Ante el momento actual: republicanismo, democracia integral y convergencia social. Andrés H. Rebelión
1. Introducción
La
irrupción de la crisis de 2008 ha acabado por demostrar definitivamente
la extrema fragilidad de las conquistas sociales históricamente
alcanzadas en el pasado siglo y la dificultad de su continuidad en el
seno de un sistema económico capitalista.
En el caso de España,
las garantías sociales sobre las que se fue construyendo –precariamente-
el modelo social del llamado “Estado de bienestar” se van derrumbando a
pasos agigantados. El desempleo sigue siendo alarmante. Según los
Presupuestos del Estado proyectados por el Gobierno, 2,66 millones de
parados no recibirán en 2015 ninguna prestación. Cada vez son más las
personas pobres o en riesgo de pobreza. Crece el número de niños que no
tienen qué comer. La corrupción se extiende por todas las ramificaciones
de la administración como un cáncer letal que amenaza con destruir todo
atisbo de viabilidad democrática. Estamos en una situación de
emergencia nacional desde todos los puntos de vista.
En un
momento en que cada vez son más quienes se dan cuenta de la ilegitimidad
de las instituciones de este régimen agonizante, la clase dominante
sigue siendo dominante porque ostenta el poder político y económico,
pero va perdiendo paulatinamente la hegemonía (la dirección moral e
intelectual, en el sentido de Gramsci). Se está produciendo una
distancia social abismal entre la experiencia concreta de la realidad,
la vida vivida, y las ideas usadas para representar dicha experiencia,
el discurso formal. Pero esta tensión no se puede mantener por mucho
tiempo. Es una contradicción que pide ser resuelta.
Ortega y
Gasset, en una conferencia memorable titulada de forma nada casual
“Vieja y nueva política”, pronunciada el 23 de Marzo de 1914 en el
Teatro de la Comedia cuando el madrileño solamente contaba con 30 años,
nos dejó unas palabras que, transcurridos ya cien años desde que fueron
dichas, siguen estando sorprendentemente vigentes:
“Y entonces
sobreviene lo que hoy en nuestra nación presenciamos: dos Españas que
viven juntas y que son perfectamente extrañas: una España oficial que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, y otra España aspirante, germinal, una España vital,
tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada
por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia. (…) La España
oficial consiste, pues, en una especie de partidos fantasmas que
defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de
unos periódicos, hacen marchar Ministerios de alucinación”.
El
paralelismo con la situación actual no puede ser mayor. Hoy, una España
caciquista, corrupta, explotadora, depredadora, destructora de la vida,
se está muriendo, pero en los últimos estertores se aferra a lo que
todavía posee, arrasando con lo que queda, mintiendo y manipulando;
mientras que una España libre, honesta, solidaria, cooperadora y
creadora de ilusiones y dignidad, intenta abrirse camino en medio de la
adversidad, tratando de dar a luz una mejor vida, más decente y más
fértil.
Lo que Ortega planteaba hace cien años era la necesidad
de una transformación social del país desde la raíz; no un simple cambio
de gobierno, sino un cambio de sistema social. Y eso mismo es lo que
ahora nos planteamos nosotros cuando, en el momento presente, encaramos
algo que es más que una crisis coyuntural: un cambio de época que
provoca que reaparezcan algunos problemas sempiternos. Por ello,
necesitamos un cambio de régimen que no degenere en un simulacro, en un
lampedusiano “cambiar todo” para que todo siga igual, sino que
fructifique en otras relaciones políticas, económicas y culturales diferentes de las actuales.
2. La tradición política republicana democrática. Libertad, igualdad, fraternidad
La crisis económica, que ha acabado por convertirse en una crisis de
régimen en nuestro país (una crisis que evidencia la ineficacia y falta
de legitimidad de un determinado diseño institucional de la democracia),
ha provocado que cada vez un mayor número de personas presten atención a
la temática del republicanismo.
