miércoles, 26 de febrero de 2014

La estafa del 23F y la televisión de Estado. Évole y compañía, la estulticia demagógica llegada hasta el escarnio más degenerado, para patrificar la peor de las corrupciones, la mentira de las mentiras, que es su programa que sostiene a un Estado hundido en la ruinas de la descomposición más rancia y podrida de un régimen político económico que no hay por donde tocarle.

Évole y compañía. La estafa del 23F y la televisión de Estado.


I
Que la televisión es un medio perverso, aliado del lucro y socio del poder, es un lugar común. Claro que no por ello el juicio es menos cierto. Tiene que ver con la idiosincrasia de los medios, con el signo bajo el que surgieron y se desarrollaron como tales. Uno desearía al punto que hubiera habido más cámaras dispuestas a rodar la guerra de Vietnam, la primera “televisada”, como se sabe. Uno desearía incluso que el conflicto por las colonias entre Estados Unidos y España hubiera gozado de una cobertura más amplia, con más Hearsts y más Pulitzers dispuestos a vendernos sus preciosos reportajes sobre el caso, incluido el famoso Maine, en una especie de adaptación del Nostromo de Conrad. En todo caso, haría falta sólo una pequeña cantidad de flashes y reporteros para convencernos de inmediato y mediante un simple relato de que la política colonialista persigue fines emancipadores y libertarios.
Pero en fin. Parece que Jordi Évole, reconocido por su labor periodística, ha venido a parar a este y no otro lugar común del mundo de los medios, y precisamente para reflexionar sobre el asunto: sobre el carácter paradójico de los medios de comunicación de masas. Paradójico por lo siguiente: porque por un lado puede dar cabida a una cierta mentira y, por el otro, porque jamás abarca toda la verdad. Pues bien: hay quien dirá que esa es, no obstante, la constante de todo conocimiento humano, de su estructura misma y de sus límites. Y en efecto, pero solamente si se parte de la suposición previa de que existen mentiras y verdades y ya está, es decir, de que existen tanto los relatos falsos como los veraces, pero nada más. En lo que nos concierne, tenemos que vérnoslas, no obstante, con la ficción: un relato que no aspira a ser una mentira, sino que se conforma con insinuar una verdad, una verdad posible.
La naturaleza de la ficción es la de un tercero no excluido, sino más bien inserto en la dinámica del conocer. No a la bestia, ni al dios, corresponde la ficción, sino que ella es lo característico del ser humano: el fabular, el arte de Ovidio y Cervantes, de Dickens y Dos Passos, ese eterno y dichoso tejer de la tela con la trama y la urdimbre, como en Las hilanderas de Velázquez. La literatura y al arte bien pueden brindarnos ejemplos memorables de esta digna actividad. Qué es, pues, un cuento popular, un mito arcaico o una leyenda del campo o de la urbe, más que una expresión propia de la vida, un cuadro de costumbres, de sueños, de creencias. La ficción, se la mire por donde se la mire, se ha visto siempre ataviada con disfraces, filigranas y máscaras. Y al mirarse en el espejo de la realidad, siempre ha reconocido que su aspecto no era ni la más precisa ni la más fiel de sus definiciones.
No en vano, la ficción de Évole y sus compañeros de fatiga incurre en lo aparentemente paradójico del tópico, lo hace por la vía de lo mediático, y se gana con ello la recompensa de una inmensa audiencia, unos cinco millones de espectadores. Que la Sexta compite así con el estreno de la cadena Cuatro es evidente. Émulo temporal de conspiradores, golpistas y fascistas, Évole apela, sin embargo, al potencial peligro de una historia escrita y reescrita por el poder, por lo que parece improvisar así una cierta pedagogía de los medios. Y como es natural, la intriga de la narración fascina a unos mientras que abruma a otros; pero, fascinados y abrumados, todos se divierten, pues tanto los unos como los otros hallan motivos más que suficientes para reafirmarse en sus convicciones más acérrimas. Aquellas que remiten a ese oscuro pasado de la llamada transición española y su supuesta herencia franquista.
