No
No hay ninguna razón para pretender engañarnos a nosotros
mismos: la familia normal de los tiempos pasados en la cual el hombre lo era
todo y la mujer nada —puesto que no tenía voluntad propia, ni dinero propio, ni
tiempo del que disponer libremente—, este tipo de familia sufre modificaciones
día por día, y actualmente es casi una cosa del pasado, lo cual no debe
asustarnos...
Escrito en 1918
La mujer no depende
ya del hombre
¿Se mantendrá la familia en un Estado comunista?
¿Persistirá en la misma forma actual? Son estas las cuestiones que abruman en
la actualidad a la mujer de la clase trabajadora y preocupa igualmente a sus
compañeros, los hombres.
No debe extrañarnos que en estos últimos tiempos este
problema inquiete las mentes de las mujeres trabajadoras. La vida cambia
continuamente ante nuestros ojos; antiguos hábitos y costumbres desaparecen
poco a poco. Toda la existencia de la familia proletaria se modifica y organiza
en forma tan nueva, tan fuera de lo corriente, tan extraña, como nunca pudimos
imaginar.
Y una de las cosas que mayor perplejidad produce en la
mujer en estos momentos es la manera como se ha facilitado el divorcio en
Rusia.
De hecho, en virtud del decreto del Comisario del Pueblo
del 18 de diciembre de 1917, el divorcio ha dejado de ser un lujo accesible
sólo a los ricos; desde ahora en adelante, la mujer trabajadora no tendrá que
esperar meses, e incluso hasta años, para que sea fallada su petición de
separación matrimonial que le dé derecho a independizarse de un marido borracho
o brutal, acostumbrado a golpearla. Desde ahora en adelante el divorcio se
podrá obtener amigablemente dentro del periodo de una o dos semanas todo lo
más.
Pero es precisamente esta facilidad para obtener el
divorcio, manantial de tantas esperanzas para las mujeres que son desgraciadas en
su matrimonio, lo que asusta a otras mujeres, particularmente a aquellas que
consideran todavía al marido como el ‘proveedor’ de la familia, como el único
sostén de la vida, a esas mujeres que no comprenden todavía que deben
acostumbrarse a buscar y a encontrar ese sostén en otro sitio, no en la persona
del hombre, sino en la persona de la sociedad, en el Estado.
Desde la familia
genésica a nuestros días
No hay ninguna razón para pretender engañarnos a nosotros
mismos: la familia normal de los tiempos pasados en la cual el hombre lo era
todo y la mujer nada —puesto que no tenía voluntad propia, ni dinero propio, ni
tiempo del que disponer libremente—, este tipo de familia sufre modificaciones
día por día, y actualmente es casi una cosa del pasado, lo cual no debe
asustarnos.
Bien sea por error o ignorancia, estamos dispuestos a
creer que todo lo que nos rodea debe permanecer inmutable, mientras todo lo
demás cambia. Siempre ha sido así y siempre lo será. Esta afirmación es un
error profundo.
Para darnos cuenta de su falsedad, no tenemos más que
leer cómo vivían las gentes del pasado, e inmediatamente vemos cómo todo está
sujeto a cambio y cómo no hay costumbres, ni organizaciones políticas, ni moral
que permanezcan fijas e inviolables.
Así, pues, la familia ha cambiado frecuentemente de forma
en las diversas épocas de la vida de la humanidad.
Hubo épocas en que la familia fue completamente distinta
a como estamos acostumbrados a admitirla. Hubo un tiempo en que la única forma
de familia que se consideraba normal era la llamada familia genésica, es decir,
aquella en que el cabeza de familia era la anciana madre, en torno a la cual se
agrupaban, en la vida y en el trabajo común, los hijos, nietos y biznietos.
La familia patriarcal fue en otros tiempos considerada
también como la única forma posible de familia, presidida por un padre-amo,
cuya voluntad era ley para todos los demás miembros de la familia. Aún en
nuestros tiempos se pueden encontrar en las aldeas rusas familias campesinas de
este tipo. En realidad podemos afirmar que en esas localidades la moral y las
leyes que rigen la vida familiar son completamente distintas de las que
reglamentan la vida de la familia del obrero de la ciudad. En el campo existen
todavía gran número de costumbres que ya no es posible encontrar en la familia
de la ciudad proletaria.
El tipo de familia, sus costumbres, etc., varían según
las razas. Hay pueblos, como por ejemplo los turcos, árabes y persas, entre los
cuales la ley autoriza al marido el tener varias mujeres. Han existido y
todavía se encuentran tribus que toleran la costumbre contraria, es decir, que
la mujer tenga varios maridos.
La moralidad al uso del hombre de nuestro tiempo le
autoriza para exigir de las jóvenes la virginidad hasta su matrimonio legítimo.
