Cuando de una concepción se pasa a otra, el lenguaje precedente
permanece, pero se usa metafóricamente. Todo el lenguaje se ha convertido en
una metáfora y la historia de la semántica es también un aspecto de la
historia de la cultura: el lenguaje es una cosa viva y al mismo tiempo un museo
de fósiles de una vida pasada.
Antonio Gramsci, Cuadernos de la Cárcel, 2 (1930 – 1932), p. 150. Ediciones
ERA, México, 1984.
Poco
se dice del desarrollo sostenible que vaya mucho más allá de la necesidad de
encontrar alguna solución duradera a los graves conflictos que hoy aquejan a
las relaciones de las sociedades humanas entre sí, con sus propios integrantes,
y con su entorno natural. Y es que, en efecto, el mayor de los desafíos
que encara el desarrollo sostenible sigue siendo de orden conceptual. En este
terreno, las Humanidades nos ayudan a comprender mejor el lugar que ocupa este
desafío en el proceso mayor que algunos han llamado “la historia natural de la
especie humana”, a partir del importante papel que desempeñan las metáforas en
la formación del conocimiento científico.
La
metáfora, en efecto, posee la capacidad de combinar simultáneamente a múltiples
significados no excluyentes entre sí, como lo hace José Martí al decir de su
verso que es “como un puñal / que por el puño echa flor” y al mismo tiempo “un
surtidor / que da un agua de coral”. Esto permite a la metáfora aludir a
aquellos factores de incertidumbre que nutren las situaciones de malestar en la
cultura, facilitando así el paso de la intuición a la certeza, y de ésta a la
acción humana.
En
esta tarea, la metáfora suele operar mediante intercambios de muy diverso orden
entre campos distintos de la cultura y el conocimiento. Así, por ejemplo, la
comprensión básica de nuestras relaciones de el mundo natural se ve facilitada
cuando tomamos en préstamo una relación sociocultural para aludir a la
naturaleza como una madre generosa que trabaja para sostener a sus hijos, pero
que puede también someterlos a duro castigo si éstos abusan de ella. Y, a la
inversa, la noción de desarrollo – heredera de las de civilización y progreso,
y de los fósiles correspondientes a la vida pasada de la que surgieron – opera
a partir de una apropiación metafórica, por parte de las ciencias sociales, de
un concepto proveniente de la biología, que designa el proceso de formación,
maduración y muerte de los organismos vivientes.
La
metáfora, sin embargo, alude y elude a un tiempo el sentido más profundo de
aquello que señala. Así, al atribuir a la naturaleza en su conjunto la
capacidad de trabajar que caracteriza nuestra especie puede distorsionar
nuestro conocimiento del mundo natural. Igualmente, al excluir del desarrollo
como categoría social y económica la muerte del organismo que se desarrolla,
puede llevarnos a atribuir un carácter natural a hechos que en realidad
corresponden a creaciones culturales, limitando la posibilidad de comprender
las contradicciones que los animan. De hecho, el desarrollo sostenible alude al
agotamiento de aquella visión del mundo que, entre las década de 1950 y 1970,
sintetizó en el desarrollo (sin adjetivos) la esperanza de que el progreso
técnico y sus frutos llegaran a toda la Humanidad, de modo que el crecimiento económico
sostenido garantizara bienestar social y participación política crecientes para
todos, pero elude al mismo tiempo referir ese concepto particular a las
condiciones históricas específicas que le dieron forma.
En
verdad, el desarrollo del que se trata es el de nuestra especie a lo largo de
los últimos cien mil años en su doble y simultánea dimensión biológica y
sociocultural. Sus problemas incluyen, por supuesto, aquellos que se derivan de
las condiciones creadas por ese proceso en el curso de los últimos cinco siglos
– y del XX en particular –, desde el extraordinario crecimiento de nuestro
número hasta la formación de una primera comunidad mundial de los humanos, el
despliegue de formas masivas de intervención en la naturaleza y de niveles de
producción material y contaminación sin precedentes, y el hecho de que las
modalidades de relación social y de organización de la cultura que
hicieron posible todo esto han venido a entrar en contradicción creciente con
las necesidades y demandas – humanas justamente – que se derivan de esos
resultados.
Lo
ilegítimo aquí – esto es, lo eludido en la metáfora – consiste en confundir ese
proceso general con cualquiera de las formas históricas puntuales que han
contribuido a su despliegue, o han terminado por distorsionarlo y aun
bloquearlo. Visto así, todo apunta al problema político de decidir si aún cabe
subordinar el desarrollo humano a la preservación del capitalismo – una forma
histórica de organización de las relaciones sociales que ya conspira incluso
contra sus bases naturales de sustentación -, o si por el contrario ha llegado
la hora de encarar de la manera más decidida la construcción de aquellas formas
nuevas de socialidad que mejor se correspondan con el pleno aprovechamiento de
las enormes conquistas que ha logrado nuestra especie en materia de ciencia y
tecnología.
Asumir esta disyuntiva obliga a
trascender la metáfora del desarrollo sostenible, para pasar del problema sin
solución de preservar una forma histórica particular del desarrollo humano, a
encarar la necesidad de encontrar y construir las formas nuevas que hagan
viable ese desarrollo en el futuro. Hoy, en suma, ya resulta evidente que
nuestro desarrollo será sostenible por lo humano que sea, o no será, y que ese
carácter tiene y tendrá su expresión más clara en nuestras capacidades para la
cooperación solidaria. Haber llegado a esta disyuntiva constituye quizás el
mayor de nuestros logros como especie. La forma en que la encaremos definirá no
solo nuestro destino, sino además el del Planeta en que ha tenido lugar nuestra
existencia.
Panamá, noviembre 2014
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