II
De alguna manera, la emisión del falso documental revela una sofisticación artística y un gusto muy refinado por la crítica de la política historiográfica, es cierto. Tiene todas las trazas de la ironía propia del extracto más sutil de un panfleto anti-ideológico y polémico. Pero a pesar de todo, hay que imaginarse una intención bastante débil de fondo, y probablemente truncada. ¿Por qué? Pues porque el ejercicio periodístico de Évole incorpora al discurso usos a su vez ideológicos. Es el caso del término “democracia”. ¿Qué uso se hace del mismo? Sería interesante, de hecho, reflexionar sobre el peso y la envergadura de la palabra, sobre todo en los círculos de tensión política del Estado y, por qué no, también de la Unión Europea, en cuya defensa se enarbolan tantas y tantas banderas, hasta el punto de que ya no hay sitio para más. El uso que se hace de la “democracia” no es menos interesado que el que se hace de la “Constitución”, y en cierto modo viene a apestar de igual manera.
Tan basto y crudo uso de “lo constitucional”, de ese sagrado símbolo de todo y de nada, consigue enervar sin lugar a dudas a la audiencia, avergonzarla o, mejor dicho, “indignarla”. Toda una serie de apariciones televisivas patéticas y despreciables muestra la infinita frivolidad y el entusiasmo con que se emplea el concepto, sin reparar en sus implicaciones inmediatas, por parte de la clase política. Ni siquiera es ya ortodoxia, dicho uso: es simple y llano abuso. Y queda claro con ello que “en lo que llevamos de democracia” se ha abusado con unánime furor de la Constitución, de esa “norma suprema del ordenamiento jurídico del Reino de España”; en realidad, no es sino el fetiche predilecto del Estado, esto es, aquello que parece estar dotado de vida propia, y que hace que las relaciones entre hombres parezcan relaciones entre cosas, cuando es a la inversa.
Pero no menos abusivo ha sido el uso de la palabra “democracia” en estas últimas décadas. Otro tanto ha ocurrido y ocurre aún con ese uso, con ese fantasma sin rostro, y a nadie parecen arderle las entrañas por el momento. Ni siquiera a los actores que aparecen en la tasca a mitad del debate posterior, en cuyo discurso es imposible dar con el final de una oración. Estos regurgitan, a duras penas, lo memorizado previamente con esfuerzo, hasta el punto de que sus papeles hablan ya por ellos mismos. Así, en lugar de lograr la pretendida imagen “democrática” y de entendimiento tácito, el debate de bar de barrio sobre la transición y el sistema nos disturba, asquea y apenas logra incumbirnos. Siembra, si acaso, numerosas dudas sobre la identidad política del ciudadano medio español, de forma que consigue tan sólo lo contrario de lo buscado: suscitar, dentro siempre de lo políticamente correcto, incertidumbre, hastío y lástima, en vez de odio.
Ahora bien, faltaría tan sólo saber qué papel juega en el conjunto del metraje ese debate posterior, a cuatro bandas, entre Évole, Iñaki Gabilondo, el ex-ministro de Defensa bajo el gobierno de Aznar Eduardo Serra y Garbiñe Biurrun, presidenta de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. Deberíamos preguntarnos, sin reparos, a qué se debe la discusión, qué objetivo la impulsa, qué finalidad persigue el moderador de la cháchara, que parece ser Évole. Porque es obvio que el enemigo a las puertas es un determinado representante del pasado inmediato, vicario del mal y de la muerte. De semblante grosero y furibundo, es seguro que no hay un solo telespectador, por joven o inconsciente que sea, que no haya dado al instante con tan funesta presencia.
