Octubre rojo un siglo después
Un siglo después de su triunfo, la revolución bolchevique sigue suscitando furiosos ataques de la derecha política y de sus terminales ideológicos en la prensa y en las televisiones, en la investigación universitaria dirigida y subvencionada, y en los centros de elaboración ideológica liberal, que, sin embargo, apenas se interrogan sobre el infierno capitalista del que surgió la revolución: el barro y la muerte en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y la oprobiosa autocracia zarista que ahogaba al pueblo ruso y lo condenaba a la miseria y la explotación. Para los beneficiarios del capitalismo realmente existente y para los vendedores de mentiras, el socialismo soviético se resume en error y represión, en furia y crueldad, mientras que el horror causado por el capitalismo, en las dos guerras mundiales y en la esclavitud colonial, en las guerras imperiales y matanzas lanzadas desde entonces en cuatro continentes, en Vietnam y en Corea, en Indonesia y en Afganistán, en Yugoslavia y en Ucrania, en Brasil y en Argentina, en Angola y en Libia, en Siria y en Iraq, por citar sólo algunos ejemplos de la infamia, ese horror, se diluye en lejanas causas y décadas perdidas de las que, como por ensalmo, el capitalismo no es responsable.
Los marineros y milicianos que se lanzaron al asalto del Palacio de Invierno, que vemos en las imágenes recreadas de Eisenstein, no son un accidente de la historia; los obreros que se atrevieron a derribar el trono imperial, a convertir las iglesias en almacenes útiles, y a dispersar las sombras de la explotación, no eran una ráfaga transitoria de años convulsos, sino el rumor de siglos de protestas y de gritos de honestidad y trabajo proletario. En 1917, los bolcheviques supieron expresar el ansia de justicia de los rusos, la ambición de una vida digna que dejase atrás las argollas de la miseria y la opresión bajo los zares; supieron traducir el deseo de los trabajadores de terminar con la explotación en las fábricas. y de los campesinos de romper la soga que les ataba a una nobleza parasitaria y casi medieval. La exigencia de paz, en el matadero de la gran guerra, los gritos reclamando pan, los campesinos exigiendo la tierra, y los trabajadores las fábricas, resumen la decisión de Lenin y los bolcheviques protagonizando la revolución que cambió el mundo. Porque fue la aspiración a la igualdad y la justicia la que creó el poder soviético, la que levantó el socialismo en condiciones difícilmente imaginables hoy: suele olvidarse, pero la revolución bolchevique tuvo que construir el socialismo en un país que perdió, en un lapso de treinta años, a casi cuarenta millones de personas, víctimas de la guerra civil impuesta tras la revolución por veinte países capitalistas, y por las dos guerras mundiales desatadas por las rivalidades de esas mismas potencias. Sólo en la guerra de Hitler, la Unión Soviética vio morir a veintisiete millones de trabajadores y soldados.
Tras 1017, la revolución bolchevique se extendió por el mundo, y su voz llegó a los campesinos malayos y a los obreros de los frigoríficos argentinos, a los labradores chinos y a los trabajadores alemanes; desde entonces, las ideas y propuestas del socialismo y del comunismo han seguido galopando por el planeta, iluminando revoluciones, en China o en Vietnam, en Cuba o en Nicaragua, cambiando el mundo, aunque esa voz haya sufrido duras derrotas, como la matanza en Indonesia, los campos de la muerte de Oriente Medio, o la desaparición de la propia URSS y el retroceso social en Europa y América durante las dos últimas décadas. Pero, ni en Moscú ni en Madrid, la revolución bolchevique no se ha olvidado, y la historia no ha terminado.
Hoy, de forma abrumadora, los rusos siguen viendo a Lenin como un dirigente excepcional, que desempeñó un papel histórico trascendental, y siguen juzgándolo de manera positiva: apenas un 14 % de la población aceptaría retirar sus estatuas de las ciudades rusas, y una abrumadora mayoría lamenta la desaparición de la Unión Soviética. La popularidad de Lenin crece, y, según el centro Levada, en la última década ha aumentado de forma notable el número de ciudadanos rusos que consideran positiva su aportación al país y al mundo. Las estrellas rojas siguen coronando las torres del Kremlin moscovita, y la presencia de Lenin, aunque no se traduzca todavía en cambios políticos y sociales, no va a desaparecer, pese a los interesados augurios de la derecha.
