“El comunismo es también impensable sin la liberación de la mujer” - Inessa Armand
En
numerosas ocasiones las feministas han arremetido contra las
organizaciones comunistas por situar la lucha por la liberación de las
mujeres en un segundo plano o postergarla, algo que ha ocurrido y ocurre
en ciertas ocasiones.
Además de la crisis del capitalismo, la
militancia comunista afronta también la indudable crisis de su propio
movimiento. Aunque existe la tentación de aferrarse a un pasado más
luminoso (generalmente, anterior al revisionismo), el deber de las
militantes y las organizaciones es saber que la crisis del movimiento
comunista no se supera yendo hacia atrás, sino “tragándose vivo” ese
pasado para impulsarse hacia delante y superar lo existente: la negación de la negación. El
movimiento debe desarrollarse, revisarse, mejorarse, y una de las
asignaturas pendientes es la línea antipatriarcal, que obliga a
colectivos y militantes a enfrentarse a sus contradicciones.
La
manera de superar estas diferencias y contradicciones es alzar la
bandera de una teoría y práctica comunista de naturaleza dialéctica, ni
esquemática ni dogmática, que sin traicionar sus principios admita la
necesidad de su propio avance y desarrollo mediante la crítica y la
autocrítica.
Desde su fundación, al igual que otros colectivos,
Red Roja se define también como feminista, pero la simple etiqueta no se
convierte en realidad de la noche a la mañana como accionando un
interruptor. Aunque existe acuerdo en la necesidad de la lucha contra el
patriarcado, la construcción de nuestra organización como
antipatriarcal es un proceso atravesado por numerosas contradicciones
que nos pueden hacer avanzar, como no podía ser de otra manera.
Estas
contradicciones, latentes o explícitas, están presentes de diferentes
maneras dentro de las organizaciones comunistas y el movimiento
revolucionario en general. Considerarnos revolucionarias/ revolucionarios
no hace automáticamente desaparecer en nuestro interior la ideología
patriarcal y sus actitudes, en las que llevamos socializándonos de
diferentes maneras desde hace miles de años; al contrario, la militancia
revolucionaria debe exigirse un ataque sin concesiones contra el
patriarcado hacia fuera y hacia dentro, tanto a nivel personal como a
nivel de colectivo. Estas resistencias patriarcales (muchas veces
inconscientes y cargadas de automatismos) y los conflictos que generan
se plasman de diversas formas, como la tan conocida dinámica de relegar
lo feminista a un segundo plano de importancia, el olvido sistemático de
la visión antipatriarcal, actuar como si un análisis puramente
económico fuese suficiente o considerar que lo feminista “ya está
incluido” sin necesidad de nombrarlo.
La lucha de clases y la
lucha contra el patriarcado están profundamente interrelacionadas; la
explotación específica de las mujeres es clave para el capitalismo, dado
que las mujeres son productoras y reproductoras de una mercancía
capitalista esencial: la fuerza de trabajo. El capitalismo se vale del
patriarcado pre-existente, lo instrumentaliza, y explota doblemente la
fuerza de trabajo de las mujeres. Además de producir fuerza de trabajo
(biológica y socialmente), el trabajo doméstico de las mujeres se plasma
en comida, afecto, ropa limpia, lo que reproduce la fuerza de trabajo,
siendo una pieza clave para la organización y explotación capitalista.
Además, la maquinaria ideológica se dirige a construir un prototipo
“femenino” de mujer alienada, que se convierta en transmisora efectiva
de la ideología dominante.
Por ello, la liberación de las mujeres
no podrá ser completa hasta que hayamos destruido las relaciones de
explotación del capitalismo. De igual modo, como ya se ha comprobado en
las experiencias históricas revolucionarias, el avance hacia el
socialismo no suponen automáticamente victorias en la lucha contra el
patriarcado. Es justo decir: la revolución será feminista o no será, el feminismo será revolucionario o no será. Para
llevar este concepto a la práctica es necesario abandonar el enfoque
(erróneo y eurocéntrico) de progreso, según el cual el pasado siempre
fue peor y el futuro siempre será más avanzado que el presente, y asumir
en primera persona la responsabilidad de nuestra liberación.
Aunque previo al capitalismo, el patriarcado tiene mucho que ver con la propiedad privada y con el poder.