Pero, sin embargo, hay tribus en las que ocurre todo lo contrario: la mujer
tiene por orgullo haber tenido muchos amantes, y se engalana brazos y piernas
con brazaletes que indican el número...
Diversas costumbres, que a nosotros nos sorprenden, hábitos
que podemos incluso calificar de inmorales, los practican otros pueblos, con la
sanción divina, mientras que, por su parte, califican de ‘pecaminosas’ muchas
de nuestras costumbres y leyes.
Por tanto, no hay ninguna razón para que nos
aterroricemos ante el hecho de que la familia sufra un cambio, porque
gradualmente se descarten vestigios del pasado vividos hasta ahora, ni porque
se implanten nuevas relaciones entre el hombre y la mujer. No tenemos más que
preguntarnos: ¿qué es lo que ha muerto en nuestro viejo sistema familiar y qué
relaciones hay entre el hombre trabajador y la mujer trabajadora, entre el
campesino y la campesina?
¿Cuáles de sus respectivos derechos y deberes armonizan
mejor con las condiciones de vida de la nueva Rusia? Todo lo que sea compatible
con el nuevo estado de cosas se mantendrá; lo demás, toda esa anticuada
morralla que hemos heredado de la maldita época de servidumbre y dominación,
que era la característica de los terratenientes y capitalistas, todo eso tendrá
que ser barrido conjuntamente con la misma clase explotadora, con esos enemigos
del proletariado y de los pobres.
El capitalismo ha
destruido la vieja vida familiar
La familia, en su forma actual, no es más que una de
tantas herencias del pasado. Sólidamente unida, compacta en sí misma en sus
comienzos, e indisoluble —tal era el carácter del matrimonio santificado por el
cura—, la familia era igualmente necesaria para cada uno de sus miembros.
Porque, ¿quién se hubiera ocupado de criar, vestir y educar a los hijos de no ser
la familia? ¿Quién se hubiera ocupado de guiarlos en la vida? Triste suerte la
de los huérfanos en aquellos tiempos; era el peor destino que pudiera tocarle a
uno en suerte.
En el tipo de familia al que estamos acostumbrados, es el
marido el que gana el sustento, el que mantiene a la mujer y a los hijos. La
mujer, por su parte, se ocupa de los quehaceres domésticos y de criar a los
hijos como le parece.
Pero, desde hace un siglo, esta forma corriente de
familia ha experimentado una destrucción progresiva en todos los países del
mundo en los que domina el capitalismo, en aquellos países en que el número de
fábricas crece rápidamente, juntamente con empresas capitalistas que emplean
trabajadores.
Las costumbres y la moral familiar se forman
simultáneamente como consecuencia de las condiciones generales de la vida que
rodea a la familia. Lo que más ha contribuido a que se modificasen las
costumbres familiares de una manera radical ha sido, indiscutiblemente, la
enorme expansión que ha adquirido por todas partes el trabajo asalariado de la
mujer. Anteriormente, era el hombre el único sostén posible de la familia. Pero
desde los últimos cincuenta o sesenta años, hemos experimentado en Rusia (con
anterioridad en otros países) que el régimen capitalista obliga a las mujeres a
buscar trabajo remunerado fuera de la familia, fuera de su casa.
Treinta millones de
mujeres soportan una doble carga
Como el salario del hombre, sostén de la familia,
resultaba insuficiente para cubrir las necesidades de la misma, la mujer se vio
obligada a su vez a buscar trabajo remunerado; la madre tuvo que llamar también
a la puerta de la fábrica. Año tras año, día tras día, fue creciendo el número
de mujeres pertenecientes a la clase trabajadora que abandonaban sus casas para
ir a nutrir las filas de las fábricas, para trabajar como obreras,
dependientas, oficinistas, lavanderas o criadas.
Según cálculos de antes de la Gran Guerra, en los países
de Europa y América ascendían a sesenta millones las mujeres que se ganaban la
vida con su trabajo. Durante la guerra ese número aumentó considerablemente.
La inmensa mayoría de estas mujeres estaban casadas;
fácil es imaginarnos la vida familiar que podrían disfrutar. ¡Qué vida familiar
puede existir donde la esposa y madre se va de casa durante ocho horas diarias,
diez mejor dicho (contando el viaje de ida y vuelta)! La casa queda
necesariamente descuidada; los hijos crecen sin ningún cuidado maternal,
abandonados a sí mismos en medio de los peligros de la calle, en la cual pasan
la mayor parte del tiempo.
La mujer casada, la madre que es obrera, suda sangre para
cumplir con tres tareas que pesan al mismo tiempo sobre ella: disponer de las
horas necesarias para el trabajo, lo mismo que hace su marido, en alguna
industria o establecimiento comercial; consagrarse después, lo mejor posible, a
los quehaceres domésticos, y, por último, cuidar de sus hijos.
El capitalismo ha cargado sobre los hombros de la mujer
trabajadora un peso que la aplasta; la ha convertido en obrera, sin aliviarla
de sus cuidados de ama de casa y madre.
