Los compañeros de La Jiribilla me
pidieron un texto para un dossier sobre las redes sociales de internet y
les envié este donde retomo ideas expresadas en un artículo anterior y
las actualizo, además de incorporar nuevos elementos y preguntas. El primer capítulo de la primera temporada de la distópica serie británica Black Mirror,
que la televisión cubana transmitió hace ya más de un año en un horario
cercano a la madrugada, cuenta cómo el primer ministro del Reino Unido
es obligado desde presiones en las redes sociales de Internet a tener
sexo con un cerdo a cambio de la libertad de la princesa de Gales que ha
sido secuestrada. Al final sabremos que el secuestrador solo pretendía
documentar un performance a presentar en la Bienal de Venecia y
ahí termina todo: con la princesa liberada, incluso antes de que se
cumpla el plazo del ultimátum dado al premier, pero nadie se
percata porque el país entero contempla por televisión e internet a su
líder humillándose ante el mundo con los pantalones abajo.
Ese no es el único problema que desde la distopía tecnológica nos plantea inquietantemente Charlie Brooker, el guionista de Black Mirror:
el de la intervención de la realidad desde el mundo virtual y la
imposición en ella de un objetivo minoritario que —manejando hábilmente
la psicología social— logra convertirse en pasión de masas y conflicto
político. Hay al menos dos capítulos más que abordan ese impacto: uno
sobre el modo en que el linchamiento desde las redes de una periodista
afecta profundamente su vida y la de su entorno, y otro sobre el control
del comportamiento y su relación con la estratificación social
aparentemente basada en la premiación virtual por hacer lo que se
percibe como correcto, pero castiga lo justo y produce la paradoja de
que el único lugar donde las personas se sienten realmente libres es en
la cárcel, despojadas de sus dispositivos móviles y el acceso a
Internet.
“La
contradicción entre la socialización cada vez mayor del trabajo y la
concentración creciente del capital propia de la sociedad contemporánea
se expresa ahora entre la expansión imparable del tiempo de permanencia
en la red de redes y la apropiación cada vez por menos manos de los
metadatos que esta genera”. Ilustración: Brady Izquierdo
Son
distopías pero, como buenas distopías, iluminan el aquí y el ahora de
nuestro mundo. Lo sorprendente es que en un país como Cuba, que se
propone una sociedad alternativa a la dominante en este planeta, un país
sometido a una estrategia en la que se intenta utilizar la Internet
como herramienta de agresión externa, una serie como Black Mirror
pase sin penas ni glorias, sin análisis en los medios de comunicación,
sin debate entre quienes integran y dirigen sus instituciones y sin
aprovechamiento en su sistema educacional. Y no es que la serie sea la
Biblia del tema ni mucho menos, sino que su recepción entre nosotros
sirve para iluminar el nivel en que nos encontramos en una de las tareas
más importantes que debería tener todo nuestro sistema educativo,
mediático y cultural: convertir al pueblo cubano en el mejor preparado
para analizar críticamente los contenidos y el funcionamiento de
Internet, a la vez que fomentar sus capacidades para su participación
activa en ese escenario, creando y posicionando masivamente productos
mediáticos de calidad, aprovechando el enorme potencial que abre la red
de redes para el acceso prácticamente infinito al conocimiento, la
facilitación del trabajo y el aprendizaje, así como la elevación de la
calidad de vida de los ciudadanos.
Aunque
solo en estos tiempos de uso cada vez más generalizado de Internet se
ha popularizado el término que antes era únicamente común entre
sociólogos y otros profesionales de la Ciencias Sociales, las redes
sociales existen desde que existen los colectivos humanos. Incluso,
otros colectivos no humanos funcionan también como redes; para
percatarnos basta observar un hormiguero, un panal de abejas, el modo en
que caza una manada de lobos o leones, o el desplazamiento de los
delfines y las aves migratorias. Su funcionamiento resulta decisivo en
el acceso a la alimentación, la protección contra otras especies, la
reproducción y para compartir información imprescindible relacionada con
esas actividades vitales.
En
las sociedades humanas cada individuo pertenecía ya a redes familiares,
de amistades, de vecinos, de compañeros de trabajo o de estudio, de
profesionales, muchas veces superpuestas, desde muchísimo antes que
espacios como Facebook o Twitter se volvieran cotidianos.
Sin
embargo, la llegada de Internet ha vuelto tangible, e incluso
capitalizable, lo que antes era invisible. Al quedar registrados en las
memorias de potentes computadoras llamadas servidores cada búsqueda,
cada intercambio, cada publicación de texto, video o fotos y los que
interactúan con ellas, así como los metadatos que las acompañan (fecha,
hora, sexo, tema y ubicación geográfica de los participantes, entre
otros), en un espacio donde cada minuto se producen miles de millones de
esas acciones, el desarrollo actual de herramientas informáticas para
correlacionarlos permite encontrar y conectar afinidades a una velocidad
antes impensable.