En contra de lo que suele
entenderse normalmente como tal, el republicanismo no es solo una teoría
acerca de la forma de Gobierno (República frente a Monarquía). El
republicanismo implica una concepción del Estado basada en unos
principios, valores, funcionamiento institucional y vinculación con la
realidad social de la que emana.
El republicanismo democrático
podría resumirse como una teoría centrada en un triángulo cuyos lados
representan los tres grandes valores de la tradición ilustrada que
conformaron la divisa de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y
fraternidad.
La libertad tiene que ver con el poder que cada
individuo tiene para autogestionar su propia vida de forma
independiente. La libertad republicana es la libertad como ausencia de
dominación. La libertad como ausencia de dominación exige, para empezar,
que todos los ciudadanos sean dueños de las bases materiales de su
existencia social autónoma, para que puedan decidir por sí mismos qué
hacer con sus vidas sin depender en ningún momento del arbitrio de
otros. [1]
Las
asimetrías de poder están en la base de relaciones de dominación que
podrían ser atajadas si se concediera a todos los individuos un igual
acceso a los recursos materiales que hacen factible la libertad. Las
relaciones económicas determinan relaciones de poder. Sin igualdad
socioeconómica no puede haber tampoco igualdad de poder de decisión, y
sin esa igualdad habrá dominación de unas personas sobre otras y, por
tanto, no habrá libertad para una importante parte de la población.
Por
último, sin fraternidad es prácticamente imposible que la libertad y la
igualdad se realicen de forma adecuada. La fraternidad es necesaria
para promover la confianza, disminuir la tensión social, solucionar
conflictos y reducir el gobierno al mínimo. En palabras de Gerald Cohen,
fraternidad significa que “a las personas les importe, y cuando sea
necesario y posible, se preocupen por la suerte de los demás” [2] .
En definitiva, es el elemento clave que pone en relación a la libertad y
la igualdad y permite la construcción de una ciudadanía virtuosa,
comprometida con la defensa de los principios y valores de una
democracia. Una sociedad fraterna es una sociedad en la cual los
privilegios individuales no existen, donde cada uno se hace cargo del
otro, de todas las demás personas.
La fraternidad, además, es la
que permite explicar la alianza entre el republicanismo democrático y
el socialismo, puesto que, como nos recuerda Alberto Garzón, “la noción
de fraternidad expresaba el deseo de los más desfavorecidos, de los
desposeídos. Ellos buscaban poder hermanarse con el resto de personas,
mas la burguesía no pretendía llegar hasta ese nivel. (…) Y uno se da
cuenta de que el concepto de fraternidad encierra todo el espíritu
revolucionario socialista. Porque es directamente una invitación a la
emancipación de los asalariados, es decir, de quienes dependen de otros
para subsistir” [3] .
El
republicanismo es, por ello, la opción necesaria para la izquierda
contemporánea, el único lugar desde el cual es posible articular las
diferentes visiones de cada movimiento de izquierda sobre un sustrato
común de principios compartidos. No en vano, “el republicanismo
democrático fue la tradición desde la que nacieron el socialismo y los
ideales de la emancipación respecto al capitalismo. Ya no se trataba
solo de poder votar sino también de poder disfrutar de la libertad en su
sentido positivo, es decir, de tener capacidad para ejecutar el derecho
a la existencia”. [4]
El
ideario básico del republicanismo democrático y socialista consiste en
materializar el proyecto de una sociedad de ciudadanos igualmente libres
en la que todas las personas, independientemente de su condición
social, sexo, etnia, etc. tengan asegurados en todo momento unos
derechos básicos (derechos humanos) y sean libres de emprender su propio
proyecto de vida sin interferencias ajenas arbitrarias en tanto que
ellas mismas no interfieran arbitrariamente en las vidas de las demás.