Por tanto, nos encontramos con que la mujer se agota como
consecuencia de esta triple e insoportable carga, que con frecuencia expresa
con gritos de dolor y hace asomar lágrimas a sus ojos.
Los cuidados y las preocupaciones han sido en todo tiempo
destino de la mujer; pero nunca ha sido su vida más desgraciada, más
desesperada que en estos tiempos bajo el régimen capitalista, precisamente
cuando la industria atraviesa por un periodo de máxima expansión.
Los trabajadores
aprenden a existir sin vida familiar
Cuanto más se extiende el trabajo asalariado de la mujer,
más progresa la descomposición de la familia. ¡Qué vida familiar puede haber
donde el hombre y la mujer trabajan en la fábrica, en secciones diferentes, si
la mujer no dispone siquiera del tiempo necesario para guisar una comida
medianamente buena para sus hijos! ¡Qué vida familiar puede ser la de una
familia en la que el padre y la madre pasan fuera de casa la mayor parte de las
veinticuatro horas del día, entregados a un duro trabajo, que les impide
dedicar unos cuantos minutos a sus hijos!
En épocas anteriores, era completamente diferente. La
madre, el ama de casa, permanecía en el hogar, se ocupaba de las tareas
domésticas y de sus hijos, a los cuales no dejaba de observar, siempre
vigilante.
Hoy día, desde las primeras horas de la mañana hasta que
suena la sirena de la fábrica, la mujer trabajadora corre apresurada para
llegar a su trabajo; por la noche, de nuevo, al sonar la sirena, vuelve
precipitadamente a casa para preparar la sopa y hacer los quehaceres domésticos
indispensables. A la mañana siguiente, después de breves horas de sueño,
comienza otra vez para la mujer su pesada carga. No puede, pues, sorprendernos,
por tanto, el hecho de que, debido a estas condiciones de vida, se deshagan los
lazos familiares y la familia se disuelva cada día más. Poco a poco va
desapareciendo todo aquello que convertía a la familia en un todo sólido, todo
aquello que constituía sus seguros cimientos, la familia es cada vez menos
necesaria a sus propios miembros y al Estado. Las viejas formas familiares se
convierten en un obstáculo.
¿En qué consistía la fuerza de la familia en los tiempos
pasados? En primer lugar, en el hecho de que era el marido, el padre, el que
mantenía a la familia; en segundo lugar, el hogar era algo igualmente necesario
a todos los miembros de la familia, y en tercer y último lugar, porque los
hijos eran educados por los padres.
¿Qué es lo que queda actualmente de todo esto? El marido,
como hemos visto, ha dejado de ser el sostén único de la familia. La mujer, que
va a trabajar, se ha convertido, a este respecto, en igual a su marido. Ha
aprendido no sólo a ganarse la vida, sino también, con gran frecuencia, a ganar
la de sus hijos y su marido. Queda todavía, sin embargo, la función de la
familia de criar y mantener a los hijos mientras son pequeños. Veamos ahora, en
realidad, lo que subsiste de esta obligación.
El trabajo doméstico
no es ya una necesidad
Hubo un tiempo en que la mujer de la clase pobre, tanto
en la ciudad como en el campo, pasaba su vida entera en el seno de la familia.
La mujer no sabía nada de lo que ocurría más allá del umbral de su casa y es
casi seguro que tampoco deseaba saberlo. En compensación, tenía dentro de su
casa las más variadas ocupaciones, todas útiles y necesarias, no sólo para la
vida de la familia en sí, sino también para la de todo el Estado.
La mujer hacía, es cierto, todo lo que hoy hace cualquier
mujer obrera o campesina. Guisaba, lavaba, limpiaba la casa y repasaba la ropa
de la familia. Pero no hacía esto sólo. Tenía sobre sí, además, una serie de
obligaciones que no tienen ya las mujeres de nuestro tiempo: hilaba la lana y
el lino; tejía las telas y los adornos, las medias y los calcetines; hacía
encajes y se dedicaba, en la medida de las posibilidades familiares, a las
tareas de la conservación de carnes y demás alimentos; destilaba las bebidas de
la familia, e incluso moldeaba las velas para la casa.
¡Cuán diversas eran las tareas de la mujer en los tiempos
pasados! Así pasaron la vida nuestras madres y abuelas. Aún en nuestros días,
allá en remotas aldeas, en pleno campo, en contacto con las líneas del tren o
lejos de los grandes ríos, se pueden encontrar pequeños núcleos donde se
conserva todavía, sin modificación alguna, este modo de vida de los buenos
tiempos del pasado, en la que el ama de casa realizaba una serie de trabajos de
los que no tiene noción la mujer trabajadora de las grandes ciudades o de las
regiones de gran población industrial desde hace mucho tiempo.
