Nada está escrito. Los árabes se han puesto en pie
Luz Gómez. Rebelión/Galde
Entre los tópicos que maneja la superioridad cultural eurocéntrica, el del fatalismo árabe siempre ha tenido un lugar privilegiado, aun con distintas formulaciones. Lawrence de Arabia, en la mejor tradición orientalista, popularizó el ¡maktub! beduino (“¡estaba escrito!”), muy útil a la hora de ignorar la larga historia araboislámica de disidencia y librepensamiento, y con él sentenció simbólicamente el control colonial de Oriente Próximo tras la Primera Guerra Mundial. Un siglo después otro ¡maktub! ha servido tanto para interpretar con euforia impresionista las revueltas populares como para liquidarlas con paternal condescendencia: era inevitable, se rumia, a la primavera árabe le tenía que seguir el otoño islamista; y a la revolución, la contrarrevolución.
Lo peor es que esta forma de pensar lo árabe
desde fuera había acabado permeando en los propios árabes, como se
lamentaba Samir Kassir, intelectual libanés asesinado por sicarios en
2005, en su libro De la desgracia de ser árabe (Almuzara, 2006),
un clásico del ensayismo árabe contemporáneo. Las revueltas de 2011
acabaron con la parálisis y rectificaron, entre otras cosas, esa mirada
estrábica de la que se dolía Kassir, si bien no se puede decir lo mismo
del eurocentrismo, que a la postre parece haber salido reforzado. Pero
ya nada puede volver a ser como era en la percepción de lo árabe, ni
aquí ni allí, a pesar de que así lo querrían muchos poderes fácticos
tanto del Norte como del Sur. Un ciclo de cambios radicales está en
marcha.
Hace tres años nos afanábamos en comprender cómo se
había producido el despertar árabe, incluso si éste era tal y realmente
los árabes no habían estado tan dormidos (véase nuestro artículo “Siete claves para el despertar árabe” , El País,
15.4.2011). Había que entender cómo en pocos meses caían cuatro
dictadores (Ben Ali, Mubarak, Gadafi, Saleh). Se buscaban las claves en
la juventud de la población, en su nivel de educación y acceso a las
nuevas tecnologías y en su exclusión de los medios de producción y
participación tradicionales. Se apuntaba a la capacidad movilizadora de
la comunicación y la socialización en red, tanto de las nuevas redes
tecnológicas como de las más clásicas, todavía fuertes en las sociedades
árabes, de carácter familiar, vecinal, gremial o sindical. Se insistía
en el papel de Al-Yazira como gestor de una nueva conciencia panárabe,
de unos árabes puestos en pie que hacían oír su voz con dignidad. Y se
abría el interrogante del futuro del islamismo y de los militares, que
ya habían asomado la cabeza a la busca de su cuota de “revolución” .
Aunque sin duda es pronto para hacer balance —tres años no es tiempo en
términos de revolución— algunas conclusiones sí pueden extraerse. La
principal es que nada está escrito, y que las revueltas árabes
continúan.
1. El Ejército no es la solución.
Nunca
lo ha sido, por más que haya tutelado la etapa poscolonial de grandes
países, como Egipto, Irak o Siria. Con el triunfo inicial de las
revueltas se abrieron tres incógnitas sobre el papel de las Fuerzas
Armadas: cuál sería su relación con los islamistas, si continuarían con
sus pujos populistas y si lograrían mantener el Estado dentro del Estado
que representan. Cuando en el verano de 2012 Egipto eligió
democráticamente y por primera vez un presidente civil, éste, Mohamed
Morsi, un hermano musulmán, hubo de hacer frente a todo ello: su fracaso
a la hora de manipular estos tres registros es, en buena medida, el
fracaso de la primera experiencia democrática egipcia. El golpe de
Estado de julio de 2013 y la deriva autoritaria y represiva del Gobierno
tutelado por los militares han evidenciado que para el Ejército el
enemigo no es el islamismo, sino el menor cuestionamiento de su statu quo,
incluso en la hipotética circunstancia de que la amenaza provenga de
EEUU. El pasado mes de febrero el nuevo dictador, el mariscal Al-Sisi,
viajó a Moscú en medio de los rumores del anuncio de su candidatura a la
presidencia de la República, y recibió el apoyo de la cúpula política y
militar rusa. En plena campaña mediática contra EEUU en la mayor parte
de los medios egipcios, esta iniciativa ha confirmado la tesis crítica,
poco mantenida en Occidente, de que el Ejército está dispuesto a todo,
incluso a prescindir de sus aliados históricos.
