De reformas constitucionales y otras maneras de marear la perdiz. Pablo A. Martin Bosch
España, como
Estado, es muy dada a exagerar las cualidades que considera que le son
favorables y a despreciar las críticas que le vienen de fuera. Cuando
los últimos militares de la Legión Extranjera se licenciaron, los
homónimos españoles, agrupados aún en Tercios por dar continuidad a
aquellos propios de un imperio que se vanagloriaba de que el sol no se
ponía en sus dominios, y que afirmaba la consiguiente universalidad de
su idioma patrio, pasaron a considerarse la mejor Legión existente en el
mundo mundial. La afirmación era cierta, salvo por la salvedad de que
se trataba de la única que quedaba bajo tal denominación; amén de obviar
que en el extremo oriente, el idioma dominante en las transacciones
comerciales era, como es lógico, el chino.
Ahora también se
habla en las tertulias televisivas y radiadas de que España constituye
el mejor de los Estados de las Autonomías. Se trata de una afirmación
totalmente cierta, que no deja lugar a la más pequeña duda, toda vez que
no existe otro Estado en el mundo mundial que haya optado por tal
definición en su Constitución. Así, no es difícil ser el primero en
nada, ya que no existe término de comparación.
Esta última
aseveración, el considerar al reino borbónico actual como el mejor
Estado de las Autonomías ha derivado en otra afirmación que ya empieza a
ser más dudosa, aunque no deja de ser tampoco cierta: las Comunidades
Autónomas que componen el Estado de las Autonomías son las que más
competencias tienen en el mundo mundial. Es cierto que eso es así, dado
que se toma como premisa la falacia de que existan otros países que se
denominen Estado de las Autonomías, pero deja de serlo si comparamos
otras realidades.
Es evidente que el todo se reserva una parte
sobre las partes a la hora de legislar, y no lo es menos que la
descentralización administrativa tiene sus grados o niveles. El reino de
España es soberano, es decir, puede decidir en su conjunto aliarse o no
con otros países, algo que no les está permitido a sus comunidades
Autónomas. Si Euskadi (CAV) o Catalunya quieren establecer lazos de
colaboración con Aquitania o con el Rosellón, es el Estado, el reino de
España, quien debe otorgar su beneplácito, algo que no ocurriría si
ambas Comunidades fueran independientes. Si, del mismo modo, quieren
defender sus intereses en lo referente a la pesca, la agricultura o la
industria, las Comunidades Autónomas han de pasar primero por el filtro
estatal. Y si quieren mantener una ley de símbolos (por ejemplo ondear
únicamente la senyera o la ikurriña en los edificios oficiales); del uso
de la lengua propia (euskara o catalán); o administrar sus
recaudaciones; o educar revalorizando sus idiosincrasias, es el Estado
quien, en definitiva, tiene la última palabra bajo la amenaza
constitucional de la intervención del ejército. Los niveles de autonomía
y autogobierno se ven limitados por la Ley de Leyes, sacrosanta en
ocasiones, y voluble en otras.
Otro modelo, muy diferente, lo
encontramos en la propia Europa. La CE se constituye (aunque sin
Constitución escrita, algo tan criticado al Reino Unido últimamente)
como una unión de Estados Independientes, algo que también procuró
materializar la extinta URSS con la CEI (Confederación de Estados
Independientes). En una Confederación (de facto o de iure, activa o
formal) los Estados son independientes entre sí: la República Francesa
es independiente del reino de España, de manera que cada uno posee sus
legislaciones propias, sus órganos ejecutivos, legislativos y judiciales
independientes entre sí. Tal es el caso que Bruselas concibe el
referéndum escocés, o el catalán o el vasco, como cuestiones internas de
los Estados a los que pertenecen. La colaboración se limita a
cuestiones más técnicas que ideológicas. Así, España tiene más autonomía
dentro de la CE que Euskadi o Catalunya dentro de España. Se trata de
algo asumido sin crítica, pero que da luz sobre las aspiraciones
independentistas de algunas CC.AA. que quieren configurarse como
Estados: se trataría de negociar de igual a igual con las autoridades
comunitarias aquellos asuntos que conciernen a las actuales CC.AA. del
reino. Esto implicaría reconocer, de facto, la independencia de las
partes a separarse o no del todo al que pertenecen por decisión propia,
como es el caso de España, que en un momento dado puede optar por no
seguir los derroteros comunes con la CE, tal y como se está planteando
actualmente en Inglaterra, o en Alemania con respecto al euro.