Para conmemorar el centenario, el Partido Comunista ruso organizará una gran manifestación en Moscú, el 7 de noviembre, así como otros actos en la gran mayoría de las ciudades del país, y el gobierno de Putin también ha publicado un calendario de actividades para destacarlo, intentando atraer hacia el partido del poder las movilizaciones populares de celebración de la revolución de octubre, hasta el punto de que el comité gubernamental encargado de organizarlas está lleno de anticomunistas: el poder actual no puede obviar la importancia de la revolución bolchevique, ni tampoco las aportaciones de la Unión Soviética, como no puede ignorar el prestigio creciente de Lenin y del socialismo entre la población, por lo que se ve obligado a nadar entre dos aguas.
No será sólo en Rusia. En los cinco continentes habitados, se sucederán las celebraciones entre los trabajadores, acompañadas por la monótona y reiterada condena de los centros del poder capitalista, que busca arrojar a la hoguera el persistente susurro de décadas de la revolución bolchevique y del socialismo. De Bolivia a China, de Cuba a Alemania, de Venezuela a Vietnam, de Sudáfrica a Australia, ese centenario recorre durante este año conferencias y congresos, seminarios y libros, ondea en las banderas rojas de las manifestaciones y en las huelgas que siguen reclamando el fin de la explotación y un mundo mejor; se interroga por los excesos y errores cometidos, trabaja en los laboratorios que alumbran el progreso humano, y brilla en los ojos de las mujeres del mundo que contemplan la desventura y la marginación de la mitad del cielo sin renunciar a nada; se manifiesta en el esfuerzo de los campesinos por salvar la vida y el planeta, se escucha en el ruido de las cadenas de montaje y centellea en el parpadeo de las pantallas de ordenador, y se revela en la noche maltratada de los pobres, en las gargantas de los esclavos, en las lágrimas de los apátridas y en el sufrimiento de los inmigrantes perseguidos por el odio.
Un siglo después, el capitalismo se empeña en desacreditar la idea de una sociedad justa e igualitaria, y destruye paulatinamente las conquistas obreras; reduce salarios, convierte la seguridad en el trabajo en la precariedad de empleos temporales o de trabajadores autónomos, y mantiene legiones de operarios con empleos-basura, mientras sus terminales ideológicas y sus medios de comunicación siguen intentando demoler la razón socialista, destruir el recuerdo de la dignidad obrera y de las luchas por la emancipación social; al tiempo que los empresarios arrojan el socialismo y la revolución bolchevique a las tinieblas como un prescindible vestigio del pasado, y presentan a sindicatos y partidos obreros como herramientas inútiles superadas por la historia, atreviéndose a postularse a sí mismos como los creadores de la modernidad y del progreso, aunque tengan las manos sucias de la explotación y la mentira.
Sin embargo, la huella de la revolución bolchevique está ahí, y se encuentra en los territorios cotidianos conquistados por las mujeres y en las leyes que aseguraron los derechos de los trabajadores (en la reducción de las horas de trabajo diarias y en el derecho a vacaciones pagadas, en la asistencia sanitaria gratuita y en los permisos de maternidad, en el derecho a tener pensiones y en la jubilación a una edad antes impensable), como se encuentra en la derrota del monstruo nazi y en el proceso que dio inicio de la emancipación de las colonias que los países capitalistas oprimieron, y en los espacios de libertad contemporánea que se salvaron por el esfuerzo soviético de ser enterrados en la cal viva del nazismo.
