1.- La exclusión como
experiencia histórica
Mi generación nació con la “transición
democrática” latinoamericana. Democracias mutiladas por el Plan Cóndor y el
exterminio de miles de campesinos, obreros, estudiantes, militantes populares
que enfrentaron la bestia capitalista, anhelando la justicia social y la
emancipación de sus pueblos. Democracias con olor a derrota y privatización,
entrega y saqueo, transa y corrupción. Conocimos el fariseísmo político en su
grado superlativo y a los que, parafraseando al Che, ya no llevaban a los pobres
ni a la patria en el corazón para luchar por ellos sino en la lengua para vivir
de ellos.
Mi generación creció sumergida hasta el cuello en la obscena
frivolidad de los noventa, desfachatada y exhibicionista, que no rindió a la
virtud siquiera el vano tributo del disimulo. El fin de la historia se imponía
con la soberbia estridente del Imperio triunfante, ahogando el grito de los
muchos que caían en el desempleo y la desesperanza o, más bien, pisoteándolos.
El individualismo hedonista se instalaba como cultura hegemónica y hasta la
rebeldía se encuadraba dócilmente en las grotescas reglas del marketing. El
mercado inundaba a los pueblos con espejitos de colores y, para los más
exigentes, ofrecía experiencias artísticas, culturales, ideológicas y religiosas
a la carta.
Mi generación nació a la conciencia a medida que descendía
círculo a círculo por el infierno de la exclusión. Vio a sus papás perder el
empleo y no encontrarlo nunca más. Vio a sus mamás salir a buscar carcazas de
pollo por los almacenes para llenar la olla. Vio la peste de las drogas, la
depresión y el alcoholismo destruir familias y segar vidas hasta que se hizo
parte del paisaje. Lo sufrió en su propia carne en la villa y el barrio obrero;
o la de su hermano, al que veía revolver la basura en busca de restos de comida
desde la ventana enrejada de un hogar de clase media muerto de miedo por la
“inseguridad”.
Mi generación conoció un proletariado que ya no podía
siquiera vender esa mercancía que, decían los libros, era la única que poseía:
su fuerza de trabajo. Vio las cadenas de la explotación sustituidas por los
muros de la exclusión. Vio la sórdida tristeza del desamparo convertirse en
violencia cotidiana, sin sentido que –entre tiroteos, pasta base y gatillo
fácil– diezmaba la pibada de los barrios populares ante la mirada complacida del
poder.
Mi generación se forjó en la lucha cotidiana por trabajo, dignidad
y cambio social, sin maestros ni manuales, entre las ollas populares de los
hambreados, los piquetes de los desocupados, los bolsones de los cartoneros, los
asentamientos de los sin techo, los acampes obreros que buscaban recuperar las
fábricas quebradas, las barricadas de los campesinos enfrentando desmontes, las
comunidades indígenas defendiendo el territorio. Vio crecer, despacito y con
paciencia, en el trabajo, la organización y la lucha, una nueva
resistencia.
Mi generación es hija de esta experiencia histórica. Conoció
una faceta totalmente distinta de la injusticia social. No conoció la rutinaria
explotación de la fábrica como símbolo de dominación. Dejó la sangre de sus
jóvenes en el grito ahogado por un puesto de laburo, un pedazo de tierra, una
casa de chapa, un bolsón de comida o un subsidio de miseria. Puso el cuerpo en
las luchas de Chiapas, Seattle, Génova, Caracas, Buenos Aires, Cochabamba,
Oaxaca, pero fundamentalmente, en la lucha por el pan de sus
hermanos.
