| Da igual a quién, pero votapor Miguel León | 
“Da igual a quién, pero vota”. Esta frase resume una de las ideas 
fundamentales inculcadas por la educación cívica que hemos recibido 
quienes crecimos en la España pos-franquista. Esta idea es que, aunque 
votar sea un derecho y no una obligación, al mismo tiempo es un deber 
moral. Lo es porque, al ejercer el derecho de sufragio, honramos la 
memoria de todos aquellos que se jugaron (o incluso perdieron) la 
libertad o la vida para conseguir que ese derecho pudiera ser reconocido
 y ejercido.
Era y es una consigna ideológicamente perversa por al menos dos motivos.
 Por un lado, y revisando solo nuestro pasado reciente, la inmensa 
mayoría de aquellos que se jugaron la libertad y la vida en la lucha 
antifranquista no querían votar en abstracto. El derecho al sufragio era
 pensado y reivindicado como parte de un conjunto orgánico de demandas 
que tenían que ver no solo con las libertades civiles y políticas sino 
también con los derechos sociales, las políticas económicas e incluso el
 papel de España en la política internacional. La educación cívica que 
hemos recibido hasta la fecha desnaturaliza la reivindicación histórica 
de la celebración de unas elecciones libres porque la despoja de su 
contexto. También oculta sistemáticamente el origen histórico de los 
modernos sistemas parlamentarios, pensados como dique de contención de 
las reivindicaciones democráticas. Y que la elección es un mecanismo 
aristocrático basado en la desigualdad, mientras que el método de 
selección que acompaña a la igualdad democrática es el sorteo. En 
definitiva, crea las condiciones para que no nos resulte extraño llamar 
“democracia” a lo que no es más que una oligarquía generosamente 
permisiva cuando no se siente amenazada.
Por otro lado, el “da igual a quién” es, aunque no se reconozca, una 
fórmula cargada de cinismo. No “da igual” porque todas las opciones son 
legítimas y tienen las mismas oportunidades, sino porque a través del 
voto no se decide nada realmente determinante. Y quien dice “da igual a 
quién, pero vota” sabe esto perfectamente. De lo que se trata, pues, es 
de legitimar el sistema en general, haciendo pasar sus defectos 
constitutivos por taras no esenciales que afectan a algunos de sus 
componentes.
Sin embargo, la crisis iniciada en 2007 ha supuesto no solamente un 
serio descalabro económico sino además una radical puesta en cuestión de
 los límites de las instituciones del parlamentarismo liberal. Esos 
límites siempre estuvieron ahí, desde luego. No está claro si el modo de
 regulación neoliberal los hizo realmente más estrechos o si simplemente
 mostró con mayor claridad cuál había sido siempre su naturaleza.
La crisis de las (mal llamadas) democracias representativas ha sido 
prácticamente universal. Ahí tenemos por ejemplo las victorias 
electorales de Bolsonaro o Macri, que han sido posibles debido tanto a 
la abstención del votante de izquierdas como al apoyo parcial de 
sectores sociales que, por razones objetivas, deberían haberles sido 
adversos. Así, hasta América Latina, donde se suponía que el ciclo 
bolivariano había conseguido remar contracorriente, se ha visto afectada
 por esta ola de descrédito. La misma combinación de seducción de una 
parte de los “perdedores de la globalización” y desencanto del resto (la
 mayoría), al cual se suma la frustración de la izquierda de clase media
 urbana previamente ilusionada, aparece en todas partes. La encontramos 
en la victoria electoral de Donald Trump en Estados Unidos, en el duro 
pulso con el Frente Nacional en Francia y, también, el auge electoral de
 Vox en España.
Una hipótesis explicativa que permite dar cuenta de casos tan dispares, y
 que de momento no ha sido explicitada, es que ha cambiado nuestra 
relación con las instituciones representativas y con el derecho de 
sufragio.
La revalorización del voto
Se diría que, hasta que emergió y se hizo visible la crisis de 
representación, dábamos muy poco valor a nuestro voto porque nuestro 
afecto se volcaba sobre las instituciones mismas, legitimadas por el 
propio acto de votar. Con la crisis de representación, empero, las 
instituciones se toparon con nuestra desafección. Y ésta, por desgracia,
 no dio pie a una transformación radical de la política representativa, 
sino a un anhelo de ser auténticamente representados.
El movimiento subterráneo que explica esa traducción es que el afecto 
proyectado sobre la institución se retrajo sobre el voto: las 
instituciones representativas no valen nada, pero nuestros votos todavía
 pueden valer mucho. El voto es lo que da legitimidad a las 
instituciones que nos administran y nos reprimen. Y también es el 
criterio universalmente aceptado que permite determinar pacíficamente 
qué elites, o qué facciones de éstas, tendrán un acceso privilegiado a 
la riqueza común y a los nodos de poder.
