lunes, 13 de marzo de 2023

Decrecimiento: la palabra mágica para salvar el mundo y sus culturas

 Decrecimiento: la palabra mágica para salvar el mundo y sus culturas

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Fuentes: El salto [Imagen: ÁLVARO MINGUITO]

El 24 de noviembre de 2022 se celebró el último encuentro del ciclo Diálogos por un consumo sostenible, organizado por el Ministerio de Consumo con el objetivo de “abordar los retos y desafíos de sostenibilidad de las personas consumidoras”. Esa cita de cierre se tituló “Decrecimiento para salvar la vida”, un encabezado que subraya la importancia capital del concepto sobre el que orbitan las expectativas políticas, económicas y sociales más discutidas en el primer cuarto del siglo XXI: cómo se invierten las prioridades para que exista un futuro. Los argumentos suenan desde hace décadas y se han ido abriendo paso desde los movimientos sociales hasta capas más amplias de la población. O se reduce significativamente el consumo de recursos y energía o no habrá tal porvenir. Vivir dentro de los límites del planeta es un imperativo, algo no opcional, o no habrá tal vida. El decrecimiento, tesis planteada desde el ecologismo y la economía crítica como tabla de salvación para que podamos llegar al día de mañana, ha entrado en los despachos ministeriales vestido de fenómeno de época que retrata las desigualdades globales y locales, y propone cómo superarlas.

“El corazón del problema es el criterio por el que decidimos qué producimos, cómo lo distribuimos y qué consumimos, es decir, la definición clásica de qué es la economía”, señaló el ministro de Consumo, Alberto Garzón, durante la conversación que mantuvo en ese encuentro con Jason Hickel, profesor e investigador de la London School of Economics y la Universitat Autònoma de Barcelona. “Bajo el capitalismo, el criterio es la maximización del beneficio”, concretó el ministro. Por su parte, Hickel advirtió que “el meollo político de nuestro tiempo es quién va a tener que reducir su consumo de energía y ahora, bajo el capitalismo, la respuesta siempre es que quien lo va a sufrir son los pobres, la clase trabajadora”.

Del término “decrecimiento” se empezó a hablar a finales de los años 60, cuando el Club de Roma encargó un informe al Instituto Tecnológico de Massachusetts para localizar soluciones a problemas mundiales. El trabajo se publicó en 1972 bajo el título Los límites del crecimiento y alertaba de los riesgos ecológicos del crecimiento económico continuado. En 1979 vio la luz Demain la décroissance (Mañana, el decrecimiento), una recopilación de artículos y ensayos de Nicholas Georgescu-Roegen, considerado por algunas voces como el padre del concepto.

En abril de 2008 tuvo lugar en París la primera Conferencia Internacional sobre Decrecimiento Económico para la Sostenibilidad Ecológica y la Equidad Social. La segunda edición abrió sus puertas en Barcelona a finales de marzo de 2010. En su comité organizador local participó Giorgos Kallis, economista e investigador griego que considera que el decrecimiento es un marco para explicar las crisis y proponer soluciones. En febrero del año pasado, Kallis declaraba a El Salto que, entendido así, el decrecimiento sugiere que “lo que conecta las diferentes facetas de la actual crisis ecológica, económica y social es el propósito ciego de más y más crecimiento económico, algo que está enraizado en las sociedades capitalistas”. En su opinión, esa búsqueda del crecimiento está detrás del cambio climático, los recortes y el aumento de las desigualdades. “La alternativa —apuntaba— es diseñar una sociedad que haga más con menos, una sociedad que sepa cómo prosperar sin crecimiento”. También en 2010, el profesor universitario Carlos Taibo, uno de los autores que más ha tratado en España el decrecimiento, asumía que si este no se lleva a cabo voluntaria y racionalmente, habrá que hacerlo obligatoriamente como resultado del hundimiento del capitalismo. Taibo afirmaba entonces que el decrecimiento “debe acarrear mejoras sustanciales” vinculadas a la redistribución de los recursos, la creación de nuevos sectores que atiendan las necesidades insatisfechas, la preservación del medio ambiente, el bienestar de las generaciones futuras, la salud de los ciudadanos y las condiciones del trabajo asalariado, o el crecimiento relacional en sociedades en las que el tiempo de trabajo se reducirá sensiblemente. Once años después, Taibo revisó el estado de la cuestión en Decrecimiento. Una propuesta razonada (Alianza, 2021) y llegó a una conclusión similar: “Para mantener las actividades económicas hoy existentes en España es necesario contar con un territorio al menos tres veces mayor que el disponible. En semejante escenario, a duras penas sorprenderá que la propuesta del decrecimiento señale que los países ricos del norte del planeta están obligados a reducir los niveles de producción y de consumo”.

