¿Qué cosa es España?
Escrito por
Redacción
Armando B. Ginés
A caballo de los siglos XIX y XX, la Generación del 27 se
preguntó qué era España, como ser y como problema. Tras largos debates
intelectuales, entre otros de Unamuno, Baroja, Azorín, Antonio Machado y
Valle-Inclán, el interrogante sigue abierto.
Unamuno se refugió en la emoción solipsista de su cristianismo
confeso, ¡me duele España!, mientras Ortega y Gasset terciaba en la
contienda dialéctica con una de sus frases a mitad de camino entre el
nihilismo y la profundidad absurda, misteriosa, alambicada o fútil: “lo
que nos pasó y nos pasa a los españoles es que no sabemos que nos pasa”.
Después de la dialéctica vino la guerra y las Dos Españas machadianas
(las que nos helarían el corazón) se buscaron con saña a cañonazo
limpio. La Tercera España de Ortega y Gasset se quedó en el limbo de la
nada. Terminado el conflicto bélico, el Ser de España se transmutó en un
lema diabólico, “una, grande y libre”, fascista por vocación y uncida
por la cruz católica de la regresión cultural al infinito de las añejas
tradiciones de la pretenciosa grandeza hispana.
Buscar las esencias y las raíces de un ser “algo” excluyente se ha
visto que no conduce a ninguna parte o, mejor dicho, a nacionalismos
estrechos o belicistas que suelen devenir en relatos basados en leyendas
que ensalzan lo propio en detrimento de los otros en general,
opresores, chusma, extranjeros o categorías similares, según las
proyecciones agresivas o defensivas de sus portadores.
Sin embargo, esos fundamentos construidos ad hoc sirven a la causa
de aunar voluntades colectivas en pos de objetivos grandiosos. Ese
“algo” que se ensalza como un dios civil o tótem fetichista es la
argamasa o nexo que disipa cualquier otro fenómeno, concepto o conflicto
social, político o ideológico.
Hoy, en apariencia, nadie demanda una respuesta precisa sobre su ser
nacional. Las respuestas salen a nuestro encuentro en formas muy
variadas, dando soluciones inmediatas a la esencia invisible de qué
somos. Somos un lenguaje común, una marca distintiva, un símbolo en
forma de bandera, un equipo deportivo, una idiosincrasia superficial y
cotidiana y cientos de roles mediáticos que hablan por nosotros con sus
opiniones, querencias, éxitos o singularidades personales bajo la enseña
de “ser lo mismo que yo”, español, por ejemplo.
“Ser algo”, en cuanto a nacionalidad se refiere, no es más que
participar pasivamente de un sentimiento sin palabras que nos permita
pasar desapercibido dentro de una masa de correligionarios nuestros. Si
alguna mirada nos detiene, enseguida nos sentimos delatados por un
suceso imprevisto. Algo sucede, elevando la mirada ajena a autocrítica
severa para dar con la diferencia que nos hace sospechososante la
multitud anónima y despersonalizada.
Vernos como una excepción universal nos provoca pánico. Es tanta la
presión silenciosa para no traspasar la línea de lo correcto y aceptable
que cuando, sin querer, una mirada de censura ha atravesado nuestra
privacidad, hacemos todo lo posible por regresar al redil de la inmensa
mayoría a la mayor celeridad posible.
Por desgracia, en el mundo que habitamos de la pretenciosa
globalización, todos debemos acomodarnos a una etiqueta que de fe de que
algo somos. Sin etiqueta identificativa somos apátridas, no lugares,
zonas de paso, agujeros negros, fantasmas de carne y hueso. Todos
estamos abocados a una identidad nacional, de género, profesión
declarada, ingresos mínimos, estatus, propósito de vida… Ser lo que
estoy siendo, un individuo en construcción permanente está radicalmente
prohibido. Los países y las naciones necesitan fijarnos con una señal
indeleble para seguirnos los pasos hasta la muerte.
Nacionalismos buenos y malos
Se dice que hay nacionalismos malos y tolerables, dependiendo del
contexto histórico en el que cada uno surja. Son buenas o menos malas
aquellas exaltaciones nacionalistas que pretenden romper el yugo opresor
de otro nacionalismo más grande y poderoso. Así, merecen loa ética o
moral el nacionalismo sionista judío que reagrupó a un pueblo perseguido
por el terror nazi, el propio pueblo palestino reivindicándose frente a
las atrocidades perpetradas por Israel-EE.UU. y los nacionalismos de
cariz indigenista que se oponen al colonialismo e imperialismo
occidental. En el lado opuesto pueden colocarse el régimen de Hitler
y la Italia de Mussolini.
Hay un denominador común en todos ellos, más allá de los contextos
particulares y sus bases éticas de origen irrefutables: todos participan
en su génesis de una afrenta constitutiva inicial, a veces como
pretexto y otras incardinada con realidades tangibles, que se nutre de
resentimientos mutuos con los “otros”. Ese caldo de cultivo provoca que
en situaciones favorables el antiguo oprimido pueda transformarse en
opresor en el futuro y por idénticas o parecidas razones a las
esgrimidas en su momento por la parte contraria.
El problema radical de los nacionalismos autosuficientes es la
categoría en que se fundamentan: nación, lengua, etnia, patria,
tradición, cultura…, todas ellas construcciones ideológicas que dividen y
segregan la realidad en factores enemistados o contrapuestos. Si
tomamos como base “ser humano” vemos que las diferencias se tornan en
valores comunes adaptados a las condiciones históricas de cada comunidad
en concreto. Todos somos igualmente vulnerables ante los avatares e
infortunios de la vida.
Otra categoría más real es la de trabajador. Todos tenemos que
ganarnos la vida de alguna manera, aportando habilidades para el
sustento diario y servicios a la sociedad. Bien es cierto que trabajador
tiene una oposición contradictoria en el espacio capitalista: el
empresario, el que no trabaja, el que gestiona y dirige el proceso
productivo y social. No obstante, reconocerse en conciencia como
trabajador eliminaría de cuajo muchos dilemas ficticios con inmigrantes y
personas de otras culturas foráneas o fes religiosas.
Lo que resulta más que evidente en el mundo globalizado de nuestros
días es la existencia de etiquetas diversas construidas ad hoc por el
poder establecido para dividir a la masa en órdenes, grupos homogéneos,
tribus urbanas o clanes familiares en eterna disputa.
En esa guerra de todos contra todos siempre gana “la banca”, es
decir, el statu quo capitalista. Cuando existe conflictividad social
interna, los gobiernos derechistas invitan a exacerbar las diferencias
sociales contra chivos expiatorios propicios (extranjeros, inmigrantes,
inadaptados, rebeldes, marginados, críticos…), mientras que cuando es la
esencia nacional la que está en juego cierran filas bajo la advocación
de patrias milenarias e idiosincrasias únicas. Al final de cada batalla,
las ganancias siempre caen en los bolsillos de los líderes de turno y
de sus representados anónimos, los mercados financieros.
Todos somos lo que somos, lo que no somos, lo que querríamos ser y lo
que nunca seremos:seres humanos, simples portadores de genes en busca
de una utopía llamada felicidad y una meta denominada convivencia.
España es, por tanto, y Alemania y Burundi y Laos y Bolivia y EE.UU. y
Cuba…, una cristalización de conveniencia que puede desaparecer en
cualquier momento. Siempre quedarán seres humanos trabajadores para
levantar un futuro común menos cerrado y esencialista. Lo dicho para
España sirve para cualquier país sin nación y para cualquier nación sin
Estado. En cualquier lengua, propia o ajena.
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