2.- La muralla de exclusión
El Papa Francisco
caracteriza al orden socioeconómico mundial como un verdadero “culto idolátrico
al Dios Dinero”. La globalización de esta nueva religión impuso a escala
planetaria su mandamiento único: “obtendrás la máxima ganancia”. Gobiernos y
poderes económicos erigieron en honor una muralla invisible que divide la
humanidad entre integrados y excluidos, los iniciados en los rituales de
producción-consumo adentro, y los que son únicamente material de descarte
afuera. De un lado y del otro existe la desigualdad, la injusticia y la
alienación pero los que están adentro gozan de cierta protección, comodidades,
seguridad y derechos; los parias, en cambio, han de perder toda esperanza y
arreglárselas como puedan. La perspectiva elemental de acceder a la tierra, el
techo y el trabajo no existe más para ellos.
Desplazados del campo
primero y expulsados de las fábricas después, los que viven del otro lado de la
muralla ya superan numéricamente a los “ciudadanos plenos” en muchos países del
mundo. Se cuentan por millones los hombres, mujeres y niños que se ven forzados
a ganarse el pan “al costado del camino”, en condiciones de extrema precariedad,
en labores insalubres, sin protección legal, sin papeles migratorios. Las
conquistas del movimiento obrero pasaron a ser patrimonio de una fracción
reducida de los trabajadores –los que quedaron adentro–. En África, Asia y
América Latina, la informalidad laboral afecta a más del 50% de los trabajadores
ocupados (Cf. OIT). Las cifras en los países centrales aumentan
vertiginosamente, con un altísimo nivel de trabajo basura, temporario, trabajo
part-time y un rampante desempleo juvenil que en España y Grecia, por ejemplo,
rozan el 50% (Cf. OCDE). Las desigualdades al interior de lo que conocimos como
“clase trabajadora” se agrandan y dividen a los que deberían permanecer unidos:
los trabajadores.
En el mismo sentido, los asentamientos informales van
convirtiéndose en el hábitat predominante de la humanidad: son más de 200.000 en
el mundo, albergan entre 1300 y 1500 millones de seres humanos y reciben al 75%
de los migrantes, refugiados o desplazados (Cf. UN-HABITAT). El contraste de
este paisaje con la suntuosidad de los núcleos urbanos enriquecidos no puede más
que dar la voz de alerta sobre la inmoralidad de este orden de cosas y del
riesgo permanente para la paz social que trae aparejada semejante inequidad. En
ocasiones, las murallas dejan de ser invisibles para transformarse en sólidas
barreras físicas como las que separan los Country Clubs de las Villa Miseria,
Israel de Palestina o México de EEUU.
Esta “economía que mata”, lejos de
poner los avances de la ciencia y la técnica al servicio de la dignidad humana,
los utiliza para agregar nuevos ladrillos a la muralla. La robótica y la
biotecnología aplicadas exclusivamente para aumentar ganancias reduciendo costes
laborales arroja a los hombres a una nueva clase desposeída, no ya de los medios
de producción sino incluso de la mera posibilidad de poner su fuerza de trabajo
a disposición del capital, pues “no son solamente explotados sino sobrantes y
desechables”, como dice Francisco. Estos hermanos nuestros, después de
excluidos, son re-utilizados como materia prima de la “industria del descarte”4
y se les exprime hasta la última gota de sangre en esa verdadera “picadora de
carne”, esa “fábrica de esclavos” del trabajo sin derechos. La muralla no marca
los límites de la soberanía del Capital: afuera también gobierna, tiránicamente,
el Dios Dinero.
El desacople entre variables poblacionales (crecimiento
demográfico, flujos migratorios) y socio-territoriales (distribución
poblacional, posibilidades de empleo) llegó tan lejos que sus causantes lo ven
hoy como principal amenaza para la “estabilidad” social. Es que la multitud de
excluidos ejerce una constante presión sobre el muro. Tal vez por eso hoy
reverdece una amplia variedad de teorías neo-maltusianas, algunas más sutiles,
otras más explícitas, que en última instancia pretenden responsabilizar a los
pobres de su propia situación y hasta planificar científicamente su exterminio.
No es osado decir que el hambre, el narcotráfico, la muerte de miles de
migrantes, las pandemias evitables, los “espontáneos” brotes de violencia
tribal, la indiferencia frente al sufrimiento humano más descarnado, son formas
de terrorismo de Estado por omisión, plagas que se permiten, se promueven e
incluso, se planifican.