Esta forma de operar en un sistema representativo no es menos ideológica
 que la anterior. Es su reverso narcisista. Es producto del acto reflejo
 a través del cual tratamos de reconstruir el orgullo herido. Y, como su
 antecesora, también contiene un poso de verdad. Pero esa verdad 
pequeña, desdibujada, oculta otra mayor, que queda desmentida: si en un 
marco institucional que aún es considerado respetable, el voto ya no 
vale nada, en un marco institucional que ha perdido toda credibilidad el
 voto vale todavía menos. Absolutamente todos, representantes y 
representados, jugamos a desmentir esa realidad para mantener una 
ficción política en la que nos sintamos cómodos.
En el caso concreto de España, las dos principales mutaciones políticas 
acontecidas en nuestro país desde la gran crisis institucional del 2011 
tienen que ver con la afirmación absoluta del valor del voto en cuanto 
tal.
Por un lado, el sistema de partidos se ha transformado a través de la 
reivindicación de las elecciones primarias. De esa reivindicación surge 
Podemos, después Ciudadanos, y en un tercer momento el retorno épico de 
Pedro Sánchez. Incluso la victoria de Pablo Casado frente a Cospedal y 
Sáenz de Santamaría puede leerse en esos términos; las mismas bases 
desencantadas con el rajoyato son las que auparon a Casado y 
las que se ven tentadas por Vox. En esa misma línea se podría aventurar 
que, según cómo procedan ambos partidos en los próximos años, Vox podría
 ser para el PP lo que Podemos ha sido para Izquierda Unida. No sería 
descabellado ver a Rajoy como el Llamazares de la derecha.
Por otro, el equilibrio político-territorial del Estado pasa por serios 
apuros debido a la pujante reivindicación catalana del reconocimiento 
del “derecho a decidir”. El procés tiene como horizonte el ejercicio, 
quizás sui generis, del derecho de autodeterminación mediante 
un referéndum, y mientras tanto se mantiene vivo a través de permanentes
 elecciones y consultas. En el caso catalán más que ningún otro la 
institucionalidad parlamentaria está completamente desprovista de valor 
porque todo el afecto se ha retraído sobre el voto.
Si volvemos a analizar lo que está ocurriendo a escala prácticamente 
global, este esquema de revalorización del voto y devaluación de las 
instituciones permite entender perfectamente por qué perdió las 
elecciones Hillary Clinton frente a Donald Trump, o por qué PSOE y 
Adelante Andalucía han perdido en total cerca de medio millón de votos, o
 por qué Haddad no consiguió imponerse a Bolsonaro, o por qué Macron no 
consiguió un apoyo en segunda vuelta tan masivo como el que recibió 
Chirac en circunstancias muy parecidas.
Por un lado, el voto no está solo encarecido, sino que además se 
encuentra atrapado en una espiral inflacionista condicionada por el 
anhelo de una representación auténtica. En un contexto así, renovar la 
confianza del electorado es prácticamente un imposible. Por otro lado, 
la devaluación institucional tiene como efecto secundario la 
subestimación del riesgo que puede suponer un gobierno reaccionario. 
Acostumbrados a que la izquierda no pueda cumplir su programa de 
gobierno, sobreentendemos que la extrema derecha tampoco podrá poner en 
marcha las medidas radicales que promete. Por eso las estrategias 
políticas, y específicamente las electorales, basadas en el “temor 
pardo” no pueden tener éxito, y más nos vale abandonarlas cuanto antes.
¿Es la diversidad una trampa?
Al hilo de esto es imposible evitar la referencia a la otra gran 
hipótesis que circula desde que Donald Trump ganó las elecciones 
presidenciales en Estados Unidos. Podemos bautizarla como la hipótesis 
de “la trampa de la diversidad” porque ciertamente Daniel Bernabé, que 
tiene un gran talento literario, ha dado con el mejor nombre. En todo 
caso, con diferentes formulaciones y matices sin duda importantes es una
 idea recurrente, formulada por voces de lo más diversas.