El trabajo
industrial de la mujer en el hogar
En los tiempos de nuestras abuelas eran absolutamente
necesarios y útiles todos los trabajos domésticos de la mujer, de los que dependía
el bienestar de la familia. Cuanto más se dedicaba la mujer de su casa a estas
tareas, tanto mejor era la vida en el hogar, más orden y abundancia se
reflejaban en la casa. Hasta el propio Estado podía beneficiarse un tanto de
las actividades de la mujer como ama de casa. Porque, en realidad, la mujer de
otros tiempos no se limitaba a preparar purés para ella o su familia, sino que
sus manos producían muchos otros productos de riqueza, tales como telas, hilo,
mantequilla, etc., cosas que podían llevarse al mercado y ser consideradas como
mercancías, como cosas de valor.
Es cierto que en los tiempos de nuestras abuelas y
bisabuelas el trabajo no era valorado en dinero. Pero no había ningún hombre,
fuera campesino u obrero, que no buscase como compañera una mujer con ‘manos de
oro’, frase todavía proverbial entre el pueblo.
Porque sólo los recursos del hombre, sin el trabajo
doméstico de la mujer, no hubieran bastado para mantener el hogar.
En lo que se refiere a los bienes del Estado, a los
intereses de la nación, coincidían con los del marido; cuanto más trabajadora
resultaba la mujer en el seno de su familia, tantos más productos de todas
clases producía: telas, cueros, lana, cuyo sobrante podía ser vendido en el
mercado de las cercanías; consecuentemente, la ‘mujer de su casa’ contribuía a
aumentar en su conjunto la prosperidad económica del país.
La mujer casada y la
fábrica
El capitalismo ha modificado totalmente esta antigua
manera de vida. Todo lo que antes se producía en el seno de la familia, se
fabrica ahora en grandes cantidades en los talleres y en las fábricas. La
máquina sustituyó a los ágiles dedos del ama de casa. ¿Qué mujer de su casa
trabajaría hoy día en moldear velas, hilar o tejer tela? Todos estos productos
pueden adquirirse en la tienda más próxima. Antes, todas las muchachas tenían
que aprender a tejer sus medias; ¿es posible encontrar en nuestros tiempos una
joven obrera que se haga las medias? En primer lugar, carece del tiempo
necesario para ello. El tiempo es dinero y no hay nadie que quiera perderlo de
una manera improductiva, es decir, sin obtener ningún provecho. Actualmente,
toda mujer de su casa, que es a la vez una obrera, prefiere comprar las medias
hechas que perder tiempo haciéndolas.
Pocas mujeres trabajadoras, y sólo en casos aislados,
podemos encontrar hoy día que preparen las conservas para la familia, cuando la
realidad es que en la tienda de comestibles de al lado de su casa puede
comprarlas perfectamente preparadas. Aun en el caso de que el producto vendido
en la tienda sea de una calidad inferior, o que no sea tan bueno como el que
pueda hacer una ama de casa ahorrativa en su hogar, la mujer trabajadora no
tiene ni tiempo ni energías para dedicarse a todas las laboriosas operaciones
que requiere un trabajo de esta clase.
La realidad, pues, es que la familia contemporánea se
independiza cada vez más de todos aquellos trabajos domésticos sin cuya
preocupación no hubieran podido concebir la vida familiar nuestras abuelas.
Lo que se producía anteriormente en el seno de la familia
se produce actualmente con el trabajo común de hombres y mujeres trabajadoras
en las fábricas y talleres.
Los quehaceres
individuales están llamados a desaparecer
La familia actualmente consume sin producir. Las tareas
esenciales del ama de casa han quedado reducidas a cuatro: limpieza (suelos,
muebles, calefacción, etc.); cocina (preparación de comida y cena); lavado y
cuidado de la ropa blanca, y vestidos de la familia (remendado y repaso de la
ropa).
Estos son trabajos agotadores. Consumen todas las
energías y todo el tiempo de la mujer trabajadora, que, además, tiene que
trabajar en una fábrica.
Ciertamente que los quehaceres de nuestras abuelas
comprendían muchas más operaciones, pero, sin embargo, estaban dotados de una
cualidad de la que carecen los trabajos domésticos de la mujer obrera de
nuestros días; éstos han perdido su cualidad de trabajos útiles al Estado desde
el punto de vista de la economía nacional, porque son trabajos con los que no
se crean nuevos valores. Con ellos no se contribuye a la prosperidad del país.
Es en vano que la mujer trabajadora se pase el día desde
la mañana hasta la noche limpiando su casa, lavando y planchando la ropa,
consumiendo sus energías para conservar sus gastadas ropas en orden, matándose
para preparar con sus modestos recursos la mejor comida posible, porque cuando
termine el día no quedará, a pesar de sus esfuerzos, un resultado material de
todo su trabajo diario; con sus manos infatigables no habrá creado en todo el
día nada que pueda ser considerado como una mercancía en el mercado comercial.
