Cuando
 en agosto de 1990 el Irak de Sadam Hussein invadió Kuwait, alegando 
robos de combustible e idemnizaciones no pagadas en su guerra contra 
Irán en la que había contado con el apoyo de Estados Unidos y los 
Emiratos Árabes. La respuesta fue una conflagración llamada Guerra del 
golfo en que las principales potencias occidentales formaron una 
coalición de 34 países para defender al emirato Kuwaití, rico en 
petróleo. Cuba fue el único país que entonces votó en el Consejo de 
Seguridad de la ONU en contra de imponer a Irak un bloqueo económico y 
una zona de exclusión aérea que constituían el antecedente de una acción
 militar encabezada por Estados Unidos desde su principal aliado en el 
mundo árabe: Arabia Saudita.  
Era el 
inicio del fin del mundo bipolar, con la decadencia y desmembramiento de
 la Unión Soviética junto al despliegue del poderío estadounidense para 
el control de las fuentes de energía en el Oriente Medio. Comenzaba un 
proceso en que los estados más secularizados de la región (Siria e Irak)
 terminarían fragmentados y estremecidos por guerras fratricidas, las 
organizaciones que recibieron apoyo de Occidente y sus aliados 
evolucionarían hacia un terrorismo que golpea también a Europa y EEUU y 
el rechazo a las olas de emigrantes que generan esos conflictos pondrían
 al desnudo el discurso humanitario en base al cual se justificaron 
intervenciones militares y se financiaron disidencias. 
Un cuarto de
 siglo después, Arabia Saudita invade a Yemen que no es rico, no tiene 
petróleo ni le debe nada. Pero la monarquía saudí ve en quienes se han 
hecho con el poder en la capital yemenita a servidores de Irán solo 
porque pertenecen a la rama chií del islam, y eso le basta para en 
alianza con los Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Kuwait, Bahréin, 
Jordania, Sudán, Egipto y Marruecos, comenzar una intervención militar 
en la que los bombardeos han hecho blanco frecuente en 
viviendas, hospitales y escuelas y no se han detenido ni ante 
instalaciones sanitarias operadas por organizaciones humanitarias 
internacionales como la Cruz Roja que tuvieron que abandonar el país.
Un informe de la organización Amnistía Internacional señalaba
 en marzo de este año que había documentado 30 ataques aéreos que 
 “parecen haber tenido deliberadamente como objetivo instalaciones 
civiles como hospitales, escuelas, mercados y mezquitas, por lo que 
podrían constituir crímenes de guerra.”
El más 
reciente de esos ataques acaba de matar en Saná, la capital yemení, a 
140 persones y herir a otras 525 que participaban en un funeral y el 
alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra´ad Al 
Hussein, calificó el bombardeo de “ultraje”. 
Estados 
Unidos y Gran Bretaña han sido los suministradores de armamentos y 
municiones para la coalición interventora y en estos momentos se evalúa 
un contrato de mil millones de dólares en armas estadounidenses con 
destino a Arabia Saudita. El portavoz del Consejo Nacional de Seguridad 
(NSC) norteamericano, Ned Price, aseguró a raiz de esta nueva masacre 
que la cooperación de seguridad con Arabia Saudita no es un cheque en 
blanco, y prometió que se iniciará una inmediata revisión de los 
acuerdos entre Washington y Riad pero el negocio del petróleo, la compra
 de armas y los bonos de la reserva federal estadounidense en manos 
sauditas pesan mucho más que las vidas inocentes segadas con armas 
norteamericanas en Yemen. 
A pesar de 
esas declaraciones, es obvio que no será EEUU el que llevará la ONU una 
propuesta de sanciones a Riad por sus crímenes en Yemen ni exigirá el 
cese de los bombardeos contra instalaciones civiles que ya van costando 
miles de vidas. 
 
 
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