“Hamas será borrado de la faz de la tierra. Cada miembro de Hamas es un hombre muerto, pues son bárbaros y bestias”, dijo el actual mandatario israelí Benjamín Netanyahu. Vale recordar que en estos últimos meses el ejército de Israel ha masacrado a más de 40.000 palestinos en su preconizada lucha contra el terrorismo, fundamentalmente civiles no combatientes, incluyendo niños y niñas, mujeres, ancianos, bombardeando hospitales. Ahora bien: ¿quiénes, realmente, son los “bárbaros y bestias”?
Ya es un lugar común en buena parte de la prensa corporativa comercial de casi todo el mundo presentar las terribles agresiones del Estado de Israel contra los pueblos árabes, y en especial contra la población palestina, como una legítima defensa ante “ataques sanguinarios de musulmanes fanáticos”. El bombardeo mediático al que la población global se ve sometida minuto a minuto ha hecho de esto un lugar común, naturalizado. En toda esa lluvia desinformativa solo se habla del ataque, siempre presentado como despiadado, de grupos extremistas contra un pueblo israelí eternamente víctima.
¿Esto es así? ¡No, en absoluto! El asunto es infinitamente más complejo. Y es necesario dejar claro desde un principio que no se trata de cuestiones religiosas; en todo caso, concretos intereses geopolíticos y económicos se anudan con cuestiones teológicas, pero presentadas de tal manera -perversamente engañosa, por cierto- que podría llegar a creerse que estamos ante cuestiones de fe. Por lo pronto, el llamado “fundamentalismo islámico” tiene mucho de creación mediática. De acuerdo con Zbigniew Brzezinsky, cerebro de la ultraderecha guerrerista estadounidense, la ayuda de la CIA a los insurgentes afganos fue aprobada en 1979, buscando así involucrar en la lucha a la Unión Soviética de modo directo. Ello sucedió, y la guerra en Afganistán trepó en forma exponencial, luego extendida a todo el Medio Oriente y el Asia central. A través del fundamentalismo islámico -fomentado y financiado por la Casa Blanca- se ayudó a terminar con el proyecto socialista en Afganistán, e indirectamente en la URSS. Brzezinsky, sin ninguna vergüenza, pudo decir entonces en declaraciones públicas: “¿Qué significan un par de fanáticos religiosos si eso nos sirvió para derrotar a la Unión Soviética?”
Por parte del gobierno de Tel Aviv, hoy encabezado por el genocida sanguinario de Benjamín Netanyahu, se trata, entonces, de una “heroica” lucha por defenderse de “fanáticos fundamentalistas anti judíos”. En pocas palabras, para mostrar la otra cara del asunto: el Estado de Israel juega un papel de avanzada de los intereses geoestratégicos de Washington en la región de Medio Oriente (¿su estado número 51?), y secundariamente de potencias capitalistas europeas, allí donde se encuentran enormes reservas petroleras, a la vez que posibilita un flujo constante del negocio de armamentos, siendo un eje central para dominar una región clave del mundo en términos geopolíticos. Más que nunca ahora, ante el avance de China y Rusia y la entrada en escena del proyecto de los BRICS, que busca la desdolarización del mundo, arrastrando con ello el declive de la hegemonía estadounidense.
Desde su nacimiento como estado independiente el 14 de mayo de 1948, la historia de Israel no ha sido sencilla. En realidad, si bien amparándose en el deseo histórico de un pueblo paria de tener su propio territorio, surge más que nada como estrategia geoimperial de las grandes potencias occidentales, Gran Bretaña y Francia entre las principales, con los intereses petroleros como trasfondo. La vergüenza, la admiración y el respeto que hizo sentir el Holocausto de seis millones de judíos a manos de la locura eugenésica de los nazis, preparó las condiciones para que ese nacimiento pudiera tener lugar. Una “compensación histórica”, podría decirse. Pero con el tiempo las cosas fueron cambiando; hoy el Estado de Israel juega el papel de una base de Washington en Medio Oriente. Su poder militar, y en especial su no declarada oficialmente capacidad atómica -hasta alrededor de 100 bombas podría disponer- representa el poderío militar del imperialismo estadounidense en una zona de especial interés geopolítico.