En
resumidas cuentas, se trata de defender la aplicación de los Derechos
Humanos en todos los ámbitos de la sociedad. Pero de todos ellos sin
excepción, no únicamente de los de la primera generación (los derechos
civiles y políticos, los preferidos por aquellos liberales doctrinarios
que tan a menudo se olvidan de los restantes). También el derecho a la
alimentación, el derecho al trabajo, el derecho a la seguridad social,
el derecho a la vivienda y el derecho a la sanidad deben ser derechos
constitucionalmente protegidos, porque si la gente no está alimentada,
no tiene vivienda o no tiene asistencia sanitaria no puede ser realmente
libre y ve mermada gravemente su posibilidad de participar en la vida
pública.
Ésta es, en realidad, la utopía de nuestros días.
Porque, pese a las apariencias en contra, el pensamiento político del
presente sigue estando abierto a la utopía.
Puede que sea
inevitable que los medios para acabar con la injusticia hayan de contar
con ella y hayan de partir, entonces, del hecho mismo como un factum
dentro del cual nos movemos, pero eso no quiere decir, en cambio, que
el horizonte mismo de las reformas o medidas que se toman tenga que ser,
necesariamente, el de la aceptación de ese factum. Hay ahí una
dialéctica entre el presente y el futuro, entre lo que hay y lo que
podría haber, que no es más que una expresión concreta de una dialéctica
más profunda: la del ser y el deber ser.
Max Weber distinguió
entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción. La
ética de la responsabilidad nos aconseja ser pragmáticos, hacernos cargo
de la contingencia y transitoriedad del mundo dejando a un lado
nuestros principios. La ética de la convicción nos exige, en cambio,
poner el mundo entre paréntesis y actuar siguiendo únicamente el dictado
de nuestras conciencias. Sea como fuere, no puede haber convicciones
sin responsabilidades ni responsabilidades sin convicciones. Aunque las
personas estemos instaladas en el presente, necesitamos objetivos a
largo plazo que podamos apoyar en todo momento. Estos objetivos pueden
ser representados como “ideales regulativos”. Un ideal regulativo no es
en ningún sentido un modelo ideal al que la realidad empírica debiera
someterse como una copia fiel. Su función es, más bien, la de servir
como escenario contrastante para ejercer una crítica de la realidad
actual.
Si por utopía entendemos esto, hemos de admitir que la
utopía es una dimensión necesaria de nuestras vidas, como el faro de
guía que nos orienta cuando nos sentimos perdidos. La utopía, como su
propia etimología nos revela, señala un lugar que físicamente no existe,
pero que podemos imaginar como existiendo: es decir, un contrafáctico. A
la utopía no podemos llegar por la fuerza (y si así lo quisiéramos, no
haríamos sino comportarnos dogmáticamente), sino poco a poco, avanzando
históricamente entre momentos de crítica y momentos de acción,
recorriendo constantemente la distancia que separa el ideal y la
realidad, el deber ser y el ser. [5]
Si
por utópico, en cambio, entendemos cualquier proyecto de realización de
un imposible, rigurosamente hablando, el proyecto de realización de una
sociedad donde no haya hambre, miseria ni represión no es utópico.
Marcuse lo expresó perfectamente en su obra El final de la utopía.
“Ahí
están todas las fuerzas materiales e intelectuales que es posible
aplicar a la realización de una sociedad libre. El que no se apliquen a
ello ha de atribuirse exclusivamente a la movilización total de la
sociedad existente contra su propia posibilidad de liberación (...)
Apenas hay hoy, ni en la misma economía burguesa, un científico o
investigador digno de ser tomado en serio que se atreva a negar que con
las fuerzas productivas técnicamente disponibles ya hoy es posible la
eliminación material e intelectual del hambre y de la miseria, y que lo
que hoy ocurre ha de atribuirse a la organización sociopolítica de la
tierra.” [6]
Es decir,
hoy en día, lo que hace tan sólo un siglo podía parecer “utópico”, ha
dejado de serlo, no porque ahora se haya convertido en una realidad,
sino más bien porque ha pasado de ser una mera fantasía de la
imaginación para trocarse en una posibilidad técnicamente factible. El
problema es que el desarrollo de las fuerzas productivas que actualmente
permiten acabar con el hambre, la miseria y la represión no ha ido
acompañado de un desarrollo parejo de las costumbres, normas morales e
instituciones en la dirección de la potenciación y aprovechamiento
óptimo de todas las facultades físicas y psíquicas de los seres humanos.