Carlos
Tupac (2012) cita a Victoria Sau cuando indica que el establecimiento
definitivo del patriarcado se produce en el Neolítico, siendo pilares de
ello el desarrollo del arado y el conocimiento del papel del hombre en
la reproducción: sin esto no se dan las condiciones materiales para el
establecimiento de la opresión y explotación sistemática de las mujeres.
Estas son las raíces de la dominación, opresión y explotación de la
mujer por parte del hombre y las sociedades de clases: la mujer cumple
el papel de instrumento de producción esencial del patriarcado al
generar fuerza de trabajo, vida, placer y conocimiento.
La raíz
de la contradicción, por tanto, estaría en la relación entre la
violencia patriarcal y el proceso social de producción. De ahí podemos
seguir los procesos históricos y reconocer que el fortalecimiento del
patriarcado va ligado al avance de la propiedad privada sobre la
colectiva. Buen ejemplo de ello fue la necesidad de la ofensiva
patriarcal contra las “brujas” -con el objetivo destruir el control que
las mujeres habían tenido sobre sus cuerpos y su papel relevante en las
relaciones sociales basadas en la propiedad colectiva- para la
acumulación originaria de capital que anuncia la llegada del capitalismo
(Federici, 2010).
Ciencia de las oprimidas
Aquí
reivindicamos el carácter científico (en sentido amplio) del marxismo y,
en general, de cualquier conocimiento válido. Consideramos que
“científico” engloba algo más que el uso del método experimental: nos
referimos al hecho de contrastar toda teoría con la práctica y la
realidad, afirmando que “la práctica es la única prueba de la verdad”.
Con esto no queremos afirmar que los resultados científicos traigan la
verdad absoluta, sino que es la única herramienta que nos permite tener
cierto grado de certeza sobre lo que conocemos: la ciencia, al igual que
el marxismo, tiene que ir revisándose continuamente en un proceso de
crítica y autocrítica.
Al igual que ocurre con la violencia o la
moral, es imposible hablar de ciencia en abstracto, especialmente cuando
las investigaciones están tan controladas por la financiación
empresarial y los intereses de la clase dominante. Existe una ciencia
que sirve a las oprimidas y una ciencia que sirve a los opresores y, con
este artículo, se pretende modestamente poner ciertas investigaciones
científicas de parte de las oprimidas.
Susan Fiske y Peter Glick
(1996) diseccionan el patriarcado desde la psicología, y sostienen que
es diferente de otros sistemas de dominación como el de la opresión
étnica al tener un carácter ambivalente: engloba dos grandes grupos de
actitudes, lo que llaman “sexismo hostil” y “sexismo benevolente”, ambos
igualmente patriarcales y dominadores. El polo hostil estaría compuesto
por actitudes agresivas, que consideran a las mujeres incapaces y que
vendrían a equipararse con las actitudes machistas explícitas. El polo
benevolente se caracteriza por considerar a las mujeres seres
maravillosos, pero frágiles, que deben ser protegidos; la benevolencia
no es opuesta a la hostilidad, sino que es igualmente patriarcal y
supone una cómoda racionalización a la hora de apartar a las mujeres de
cualquier posición de poder y autonomía.
Estas actitudes
benevolentes, muchas veces implícitas y condescendientes en esencia, no
son ni inocentes ni inofensivas como se argumenta en ocasiones, y deben
ser combatidas de igual modo que las actitudes patriarcales explícitas y
hostiles. Esto no es sólo una teorización abstracta, sino que los
experimentos realizados por la psicóloga Muriel Dumont y por su
compañero Benoit Dardenne (2007) muestran cómo las actitudes
patriarcales sutiles, condescendientes o paternalistas tienen un impacto
negativo sobre el rendimiento cognitivo de las mujeres muy superior al
de las actitudes machistas directas y hostiles, que generalmente
producen en quienes las sufren reacciones defensivas y de
auto-afirmación.
Considerar este tipo de actitudes inocuas nunca
ha sido, y ahora menos, una simple cuestión de opinión, sino parte de la
ideología patriarcal.
Fiske y Glick continúan su análisis
psicológico del patriarcado distinguiendo entre tres componentes básicos
del mismo, cada uno expresándose en la dimensión hostil y en la
benevolente: paternalismo (dominador o protector), la diferenciación de
género (competitiva o complementaria) y la heterosexualidad.