2. La tutela de Occidente siempre pesa.
Libia
se enfrenta hoy a un grave problema de legitimidad, que tiene su origen
en cómo se resolvió la sublevación de Bengasi. La intervención sobre el
terreno de la OTAN y del Consejo de Cooperación del Golfo,
contraviniendo el mandato de Naciones Unidas, que sólo les encomendaba
la protección de la población civil mediante zonas de exclusión área,
decantó la guerra a favor de la oposición a Gadafi, el Consejo Nacional
de Transición, pero al mismo tiempo privó a éste de una incontestable
legitimidad nacional. El delirio gadafiano llamado “Yamahiriya”, un
régimen unipersonal mezcla de estructuras tribales y neoliberalismo
rentista, se vino abajo sin que hubiera recambio estatal sino tribal. En
Libia todo está por hacer, desde las estructuras más básicas del Estado
hasta la configuración de una sociedad civil inclusiva. Los grupos
armados que cuestionan la legitimidad del Congreso General de la Nación,
heredero del Consejo Nacional de Transición, ponen de manifiesto que
una revolución tutelada por Occidente ha de sobreponerse siempre a sí
misma.
3. No hay futuro neocolonial.
La
guerra siria no es sólo, ni siquiera sobre todo, una guerra civil. Para
desgracia de los sirios, en su suelo se dirimen varias guerras, algunas
históricas —la de EEUU contra Rusia, la del Baaz contra los Hermanos
Musulmanes, la de Hizbolá por su supervivencia— y otras futuras —la de
Arabia Saudí contra Irán, la de Israel por el mantenimiento de la
ocupación, la de los yihadistas como razón de ser—. Que el conflicto se
resuelva a satisfacción del pueblo sirio no es posible mientras los
intereses neocoloniales marquen el rumbo de Oriente Próximo. En 1949, un
armisticio aún hoy en vigor puso fin al enfrentamiento armado entre los
jóvenes Estados árabes y el también joven Estado de Israel. Lo peor que
le puede pasar a Siria es que sea protagonista de otro armisticio a la
palestina, lo que supondría, salvando las distancias, otras tantas
décadas en estado de espera neocolonial. Y es lo previsible.
4. El Golfo es sagrado.
El
Golfo no se puede tocar, pero hay que tocarlo. Demasiado petróleo en
juego. El caso paradigmático es Bahréin, desde 1995 sede de la V Flota
de la Marina de EEUU. No se alzaron contra ella en 2011 los
trabajadores, los estudiantes y las mujeres de las zonas chiíes
marginadas del reparto de la riqueza nacional, sino que protestaban
contra una minoría sectaria que gestionaba el país a costa de más de la
mitad de su población. Pero la geopolítica de la región exige
estabilidad, no democracia, de modo que Arabia Saudí (con sus tropas),
Qatar (con su silencio en Al-Yazira) y EEUU (ausente aunque presente) se
encargaron de aplastar la revuelta bahreiní de la primavera de 2011. Y
ahí siguen vigilantes: si la Plaza de la Perla de Manama, símbolo
nacional, ya no tiene perla y está vacía, las calles y barrios de la
pequeña isla de Bahréin acogen cada viernes las protestas pacíficas de
una sociedad que no calla a pesar de la violenta represión. De lo que
pase en Bahréin depende el futuro del Golfo, que es lo mismo que decir
del petróleo mundial que por él circula.
5. La fuerza de lo pequeño.
Esta
es una de las lecciones inesperadas que Túnez ha dado al mundo. Un
pequeño vendedor ambulante, en una pequeña ciudad de provincias de un
pequeño país del Mediterráneo se inmoló harto de la indignidad de su
vida cotidiana, pero en su gesto reside la grandeza de las revueltas
árabes. Túnez ha seguido dando otras lecciones: el islamismo puede ser
democrático; los triunfos electorales no están reñidos con la búsqueda
de consensos; la movilización civil continuada acaba por condicionar las
decisiones políticas; los intelectuales tienen un papel que cumplir en
las transiciones democráticas... Rachid Al-Ghannouchi, líder del
islamismo tunecino, forzó a comienzos de 2014 la renuncia del Gobierno
de su partido, Ennahda, para favorecer la aprobación de la Constitución.