Mil años que viviera todo seguiría igual para la mujer trabajadora. Todas las
mañanas habría que quitar polvo de la cómoda; el marido vendría con ganas de
cenar por la noche y sus chiquitines volverían siempre a casa con los zapatos
llenos de barro... El trabajo del ama de casa reporta cada día menos utilidad,
es cada vez más improductivo.
La aurora del
trabajo doméstico colectivo
Los trabajos domésticos en forma individual han comenzado
a desaparecer y de día en día van siendo sustituidos por el trabajo doméstico
colectivo, y llegará un día, más pronto o más tarde, en que la mujer
trabajadora no tendrá que ocuparse de su propio hogar.
En la Sociedad Comunista del mañana, estos trabajos serán
realizados por una categoría especial de mujeres trabajadoras dedicadas
únicamente a estas ocupaciones.
Las mujeres de los ricos, hace ya mucho tiempo que viven
libres de estas desagradables y fatigosas tareas. ¿Por qué tiene la mujer
trabajadora que continuar con esta pesada carga?
En la Rusia Soviética, la vida de la mujer trabajadora
debe estar rodeada de las mismas comodidades, la misma limpieza, la misma
higiene, la misma belleza, que hasta ahora constituía el ambiente de las
mujeres pertenecientes a las clases adineradas. En una Sociedad Comunista la
mujer trabajadora no tendrá que pasar sus escasas horas de descanso en la
cocina, porque en la Sociedad Comunista existirán restaurantes públicos y
cocinas centrales en los que podrá ir a comer todo el mundo.
Estos establecimientos han ido en aumento en todos los
países, incluso dentro del régimen capitalista. En realidad, se puede decir que
desde hace medio siglo aumentan de día en día en todas las ciudades de Europa;
crecen como las setas después de la lluvia otoñal. Pero mientras en un sistema
capitalista sólo gentes con bolsas bien repletas pueden permitirse el gusto de
comer en los restaurantes, en una ciudad comunista estarán al alcance de todo
el mundo.
Lo mismo se puede decir del lavado de la ropa y demás
trabajos caseros. La mujer trabajadora no tendrá que ahogarse en un océano de
porquería ni estropearse la vista remendando y cosiendo la ropa por las noches.
No tendrá más que llevarla cada semana a los lavaderos centrales para ir a
buscarla después lavada y planchada. De este modo tendrá la mujer trabajadora
una preocupación menos.
La organización de talleres especiales para repasar y
remendar la ropa ofrecerán a la mujer trabajadora la oportunidad de dedicarse
por las noches a lecturas instructivas, a distracciones saludables, en vez de
pasarlas como hasta ahora en tareas agotadoras.
Por tanto, vemos que las cuatro últimas tareas domésticas
que todavía pesan sobre la mujer de nuestros tiempos desaparecerán con el
triunfo del régimen comunista.
No tendrá de qué quejarse la mujer obrera, porque la
Sociedad Comunista habrá terminado con el yugo doméstico de la mujer para hacer
su vida más alegre, más rica, más libre y más completa.
La crianza de los
hijos en el régimen capitalista
¿Qué quedará de la familia cuando hayan desaparecido
todos estos quehaceres del trabajo casero individual? Todavía tendremos que
luchar con el problema de los hijos. Pero en lo que se refiere a esta cuestión,
el Estado de los Trabajadores acudirá en auxilio de la familia, sustituyéndola;
gradualmente, la Sociedad se hará cargo de todas aquellas obligaciones que antes
recaían sobre los padres.
Bajo el régimen capitalista la instrucción del niño ha
cesado de ser una obligación de los padres. El niño aprende en la escuela. En
cuanto el niño entra en la edad escolar, los padres respiran más libremente.
Cuando llega este momento, el desarrollo intelectual del hijo deja de ser un
asunto de su incumbencia.
Sin embargo, con ello no terminaban todas las
obligaciones de la familia con respecto al niño. Todavía subsistía la
obligación de alimentar al niño, de calzarle, vestirle, convertirlo en obrero
diestro y honesto para que, con el tiempo, pudiera bastarse a sí propio y
ayudar a sus padres cuando éstos llegaran a viejos.
Pero lo más corriente era, sin embargo, que la familia
obrera no pudiera casi nunca cumplir enteramente estas obligaciones con
respecto a sus hijos. El reducido salario de que depende la familia obrera no
le permite ni tan siquiera dar a sus hijos lo suficiente para comer, mientras
que el excesivo trabajo que pesa sobre los padres les impide dedicar a la educación
de la joven generación toda la atención a que obliga este deber. Se daba por
sentado que la familia se ocupaba de la crianza de los hijos. ¿Pero lo hacía en
realidad? Más justo sería decir que es en la calle donde se crían los hijos de
los proletarios. Los niños de la clase trabajadora desconocen las
satisfacciones de la vida familiar, placeres de los cuales participamos todavía
nosotros con nuestros padres.