El hecho social de que en este sistema hay
personas que sobran se eleva a la categoría de verdad natural. Sin embargo, la
exclusión no es producto de la naturaleza ni de una fatalidad histórica. No es
el resultado de un exceso de población, de limitaciones territoriales o de
escasez de recursos. La muralla no se levanta sola. Las tesis maltusianas son
una vil mentira que apunta a mistificar la muralla y justificar un verdadero
plan de exterminio contra los pobres. En el capítulo XXIII de El Capital, Marx
explica en términos de ciencia económica una obviedad desde el punto de vista
del más básico humanismo moral: no existe la superpoblación en términos
absolutos, sino tan sólo en relación a las necesidades mezquinas del capital, es
siempre “relativa”. Desde el punto de vista popular, por ejemplo, podemos
denunciar una verdadera superpoblación de plutócratas aunque sean tan sólo un
puñado de familias (¡repartiendo la riqueza de tan solo 85 familias se
duplicaría la de 3.000 millones de pobres!)
Con todo, en el pasado, los
sobrantes integraban una suerte de “ejercito industrial de reserva” que era útil
porque ofrecía brazos cuando crecía la producción y mantenía la presión sobre la
oferta de trabajo inhibiendo las demandas salariales. Hoy las cosas parecen
haber cambiado. Así lo percibieron distintos pensadores del llamado tercer
mundo. José Nun, sociólogo argentino, desarrolla el concepto de “masa marginal”.
Sostiene que en una fase financiera y monopolista, digamos Imperial, el Capital
crea una categoría poblacional que no forma parte de ninguna reserva, es
población que no resulta funcional al proceso de acumulación capitalista; por el
contrario, puede convertirse en una seria amenaza a su estabilidad, en una
“clase peligrosa”, al decir del economista británico Guy Standing. Frei Betto
califica con cierta ironía a los compañeros de este sector como “pobretariado” y
lo considera el sujeto social más dinámico de esta etapa histórica.
El
sistema se enfrenta hoy al desafío de gestionar los “residuos poblacionales” que
arroja extramuros y reforzar sus defensas, para que no intenten cruzar. Lo hace
a veces reprimiendo, a veces arrojando algo de asistencia social. En algún
punto, tanto el control policial como cierto asistencialismo “figura entre los
faux frais [gastos varios] de la producción capitalista, gastos que en su mayor
parte, no obstante, el capital se las ingenia para sacárselos de encima y
echarlos sobre los hombros de la clase obrera y de la pequeña clase media”
.
3.- La Economía Popular como campo de batalla
Del otro
lado de la muralla, los pobres y excluidos no se resignan a morir y crearon un
circuito económico propio –la Economía Popular- que explica mucho mejor que los
subsidios o la represión la forma en la que allí se sobrevive.
Se trata
del conjunto de prácticas económicas orientadas a satisfacer las necesidades de
tierra, techo y trabajo que se niega a los que viven del otro lado de la
muralla. Lejos del cálculo productivista de la empresa capitalista, ese
heterogéneo conjunto de actividades de subsistencia se desarrolla con recursos
sencillos, lucha y sacrificio. Las actividades de economía popular logran
traspasar la muralla de exclusión penetrando clandestinamente el corazón de las
ciudades modernas, ocupando el espacio púbico y llevándose para las periferias
un poquito de la riqueza que este sistema concentra en sus centros.
Es la
fuerza vital del pueblo pobre que no se resigna a sobrevivir asistido, resiste,
pelea y busca soluciones a sus problemas. Son los excluidos que –organizada o
espontáneamente– consiguen con sus propias manos lo que el sistema les niega:
tierra, techo y trabajo para miles de millones de personas en todo el mundo.