Ghannouchi ha afirmado recientemente en Washington que “en una etapa de
transición como la actual, en que las instituciones aún son muy
jóvenes, no es posible que una mayoría del 51% constituya un Gobierno
estable, sino que las principales corrientes y partidos han de
participar en el poder mediante un amplio Gobierno transitorio que se
ocupe de lograr la estabilidad y fortalecer la democracia y las
instituciones”. Es una llamada, no hay que olvidarlo, que viene del
islamismo tunecino, mayoritario electoralmente, y que echa por tierra el
carácter intransigente que se le atribuye al islamismo.
6. Los consensos son tan posibles como frágiles.
No
hay conflicto insoluble, por más que se entrecrucen los problemas. En
Yemen, la transición pactada entre la oposición y los partidarios del
presidente Ali Abadallah Saleh muestra un camino posible. La Conferencia
del Diálogo Nacional busca desde septiembre de 2013, a pesar de las
dificultades, la forma de redactar una Constitución que aúne la
diversidad intrínseca del país (geográfica, económica, ideológica,
identitaria). Las intromisiones extranjeras, cada vez más evidentes, se
lo están poniendo difícil: los últimos choques entre huthis (una tribu
zaidí, rama del islam a mitad de camino entre la chía y la sunna) y
salafistas yihadistas reproducen a escala local la pugna entre Irán y
Arabia Saudí por controlar el futuro de la región. Los yemeníes, dice la
Premio Nobel de la Paz Tawakkul Karman, son conscientes de esta amenaza
y están dispuestos a frenarla continuando con sus movilizaciones en
demanda de verdadera democracia: la Universidad de Saná sigue siendo el
centro de la revuelta.
7. La retórica ya no funciona.
Es
lo que se está poniendo en evidencia a medida que se intensifica la
violencia en Iraq. Llevamos asistiendo a más de dos décadas de pretextos
para justificar la destrucción de un país y su venta al por menor.
Primero, fue la construcción de identidades excluyentes (religiosas,
étnicas, nacionales, lingüísticas). Luego, el trazado de fronteras
imaginarias que las protegiesen (“el Norte kurdo”, “el triángulo sunní”,
“el gran Sur chií”) y la acumulación de mentiras para orquestar la
intervención internacional que las naturalizó. Ahora, presenciamos la
consagración de todo ello a manos de quienes no participaron en el juego
pero han aprendido bien sus reglas: los yihadistas del Estado Islámico
de Iraq y Levante proclaman un nuevo califato que transgrede las
fronteras, los nombres y la historia en beneficio propio y, de paso, de
kurdos e israelíes. A partir de ahora no valdrán las alianzas tácticas y
habrá que llamar a cada cual por su nombre: ni son revolucionarios los
yihadistas, ni los revolucionarios son unos yihadistas. A los iraquíes
no se les escapa lo que es la verdadera insurgencia y revolución, llevan
once años luchando contra un régimen pupilo de Irán y Estados Unidos,
amigo por igual de la Siria de Al-Asad y de Arabia Saudí, y guardián de
la insostenible estabilidad regional.
Como decíamos antes,
nada está escrito y las revueltas árabes continúan. El peligro más
inmediato a que se enfrentan las diversas fuerzas revolucionarias árabes
es la fragmentación y la manipulación sectaria. Es el viejo truco
reaccionario de siempre. Aunque sortearlo no deje de resultar
complicado, el mejor aliado de los revolucionarios es la torpeza de las
tácticas contrarrevolucionarias, enrocadas en las mismas viejas élites y
su incapacidad para trascender los límites de clase, generación y
género. La revolución o es transversal o no lo es. No se puede volver la
espalda a esta premisa. Es precisamente en la superación de
pertenencias estancas y el hallazgo de espacios reivindicativos comunes
en lo que se sustentó la revolución de 2011, que desde tanto flancos se
quiere apagar.
*Una versión previa de este artículo se publicó en la revista Galde, nº 5, invierno 2014.
Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad
Autónoma de Madrid. Es autora, entre otras obras, de Diccionario de
islam e islamismo (Madrid, Espasa, 2009). Recientemente ha editado el
volumen colectivo BDS por Palestina. El boicot a la ocupación y el apartheid israelíes (Madrid, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2014).
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