El
paternalismo se define como la actitud “de un padre lidiando con sus
hijas e hijos”, y puede ser dominador al considerar que las mujeres no
son adultos completamente responsables y necesitan la supervisión de un
hombre, o protector al creer que el hombre tiene la función de cuidar de
la mujer y de su familia; el ejemplo más directo de esto es la familia
patriarcal tradicional, que autores como C. Tupac consideran el núcleo
de reproducción básico tanto de la ideología patriarcal como de la
burguesa.
La diferenciación de género es otro de los pilares
básicos de la psicología del patriarcado: el uso de las diferencias de
sexo como base para la diferenciación social. Esto se manifiesta en la
identidad de género, que es una de las identidades subjetivas grupales
que suele desarrollarse antes y con más fuerza (al menos, entre las
personas cuya identidad de género coincide con su género biológico). La
diferenciación de género competitiva justifica el poder de los hombres
argumentando que son éstos quienes poseen las cualidades necesarias para
ejercer el poder y la autoridad en la sociedad, al contrario que las
mujeres. La diferenciación de género complementaria se basa en afirmar
que las mujeres poseen talentos naturales que los hombres tienen en
menor medida, sobre todo relacionados con los cuidados, la ternura, y la
sensibilidad; como hemos afirmado antes, se trata sólo de racionalizar
el hecho de apartar a las mujeres de las posiciones de poder de una
forma benevolente. La ideología dominante se ha basado en la ciencia
para justificar esta diferenciación de género, al señalar como fuente de
esta diferencia social ciertas diferencias biológicas entre sexos: el
grosor del cuerpo calloso (la estructura que conecta ambos hemisferios
cerebrales), las diferencias en el hipotálamo, en la lateralidad de
funciones, las diferencias en simetría en el campo temporal izquierdo,
etc. Esto implica una visión mecánica, que establece una relación
directa de causa-efecto entre las diferencias neurales y las diferencias
conductuales. Este punto de vista es limitado, y las últimas
investigaciones (Pascual-Leone, 2005) en neuroplasticidad han demostrado
que el cerebro es un órgano esencialmente dinámico, y que la la
relación entre anatomía cerebral y conducta es dialéctica: los cambios
neurales producen cambios de conducta, y los cambios de conducta
producen cambios neurales. Esto permite apuntar que son las diferencias
sociales impuestas a los cuerpos las que provocan las diferencias
cerebrales entre esos cuerpos, según sean leídos hombre o mujer. Esta
conclusión está avalada por lo estudios Baby X realizados por las
investigadoras Carol A. Seavey, Sue Rosenberg Zalk y Phyllis A. Katz
(1975). Estos estudios, replicados en varias ocasiones, muestran cómo la
forma de tratar a bebés de pocos meses cambia radicalmente si quien
interactúa con ellos/ellas cree que son de sexo masculino o femenino,
estando las interacciones hacia quien se cree que es varón marcadas por
la estimulación física, y las interacciones hacia las bebés leídas mujer
caracterizadas por la suavidad y la riqueza en la expresión verbal.
El
componente heterosexual (y heteronormativo) del patriarcado es
considerado por Susan Fiske y P. Glick como la fuente más clara de la
ambivalencia, ya que las mujeres son “madres, amantes y objetos
románticos” además de simple fuente de fuerza de trabajo explotada. La
“atracción heterosexual” es inseparable del deseo genuino de cercanía
(intimidad heterosexual) pero este deseo no puede escindirse fácilmente
de la “dominación heterosexual”. Esto se ve con claridad cuando se
observa que, aunque las relaciones heterosexuales de pareja son la
fuente de importantes sentimientos de intimidad y euforia para muchas
personas, también suponen la mayor amenaza de sufrir violencia física
para las mujeres; por supuesto, aquí se incluyen las cadenas del amor
romántico y la trampa de la doble explotación. La heteronormatividad,
necesaria para el mantenimiento de la opresión y explotación de las
mujeres, es impuesta por el patriarcado (correctamente definido, por
tanto, como heteropatriarcado).
En esta línea se enmarca
la investigación de Soledad de Lemus (2010), que concluye que las
primeras experiencias amorosas (heterosexuales) en adolescentes predicen
un aumento de las actitudes patriarcales tanto en hombres como en
mujeres.
Entre las organizaciones y los movimientos se ha
extendido de un tiempo a esta parte la importancia de emplear un
lenguaje inclusivo que no invisibilice a las mujeres, no sin cierto
esfuerzo. Aunque se critica que algunas personas limitan su feminismo a
las habilidad para hablar con la “A”, no debe olvidarse que el tema del
lenguaje es una cuestión de importancia crucial, que algunos aún
consideran poco más que una nimiedad incómoda o una excentricidad a la
que se le han de hacer concesiones. En Red Roja hemos apoyado en varias
ocasiones la afirmación “el lenguaje crea pensamiento”, pero ¿cuánto tiene esto de verdad y en base a qué?