El núcleo rescatable de esta hipótesis es que las fuerzas políticas de 
izquierdas viven en un desolador vacío programático. Los desafíos y 
obstáculos a los que se enfrentan estas fuerzas cuando quieren convertir
 sus principios y propósitos generales en un programa de gobierno son 
descomunales, especialmente en el ámbito socioeconómico. Cuanto más 
radical se busca que sea la respuesta a un determinado problema, aquel 
que parezca más urgente, más evidente se hace su conexión con el resto 
de cuestiones esenciales que es necesario abordar. Eso, sin embargo, no 
facilita el diseño de un plan de gobierno integral sino que genera una 
sensación de desborde, bloqueo e impotencia. Por eso, allí donde 
consiguen tomar los mandos de una institución, las fuerzas de izquierda 
acaban actuando guiadas por la inercia que conservan sus adversarios y 
reduciendo la acción política a parches, gestos y símbolos. Si hablamos 
de América Latina, claro está, los proyectos bolivarianos han realizado 
conquistas materiales importantes. Por eso mismo los límites y las 
contradicciones que allí han resultado por el momento insuperables son 
de naturaleza más profunda que los obstáculos ante los cuales la 
izquierda europea ha doblado la cerviz. Pero en última instancia el gran
 problema es el mismo: el capitalismo es irreformable y las 
instituciones existentes no pueden ir, en el mejor de los casos, más 
allá de la reforma.
En todo caso queda claro que el problema no es tener que optar entre 
distribución y reconocimiento. Cualquiera con dos dedos de frente ve que
 ambas perspectivas están íntimamente unidas y son indisociables. Toda 
política de distribución establece un sistema de reconocimiento, y las 
políticas de reconocimiento son vacuas si no se sustentan en 
modificaciones de la distribución. Precisamente la experiencia europea 
con gobiernos de izquierda durante los últimos treinta años demuestra 
qué ocurre cuando, por no querer (o no poder) hacer nada en términos de 
distribución, se toman medidas simbólicas en términos de reconocimiento.
 El trasfondo de esa táctica cortoplacista y superficial es la 
preocupación electoral por satisfacer una demanda de representación 
auténtica que es imposible de cumplir y que, con mayor o menor 
intensidad, nos está afectando a todos.
La buena noticia en este sentido es que los votos a la extrema derecha 
son tan volátiles y están tan afectados por la espiral inflacionista del
 voto como los de la izquierda. La mala es que el nacionalismo 
excluyente, el autoritarismo y la guerra del penúltimo contra el último 
son mecanismos estabilizadores peligrosamente eficaces.
Prácticamente cada vez que he reflexionado sobre el modo en que Podemos está operando políticamente
 he criticado su apuesta por la maleabilidad del discurso y su falta de 
atención a los elementos materiales de la política. Desde esa misma 
perspectiva se comprende claramente cuál es el problema de la versión 
caricaturesca de la hipótesis de “la trampa de la diversidad”, que sí 
contrapone tontamente distribución y reconocimiento y se queja de que la
 izquierda ha perdido “sus señas de identidad”. Ese posicionamiento 
caricaturesco a veces se desliza en los análisis que circulan por ahí, y
 también es posible encontrarlo en una porción interesante de votantes 
“de izquierdas” (la inmensa mayoría hombres de mediana edad). Aunque 
pueda parecerlo, estos posicionamientos no constituyen una crítica 
frontal a Podemos. Son un efecto colateral de la práctica política 
podemita en las coordenadas, ya delineadas, de revalorización del voto y
 devaluación institucional.
Lo que preocupa en este caso no es la realidad “material”, de la que en 
el fondo todos sabemos muy poco, sino la presencia o ausencia de un 
discurso sobre cuestiones materiales. No se critica aquí el anhelo 
ilusorio de encontrar al representante auténtico, sino que una vez más 
se espera la llegada de un representante auténtico, aquel en el que 
verdaderamente se refleje nuestra identidad “de clase”, obrera o media. 
Una vez más se apuesta todo a la capacidad performativa del discurso y 
se descuida la práctica política cotidiana de solidaridad, resistencia y
 lucha.
La hipótesis de “la trampa de la diversidad” en su versión caricaturesca
 impide, por lo demás, ver la conexión entre la crisis institucional de 
los países del centro y la que simultáneamente afecta, al menos, a gran 
parte de la semi-periferia. Como corolario del repliegue narcisista 
sobre el voto, aparece una visión política necesariamente parcial según 
la cual, si se considera lo que ocurre en otros rincones del mundo, es 
solo para hablar de amenazantes competidores o de demografías 
desbocadas. Cuestiones como el subdesarrollo, el intercambio desigual o 
el imperialismo económico van a quedar completamente fuera de foco.
Ideas para una política radical
Hasta aquí queda descrito el escenario. Lo que queda pendiente es 
diseñar una respuesta. Por lo pronto, es necesario entender, reconocer y
 explicitar el poso de verdad que tienen la revalorización del voto y la
 devaluación institucional. Solo entonces es posible explicar, como 
contrapunto, que incluso si la izquierda en el poder hace, por sí misma,
 poco bien, la derecha reaccionaria en el poder puede hacer mucho mal. 
