El discurso del estado de la Unión y otros demonios. Por José Ramón Cabañas Rodríguez
Con el
paso del tiempo, este ejercicio se ha convertido en un acto más de
campaña política, que por su simpleza por momentos compite con los
contenidos de los llamados reality shows, sean tanto de la televisión como de las redes sociales.
Durante la mayoría de
los discursos durante décadas, cada uno de los presidentes ha dicho que
su gobierno ha sido del mejor de todos los pasados y por venir, han
criticado consistentemente a sus oponentes y los han proclamado
culpables de sus fracasos tanto dentro como fuera del Congreso y, por
regla general, señalan enemigos externos como demonios responsables de
todos los males planetarios. Rara vez se realiza un análisis
introspectivo, autocrítico, o factual.
Es además
un acto que paulatinamente pierde originalidad porque las poses son las
mismas, se repiten las señas con el dedo índice hacia el público con la
otra mano puesta en el corazón, se reiteran los aplausos formales al
nombrar invitados especiales que están en el público y algunas de las
damas presentes se secan con similar disciplina lágrimas reales, o
figuradas, al mencionarse recientes fallecimientos (que siempre son en
términos de ultimate sacrifice) u otros hechos que provocan sin igual emoción.
Más del 90% del tiempo
las cámaras de televisión están enfocadas en la figura del presidente,
más el vicepresidente y el ( o la ) líder de la Cámara, que se ubican a
las espaldas del primero. En dependencia de la militancia o no de estos
actores en el mismo partido, su histrionismo, formas de aplaudir y
gestos faciales tienen mayor o menor intensidad.
A pesar de ello, un
ejército de analistas estadounidenses está en atención antes, durante y
después del discurso para sacar conclusiones de todo tipo, medir
registros, construir escenarios y hablar de agendas y legados, aún si el
gobierno en funciones es más, o menos, eficiente. Se acuñan frases y se
lanzan titulares durante 24 o 48 horas, hasta que nuevos sucesos
entierran en la historia todo el evento.
En este texto no
pretendemos hacer un análisis del contenido del último texto, ya que en
estos momentos otros especialistas están enfrascados en esas
ponderaciones desde la óptica cubana y expondrán sus resultados en
breve.
En esta oportunidad, la
frase presidencial que causó inmediata conmoción entre algunos
políticos, periodistas y observadores que hacen carrera en aquel país a
costa del “tema cubano” y que los llevó a usar los pulgares de forma
intensa para escribir mensajes urgentes en las redes sociales sobre las
pantallas de sus celulares, fue dicha por el presidente después del
discurso.
Fue en un momento en
que Biden tampoco estaba hablando oficialmente ante las cámaras, sino
que daba palmadas amistosas y saludaba cortésmente a allegados y
personalidades presentes, que vinieron a escucharlo. En el primer
círculo que se nucleó alrededor del mandatario al bajar del estrado no
estaba el destinatario de una frase que el presidente le dirigió cuando
lo reconoció a cierta distancia. Biden hizo un gesto con su mano y
expresó: “Bob, tengo que hablar contigo sobre Cuba, en serio”.
Bob es Robert Menéndez,
senador demócrata presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores,
que sobrevivió recientemente acusaciones por corrupción, y que se precia
de contar con el “oído del presidente” en los temas cubanos. Es decir,
es el alter ego de Marco Rubio, que al parecer accedía al mismo órgano
de Trump con relativa facilidad.
Bob y Marquito han
competido durante años en el manejo de los presupuestos federales para
el “cambio de régimen” en Cuba, con los que han garantizado salarios de
por vida a sus simpatizantes y suficientes contribuciones para sus
reelecciones. Ninguno de los dos, sin embargo, ha podido relacionar su
nombre con alguna legislación que resulte trascendente para el
estadounidense de a pie.
Al escucharse la
citación a Bob, de inmediato el hongo nuclear especulativo se extendió
sobre Miami. Algunos congresistas con menos tiempo de vuelo (y neuronas)
comenzaron a expresar preocupación por “posibles concesiones ante la
tiranía”, otros esperaron unas horas para reiterar la letanía de temas
que los separa desde las fronteras ideológicas con la Isla.
Ha habido terror, por
ejemplo, al especularse que pudiera haber cierta relajación de las
normas que limitan los derechos de los ciudadanos estadounidenses para
viajar a Cuba. Imagínense miles, decenas de miles, cientos de miles de
estadounidenses retomando los ritmos del 2018 y 2019, visitando la Isla
para regresar y decir “pero en Cuba no encontré enemigos, me trataron
con más civilidad que en otros destinos”.
Entre aquellos que
clasifican como “expertos en temas cubanos”, porque toman café
cortadito, almuerzan yuca alguna vez en semana y tararean la
Guantanamera sin poder citar los versos, se armaron crucigramas para
imaginar las futuras decisiones de la Casa Blanca respecto a Cuba.
