del sistema se corresponden
con una época post-moderna donde conviven en un mismo nivel distintas
formas de entender el mundo sin que se anulen entre si, la incoherencia
forma parte de los relatos políticos post-modernos. A los discursos
políticos sólo se les exige coherencia en la apariencia, en la puesta en
escena. Así la selección de los candidatos sólo tiene dos vías
posibles: la negociación de intereses al interior de los partidos
políticos, o por aclamación popular. Tan escasamente participativas la
una como la otra ya que en el segundo caso dicha aclamación no es
posible sin la concurrencia de los medios de comunicación.
Por
otro lado, las elites ilustradas han dejado de ser valoradas
positivamente dada su incapacidad y falta de compromiso con las clases
populares. La oferta y la demanda cuestiona el mérito como rasgo
distintivo de la clase política por eso Belén Esteban tendría más
posibilidades que Pablo Iglesias aunque este último si de verdad quiere
convertirse en un candidato popular tendrá que rebajar cada vez más su
discurso y su puesta en escena aproximándose a la narrativa de los
“famosillos” con los que la gente “normal y corriente” se siente más
identificada.
Dice la investigadora María Lamuedra que los
shows de tele-realidad y las historias de famosillos son formatos
actuales, post-modernos, de la hibridación social. Que esta hibridación
ofrece un mayor poder interpretativo a los espectadores que se pueden
identificar o criticar, decodificar las historias en un orden moral
maniqueo u optar por una reflexión más profunda sobre los cambios
culturales. Estos formatos, nos dice, son una mutación del melodrama y
cumplen una función social integradora de la burguesía y las clases
populares. Podríamos aplicar este análisis a las tertulias políticas considerándolas una mutación de los antiguos debates.
En ellas, no está en juego ningún argumento, ninguna reflexión, sólo la
simulación del conflicto social a través de la representación
discursiva banal. Los participantes pueden, gracias a su vacío de
significantes, conectar con distintas sensibilidades, unas más
progresistas otras más reaccionarias.
En un sistema político
que se legitima apoyándose en la suma de agregados de voluntades
individuales, los medios de comunicación masiva son realmente los
encargados de posibilitar estos arreglos. Son una pieza clave en la
selección de los candidatos. No puede ser casualidad que sólo
determinadas opciones encuentren la oportunidad de salir en los medios
masivos. En este sentido, tampoco es casualidad el diferente tratamiento
dado a Gamonal y a Pablo Iglesias. Los medios no sólo construyen héroes
y villanos, construyen opciones y líderes políticos, todo ello sobre
las movedizas arenas de las emociones.
Cambiar este país de
arriba abajo no será el resultado de las buenas intenciones de ningún
grupo de ilustrados, tampoco las elecciones son la pócima mágica que una
vez bebida nos hará más fuertes, como a Obelix, para derrotar a los
enemigos del pueblo.
Notas:
1 Daniel Bensaïd (2013) La política como arte estratégico, Viento Sur, Madrid, pág. 29
2 Alain Badiou, Circunstancias, Ed. Libros el zorzal, Buenos Aires, 2005, p. 20
3 Ibidem
5
Ciutadans surgió en el 2006, UPyD (Unión Progreso y Democracia) en el
2007, IA (Izquierda Anticapitalista) en el 2009 escindiéndose de
Izquierda Unida, Equo (partido Ecologista y ecosocialista) en el 2011,
Red ciudadana partido X en el 2013
6 http://www.europapress.es/nacional/noticia-primer-ano-gobierno-rajoy-mas-36000-manifestaciones-concentraciones-20130112120312.html
7
Julio Feo, secretario de la Presidencia entre 1982 y 1987, diseñó la
campaña “Por el cambio” que dio el triunfo electoral a Felipe González,
y trabajaba como publicista para una compañía estadounidense en esa
época. En el 2004 reconoció que el gobierno de González, en 1983,
contrató a una empresa americana la operación «venta de imagen» para
que preparara la visita del presidente socialista a Washington.
8 Quinto Tulio Cicerón, Breviario de la campaña electoral, Cuadernos del Acantilado, Barcelona 2003, p. 39
9 http://www.lahuelladigital.com/julio-feo-ex-secretario-general-de-la-presidencia-la-crispacion-funciona-y-la-derecha-intenta-que-siga-funcionando/
10 ibidem, p. 45
Ángeles Diez es Doctora en CC. Políticas y Sociología, profesora de la Universidad Complutense de Madrid.
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