¿Cómo lo hacen? Ocupando terrenos ociosos en las periferias urbanas para
resolver la cuestión de la vivienda o en las zonas rurales para producir
alimentos, ganando las calles céntricas de las grandes ciudades para vender
baratijas o artesanías, creando grandes ferias para abastecerse a precios
accesibles, recuperando fábricas abandonas o quebradas para sostener los puestos
de trabajo, recogiendo material reciclable de entre los residuos, trasportando
personas o encomiendas en vehículos sin licencia y un sinfín de actividades que,
aunque los Estados se niegan a reconocer, no paran de crecer.
Existe una
inmensa variedad de oficios populares: cartoneros y recicladores, vendedores
ambulantes y feriantes, transportistas y mensajeros informales, trabajadores de
empresas recuperadas y emprendedoras populares, campesinos y agricultores
familiares, etc. Los elementos comunes son básicamente tres: 1) los sectores
populares tienen la posesión de sus medios de producción, 2) la producción no se
organiza desde la racionalidad burguesa sino desde la cultura popular, 3) el
trabajo es técnicamente autónomo aunque económicamente dependiente e
jurídicamente desprotegido.
La Economía Popular no es un fenómeno
estático sino dialéctico, un movimiento, con sus tres momentos. Es una realidad
terriblemente precaria que emerge de la exclusión capitalista; un camino de
resistencia colectiva frente a esa exclusión; un destino que aspiramos moldear
en la lucha popular. El sujeto activo que permite transitar estas tres etapas,
el catalizador de los procesos de cambio, es el pueblo pobre organizado, es
decir, la organización comunitaria de base, articulada en estructuras locales,
regionales, nacionales e internacionales.
Sin organización comunitaria,
la economía popular es un mero “capitalismo periférico” que no debe idealizarse.
La economía popular, así en bruto, no es una forma de comunismo primitivo ni el
país de las maravillas sino el resultado de una previa imposición económica que
es la exclusión. Las prácticas de economía popular no son experimentos de
autogestión (“economía social”) pergeñados en La Sorbona sino formas de
resistencia económica a la exclusión que muchas veces crecen como un árbol
torcido. Existen situaciones de opresión e injusticia terribles que suceden al
interior de la Economía Popular. Del otro lado de la muralla, como dijimos,
también gobierna el Dios Dinero y muchas veces logra imponer su mandamiento. Por
eso, podemos decir que la Economía Popular es un verdadero campo de batalla
entre una orientación comunitaria y otra parasitaria, la primera construye el
poder de los excluidos la segunda lo ejerce sobre los excluidos.
La
Economía Popular tampoco está desconectada de esa Gran Red que es la economía
idolátrica de mercado. Nuestros compañeros están excluidos de los derechos
sociales pero asimétricamente integrados en los procesos de acumulación
capitalista. Del otro lado de la muralla no solo está el descarte social sino
muchas posibilidades de negocios para capitales aventureros que se animan a
traspasarlo. Como decía Edward Thompson “estamos acostumbrados a pensar que la
explotación es algo que ocurre sobre el terreno, en el momento de la
producción”. Esta forma de ver las cosas nos impiden comprender las nuevas
formas de explotación indirecta y opresión que muchas veces someten a nuestros
compañeros. Las cadenas de valor que incorporan trabajo popular externalizado
(por ejemplo, reciclado, industria textil, etc.), los Estados que aplican
impuestos regresivos sobre el consumo popular; las multinacionales que imponen
pautas de consumo y productos en la canasta alimentaria; la especulación
inmobiliaria que ejerce una tremenda presión sobre barrios y territorios
populares; y el mismísimo sector financiero, hegemónico y depredador, que
también endeuda a los humildes. Exclusión y explotación no son mutuamente
contradictorias. En general, se dan juntas.
