Washington contra el Fidel guerrillero (II y final). Por Ángel Guerra Cabrera
El
 5 de junio de 1958 el campesino Mario Sarol, cultivador de café de la 
Sierra Maestra, había llegado a toda carrera al campamento rebelde 
cercano y mostrado a Fidel Castro fragmentos de los cohetes que habían 
hecho pedazos su casa hacía un rato. En ellos se leía USAF (Fuerza Aérea
 de Estados Unidos por sus siglas en inglés). Sarol sospechó lo peor 
sobre el destino de su mujer y cinco hijos pues cuando se produjo el 
ataque estaba en el secadero de café y al regresar a la casa encontró 
todo arrasado y ni rastro de ellos.  Afortunadamente, habían salvado la 
vida al esconderse en una mina.
Conmovido
 por el hecho, el comandante escribió a su más cercana colaboradora 
Celia Sánchez: “al ver los cohetes que tiraron en casa de Mario, me he 
jurado que los americanos van a pagar bien caro lo que están haciendo. 
Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga
 y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese
 va a ser mi destino verdadero”. Como ya se ha dicho, en marzo de ese 
año Washington había anunciado un embargo de armas a Batista, que 
violaba diariamente desde la Base Naval de Guantánamo mediante el 
reaprovisionamiento de las aeronaves que atacaban el territorio rebelde.
Cuando
 Fidel redactó las citadas líneas recién comenzaba la gran ofensiva de 
la tiranía contra el bastión de la Sierra Maestra. Catorce batallones y 
siete compañías independientes atacaban desde varias direcciones al 
grueso del Ejército Rebelde, que en ese momento no pasaba de 300 
combatientes. Batista daba por hecho que ahora sí acabaría con los 
“forajidos”. En realidad, no era para menos si se analiza fríamente la 
enorme asimetría entre uno y otro adversario en número de hombres y 
equipos, sin considerar otras desventajas para las armas 
revolucionarias.
Pero
 ni Batista y sus generales, ni la misión militar de Estados Unidos en 
el estado mayor de la dictadura, ni sus jefes en el Pentágono, podían 
imaginar entonces que una fuerza irregular fuese capaz de rechazar, 
diezmar, derrotar y poner en fuga a esa considerable agrupación de 
tropas de un ejército profesional en apenas dos meses y medio de duro 
batallar. Es cierto que en la guerra revolucionaria el factor subjetivo 
es determinante. El Ejército Rebelde era de composición popular, estaba 
altamente motivado por ideales y fue preparado meticulosamente para esa 
prueba de fuego y dirigido magistralmente por Fidel en aquellos días 
heroicos y vertiginosos, como hasta el final de la guerra. Contaba, 
hecho decisivo, con el apoyo de la población campesina, de amplios 
sectores populares, del Movimiento 26 de Julio y de las demás 
organizaciones revolucionarias.  Mientras, la moral combativa de las 
tropas de la dictadura era baja y estaban mal dirigidas.
Mucho
 menos podían suponer Batista y Estados Unidos que la derrota de la 
ofensiva de la tiranía se trasformaría en potente y fulminante 
contraofensiva que llevaría a las tropas rebeldes antes que terminara el
 año a adueñarse de las zonas rurales y suburbanas y comenzar la toma de
 las grandes ciudades desde el oriente hasta el centro de Cuba.
No
 hay duda de que el factor sorpresa fue trascendental para conseguir el 
triunfo revolucionario e impedir una intervención de Estados Unidos en 
el conflicto, fundamentalmente bajo el paraguas de la OEA.  Los 
investigadores cubanos José Luis Padrón y Luis Adrián Betancourt lo 
documentan sólidamente en Batista, últimos días en el poder. Allí
 se exponen un presidente Eisenhower anonadado ante el arrollador avance
 rebelde, los frenéticos, torpes y alocados trajines de su gobierno por 
impedir la victoria de la Revolución mediante una salida “sin Batista y 
sin Castro” y el intento descabellado de articular una tercera fuerza 
formada por la oposición no armada y oficiales del ejército no 
vinculados a la dictadura.
En
 un abrir y cerrar de ojos caían en manos del Ejército Rebelde Santa 
Clara, Santiago de Cuba y todos los centros urbanos de las antigua 
provincias de Oriente y Las Villas, la dictadura se derrumbaba y Batista
 huía con sus secuaces. Aun así, Washington intentó imponer una junta 
“cívico militar” que ya no tenía Estado ni ejército que dirigir. Mucho 
menos pueblo. Y fue ese pueblo el que al llamado de Fidel se lanzó 
unánimemente a la huelga general revolucionaria, colofón de la victoria 
de las armas rebeldes y símbolo hasta hoy del estrecho lazo entre las 
masas y la Revolución Cubana.
Twitter: @aguerraguerra