Cien años después, el impulso de la revolución bolchevique no ha desaparecido, aunque los partidos comunistas vivan años de debilidad, que no les afecta sólo a ellos, sino a toda la izquierda. Ese agotamiento debe terminar con el abandono de cualquier esperanza de reforma capitalista y con la adopción de un programa radical que luche por el socialismo en todos los continentes, porque el capitalismo ahoga a millones de trabajadores, ensucia el mundo, aplasta a la humanidad, vende nuestro futuro, pero alberga también en su seno a quienes tienen el fermento de la revuelta, con la seguridad de que el comunismo y la revolución bolchevique son la juventud del mundo de la que nos habló Alberti, y la fraternidad que le dio a Neruda el verso tierno del comunismo chileno: un siglo después del octubre rojo, son los trabajadores que se manifestaron en la gigantesca huelga general de la India en 2016, son las manos que acarician a los niños en medio de las catástrofes con las que nos hace convivir el capitalismo, y las que se aferran a las alambradas de los campos de refugiados.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
Los marineros y milicianos que se lanzaron al asalto del Palacio de Invierno, que vemos en las imágenes recreadas de Eisenstein, no son un accidente de la historia; los obreros que se atrevieron a derribar el trono imperial, a convertir las iglesias en almacenes útiles, y a dispersar las sombras de la explotación, no eran una ráfaga transitoria de años convulsos, sino el rumor de siglos de protestas y de gritos de honestidad y trabajo proletario. En 1917, los bolcheviques supieron expresar el ansia de justicia de los rusos, la ambición de una vida digna que dejase atrás las argollas de la miseria y la opresión bajo los zares; supieron traducir el deseo de los trabajadores de terminar con la explotación en las fábricas. y de los campesinos de romper la soga que les ataba a una nobleza parasitaria y casi medieval. La exigencia de paz, en el matadero de la gran guerra, los gritos reclamando pan, los campesinos exigiendo la tierra, y los trabajadores las fábricas, resumen la decisión de Lenin y los bolcheviques protagonizando la revolución que cambió el mundo. Porque fue la aspiración a la igualdad y la justicia la que creó el poder soviético, la que levantó el socialismo en condiciones difícilmente imaginables hoy: suele olvidarse, pero la revolución bolchevique tuvo que construir el socialismo en un país que perdió, en un lapso de treinta años, a casi cuarenta millones de personas, víctimas de la guerra civil impuesta tras la revolución por veinte países capitalistas, y por las dos guerras mundiales desatadas por las rivalidades de esas mismas potencias. Sólo en la guerra de Hitler, la Unión Soviética vio morir a veintisiete millones de trabajadores y soldados.
Tras 1017, la revolución bolchevique se extendió por el mundo, y su voz llegó a los campesinos malayos y a los obreros de los frigoríficos argentinos, a los labradores chinos y a los trabajadores alemanes; desde entonces, las ideas y propuestas del socialismo y del comunismo han seguido galopando por el planeta, iluminando revoluciones, en China o en Vietnam, en Cuba o en Nicaragua, cambiando el mundo, aunque esa voz haya sufrido duras derrotas, como la matanza en Indonesia, los campos de la muerte de Oriente Medio, o la desaparición de la propia URSS y el retroceso social en Europa y América durante las dos últimas décadas. Pero, ni en Moscú ni en Madrid, la revolución bolchevique no se ha olvidado, y la historia no ha terminado.
Hoy, de forma abrumadora, los rusos siguen viendo a Lenin como un dirigente excepcional, que desempeñó un papel histórico trascendental, y siguen juzgándolo de manera positiva: apenas un 14 % de la población aceptaría retirar sus estatuas de las ciudades rusas, y una abrumadora mayoría lamenta la desaparición de la Unión Soviética. La popularidad de Lenin crece, y, según el centro Levada, en la última década ha aumentado de forma notable el número de ciudadanos rusos que consideran positiva su aportación al país y al mundo. Las estrellas rojas siguen coronando las torres del Kremlin moscovita, y la presencia de Lenin, aunque no se traduzca todavía en cambios políticos y sociales, no va a desaparecer, pese a los interesados augurios de la derecha.
Para conmemorar el centenario, el Partido Comunista ruso organizará una gran manifestación en Moscú, el 7 de noviembre, así como otros actos en la gran mayoría de las ciudades del país, y el gobierno de Putin también ha publicado un calendario de actividades para destacarlo, intentando atraer hacia el partido del poder las movilizaciones populares de celebración de la revolución de octubre, hasta el punto de que el comité gubernamental encargado de organizarlas está lleno de anticomunistas: el poder actual no puede obviar la importancia de la revolución bolchevique, ni tampoco las aportaciones de la Unión Soviética, como no puede ignorar el prestigio creciente de Lenin y del socialismo entre la población, por lo que se ve obligado a nadar entre dos aguas.