En términos prácticos,
lo que ha venido sucediendo en las últimas semanas es que se han dado
pasos limitados “en la dirección correcta” y se han corregido
mínimamente los destrozos en la relación bilateral causados por el
desgobierno precedente. Se ha completado un nuevo ciclo, según el cual
la actuación irresponsable de las autoridades estadounidenses en el tema
migratorio (y muchos otros) respecto a Cuba, tuvo un impacto directo en
la generación de un flujo irregular de migrantes, que no tributa al
interés nacional de los Estados Unidos como un todo único.
Después de escuchar
como presidente electo los resúmenes de los especialistas de las
agencias federales, que indicaban el fin de la historia para Cuba, un
Biden ya en funciones esperó durante meses en silencio para hacer una
primera movida en relación con Cuba. Entonces sucedieron los “hechos del
11 de julio” y los obamistas reciclados consideraron que tenían
razones suficientes para armar su propia guerra.
Por más que hablaron de
abusos policiales, condenas a menores y artistas reprimidos, lograron
confundir a muchos, pero por poco tiempo. No sucedió la cadena de hechos
que esperaban (el derrumbe) y que pronosticaron después para un 25 de
noviembre que no registró hechos excepcionales. Era suficiente, más que
líderes con plataformas alternativas y manifestaciones populares, los
planificadores de golpes duros y suaves vieron desde las pantallas de
sus computadoras cómo aquellos operativos que formaban parte de su
“nueva Cuba” obtenían visas, hacían maletas y transitaban por los
aeropuertos cubanos en viajes al exterior sin ser molestados.
Silenciosamente la Casa
Blanca pidió respuestas en los alrededores de Pensilvania Avenue y no
las encontró. Entonces vino otro intento de aislar a Cuba en el plano
internacional, pero aún sin contar con una lectura adecuada de los
sucesos que estaban teniendo lugar en el entorno latinoamericano y
caribeño. Y entonces se produjo la fractura espiritual del tabique nasal
con lo sucedido en la Cumbre de las Américas organizada en Los Angeles:
el que iba a aislar a los demás se quedó aislado (por enésima vez). El
remake de Cartagena de Indias.
Nadie sabe a ciencia
cierta si cuando Biden le dijo a Bob “en serio”, se refería a
solicitarle consejos que realmente funcionaran, o a pedirle cuentas
respecto a propuestas anteriores que demostraron ya no ser funcionales.
Quien haya tenido la
oportunidad de conocer cómo funciona el protocolo estadounidense sabe
que no hay casualidades, no hay frases imprevistas, no hay micrófonos
abiertos por casualidad. No fue así cuando el presidente Obama saludó al
General de Ejército Raúl Castro durante los funerales de Nelson
Mandela.
Obviamente, nadie está
hablando de que el secreto tras los hechos referidos es que puede
preverse un proceso de intercambio similar al que sucediera entonces,
entre otras cosas porque Cuba, Estados Unidos y el Mundo han cambiado de
forma profunda. Hay otro ingrediente radicalmente distinto: Washington y
La Habana no necesitan “comenzar” una negociación, porque conocen
plenamente aquellos temas que hacen sentido para la cooperación
bilateral y aquellos en los que hay diferencias irreconciliables.
Más aún, detrás de cada
uno de los 22 memorandos de entendimiento firmados entre el 2015 y el
2017 hay literalmente una legión de expertos, científicos, académicos,
empresarios y gente común y corriente que defiende la conveniencia de
un diálogo constructivo con Cuba. Esa posición se extiende también a las
comunidades de cubanos residentes en distintos puntos de la geografía
estadounidense que han visto postergada durante años la posibilidad de
abrazar a un familiar, visitar la tumba de un amigo en la Isla,
compartir con su padrino de religión, o escuchar en silencio los ritmos
de una música que se ha intentado copiar muchas veces, pero que solo
suena bien en el Caymán.
No sabemos si ya el
diálogo entre el presidente y el senador, entre Joe y Bob tuvo lugar, lo
que si parece ser una realidad es que algunos de nuevo defienden con
fuerza en aquellas latitudes el “abrazo contaminante” frente al “ataque
destructivo”, o una combinación de ambos, pero dejando un espacio que
permita el conocimiento de primera mano de lo que sucede en Cuba y
también para contar con la posibilidad de interrelacionarse (e influir)
con los actores cubanos de forma directa.
Aunque la Casa Blanca
se tape los oídos, cada vez se escucha con más fuerza el mensaje
latinoamericano y mundial de que Cuba es un miembro pleno y activo de
ambas comunidades, en la cuales cuenta además con gran capacidad de
liderazgo. El G77 más China acaba de decirlo a toda voz.