Leo en las redes sociales muchas 
interpretaciones que culpan al pueblo brasileño por votar -"en 
democracia", dicen- por el ultraderechista Jair Bolsonaro con una 
ventaja considerable sobre el candidato del Partido de los Trabajadores,
 Fernando Hadad. 
Ahora bien, ¿qué democracia es la que eligió
 a Bolsonaro? Se trata de una democracia liberal con elecciones 
periódicas en la que cada cuatro, cinco o seis años los ciudadanos 
dedican un día a votar por quien dirigirá el gobierno del país. El resto
 del tiempo, día tras día, año tras año, otros poderes no electos 
-económicos y mediáticos en lo fundamental- condicionan la vida y las 
percepciones de los ciudadanos. 
Se puede alegar que además hay división de 
poderes: judicial, legislativo y ejecutivo, que es el que ostentará 
Bolsonaro, y que eso produce un equilibrio. Pero es que fueron los 
poderes legislativo y judicial -en manos de la misma clase social que 
decidió romper con la máscara democrática y apoyar a un impresentable 
como el ex capitán- los que crearon las condiciones para la victoria 
ultraderechista de este 28 de octubre, primero destituyendo desde el 
Congreso a Dilma Rouseff de la Presidencia, en un proceso altamente 
manipulado, y luego encarcelando ilegal e injustamente al candidato más 
popular: Lula Da Silva, al que el mismo sistema judicial impidió 
presentarse a elecciones. Si se necesitaba prueba de lo anterior, la 
declaración de Bolsonaro anticipando su deseo de designar como Ministro 
de Justicia al juez Sergio Moro -formado en Estados Unidos y perseguidor
 de Lula-  lo acaba de confirmar.
Paralelamente, el sistema mediático 
estableció, en el imaginario de buena parte de las personas menos 
formadas e informadas para asumir críticamente sus mensajes, al Partido 
de los Trabajadores como responsable único de la corrupción y la 
violencia, dos causas con las que es muy fácil mover el fanatismo 
religioso organizado en las iglesias evangélicas y empoderado a través 
de una poderosa televisora como Récord, la segunda del país.
Lo que ocurrió este domingo 29 es lo que el 
pensador portugués Boaventura de Sousa Santos llama "democracia de baja 
intensidad", "una isla de relaciones democráticas en un archipiélago de 
despotismos (económicos, sociales, raciales, sexuales, religiosos) que 
controlan efectivamente la vida de los ciudadanos y de las comunidades".
El hecho que tras tres intentos por ganar 
las elecciones, Lula llegara finalmente al gobierno, y de que fuera 
ahora el más popular de los candidatos no es prueba de que ese sistema 
sea democrático sino de que el desgaste producido por el neoliberalismo 
permitió su llegada a la Presidencia dentro de los estrechos límites del
 sistema que el ex sindicalista nunca vulneró, ni construyendo nuevos 
medios de comunicación, ni haciendo una reforma del sistema electoral. 
Los altos precios del petróleo y la aparición de este en el nuevo 
yacimiento presal, explotado estatalmente, permitieron una convivencia 
temporal con la oligarquía brasileña que no veía afectados sus 
intereses, pero cuando el precio del petróleo bajó, los del poder 
verdadero no quisieron compartir los efectos con los de abajo y 
exigieron también el presal y nuevas privatizaciones. El golpista Michel
 Temer lo confesó el 21 de septiembre de 2016 en un discurso ante la 
Sociedad de las Américas y el Consejo de las Américas, con sede en la 
ciudad de New York:  
"..nosotros estábamos convencidos de que
 sería imposible al gobierno continuar con aquel rumbo y  entonces 
sugerimos al gobierno que adoptase las tesis que  apuntábamos en aquel 
documento llamado Un puente para el futuro. Como eso no 
sucedió, no se adoptó,  se instauró un proceso que culminó ahora com 
con  mi instalación como Presidente de la Repúbica”
En el orden internacional, el factor 
Washington no es secundario. Lo sucedido en Brasil desde que se instauró
 espuriamente a Temer como Presidente viene de un proceso comenzado con 
el golpe militar contra Manuel Zelaya en Honduras, continuado en 
Paraguay y luego en Brasil con golpes parlamentarios y consolidado con 
las persecuciones judiciales contra Rafael Correa, su vicepresidente 
Jorge Glass, Cristina Fernández en Argentina y el propio Lula en Brasil.
 No sólo es tomar el gobierno sino crear las condiciones para que nunca 
vuelva a ocurrir que se implementen políticas contra los intereses 
oligárquicos. Los jueces, muchas veces entrenados en Estados Unidos, 
procesan lo que los periodistas, también a menudo formados en el mismo 
lugar, publican en los medios de comunicación que ofician de fiscales 
las "pruebas" que condicionan el veredicto de la opinión pública. ¿No 
ocurrirá lo mismo contra Evo y Maduro si logran ponerlos fuera del 
gobierno? 
No es que esos procesos postneoliberales no 
cometieran errores, incluyendo la corrupción de algunos de sus líderes, 
nunca Lula ni Dilma, pero el principal es haber dejado intacto el 
sistema de dominación clasista que impera en esos países. Es lo que hace
 la diferencia con Venezuela y Bolivia. 
El cerco contra la Venezuela Bolivariana, 
principal obsesión de Washington en la región desde que Obama la 
declarara "amenaza inusual y extraordinaria a la Seguridad nacional" 
arriba a su mejor momento. Una extensa frontera con Brasil está lista 
para superar lo que ya sucede en el oeste con Colombia como fuente de 
paramilitarismo y guerra económica. Agréguesele el conflicto fronterizo 
en el este con Guyana y la mesa está servida para materializar la 
intervención militar con la que varias veces  ha amenazado Donald Trump,
 la OEA y su Secretario General Luis Almagro están listos para 
justificarla como una "exigencia humanitaria".  
Para Cuba, como dijo el General de Ejército 
Raúl Castro, el pasado 26 de julio "el cerco se estrecha", pero la 
oligarquía cubana está en Miami, no en La Habana. Su máximo 
representante -el senador estadounidense Marco Rubio- ya se reunió con 
Bolsonaro y es de presumir lo que pidió contra la Isla y Venezuela, el 
Presidente electo lo acaba de confirma en una entrevista publicada ayer 
por el periódico Correio Braziliense: Romperá relaciones diplomáticas con Cuba, algo que no ha hecho ni el mismo Donald Trump. 
El nuevo Presidente brasileño no es sólo una
 persona de penamiento fascista al servicio de quienes lo eligieron para
 imponer sus intereses en la mayor economía de América Latina sino un 
enemigo de todos los procesos populares en la región, aliado al sector 
más extremista de los Estados Unidos que lleva 60 años intentando 
eliminar la Revolución cubana. Es bueno saberlo. 
(Al Mayadeen)
 
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