Así
han surgido las empresas conocidas como “gigantes de Internet” o de la
tecnología, cuyo potencial se apoya precisamente en capitalizar esos
intangibles. Ofreciendo a sus usuarios como mercancía para la publicidad
de otras empresas, con una efectividad que hace pocos años no era
posible imaginar, Facebook y Google han llegado a cotizarse en bolsa por
cientos de miles de millones dólares. Ya son cada vez menos los que
llegan a una información tecleando la dirección en el navegador, lo más
común es que se navegue a través de lo que un buscador como Google o el
algoritmo de Facebook nos ponen delante. Más que navegar nos
relacionamos con aplicaciones de Internet que seleccionan para nosotros
respuestas virtuales a partir de hegemonías del mundo real que pagaron
por ello.
Para
la mayoría de los internautas que usan esas dos herramientas la mayor
parte de su tiempo de conexión, Internet es Facebook y Google, al igual
que sistema operativo es sinónimo de Android o Windows.
El
18 de mayo de 2012 una declaración conjunta de un grupo de
organizaciones de la sociedad civil de cara a la reunión de Naciones
Unidas en Ginebra para la “Cooperación mejorada sobre cuestiones de
políticas públicas relativas a Internet” apuntaba que “lo que fue una
red pública de millones de espacios digitales, ahora es en gran medida
un conglomerado de espacios de unos pocos propietarios”. Seis años
después, muchos hablan de GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y
Microsoft) como el gigante que controla desde un solo país el espacio
digital global.
Más
allá de las denuncias sobre su uso con fines de dominación política y
militar en consecuencia con lo que ya reveló el exanalista de la
National Security Agency, Edward Snowden, la efectividad que adquieren
en los mercados nacionales las empresas transnacionales que pueden pagar
por ser publicitadas, microlocalizando los públicos de acuerdo a sus
características, gustos y necesidades, traspasando las fronteras
nacionales, es arrasadora. Con más de 4000 millones de usuarios de
Internet, la batalla que se libra entre Google y Facebook por gestionar
la conexión de los 3000 millones de terrícolas restantes con
“internet.org” (entiéndase acceso gratuito a los servicios de esas
empresas pero cobrado al salir de esos espacios) está en pleno auge. Las
políticas que penalizan en la corporación de Mark Zuckerberg los
enlaces externos, volviéndolos prácticamente invisibles, mientras
premian el contenido que no obliga a salir de la red social para
accederlo, son una manifestación de esa obsesión por tener a los
usuarios todo el tiempo en el espacio donde cada acción produce
metadatos para la empresa.
La
contradicción entre la socialización cada vez mayor del trabajo y la
concentración creciente del capital propia de la sociedad contemporánea
se expresa ahora entre la expansión imparable del tiempo de permanencia
en la red de redes y la apropiación cada vez por menos manos de los
metadatos que esta genera.
Indiscutiblemente
la brecha digital se ha venido cerrando a una velocidad mucho mayor que
la radial o televisiva pero eso, lejos de significar una
diversificación del consumo cultural, ha profundizado el abismo entre el
núcleo de producción de contenidos y servicios en poder de unas pocas
empresas estadounidenses y el resto del planeta, provocando una
creciente homogeneización.
En América Latina, de los 100 sitios más populares solo el 26 % es de origen local y menos del 30 % está en idioma local; incluso buena parte de este último, aunque esté en castellano, es de procedencia estadounidense.
Es
un hecho cotidiano que un anunciante puede hoy microlocalizar en una
red como Facebook o en los resultados de un buscador como Google el
destinatario de un mensaje a partir de la edad, el sexo, la ubicación
geográfica y perfil profesional, ya sea para posicionar un producto o
una noticia, sin importar si esta es veraz o no, solo tiene que tener el
dinero para pagar por ello. Se trata de algo absolutamente legal y de
uso muy común que nada tiene que ver con los recientes escándalos por la
utilización de datos derivados de la actividad personal en Facebook
para crear perfiles políticos de los usuarios, asociados a la empresa
Cambridge Analytica.
Son
pocos los países cuya masa crítica demográfica y lengua propia les
permite desarrollar alternativas, como es el caso de China y Rusia. El
experto y profesor de la Universidad de Stanford, Evgeny Morozov, para
nada sospechoso de admiración por algunos de esos dos países, apuntaba
con ironía en 2015 : “Noten la diferencia crucial: Rusia y China
quieren poder acceder a los datos generados por sus ciudadanos en su
propio suelo, mientras que los EE. UU. quieren acceder a los datos
generados por cualquier persona en cualquier lugar, siempre y cuando las
empresas estadounidenses los manejen”.
Es
una perogrullada recordar que procesos como el Brexit, la elección de
Donald Trump o la respuesta al referéndum sobre la paz en Colombia han
sido impactados por estas realidades. Las guarimbas del primer semestre
de 2017 en Venezuela, la derrota de la consulta para la reelección de
Evo Morales en Bolivia, el despliegue instantáneo de la violencia en Nicaragua
(), o el reciente intento de golpe blando en Cuba han contado con
millones de dólares invertidos en las redes sociales de Internet.