Por este motivo, si todavía tiene sentido referirse a este
proyecto de transformación como “utopía”, no es porque la realización de
una sociedad justa e igualitaria entre en contradicción con las leyes
científicamente comprobadas, sino porque la propia posibilidad de una
“movilización total” de la sociedad a favor de su liberación sigue
siendo hoy, a la vista del desarrollo de los factores subjetivos y
objetivos, algo lejano, aunque no del todo imposible. Ahora bien, la
ausencia de factores subjetivos y objetivos para la transformación del
sistema social no es una objeción válida para dicha transformación,
puesto que esa ausencia es siempre provisional y no definitiva.
Reclamar
que los derechos humanos se cumplan no es más que el corolario de
aceptar hasta sus últimas consecuencias el imperio de la Ley. Porque, al
margen de que haya leyes que deben ser abolidas y otras que deben ser
aprobadas, hacer que se cumpla la Ley es, hoy, algo revolucionario. Por
ejemplo, el artículo 128 de la Constitución, según el cual toda riqueza
debe estar subordinada al interés general.
Quienes apresurada e
inopinadamente tachan de utópico (en su sentido despectivo) el proyecto
republicano-socialista, deberían admitir, entonces, si son coherentes
con sus propios planteamientos, que cuando construyen pomposos discursos
en defensa del Estado de Derecho, no están sino defendiendo la utopía
o, en el peor de los casos, haciendo un alegato puramente retórico de
ese concepto aun a sabiendas de que es imposible ponerlo en práctica en
el contexto actual.
Después de todo, lo que sí es completamente
utópico, en el sentido de una idea ingenua y técnicamente irrealizable,
es que aspiremos sinceramente a vivir en una sociedad justa manteniendo
inalterable el status quo.
“Ningún observador ilustrado
moderadamente inteligente podría sondear el estado del planeta y
concluir que se podría arreglar sin una transformación profunda. En este
sentido son los pragmatistas duros, y no los izquierdistas melenudos,
quienes son soñadores ingenuos.” [7]
O renunciamos a la justicia o renunciamos a este estado de cosas. Tertium non datur.
3. Empoderamiento ciudadano, democracia integral
La
tradición política republicano-democrática, en particular, se opone a
toda momificación del poder en la forma de alguna jerarquía inalterable.
El republicanismo democrático entiende que la legitimidad de todo
gobierno emana del poder que el conjunto de los ciudadanos es capaz de
ejercer colegialmente en cada momento. El poder social sobrepuja a
partir de su tensión constitutiva frente a cualquier intento de
sustantificación del mismo: no se agota ni se puede cancelar en ninguna
de sus representaciones simbólicas ni institucionales (tales como las
mistificaciones jurídicas propias de las diversas teorías formalistas
del Estado). Los tumultos entre el populus y los grandes descritos por
Maquiavelo o la multitudo de Spinoza aluden a esa pluralidad de los
muchos en tanto que muchos, una pluralidad radical que no es sino la
expresión natural de la pluralidad misma de la vida. Por eso el
republicanismo democrático está en contra de la concentración del poder
en unas pocas manos y pretende que éste sea extendido y equitativamente
distribuido entre toda la población con objeto de acrecentar al máximo
posible todo el caudal de posibilidades, opciones, capacidades, de todos
los seres humanos, en la confianza de que de ese aumento de potencia
común emergerá, para todos, el mayor bienestar.