III
Pero podemos decirlo ya de manera abierta y sin escrúpulos: el moderador invisible, la mano que mueve las fichas del tablero, no es ningún periodista, ni ningún artista, ni ningún sujeto movido por inclinaciones sociales o de clase. No puede ser tan difícil dar con ello: salta a la vista. Es la arbitrariedad de un juego inútil, de una mesa en ruinas y exenta de vida. Con la gracia y el desparpajo con que dos computadoras se enfrentan en una partida de ajedrez, así se desenvuelve este debate; y si es que existe alguna conciencia superior y guía del mismo, entonces no es la de agente político alguno, sino aquella que la lógica del Estado de derecho impone. Un Estado para cuya perpetua parodia el fetiche de la Constitución es el garante último de ese sistema político y económico viciado, corrupto y de esencia autoritaria, que no de herencia. Un Estado que, de hecho, no es de derecho, y que además es retratado del revés.
Así pues, Serra, de mirada torva y reacia, haciendo las veces de rey negro por la gracia y los dones de la televisión; Biurrun, como la reina blanca, envuelta en un aura de victoria; y a ambos lados, frente a frente, la pareja feliz de mediadores, la perfecta síntesis crítica, autoconsciente y en gris de esos tonos tan claros, francos y dramáticos –esos son los actores de la auténtica, obscena farsa, no ya la del acontecimiento del 23F, sino de la llamada “democracia”. Quienes se hacen llamar superadores del régimen franquista, representantes de la opinión pública y de la nación españolas, subordinados a los intereses y el bien del pueblo, esos mismos dan pábulo al Estado en tanto que coquetean con la falacia de lo nuevo, y como abanderados de este ídolo, abren las puertas electorales a incursiones de tipo recurrente, tanto del afán ciego de Pablo Iglesias como del oportunismo de Ynestrillas.
En resumidas cuentas, mientras Gabilondo invoca el espíritu de la transición y Évole, por su parte, trata de ahuyentar su espectro, ¿qué hacemos los demás? Más que el falso documental, insistamos, lo que habría de analizarse es la modélica discusión siguiente. Lo ventajoso de un detallado análisis de la misma resultaría ser el desvelamiento de la autoridad del Estado como mera fachada, de tintes justos y legítimos, pero de instintos represivos y criminales. El llamado “experimento audiovisual” sobre el 23F perdería así relevancia frente a la vana contumacia de las partes, en una mesa donde, por desgracia, el mapa de coordenadas seguiría ausente, y el coraje crítico, polémico y verdaderamente subversivo brillaría igualmente por su ausencia.
La inepcia de la clase mediática española y su inherente incapacidad para reflejar las pulsiones transgresoras de ciertos sectores de la población queda perfectamente a las claras. Nadie pone en cuestión el escenario político-económico del Estado, de índole socialmente defectuosa, hostil al cambio y, por si fuera poco, deficitario y decadente. Nadie lo pone en duda. Se clama, con fervor, por un “proyecto común”, se apela continuamente a él con ahínco; pero no se indaga en qué constituye eso común, ni en qué hace de nosotros susceptibles de ser comunitarios. Esto parece quedar a expensas de una iniciativa privada, con lo que ello conlleva de contradictorio.
El terror de Estado y la absoluta sumisión del individuo a una improductiva y alienante política económica no salen a la luz. La emisión de la Sexta sólo aporta herramientas para un debate obsoleto, armas sin filo y palabras sin sentido. Se olvida que, por definición, el monopolio en el uso de la violencia lo posee el Estado, más allá de toda herencia autoritaria y toda transición de régimen; y se ignora por completo, además, que hay más formas de violencia que aquellas que el Estado ejerce. Ninguna contribución a la crítica del mercado, de ese Estado represor ni de sus instituciones más controvertidas y violentas. Nada, por lo tanto, que no se haya dicho antes en el editorial de cualquier periódico ni de cualquier revista que sea leído, como se dice, por leer.
Atresmedia Corporación habrá hecho caja con el susodicho evento, tan cacareado en las redes sociales. Y seguro que Évole recibe pronto sus correspondientes honorarios por los servicios prestados. Como se echa de ver, pues, de nuevo el Maine en las portadas de los diarios, el chico de la esquina gritando “¡Extra, extra!” mientras agita las manos y Pulitzer, Hearst y compañía llenándose los bolsillos con esa realidad hecha ficción y su historieta para las novelas de folletín.

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