El actual presidente estadounidense, Joe Biden, siendo senador manifestó sin empacho que “Si Israel no existiera, Estados Unidos debería inventar Israel para proteger sus intereses en la región”. Hoy día el Estado de Israel lleva a cabo una política de terrorismo y agresión pavorosa; nada, absolutamente nada lo puede justificar, y las tropelías que comete contra el pueblo palestino son tan atroces como las que sufrieran los judíos en los campos de exterminio de Europa durante la Segunda Guerra Mundial a manos del nazismo. ¿Qué ha pasado ahí? ¿Cómo puede explicarse esta mutación tan asombrosa en tan poco tiempo? Parece ser cierto aquel aforismo psicológico que indica que se repite activamente lo que se padeció pasivamente. “Los árabes”, expresó el ultraderechista ex mandatario israelí Ariel Sharon, “sólo entienden la fuerza, y ahora que tenemos poder los trataremos como se merecen”; “y como solíamos ser tratados”, agregó con mucha perspicacia el politólogo palestino-estadounidense Edward Said.
Pero no siempre el Estado de Israel fue esa máquina de masacrar palestinos que es hoy día. En un primer momento, luego de su creación en 1948, no jugó el papel que actualmente se le conoce; por el contrario, trató de mantener una política de neutralidad entre los bloques de poder de entonces. Aunque ello duró poco; para comienzos de los 50 comienza a alinearse con una de las potencias que libraban la Guerra Fría: los Estados Unidos, y la doctrina de la neutralidad es desechada. En 1951 el premier israelí David Ben Gurión propuso secretamente enviar tropas de su país a Corea del Sur como ayuda a la guerra librada por Washington contra la pro soviética Corea del Norte. Pero durante la década de 1950 Estados Unidos no estaba interesado en fomentar la inestabilidad del Medio Oriente -tal como ahora-, cuyas principales zonas de interés coincidían con los intereses inmediatos del mayor grupo petrolero norteamericano en el Golfo Pérsico y en la Península Arábiga. Por eso en esa época los aliados estratégicos del militarismo israelí fueron Francia y Gran Bretaña. Luego de la Guerra del Sinaí de 1956 la situación regional empezó a preocupar a la administración de Washington, con el presidente Eisenhower a la cabeza. Para ese entonces comienzan a caer los regímenes monárquicos apoyados por Gran Bretaña, y en su lugar se da el ascenso de proyectos militares anti-occidentales que acudieron a la ayuda militar soviética. John Kennedy fue el primer presidente estadounidense que le vendió armas a Israel, y a partir de 1963 comenzó a forjarse una alianza no oficial entre el Pentágono y los altos mandos del ejército israelí. Esta supeditación de los intereses nacionales a la lógica del enfrentamiento entre las por ese entonces dos superpotencias globales por zonas de influencia y control en el Medio Oriente no sólo reprodujo la lógica del conflicto árabe-israelí, sino que echa mano -sin saberlo seguramente- de esa trágica historia del paso de víctima a victimario: “ahora que tenemos poder los trataremos como se merecen”, así como fuimos tratados nosotros en la Shoah (el Holocausto, o la Catástrofe, en hebreo).
La prensa occidental de las grandes corporaciones mediáticas nos tiene acostumbrados a presentar la convulsa situación del Medio Oriente como producto del terrorismo islámico del que es víctima el estado de Israel. Pero como dijo Adrián Salbuchi: “Estados Unidos, Gran Bretaña e Israel han declarado a Hamas y Hezbollah como “organizaciones terroristas. Conviene recordar, sin embargo, que el origen de las Fuerzas de Defensa Israelíes (el Ejército de Israel) surge de la fusión en 1948 de tres grandes organizaciones terroristas: los grupos Stern, Irgun y Zvai Leumi que previo al surgimiento del Estado de Israel, perpetraron crímenes terroristas como el asesinato del mediador de la ONU en Palestina, Conde Bernadotte (organizado por la guerrilla a cargo de Ytzakh Shamir, luego primer ministro israelí), y el ataque terrorista con bombas en 1947 contra el Hotel Rey David de Jerusalén, sede de la comandancia militar británica (perpetrado por la guerrilla de Menahem Beghin, luego también primer ministro israelí). Una de dos: o todos estos grupos -Hamas, Hezbollah y Ejército Israelí- son catalogados como “fuerzas de defensa”; o son todos catalogados como ‘grupos terroristas’”.