Sin embargo, la
aceleración del proceso conocido como globalización o mundialización ha
ido en sentido contrario, provocando la ruptura del tejido social y la
ausencia de la idea de pertenencia a algo en común. La pérdida de lo
común, de lo público, en detrimento de lo privado, de los grupos de
interés, supone la pérdida del nexo unitario que da sentido a una
democracia, ese demos compuesto por personas que dialogan,
deliberan y comparten sus vidas. En la actualidad, individuos aislados,
atemorizados por la pérdida de la felicidad y por la inestabilidad,
compiten entre sí por acceder a los bienes básicos y apenas pueden
influir en las decisiones que afectan a la vida diaria de la comunidad.
Los
poderes establecidos actúan en beneficio de unos pocos, desatendiendo
los intereses y necesidades de la gran mayoría de la población, sin
importarles los costos humanos y ecológicos que tengamos que pagar.
Las
políticas de (falsa) austeridad promovidas desde el Banco Mundial o el
Fondo Monetario Internacional generan un incremento de las
desigualdades, suponen un inadmisible recorte de derechos sociales y
perpetúan el mismo sistema económico causante de esta crisis que ahora
padecemos.
La crisis económica pone en evidencia al mismo tiempo
una crisis política, puesto que el modelo basado en el sistema de
partidos políticos se ha revelado injusto e ineficaz. Sabemos que los
partidos políticos tradicionales están basados en una forma de entender
la actividad política como algo ajeno a las necesidades de la gente y
que en ellos se ambiciona la toma del poder político, no como un medio
para resolver los problemas sociales que preocupan a la ciudadanía, sino
como un fin en sí mismo, es decir, una manera de hacer una carrera
profesional y enriquecerse rápida y fácilmente.
¿Cómo puede la ciudadanía recuperar su ser, su potencia soberana?
Es
claro que el concepto de democracia al que remite la tradición
republicana y socialista es diferente del concepto que tienen en mente
los liberales. Para el liberalismo, la democracia no es más que un
conjunto de reglas de juego para la toma de decisiones colectivas. Lo
que los republicanos y socialistas argumentan es que, si la democracia
funciona, no es por las supuestas virtudes del procedimiento técnico
electoral, sino por una serie de compromisos previos de orden material
que hacen posible ese procedimiento; cuando esos compromisos
desaparecen, el procedimiento se convierte en una cáscara vacía que,
solamente con gran carga de hipocresía, puede seguir llamándose
“democracia”. “No hay liberalismo realmente existente que esté vacío,
que sea sólo un juego” [8] ,
como bien señala Salvador Giner. Para empezar, las reglas de juego
pueden ser muy diferentes: elegir entre diferentes conjuntos de reglas
compromete diferentes preferencias valorativas. Y además, la manera de
aplicar dichas reglas dependerá en buena medida del escenario social en
el que el juego se desenvuelva, lo que obliga a considerar aspectos
materiales de la democracia en relación a la actividad económica,
política y cultural.
En definitiva, no hay modelo de democracia, por muy liberal que éste quiera ser, que no tenga que vérselas con el “imperativo
de sustantividad”: “Entiendo por imperativo de sustantividad la
necesidad estructural de que toda posición formalista vaya unida, de
hecho, a valoraciones sobre el contenido y la naturaleza de la politeya
deseada por quienes por ella abogan” [9]
. Lo que debemos preguntarnos entonces es cuál es el sustrato, el
humus, a partir del cual germina la estabilidad política de la
estructura democrática.
La democracia actual de ciudadanos
libres e iguales lo es sobre el papel, en términos formales, pero no lo
es en términos materiales. El acceso al trabajo es cada día más
complicado y se concreta en condiciones laborales precarias que, en
muchos casos, ya no garantizan para amplias capas de población su
inclusión en la comunidad política como ciudadanos de pleno derecho. ¿De
qué sirve que haya libertad de expresión si los analfabetos no pueden
ejercitarla? ¿De qué sirve que haya libertad para votar si muchas
personas han de vender su voto a cambio de un trozo de pan?