Luis González Reyes, de Ecologistas en Acción, entiende que la aplicación del decrecimiento ha de ser muy diferenciada en función de la clase social, el lugar y el nivel de desigualdad, y que ha de implicar “necesariamente” una escala de economías más locales

Para Luis González Reyes, coautor junto a Ramón Fernández Durán de En la espiral de la energía (Ecologistas en Acción, 2014), la propuesta política del decrecimiento plantea cómo hacerlo con parámetros de justicia y democracia, teniendo en cuenta el “hecho incontestable de que el decrecimiento va a ocurrir” y que hay una parte de la población mundial “que tiene un exceso de consumo muchísimo mayor que otra parte, que, de hecho, esta otra vive en condiciones miserables y, por tanto, tiene que aumentar su consumo, no disminuirlo”. Por ello entiende que la aplicación del decrecimiento ha de ser muy diferenciada en función de la clase social, el lugar y el nivel de desigualdad, y que ha de implicar “necesariamente” una escala de economías más locales porque “una parte importante de nuestro consumo tiene que ver con el transporte, y este tiene que disminuir”. Además, González Reyes añade que “esto tiene que meterse dentro del funcionamiento normal de la biosfera, del funcionamiento de la vida. Y esto significa básicamente un metabolismo mucho más agrario que industrial”.

“Hablamos más del cambio climático, que desde luego también es muy preocupante, pero creo que el exterminio de vida salvaje está yendo todavía más rápido y le prestamos menos atención”, dice la filósofa Marta Tafalla

A Marta Tafalla, profesora de Filosofía en la Universitat Autònoma de Barcelona, le impresionó un estudio científico que cifraba en un 90% la probabilidad de que nuestra civilización se autodestruya en un futuro próximo —entre dos y cuatro décadas— si se mantienen las tasas actuales de crecimiento de la población humana, consumo de recursos naturales y deforestación. Ante esta hipótesis, sugiere ordenar las prioridades dado el nivel de emergencia: “Por ejemplo, nadie necesita ir de crucero, se puede vivir sin ir de crucero. Contaminan un montón y no son una cosa esencial. La mayor parte de los vuelos no son imprescindibles. Deberíamos hacer una reducción radical en elementos como estos. Hay cosas que podríamos dejar de hacer y nuestra vida no empeoraría. Hay que determinar a qué cosas podríamos renunciar sin que sea una gran pérdida y dejaríamos de hacer mucho daño a la biosfera”. Tafalla publicó el año pasado Filosofía ante la crisis ecológica en la editorial Plaza y Valdés, un ensayo que mezcla la óptica personal y la filosófica para proponer el decrecimiento, el veganismo y el rewilding como modos de relación con los demás seres vivos que habitan el planeta. Ella considera que la pérdida de vida salvaje es el indicador más claro de que la situación es realmente muy grave: “Hablamos más del cambio climático, que desde luego también es muy preocupante, pero creo que el exterminio de vida salvaje está yendo todavía más rápido y le prestamos menos atención. De los ocho millones de especies de animales y plantas que hay en el planeta, un millón está en peligro de extinción. De todos los mamíferos que hay en la Tierra, medidos en términos de biomasa, ya solo el 4% son salvajes, el resto somos humanos y ganado. Estamos perdiendo vida salvaje a muchísima velocidad. Para vivir dependemos de esa vida salvaje, a medida que se pierde, los ecosistemas se degradan”. Según esta filósofa, lo más efectivo que podemos hacer para frenar el exterminio de la biodiversidad y el cambio climático es “pasarnos a una dieta vegetal, no es tan difícil ni descabellado”.