Pero, además, hay que tener en cuenta que lo reducido de
los jornales, la inseguridad en el trabajo y hasta el hambre convierten
frecuentemente al niño de diez años de la clase trabajadora en un obrero
independiente a su vez. Desde este momento, tan pronto como el hijo (lo mismo
si es chico o chica) comienza a ganar un jornal, se considera a sí mismo dueño
de su persona, hasta tal punto que las palabras y los consejos de sus padres
dejan de causarle la menor impresión, es decir, que se debilita la autoridad de
los padres y termina la obediencia.
A medida que van desapareciendo uno a uno los trabajos
domésticos de la familia, todas las obligaciones de sostén y crianza de los
hijos son desempeñadas por la sociedad en lugar de por los padres. Bajo el
sistema capitalista, los hijos eran con demasiada frecuencia, en la familia
proletaria, una carga pesada e insostenible.
El niño y el Estado
comunista
En este aspecto también acudirá la Sociedad Comunista en
auxilio de los padres. En la Rusia Soviética se han emprendido, merced a los
Comisariados de Educación Pública y Bienestar Social, grandes adelantos. Se
puede decir que en este aspecto se han hecho ya muchas cosas para facilitar la
tarea de la familia de criar y mantener a los hijos.
Existen ya casas para los niños lactantes, guardería
infantiles, jardines de la infancia, colonias y hogares para niños, enfermerías
y sanatorios para los enfermos o delicados, restaurantes, comedores gratuitos
para los discípulos en escuelas, libros de estudio gratuitos, ropas de abrigo y
calzado para los niños de los establecimientos de enseñanza. ¿Todo esto no
demuestra suficientemente que el niño sale ya del marco estrecho de la familia,
pasando la carga de su crianza y educación de los padres a la colectividad?
Los cuidados de los padres con respecto a los hijos
pueden clasificarse en tres grupos: 1º- cuidados que los niños requieren
imprescindiblemente en los primeros tiempos de su vida; 2º- los cuidados que
supone la crianza del niño, y 3º- los cuidados que necesita la educación del
niño.
Lo que se refiere a la instrucción de los niños, en
escuelas primarias, institutos y universidades, se ha convertido ya en una obligación
del Estado, incluso en la sociedad capitalista.
Por otra parte, las ocupaciones de la clase trabajadora,
las condiciones de vida, obligaban, incluso en la sociedad capitalista, a la
creación de lugares de juego, guarderías, asilos, etc. Cuanta más conciencia
tenga la clase trabajadora de sus derechos, cuanto mejor organizada esté en
cualquier Estado, tanto más interés tendrá la sociedad en el problema de
aliviar a la familia del cuidado de los hijos.
Pero la sociedad burguesa tiene medio de ir demasiado
lejos en lo que respecta a considerar los intereses de la clase trabajadora, y
mucho más si contribuye de este modo a la desintegración de la familia.
Los capitalistas se dan perfecta cuenta de que el viejo
tipo de familia, en la que la esposa es una esclava y el hombre es responsable
del sostén y bienestar de la familia, de que una familia de esta clase es la
mejor arma para ahogar los esfuerzos del proletariado hacia su libertad, para
debilitar el espíritu revolucionario del hombre y de la mujer proletarios. La
preocupación por lo que le pueda pasar a su familia, priva al obrero de toda su
firmeza, le obliga a transigir con el capital. ¿Qué no harán los padres
proletarios cuando sus hijos tienen hambre?
Contrariamente a lo que sucede en la sociedad capitalista,
que no ha sido capaz de transformar la educación de la juventud en una
verdadera función social, en una obra del Estado, la Sociedad Comunista
considerará como base real de sus leyes y costumbres, como la primera piedra
del nuevo edificio, la educación social de la generación naciente.
No será la familia del pasado, mezquina y estrecha, con
riñas entre los padres, con su interés exclusivo por sus hijos, la que moldeará
el hombre de la sociedad del mañana.
El hombre nuevo, de nuestra nueva sociedad, será moldeado
por las organizaciones socialistas, jardines infantiles, residencias,
guarderías de niños, etc., y muchas otras instituciones de este tipo, en las
que el niño pasará la mayor parte del día y en las que educadores inteligentes
le convertirán en un comunista consciente de la magnitud de esta inviolable
divisa: solidaridad, camaradería, ayuda mutua y devoción a la vida colectiva.