No será sólo en Rusia. En los cinco continentes habitados, se sucederán las celebraciones entre los trabajadores, acompañadas por la monótona y reiterada condena de los centros del poder capitalista, que busca arrojar a la hoguera el persistente susurro de décadas de la revolución bolchevique y del socialismo. De Bolivia a China, de Cuba a Alemania, de Venezuela a Vietnam, de Sudáfrica a Australia, ese centenario recorre durante este año conferencias y congresos, seminarios y libros, ondea en las banderas rojas de las manifestaciones y en las huelgas que siguen reclamando el fin de la explotación y un mundo mejor; se interroga por los excesos y errores cometidos, trabaja en los laboratorios que alumbran el progreso humano, y brilla en los ojos de las mujeres del mundo que contemplan la desventura y la marginación de la mitad del cielo sin renunciar a nada; se manifiesta en el esfuerzo de los campesinos por salvar la vida y el planeta, se escucha en el ruido de las cadenas de montaje y centellea en el parpadeo de las pantallas de ordenador, y se revela en la noche maltratada de los pobres, en las gargantas de los esclavos, en las lágrimas de los apátridas y en el sufrimiento de los inmigrantes perseguidos por el odio.
Un siglo después, el capitalismo se empeña en desacreditar la idea de una sociedad justa e igualitaria, y destruye paulatinamente las conquistas obreras; reduce salarios, convierte la seguridad en el trabajo en la precariedad de empleos temporales o de trabajadores autónomos, y mantiene legiones de operarios con empleos-basura, mientras sus terminales ideológicas y sus medios de comunicación siguen intentando demoler la razón socialista, destruir el recuerdo de la dignidad obrera y de las luchas por la emancipación social; al tiempo que los empresarios arrojan el socialismo y la revolución bolchevique a las tinieblas como un prescindible vestigio del pasado, y presentan a sindicatos y partidos obreros como herramientas inútiles superadas por la historia, atreviéndose a postularse a sí mismos como los creadores de la modernidad y del progreso, aunque tengan las manos sucias de la explotación y la mentira.
Sin embargo, la huella de la revolución bolchevique está ahí, y se encuentra en los territorios cotidianos conquistados por las mujeres y en las leyes que aseguraron los derechos de los trabajadores (en la reducción de las horas de trabajo diarias y en el derecho a vacaciones pagadas, en la asistencia sanitaria gratuita y en los permisos de maternidad, en el derecho a tener pensiones y en la jubilación a una edad antes impensable), como se encuentra en la derrota del monstruo nazi y en el proceso que dio inicio de la emancipación de las colonias que los países capitalistas oprimieron, y en los espacios de libertad contemporánea que se salvaron por el esfuerzo soviético de ser enterrados en la cal viva del nazismo.
Cien años después, el impulso de la revolución bolchevique no ha desaparecido, aunque los partidos comunistas vivan años de debilidad, que no les afecta sólo a ellos, sino a toda la izquierda. Ese agotamiento debe terminar con el abandono de cualquier esperanza de reforma capitalista y con la adopción de un programa radical que luche por el socialismo en todos los continentes, porque el capitalismo ahoga a millones de trabajadores, ensucia el mundo, aplasta a la humanidad, vende nuestro futuro, pero alberga también en su seno a quienes tienen el fermento de la revuelta, con la seguridad de que el comunismo y la revolución bolchevique son la juventud del mundo de la que nos habló Alberti, y la fraternidad que le dio a Neruda el verso tierno del comunismo chileno: un siglo después del octubre rojo, son los trabajadores que se manifestaron en la gigantesca huelga general de la India en 2016, son las manos que acarician a los niños en medio de las catástrofes con las que nos hace convivir el capitalismo, y las que se aferran a las alambradas de los campos de refugiados.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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