Aprendiendo a desaprender

El rechazo del sector empresarial al decrecimiento como propuesta política se hizo explícito en octubre de 2021, cuando el Cercle d’Economia de Catalunya —una organización corporativa que ejerce de lobby— lanzó el comunicado Barcelona y Cataluña: un modelo compartido de prosperidad es necesario y urgente. Un mes antes, el Gobierno y Aena habían descartado definitivamente la ampliación del Aeropuerto de El Prat. En el texto, el Cercle calificaba como irresponsable la “apología del decrecimiento” y afirmaba que este no es creíble ni siquiera en el ámbito de la crisis climática. “La historia económica nos ha enseñado que es gracias al crecimiento que el nivel de vida y el bienestar de los ciudadanos ha podido mejorar”, se lee en el comunicado, que también apunta que “en los países industrializados se está demostrando que se pueden compatibilizar el crecimiento económico y la disminución de emisiones”. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2021 las emisiones de gases de efecto invernadero aumentaron en España un 5,7% con respecto al año anterior y se situaron en 294,9 millones de toneladas de dióxido de carbono equivalente (CO2eq). Y en 2022 se volvieron a incrementar en otro 5,7%, con un total de 305 millones de toneladas de CO2eq, de acuerdo con el Observatorio de Sostenibilidad. El informe Escenarios de trabajo en la transición ecosocial 2020-2030, presentado por Ecologistas en Acción en 2019, examinó varios horizontes probables y anticipó que el decrecimiento podría alentar una “primarización” de la economía española por la que en 2030 se habrían creado 1,3 millones de empleos si se implantase una jornada laboral semanal de 30 horas y el empleo se distribuyese de forma homogénea entre la población activa.

A Luis González Reyes no le extrañan las críticas cada vez más explícitas a la propuesta decrecentista desde las derechas. Primero, recuerda, negaron la realidad de la crisis ecosocial; luego plantearon desde una perspectiva tecno-optimista que las mejoras tecnológicas permitirán salvar los problemas. También han aludido al empobrecimiento y la falta de producción de bienes y servicios que ocasionaría, cuando lo que existe es una “sobreproducción clarísima de bienes y servicios” y el problema es “el reparto, un elemento central de la política decrecentista”, opina este miembro de Ecologistas en Acción para quien el decrecimiento es en sí mismo “una propuesta anticapitalista que plantea que este modelo socioeconómico es incompatible con los límites del planeta y que tenemos que avanzar hacia otro modelo socioeconómico”. El margen temporal de actuación —¿lo hay o no?— y el papel de las energías renovables son ejes de encendida discusión entre quienes comparten diagnóstico pero difieren en el método. Marta Tafalla, por su parte, señala los altos muros a los que se enfrenta el planteamiento decrecentista: “Es muy polémico porque es ir contra los valores con los que nos han educado: la superioridad humana por encima de otras especies, el crecimiento infinito de la economía, colonizaremos Marte, después Plutón, siempre más, más, más. Todo esto del decrecimiento es otra cosmovisión, es un cambio de paradigma, y por eso resulta chocante”.