La subsistencia de
la madre asegurada
Veamos ahora, una vez que no se precisa atender a la
crianza y educación de los hijos, qué es lo que quedará de las obligaciones de
la familia con respecto a sus hijos, particularmente después que haya sido
aliviada de la mayor parte de los cuidados materiales que llevan consigo el
nacimiento de un hijo, o sea, a excepción de los cuidados que requiere el niño
recién nacido cuando todavía necesita de la atención de su madre, mientras
aprende a andar, agarrándose a las faldas de su madre. En esto también el
Estado Comunista acude presuroso en auxilio de la madre trabajadora. Ya no existirá
la madre agobiada con un chiquillo en brazos. El Estado de los Trabajadores se
encargará de la obligación de asegurar la subsistencia a todas las madres,
estén o no legítimamente casadas, en tanto que amamanten a su hijo; instalará
por doquier casas de maternidad, organizará en todas las ciudades y en todos
los pueblos guarderías e instituciones semejantes para que la mujer pueda ser
útil trabajando para el Estado mientras, al mismo tiempo, cumple sus funciones
de madre.
El matrimonio dejará
de ser una cadena
Las madres obreras no tienen por qué alarmarse. La
Sociedad Comunista no pretende separar a los hijos de los padres, ni arrancar
al recién nacido del pecho de su madre. No abriga la menor intención de
recurrir a la violencia para destruir la familia como tal. Nada de eso. Estas
no son las aspiraciones de la Sociedad Comunista.
¿Qué es lo que presenciamos hoy? Pues que se rompen los
lazos de la gastada familia. Ésta, gradualmente, se va liberando de todos los
trabajos domésticos que anteriormente eran otros tantos pilares que sostenían
la familia como un todo social. ¿Los cuidados de la limpieza, etc., de la casa?
También parece que han demostrado su inutilidad. ¿Los hijos? Los padres
proletarios no pueden ya atender a su cuidado; no se pueden asegurar ni su
subsistencia ni su educación. Estas es la situación real cuyas consecuencias
sufren por igual los padres y los hijos.
Por tanto, la Sociedad Comunista se acercará al hombre y
a la mujer proletarios para decirles: ‘Sois jóvenes y os amáis’. Todo el mundo
tiene derecho a la felicidad. Por eso debéis vivir vuestra vida. No tengáis
miedo al matrimonio, aun cuando el matrimonio no fuera más que una cadena para
el hombre y la mujer de la clase trabajadora en la sociedad capitalista. Y,
sobre todo, no temáis, siendo jóvenes y saludables, dar a vuestro país nuevos
obreros, nuevos ciudadanos niños. La sociedad de los trabajadores necesita de
nuevas fuerzas de trabajo; saluda la llegada de cada recién venido al mundo.
Tampoco temáis por el futuro de vuestro hijo; vuestro hijo no conocerá el
hambre, ni el frío. No será desgraciado, ni quedará abandonado a su suerte como
sucedía en la sociedad capitalista. Tan pronto como el nuevo ser llegue al
mundo, el Estado de la clase Trabajadora, la Sociedad Comunista, asegurará el
hijo y a la madre una ración para su subsistencia y cuidados solícitos. La
Patria comunista alimentará, criará y educará al niño. Pero esta patria no
intentará, en modo alguno, arrancar al hijo de los padres que quieran
participar en la educación de sus pequeñuelos. La Sociedad Comunista tomará a
su cargo todas las obligaciones de la educación del niño, pero nunca despojará
de las alegrías paternales, de las satisfacciones maternales a aquellos que
sean capaces de apreciar y comprender estas alegrías. ¿Se puede, pues, llamar a
esto destrucción de la familia por la violencia o separación a la fuerza de la
madre y el hijo?
La familia como
unión de afectos y camaradería
Hay algo que no se puede negar, y es el hecho de que ha
llegado su hora al viejo tipo de familia. No tiene de ello la culpa el
comunismo: es el resultado del cambio experimentado por la condiciones de vida.
La familia ha dejado de ser una necesidad para el Estado como ocurría en el
pasado.
Todo lo contrario, resulta algo peor que inútil, puesto
que sin necesidad impide que las mujeres de la clase trabajadora puedan
realizar un trabajo mucho más productivo y mucho más importante. Tampoco es ya
necesaria la familia a los miembros de ella, puesto que la tarea de criar a los
hijos, que antes le pertenecía por completo, pasa cada vez más a manos de la
colectividad.
Sobre las ruinas de la vieja vida familiar, veremos
pronto resurgir una nueva forma de familia que supondrá relaciones
completamente diferentes entre el hombre y la mujer, basadas en una unión de
afectos y camaradería, en una unión de dos personas iguales en la Sociedad
Comunista, las dos libres, las dos independientes, las dos obreras. ¡No más
‘servidumbre’ doméstica para la mujer! ¡No más desigualdad en el seno mismo de
la familia! ¡No más temor por parte de la mujer de quedarse sin sostén y ayuda
si el marido la abandona!
La mujer, en la Sociedad Comunista, no dependerá de su
marido, sino que sus robustos brazos serán los que le proporcionen el sustento.