Conviene recordar también que las voces más racionales surgidas entre judíos, como la de Ytzakh Rabin, ex primer ministro que buscaba un entendimiento con sus vecinos árabes, fueron silenciadas por los fundamentalistas guerreristas que tienen secuestrado el Estado israelí. Rabin -como dijo el citado Saluchi- “fue acribillado a balazos en Israel no por un terrorista musulmán; no por un neonazi; sino por Ygal Amir, un joven militante sionista israelí estrechamente vinculado al movimiento ultraderechista de los colonos, y próximo al Shin Beth, el servicio de seguridad interna israelí”. Si alguien no quiere la paz en esta zona, parece ser el gobierno israelí precisamente.
Vemos entonces cómo se anudan concretos y terrenales intereses económicos con una presunta disputa religiosa, más realzada por la corporación mediática que otra cosa. Una visión tendenciosamente simplificada -y maniquea- de la situación pretende hacer ver la lucha entre judíos y árabes como consustancial a la historia, como una vieja disputa entre hermanos que compartieron un ancestral territorio, marcados por diferencias de credo irreconciliables. Aunque en verdad, este conflicto ni es religioso, ni tampoco étnico, por cuanto los palestinos son tan semitas como los judíos y durante siglos han convivido en paz.
Debe destacarse que, dentro del Estado de Israel, e igualmente en la diáspora, infinidad de voces judías se levantan contra el actuar terrorista del sionismo genocida que maneja Tel Aviv. “Los crímenes del gobierno fascista israelí, destinados a sostener la ocupación, están conduciendo a una guerra regional. Tenemos que detener esta escalada. En estos tiempos difíciles, repetimos nuestra condena inequívoca de cualquier ataque contra civiles inocentes e instamos a todas las partes a detener a los civiles en el ciclo de violencia”, se expidió el Partido Comunista de Israel luego de la amenaza de Netanyahu de aplastar a los palestinos de la Franja de Gaza, posterior al ataque de Hamas del pasado 7 de octubre de 2023.
La inestabilidad, los conflictos y las guerras periódicas son el medio funcional para el florecimiento de los negocios de las corporaciones de la industria de armamentos y de las grandes empresas petroleras. “Así como los gobiernos de los Estados Unidos [y otras potencias capitalistas] necesitan las empresas petroleras para garantizar el combustible necesario para su capacidad de guerra global, las compañías petroleras necesitan de sus gobiernos y su poder militar para asegurar el control de yacimientos de petróleo en todo el mundo y las rutas de transporte”, expresó vez pasada James Paul en un informe del Global Policy Forum. Lo trágico en este anudamiento de intereses complejo es el papel al que se destina a un pueblo tan sufrido históricamente como el judío. Y mucho más aún, al pueblo palestino, que juega hoy el papel de víctima masacrada. El llamado “fundamentalismo islámico”, o sea los “sanguinarios terroristas musulmanes”, son una creación de la CIA para justificar su avanzada en una zona de intereses vitales de la Casa Blanca.
Si alguien dijo, quizá inocentemente, que “en la guerra nadie gana”, eso no es cierto: ganan quienes la promueven. La estrategia de hegemonía global de Estados Unidos necesita la guerra. Un Medio Oriente en llamas le es funcional, por eso abiertamente apoya la injustificable e inmoral intervención militar israelí en Palestina, y más aún, en toda la región. Ahora Tel Aviv ataca al Líbano y a Irán, con el abierto apoyo de Washington. Como en su momento dijera el general israelí Moshé Dayan “Israel es como un perro rabioso, muy peligroso para ser molestado”. Esa es la tarea que está cumpliendo ahora el gobierno de ese país. ¿Se estará buscando una guerra regional de proporciones gigantescas, incluso con armamento nuclear? ¿Quién gana con eso? La población de a pie, de ninguna de las partes implicadas, seguro que no. ¿Las tradicionales élites de poder: Wall Street, las petroleras, el complejo militar-industrial de Estados Unidos? Así parece.