Es
evidente que un estado democrático tiene que garantizar tanto los
derechos civiles como los de participación política, pero eso no puede
hacerlo de modo efectivo si no garantiza, además, los económicos,
sociales y culturales. Por ello, una democracia sustantiva exige, además
de un procedimiento para la toma de decisiones públicas, el desarrollo
en la realidad de los derechos económicos, sociales y culturales que
permiten el efectivo ejercicio material de las libertades individuales,
pues sin recursos materiales para la vida, la libertad simplemente es
una quimera.
Un pueblo en el que nadie tiene que pedir permiso a
otro para vivir, en el que la posesión de los recursos materiales
necesarios está garantizada para todos, en el que la educación, la salud
o la vivienda son bienes comunes y no patrimonio de quienes pueden
pagárselas, constituye el sustrato de una democracia. El referente
último de la democracia así entendida es el individuo y su dignidad, y
su fin último es favorecer el desarrollo de esa dignidad individual.
Por
tanto, empoderar a las personas es o debería ser el objetivo de una
democracia. Se trata de hacer que la posición de cada uno de los
ciudadanos en el conjunto de sus relaciones sociales sea suficientemente
favorable como para que ninguno de ellos se vea expuesto a ser dominado
por ningún otro. El objetivo es alcanzar la real emancipación de cada
ser humano y realizar de esa forma el ideal del autogobierno, tanto en
la esfera pública (la posibilidad de participar directamente en todas
las decisiones sociales relevantes) como en la esfera privada (el poder
de emprender un proyecto de vida personal libre de interferencias
arbitrarias), lo cual requiere, además, la justicia social, porque el
autogobierno no puede mantenerse si la propiedad está desigual y
polarizadamente distribuida, en exceso.
Una democracia integral debe
ser al mismo tiempo una democracia procedimental y sustantiva que tenga
como cometido la realización de los derechos humanos, para lo cual ha
de articular el empoderamiento de la ciudadanía en tres sentidos.
3.1. Economía
El
empoderamiento económico implica una reorganización completa del modelo
económico por medio de políticas de justicia social centradas en la
búsqueda del bien común y no en el lucro y la especulación.
La
organización económica capitalista es incapaz de asegurar la protección
de los derechos fundamentales y los principios éticos recogidos en la
Declaración Universal de 1948. No puede hacerlo porque el capitalismo
significa el enriquecimiento de una minoría de la población a costa del
empobrecimiento de amplias capas de la sociedad y, por consiguiente, la
imposibilidad de miles o millones de personas de acceder a las
condiciones materiales que determinan el ejercicio de sus derechos
elementales de ciudadanía. A causa de la concentración de la riqueza en
unas pocas manos, se intensifican pavorosamente las desigualdades. La
dinámica capitalista es un proceso de expropiación de lo colectivo, una
transferencia de la riqueza social hacia particulares mediante la cual
las rentas del capital aumentan a costa de la reducción de las rentas
del trabajo. El capitalismo impide el logro de la justicia social, lo
que es un gran déficit para la democracia. El capitalismo excluye y
privatiza. La democracia incluye y socializa. Ambos sistemas funcionan
según lógicas opuestas. Tal como señala Alberto Garzón, “la res publica,
como comunidad política de personas igualmente libres, no puede existir
en un contexto de amplia desigualdad de poder, riqueza o renta. Porque
precisamente esta desigualdad desata tensiones políticas que provocan
movimientos reactivos que amenazan con destruir las bases de cualquier
comunidad política.” [10]
Si
la generación de riqueza es un proceso esencialmente social, como bien
vio el marxismo, la apropiación de ese producto ha de ser también
social, y no un proceso de rapiña por parte de unos pocos. La economía
es una actividad de transformación del mundo que tiene como finalidad
satisfacer, de la mejor forma y con el mínimo de medios audazmente
combinados, las necesidades humanas. La riqueza no puede ser vista como
producción que es vendida y comprada en un mercado, sino como conjunto
de bienes, servicios y capacidades que resultan útiles para la vida
humana. Por consiguiente, hay que centrar los esfuerzos en el reparto de
la riqueza existente, en el cumplimiento de las necesidades básicas de
las personas y en el uso racional de los bienes que nos proporciona el
medio ambiente supeditando la búsqueda del beneficio a la realización de
la justicia.