Una tercera vía es la denominada actualmente como “federalista”. Se
trata de una fórmula desarrollada en la República Federal Alemana, en
Estados Unidos o en Suiza (aunque mantiene su definición nominal de
Confederación Helvética). Sería un Estado de las Autonomías con mayor
descentralización administrativa que en éstas. De hecho, las diferencias
entre el Estado de las Autonomías y el Federalismo no son muy grandes,
hasta el punto de que líderes políticos las identifican (por ejemplo, en
el Partido Popular) o exigen una clarificación. No es extraño, ya que
ambos conceptos se amalgaman. Sin embargo, ha de tenerse en cuenta que
en el Federalismo también existen diversos niveles de aplicación: lo que
se ha llamado federalismo unificador o integrador (que pretende la
desaparición de las identidades nacionales), y el federalismo divergente
o específico (más próximo a la confederación). Tampoco es de extrañar
que dirigentes del PP (Partido Popular) exijan a los del PSOE (Partido
Socialista Obrero Español) una mayor concreción a la hora de plantear la
reforma constitucional en tal dirección. Lo que pasa es que el PSOE no
posee realmente una cultura federalista en la actualidad, y a los hechos
nos remitimos: en la CAV prefirieron apoyarse en el PP vasco a fin de
lograr una lehendakaritza (presidencia) afín a los intereses españoles
(en la aplicación de la Ley de símbolos; en la imposición de la línea A –
únicamente en castellano –; en la relevancia de la Guardia Civil (GC)
en la Vuelta ciclista; etcétera); en las negociaciones para conformar un
Gobierno de progreso en la Comunidad Foral de Navarra (CFN), junto a
las fuerzas nacionalistas, contra la reacción de UPN y PP; o en la
postura adoptada en Catalunya acerca del derecho a decidir. En los tres
casos ha sido la sede socialista de Ferraz (Madrid) quien ha impuesto
sus tesis sobre las decisiones de sus federaciones en las CC.AA., algo
que les ha relegado a los puestos electorales que actualmente ocupan, y
que merman, según las estimaciones que se van conociendo, hasta llegar a
ser meros residuos de lo que fueron.
La tercera vía ha tomado
aire tras el referéndum escocés. Nueva mentira para los crédulos. El
referéndum escocés fue impuesto por Londres. Los líderes del SNP
(Partido Nacionalista Escocés) proponían, ante el órdago británico,
realizar una triple pregunta: seguir como hasta entonces; más autonomía;
o la independencia. Fueron los gobernantes británicos quienes
decidieron que la tercera vía no podía plantearse: era un blanco o negro
(independencia o seguir como hasta entonces). La evolución de la
campaña plebiscitaria cambiará el planteamiento. La posible mayoría
independentista escocesa obligó al primer ministro británico y a los
partidos proclives a la no separación a prometer la autonomía que antes
habían negado, y ganó el no. Ahora se ven abocados a conceder aquello
que no quisieron en principio, y los independentistas escoceses están a
la espera de su íntegro cumplimiento.
Y aquí nace el engaño del
PSOE: proponer la reforma constitucional para que Catalunya y la CAV
encuentren su acomodo, eso sí, siempre y cuando renuncien a su
independencia. Se trata de algo obsceno. No se trata de modificar el
ordenamiento jurídico para que una Comunidad pueda decidir sobre su
futuro, sino de una imposición sí o sí a estar unidos a una colectividad
de la que, posiblemente, o no, quieran separarse, algo que la
mentalidad del PP y del PSOE no van a permitir, dando muestra de su
propia carencia en cultura democrática.
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