Ya hay miles de ejemplos disponibles. Es cierto que el Mediterráneo ya 
era una fosa común horripilante antes de la formación de un gobierno 
rojipardo en Italia, pero la llegada de ese gobierno hace las cosas 
peores. Es cierto que en Estados Unidos el racismo está perfectamente 
institucionalizado, pero también lo es que el gobierno de Trump ha 
llegado al extremo de meter a niños en jaulas.
Es también necesario reorientar la crítica de la representación para 
salir de la espiral en la que nos deja atrapados el anhelo de 
autenticidad. Eso solo se puede hacer mediante la transformación 
profunda de la forma en que hacemos política, explorando nuevos modos de organización
 y relativizando la importancia de los ciclos electorales. Necesitamos 
dotarnos de instrumentos que suplan los límites de la representación al 
margen de la política representativa, y no a través del anhelo delirante
 de una representación perfecta.
También hace falta dedicarle un enorme esfuerzo a la superación del 
actual vacío programático, lo que antes requiere mejorar sustancialmente
 los análisis de los que disponemos. Eso implica comprender mejor, y con
 atención a las especificidades presentes, todos los aspectos de nuestra
 vida social: la economía, el derecho, la ciencia, las industrias 
culturales, las rivalidades geopolíticas, las cuestiones 
medioambientales… Esa tarea no es un capricho de erudición sino en sí 
misma un ámbito de práctica política actualmente abandonado. Necesitamos
 contar con todo tipo de saberes, cultivados por todo tipo de personas, 
que solo en la puesta en común y el intercambio pueden dejar de ser 
privados y parciales.
Otro aspecto relevante en nuestra coyuntura es que la escala de los 
problemas es global, lo cual hace inviables las “robinsonadas”. Es 
necesaria una reafirmación soberana popular, pero en una territorialidad
 compleja que no es la del Estado-nación sino que empieza más acá y ha 
de extenderse más allá de la escala estatal. Por eso mismo la 
reconstrucción política de la que estamos hablando tiene que hacer del 
internacionalismo y el antiimperialismo uno de sus ejes centrales. Esto 
significa al menos dos cosas. Por un lado, entender cuál es la inserción
 internacional de España en la estrategia imperialista global. Esto 
requiere cuestionar radicalmente la participación activa de España en la
 OTAN, su cooperación bilateral con los Estados Unidos, y su proyección 
en África (en en marco de la UE) y en América Latina (donde España actúa
 como ariete). Por otro, reconstruir alianzas estratégicas que no 
dependan de las estructuras internacionales vigentes, sino que puedan 
servir de hecho para romper con ellas.
Caso concreto y evidente de esto último es el de la Unión Europea. No 
hay modo de transformar radicalmente nuestro modelo socioeconómico en su
 seno, pero tampoco es viable hacerlo en solitario. Son precisas 
alianzas internacionales estables que sirvan de contrapeso en el 
interior de la UE y que al mismo tiempo puedan sentar las bases de una 
demolición controlada de esa estructura. Si esas alianzas son 
construidas solo a través de los instrumentos que la propia UE 
proporciona, quedarán atrapadas en el marco que en principio querían 
superar. También reproducirán instintivamente la lógica de la Europa 
fortaleza, que solo es sostenible en el medio plazo si se sigue llenando
 el Mediterráneo de cadáveres y si se excluye a una porción creciente de
 población europea de un sistema de bienestar que cada vez es menos un 
derecho y más un privilegio.
En Podemos todos los debates de calado quedaron cerrados en falso y por 
la fuerza en el primer Vistalegre. Prácticamente nadie se propuso 
realmente abrirlos en el segundo, porque entonces las facciones 
funcionaban ya a pleno rendimiento. Como ya se palpa el riesgo de que el
 partido tire por la borda en el próximo año lo poco acumulado sobre 
bases tan precarias, puede estar a punto de abrirse una oportunidad para
 la redefinición profunda del proyecto. Tal vez no haya que esperar a 
pegarse un castañazo en las próximas generales, y baste con constatar en
 las elecciones de mayo de 2019 que, tal y como están ahora mismo las 
cosas, el valor de nuestros votos supera con mucho lo que el partido 
puede ofrecer: una muleta para el PSOE, espectáculos bochornosos cada 
vez que se avecina un juego de sillas, pugnas políticas entre notables 
de resonancias galdosianas (véase, en Madrid, la juez contra el general)
 y plebiscitos para sancionar los caprichos e incoherencias del 
Secretario General.
La máquina de guerra electoral está irremediablemente herrumbrosa y 
gripada. Hace falta tejer otro tipo de red, que tenga otros tiempos y 
que siga otra lógica. Si no es con Podemos, tendrá que ser a su pesar.
 
 
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