Menos streaming y más ir al cine o a la biblioteca

El raro año de la pandemia trajo consigo una situación también rara: la decisión de una editorial de parar máquinas, de dejar de publicar libros temporalmente. Una anomalía en una industria caracterizada por el lanzamiento continuo de novedades y la excesiva oferta. Según la Estadística de la Edición Española de Libros con ISBN, en 2021 los títulos inscritos fueron 92.722, un 18,2% más que en 2020. El número de editores con actividad durante 2021 fue de 3.164, con una producción media de 29 libros. Errata Naturae fue la editorial que no actualizó su catálogo entre marzo y octubre de 2020. Sí publicó un manifiesto explicando esa decisión y criticando algunas dinámicas habituales del sector. El parón no tuvo que ver con una apuesta decrecentista pero sí sirvió para que la editorial, en la que trabajan siete personas, se replanteara su función y objetivos.

“Más que pensar cómo puede decrecer el sector cultural, nos interesaría pensar si hay opciones o estrategias reales para que este contribuya a la necesaria sustitución del capitalismo por un sistema más justo y sostenible para todos y todas”, afirma Rubén Hernández, editor de Errata Naturae

“Más que pensar cómo puede decrecer el sector cultural, nos interesaría pensar si hay opciones o estrategias reales para que este contribuya a la necesaria sustitución del capitalismo por un sistema más justo y sostenible para todos y todas”, afirma Rubén Hernández, editor y socio fundador de Errata Naturae, quien también señala que no comparten exactamente la propuesta del decrecimiento, al considerarla “irreal y limitada” en términos macroeconómicos.

La reflexión durante ese paréntesis les llevó a cambiar cosas: implantaron la semana laboral de cuatro días sin reducir salarios, modificaron el papel de sus ediciones para disminuir el consumo de agua y las emisiones de CO2 en su producción, decidieron no publicar e-books y revisar su relación con grandes empresas cuyos objetivos no comparten. También, recuerda Hernández, han trabajado en el boceto de una propuesta orientada a avanzar en la transición ecológica del sector del libro, planteada “de forma abierta para su discusión colectiva en foros ya existentes o futuros, con o sin nuestra participación”. Acompañando a la línea editorial, cuyos últimos lanzamientos incluyen títulos como Bastarda, de Dorothy Allison, y El capitalismo o el planeta, de Frédéric Lordon, en Errata Naturae aseguran que su preocupación es “buscar y proponer opciones democráticas, colectivas y sostenibles para transformar un sistema político y económico que nos aboca a todos al desastre, y muy especialmente a los que menos tienen o a los que están más expuestos”.

“Pensaría más en cómo la cultura puede favorecer ese nuevo escenario que vamos a tener que asumir sí o sí, cómo la cultura es un campo estratégico para transformar la materialidad de las relaciones sociales y ese imaginario que se construye, esos horizontes deseables”, dice Jazmín Beirak, portavoz de cultura de Más Madrid

En torno a la cultura, sus distintas acepciones, interpretaciones y manifestaciones ha trabajado Jazmín Beirak desde diferentes lugares. Hoy es responsable de cultura en el partido Más Madrid y su portavoz de esta área en la Asamblea de Madrid. También es autora de Cultura ingobernable, un ensayo para pensar el futuro de la cultura y cómo esta puede cambiar el mundo, según la editorial Ariel. En sus páginas trata los debates sobre la cultura como sector industrial pero también la noción antropológica; la relación con las instituciones públicas y la defensa de los derechos culturales. Y sostiene que la cultura no es un concepto estable sino “un universo mutable, sin límites y en permanente expansión”. Entonces, ¿cómo se podría decrecer desde allí? “Pensaría más en cómo la cultura puede favorecer ese nuevo escenario que vamos a tener que asumir sí o sí, cómo la cultura es un campo estratégico para transformar la materialidad de las relaciones sociales y ese imaginario que se construye, esos horizontes deseables”, contesta Beirak, quien se muestra especialmente interesada en los derechos culturales, entre otros, el acceso a la cultura, a la propia identidad, a la memoria, la participación en la vida de la comunidad o la libertad de creación y expresión. Ella asegura que en los últimos años hay un auge de la reivindicación de que sean el eje de la acción pública, “lo que es un síntoma de que estos derechos vienen a sustituir al paradigma de las industrias culturales, que ha sido el correlato en lo cultural del neoliberalismo, una cultura cuya principal finalidad es el beneficio económico”. Los derechos culturales, según Beirak, permiten en cambio “poner en el centro el hecho de que el sentido último de la cultura no es la rentabilidad o la productividad sino ese campo en el que las personas nos expresamos, construimos significados, generamos identidad y pertenencia. Transformar ese marco tiene que ver no explícitamente con el decrecimiento sino con tener una nueva herramienta y una nueva aproximación a la cultura para un contexto histórico marcado por la necesidad de hacer frente a los excesos padecidos durante las últimas décadas”.