4.- Los excluidos
organizados. Los humildes como sujeto de cambio
La idea de exclusión
social tiene evidentes dificultades teóricas. Define un sujeto social no por sus
atributos sino por sus carencias. Este enfoque tiene una larga tradición en la
historia de las luchas populares. Los descamisados, los desheredados, los
desposeídos, los desamparados fueron protagonistas de los grandes procesos de
cambio. El peronismo hablaba de “los humildes” para caracterizar a los que,
junto a los obreros asalariados, eran parte fundamental de la alianza social de
cambio en la Argentina oligárquica. Es un término hermoso porque viene del
latín, humus, Tierra. Somos, nada más ni nada menos, gente de la Tierra… por
algo fue esta la denominación que adoptó un indómito pueblo originario de la
Patagonia: los Mapuches (Mapu: tierra; Che: gente)
Otro problema radica
en la estrechez de ciertas interpretaciones mecanicistas de las ideas de
izquierda que convirtieron una “guía para la acción” en un dogma anticuado. La
idea de que el trabajador asalariado produce por encima del valor de su fuerza
de trabajo tuvo una enorme potencia política e ideológica en las luchas del
siglo pasado. Generó la convicción de que quien trabaja tiene derecho a más de
lo que recibe, y por ende, es acreedor de una deuda social. En nuestros tiempos,
esta noción, aunque vigente y necesaria, es evidentemente insuficiente como
premisa teórica.
En esa perspectiva, sin una adecuada actualización
teórica, el excluido, sin inserción directa en la empresa capitalista, parecería
carecer de legitimidad para luchar y reclamar. “¡Yo qué tengo que ver con ese
tipo si no es empleado mío! ¡Yo no le robo ni un poquito de plusvalía!”, dice el
empresario. “¡Yo qué tengo que ver con esa mujer si no es mi afiliada! ¡Ella no
vende su fuerza de trabajo!”, dice el sindicalista. Este razonamiento es
utilizado, no solo por los sectores capitalistas que ajironan el marxismo a su
propia conveniencia sino por muchos dirigentes sindicales y activistas. Como los
humildes no cuajan en la definición estática y positivista de clase, se
naturaliza su situación de precariedad, se les niega el carácter de sujeto
social protagónico e incluso se los tilda de lumpenaje. Caen en el error que
indicaba el citado Thompson: suponer “que las clases existen, independientemente
de relaciones y luchas históricas, y que luchan porque existen, en lugar de
surgir su existencia de la lucha”.
En la práctica histórica
latinoamericana de las últimas décadas vemos, con prístina claridad, que el
sector popular más dinámico en lucha por el cambio social son los excluidos, los
humildes organizados del campo y la ciudad. Las fisuras más emblemáticas del
periodo neoliberal no se dieron entre patrones y obreros sino a partir de la
resistencia de los excluidos que tienen su propia forma de conciencia y
resistencia. Son formas de conciencia y resistencia de carácter más “horizontal”
que “vertical”, donde no son tan importantes las diferenciaciones internas que
puedan existir en determinada actividad económica, unidad productiva o
territorio sino la unidad en tanto excluidos, humillados y despreciados,
habitantes de la villa y el asentamiento, miembros de una misma comunidad
campesina o indígena. Y se dan fundamentalmente en torno a los derechos de
posesión y/o uso de tierras, inmuebles, licencias, permisos y el espacio
público. La estratificación interna –a veces profunda– que se da, por ejemplo,
en una villa o una gran feria popular, en las actividades populares urbanas o en
una colonia hortícola, son contradicciones secundarias que se resuelven a través
del fortalecimiento de la organización comunitaria como sustrato organizativo de
la economía popular, desarrollándola en clave solidaria, promoviendo formas de
propiedad comunitaria sobre los medios de vida y la distribución equitativa de
los frutos del trabajo.
- Juan Grabois, abogado argentino, miembro
de la coordinación nacional de la Confederación de Trabajadores de la Economía
Popular (CTEP).
* Artículo publicado en la edición 505 (junio 2015)
de la revista América Latina en Movimiento, sobre “Francisco y los movimientos
populares: Tierra, Techo y Trabajo”. http://www.alainet.org/es/ revistas/170627
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