Que
una compañera afirme que no se siente incluida por el género “masculino
neutro” bastaría y sobraría para trabajar hacia un cambio en ese
lenguaje, pero no es sólo una cuestión de preferencia personal. La línea
de investigación de la psicóloga Lera Boroditsky (2001) afirma que el
lenguaje que empleamos es una poderosa herramienta a la hora de moldear
el pensamiento, e influye en la concepción que tenemos de la realidad Es
decir, nuestra forma de hablar influye en nuestra forma de pensar.
Según el estudio de Melanie M. Ayres (2009), el mismo hecho de que una mujer se considere feminista,
es el factor predictivo más importante de que esa mujer se enfrentará a
una agresión patriarcal (en lugar de evitarla o huir), por encima de
otros factores, por ejemplo, tener experiencia previa con actitudes
sexistas.
Feminsmo ¿de clase?
No es un secreto que
la etiqueta “feminismo de clase” se utiliza como coartada para tratar
de hacer ver que la lucha antipatriarcal está (o incluso que siempre ha
estado) dentro de la línea anticapitalista “tradicional”; de igual modo,
se utiliza como un escudo por parte de ciertas personas o colectivos
que quieren evitar la tan necesaria (auto)revisión en clave feminista.
Este mal uso del concepto (a veces consciente, a veces no) que pretende
fagocitar la lucha antipatriarcal y subordinarla a la lucha de una clase
trabajadora concebida desde un esquema rígido, escolástico, y ciego a
todo lo que no sea directamente económico, llev a en la p ráctica a
invisibilizar la opresión de género.
Muy al contrario, el
feminismo de clase es la teoría y praxis que comprende que la lucha
feminista debe enfrentarse a todas las contradicciones que la afectan.
La liberación de las mujeres o de identidades no-heteronormativas, de
igual modo (y al mismo tiempo tan diferente) que ocurre con la
autodeterminación de los pueblos oprimidos, son contradicciones
existentes en el seno de la clase trabajadora, pero no por ello impiden
el avance hacia la emancipación de la clase: son contradicciones no
antagónicas. No puede existir un futuro de libertad que no sea de clase:
el asalto al poder por parte de la clase trabajadora y proceso de
avance hacia una sociedad sin clases no es suficiente, pero sí
necesario, para la liberación de las mujeres del yugo patriarcal.
Tampoco se puede hablar de comunismo o, simplemente, de libertad, sin
que las oprimidas por el heteropatriarcado tomen el cielo por asalto.
Ya
que el patriarcado y el capitalismo van de la mano, y lo mismo deben
hacer las luchas que se les oponen, no en vano los mayores avances en
materia feminista (con sus limitaciones) coinciden con períodos de
correlación de fuerzas favorables a la clase obrera (la revolución
bolchevique, el gobierno del Frente Popular en el Estado español) y al
contrario (el avance del fascismo en los años 30, el triunfo de los
golpistas en la guerra antifascista del 36-39, la reacción capitalista
neoliberal, etc.).
La clase trabajadora tiene sexo, raza y
nación, pero esta diversidad no es un obstáculo, sino un motor hacia su
desarrollo: la lucha contra el capital es la lucha contra las divisiones
que el capital nos impone (Benítez, I., 2014).
La necesidad de
espacios de lucha específicos o saber de que la opresión de género tiene
un carácter transversal no está reñida en absoluto con concebir que la
lucha contra el patriarcado implica necesariamente la lucha contra el
capitalismo aunque no se reduzca a ella. Para conquistar su futuro, la
lucha feminista debe tener un componente esencial de clasismo e
internacionalismo.
Lo mismo puede aplicarse en el otro sentido:
la lucha comunista que no reconozca o reduzca la lucha feminista estará
abocada al fracaso de su mayor objetivo: la liberación de la humanidad.
La verdadera lucha anticapitalista será, siempre, antipatriarcal.
Referencias bibliográficas
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Seavey, C., Katz, P., Zalk, S. (1975). Baby X. Sex Roles 1(2): 103-109.
Tupac, C. (2012). Terrorismo y civilización. Boltxe Liburuak.
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