Se acabará con la incertidumbre sobre la suerte que puedan correr los hijos. El
Estado comunista asumirá todas estas responsabilidades. El matrimonio quedará
purificado de todos sus elementos materiales, de todos los cálculos de dinero
que constituyen la repugnante mancha de la vida familiar de nuestro tiempo. El
matrimonio se transformará desde ahora en adelante en la unión sublime de dos
almas que se aman, que se profesan fe mutua; una unión de este tipo promete a
todo obrero, a toda obrera, la más completa felicidad, el máximo de la
satisfacción que les puede caber a criaturas conscientes de sí mismas y de la
vida que les rodea.
Esta unión libre, fuerte en el sentimiento de camaradería
en que está inspirada, en vez de la esclavitud conyugal del pasado, es lo que
la Sociedad Comunista del mañana ofrecerá a hombres y mujeres.
Una vez se hayan transformado las condiciones de trabajo,
una vez haya aumentado la seguridad material de la mujer trabajadora; una vez
haya desaparecido el matrimonio tal y como lo consagraba la Iglesia —esto es,
el llamado matrimonio indisoluble, que no era en el fondo más que un mero
fraude—, una vez este matrimonio sea sustituido por la unión libre y honesta de
hombres y mujeres que se aman y son camaradas, habrá comenzado a desaparecer
otro vergonzoso azote, otra calamidad horrorosa que mancilla a la humanidad y
cuyo peso recae por entero sobre el hambre de la mujer trabajadora: la
prostitución.
Se acabará para
siempre la prostitución
Esta vergüenza se la debemos al sistema económico hoy en
vigor, a la existencia de la propiedad privada. Una vez haya desaparecido la
propiedad privada, desaparecerá automáticamente el comercio de la mujer.
Por tanto, la mujer de la clase trabajadora debe dejar de
preocuparse porque esté llamada a desaparecer la familia tal y como está
constituida en la actualidad. Sería mucho mejor que saludaran con alegría la
aurora de una nueva sociedad, que liberará a la mujer de la servidumbre
doméstica, que aliviará la carga de la maternidad para la mujer, una sociedad
en la que, finalmente, veremos desaparecer la más terrible de las maldiciones
que pesan sobre la mujer: la prostitución.
La mujer, a la que invitamos a que luche por la gran
causa de la liberación de los trabajadores, tiene que saber que en el nuevo
Estado no habrá motivo alguno para separaciones mezquinas, como ocurre ahora.
‘Estos son mis hijos. Ellos son los únicos a quienes debo
toda mi atención maternal, todo mi afecto; ésos son hijos tuyos; son los hijos
del vecino. No tengo nada que ver con ellos. Tengo bastante con los míos
propios’.
Desde ahora, la madre obrera que tenga plena conciencia
de su función social, se elevará a tal extremo que llegará a no establecer
diferencias entre ‘los tuyos y los míos’; tendrá que recordar siempre que desde
ahora no habrá más que ‘nuestros’ hijos, los del Estado Comunista, posesión
común de todos los trabajadores.
La igualdad social
del hombre y la mujer
El Estado de los Trabajadores tiene necesidad de una nueva
forma de relación entre los sexos. El cariño estrecho y exclusivista de la
madre por sus hijos tiene que ampliarse hasta dar cabida a todos los nuños de
la gran familia proletaria.
En vez del matrimonio indisoluble, basado en la
servidumbre de la mujer, veremos nacer la unión libre fortificada por el amor y
el respeto mutuo de dos miembros del Estado Obrero, iguales en sus derechos y
en sus obligaciones.
En vez de la familia de tipo individual y egoísta, se
levantará una gran familia universal de trabajadores, en la cual todos los
trabajadores, hombres y mujeres, serán ante todo obreros y camaradas. Estas
serán las relaciones entre hombres y mujeres en la Sociedad Comunista de
mañana. Estas nuevas relaciones asegurarán a la humanidad todos los goces del llamado
amor libre, ennoblecido por una verdadera igualdad social entre compañeros,
goces que son desconocidos en la sociedad comercial del régimen capitalista.
¡Abrid paso a la existencia de una infancia robusta y
sana; abrid paso a una juventud vigorosa que ame la vida con todas sus
alegrías, una juventud libre en sus sentimientos y en sus afectos!
Esta es la consigna de la Sociedad Comunista. En nombre
de la igualdad, de la libertad y del amor, hacemos un llamamiento a todas las
mujeres trabajadoras, a todos los hombres trabajadores, mujeres campesinas y
campesinos para que resueltamente y llenos de fe se entreguen al trabajo de
reconstrucción de la sociedad humana para hacerla más perfecta, más justa y más
capaz de asegurar al individuo la felicidad a que tiene derecho.
La bandera roja de la revolución social que ondeará
después de Rusia en otros países del mundo proclama que no está lejos el
momento en el que podamos gozar del cielo en la tierra, a lo que la humanidad
aspira desde hace siglos.
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