Ya
no se puede decir que la mentira tiene las patas cortas, sería más
apropiado plantear que viaja a la velocidad de la luz en la fibra óptica
que enlaza los servidores de Internet. En los tiempos en que Joseph
Goebbels se ocupaba de la propaganda hitleriana solía decir que una
mentira repetida muchas veces puede convertirse en verdad, pero debía
esperar a que saliera al aire el próximo noticiero radial, se proyectara
el siguiente resumen cinematográfico de noticias, o se imprimieran los
periódicos matutinos o vespertinos para hacerlo. Hoy en un segundo los
tuits del presidente de los Estados Unidos alcanzan millones de
reiteraciones. Un poderío que el silencio impuesto a Donald Trump por la
concertación corporativa de Facebook y Twitter en los días finales de
su mandato no ha hecho más que confirmar.
Internet
no es el problema, sino la asimetría económica y social con que las
hegemonías del mundo real se trasladan al espacio virtual, dinero
mediante. Tim Berners-Lee, creador de la world wide web, expresaba en
ocasión de cumplirse 28 años de su invención en marzo de 2017 sentirse
“cada vez más preocupado por tres nuevas tendencias” de la web: Hemos
perdido control de nuestra información personal, es muy fácil difundir
información errónea en la web y la publicidad política en línea necesita
transparencia y entendimiento.
En
2016, Jonathan Albright, profesor de la Universidad de Elon en Carolina
del Norte, publicaba un mapa en el que mostraba cómo a partir del
dominio del algoritmo de las búsquedas de Google la extrema derecha
estadounidense colonizó el espacio digital mucho más efectivamente que
la izquierda liberal. El mapa de Albright, que siguió un millón
trecientos mil hipervínculos, muestra cómo un sistema “satelital” de
noticias y propaganda de derecha rodeó el sistema de medios de
comunicación dominantes justo en el año en que Donald Trump llegó a la
Casa Blanca. Preguntado por el diario The Guardian acerca de cómo detener ese proceso, Albright respondió:
“No lo sé, no estoy seguro de que pueda ser, es una red, es mucho más
poderoso que cualquier actor”. “¿Entonces casi tiene vida propia?”, le
preguntaron. “Sí —respondió el científico— y está aprendiendo. Todos los
días se hace más fuerte”.
Apliquémonos
un mapa similar donde estén todas las fuentes que generan fake news
hacia Cuba y la prensa cubana, que recibe un dólar de presupuesto por
cada cuatro que invierten los primeros. ¿Qué solución hay ante eso para
un país pequeño que pretende no ser dominado por la hegemonía
estadounidense? ¿Huir de las redes sociales de Internet, que ya forman
parte de la vida cotidiana de miles de millones de personas, de la
mayoría de los jóvenes y de un creciente número de cubanos? ¿Crear, sin
masa crítica demográfica, espacios nacionales excluyentes como hace
China, que tiene más internautas que Estados Unidos y Europa juntos?
¿Hacer como Vietnam, que acaba de sancionar a penas de cárcel a varios
de los que aquí se hacen llamar “periodistas independientes”, sin que la
política de Estados Unidos haya respondido con amenazas de sanciones?
No parece ser viable, nuestra alternativa pareciera estar en poner en
red nuestros valores, en preguntarnos si los cubanos portadores de ellos
son los que más facilidades tienen para acceder a Internet, en hacer
que nuestros medios de comunicación y nuestras escuelas fomenten una
cultura del uso de esas tecnologías que permita no ser manipulado y que
los liderazgos institucionales, académicos, políticos y sociales estén
presentes y se articulen en la red a partir de una información oportuna y
de calidad que guarde relación con las expectativas y necesidades de
los cubanos. Tal vez por ahí haya un camino consecuente con aquello que
tanto se repite y una vez nos dijo Fidel: “Internet parece inventada
para nosotros”.
¿Somos
hoy ese “nosotros”, dicho en aquel contexto de lo que Fidel llamó
“Batalla de ideas”, en lucha por el fomento de una “cultura general
integral” y por convertirnos en el “pueblo más culto del mundo”?
¿Propicia esos objetivos una articulación de medios de comunicación,
escuela, organizaciones e instituciones de todo tipo presentes en
nuestra sociedad en un entorno como el actual?
¿Qué
puede hacer un país pequeño, con una cultura joven y agredido por el
país hegemónico en Internet, con las redes sociales digitales si quiere
seguir siendo independiente y a la vez desarrollarse, sino aprender,
aprender y aprender sobre las redes sociales de Internet? ¿Y cuáles son
los medios para eso sino su extendido sistema educacional, universal y
gratuito, su sistema de medios de comunicación públicos y el tejido
institucional y comunitario que abarcan sus organizaciones sociales?
Aprovechar todas las oportunidades posibles para el aprendizaje masivo,
dar respuestas más culturales que administrativas, contar siempre con la
inteligencia y la cultura política del pueblo cubano y movilizarlas
desde el conocimiento es lo que está en la tradición de las victorias
revolucionarias en Cuba; vale que sea también nuestra guía en esta
guerra que es tecnológica, pero primero que todo cultural.