Hablando de propuestas concretas, Beirak es partidaria de medir y reducir los impactos medioambientales —en la huella de carbono o el consumo de agua— de las actividades culturales como macroeventos y festivales. Pero considera que, de fondo, urge una revisión del modelo puesto que la profusión de “grandes equipamientos de mantenimiento insostenible” ya no es viable.

Según Luis González Reyes, decrecer en la industria cultural pasa por mirar a las tecnologías y por un cambio en los patrones de consumo: “No es en absoluto lo mismo, en cuanto a nivel de impacto, ver una película en el cine o verla en tu casa en streaming. Esto último tiene detrás toda una serie de servidores con una alta capacidad, unas necesidades muy fuertes de refrigeración, unos consumos materiales y energéticos muy importantes. El mundo online tiene detrás gruesos impactos. Una producción cinematográfica proyectada en grandes salas tiene un nivel de impacto mucho menor”. Él también apunta a un rediseño del uso y consumo de otro producto con importante impacto ecológico como son los libros. Y al papel, nunca mejor dicho, de las administraciones públicas en esa transformación: “Si tenemos una buena red de bibliotecas, bien surtidas, tenemos una disminución en la impresión. Y esto nos lleva a cambiar paradigmas culturales que, en realidad, son paradigmas económicos. Unos bienes públicos en derecho de uso permitirían una industria editorial mucho más acoplada a los límites del planeta. Esto significaría un cambio radical y profundo en esa industria, empezando por sus vías de financiación y viabilidad, que requiere transformaciones estructurales que trascienden a la propia industria editorial y que tendrían que llegar a un modelo de sociedad y económico”.

Para hacer posible una reducción material de la dimensión de las industrias culturales, Beirak cree inevitable una transformación de los deseos y la subjetividad —“imaginar nuevas maneras de felicidad donde el consumo no esté tan en el centro”—, puesto que este sector, en su opinión, se sujeta en una sobreproducción continua de contenidos, muy por encima de las necesidades y demandas de las personas. “Hace falta una transformación de la idea de cómo podemos ser felices —y eso se produce a través de la cultura—, cómo podemos sustituir todo ese consumo, que necesariamente se va a ver reducido, por otro tipo de vínculos. Ahí la cultura tiene mucho que decir, en lo que tiene que ver con generar comunidad, construir sentidos de vida menos extractivos”, argumenta la política, que también tiene palabras para recordar la otra cara de la moneda: “El problema es qué pasa con el deseo expresivo y qué pasa con todas esas personas dentro de la industria que escriben libros, hacen canciones o películas si renunciamos a esa sobreproducción porque consideramos que ya no hay posibilidad de sostenerla, que es verdad. Pensamos la industria como un monstruo, pero también es el trabajo de mucha gente que tiene un deseo de expresarse, de producir, de compartir. La pregunta es cómo se reconduce toda esa capacidad y ese deseo creativo y ese trabajo”.

Jose Durán Rodríguez@j_duran_r

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/decrecimiento/decrecimiento-la-palabra-magica-para-salvar-el-mundo-y-sus-culturas

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