Ante la pobreza, la precariedad y la destrucción
del Estado social, es preciso reivindicar una democratización de la
economía que garantice la redistribución de la riqueza y el disfrute
verdadero de los derechos sociales y de los bienes comunes (educación,
sanidad, vivienda, energía, transporte, medio ambiente, conocimiento,
etc.) por parte de todos.
A este respecto, al menos dos medidas
parecen ya irrenunciables: la reducción de la jornada laboral y la
implantación de una Renta Básica Universal. La primera, porque
contribuiría a repartir equitativamente la carga de trabajo de la
sociedad y permitiría que las personas dispusieran de mayor tiempo para
disfrutar plenamente de sus vidas. La segunda, porque sería una forma de
garantizar que todos los ciudadanos cuenten al menos con el mínimo
vital indispensable para no tener que subordinarse a ningún otro.
Pero, además, también sería imprescindible una reestructuración del
sistema económico en la dirección de sustituir el actual modelo, apoyado
fundamentalmente en la especulación y las finanzas, por un modelo
productivo creador de valor real y basado en la satisfacción de las
principales necesidades humanas, como la sanidad, la educación, la
atención a ancianos y personas dependientes, la producción de energía,
el cuidado del medio ambiente, etc. Se trataría de supeditar la
producción a criterios éticos y no tanto a criterios de rentabilidad
inmediata. Para evitar los desmanes propios de la iniciativa privada y
asegurar que la actividad económica va a estar al servicio de la
sociedad en su conjunto, la gestión de los bienes comunes y de los
sectores estratégicos de la economía debería recaer en la iniciativa
pública y estar sometida al control democrático de la ciudadanía. Un
nuevo modelo económico de estas características evitaría la especulación
descontrolada, implicaría la creación de más puestos de trabajo y por
ende elevaría sobremanera la calidad de nuestras vidas.
Por
último, sería recomendable apoyar el cooperativismo en tanto que dicho
sistema de organización económica tiene la capacidad de alterar
profundamente las relaciones sociales, lucha contra los aspectos
jerárquicos y burocráticos del actual sistema y reúne los ingredientes
imprescindibles de una economía centrada en la búsqueda del bien común:
una mezcla equilibrada entre la eficiencia y la solidaridad. Una
economía cooperativista es una alternativa tanto al capitalismo como al
socialismo estatista, puesto que en ella:
a) las empresas
pertenecen a los socios trabajadores: éstos se encargan de la
administración de las mismas y son, a la vez, los dueños del capital
b)
los beneficios de la actividad económica se reparten entre todos los
socios trabajadores de forma equitativa en proporción a los servicios
realizados y no en función de la aportación al capital social
c) las empresas cooperan entre sí en lugar de luchar salvajemente, y
d)
los ciudadanos pueden tomar parte en las decisiones que afectan al
conjunto del sistema económico a través de su participación en asambleas
económicas.
3.2. Política
El empoderamiento
político implica construir una democracia que no sea la de las élites,
las corporaciones y el dictado de los mercados, sino la democracia de
los ciudadanos, de la virtud cívica y de la preocupación por el bien
común.
Como efecto de la colonización de la vida por parte del
capitalismo, la democracia actual, representativa y formal, se
caracteriza por un diseño institucional que impide la verdadera
participación de la gente, divide a la población entre una minoría
dirigente y una mayoría dirigida y convierte la política en un lugar
propicio para arribistas que desean apoltronarse y vivir a expensas de
los demás.
En la democracia representativa, la participación
democrática se limita a la elección periódica de representantes
políticos. En este sistema, los verdaderos sujetos políticos no son los
ciudadanos, sino las élites políticas que, teóricamente, se arrogan el
derecho de representarles y ponerles voz, aunque en la práctica
únicamente representen los intereses de la banca y de los grandes
propietarios. Es, por ello, una democracia elitista. Dicha democracia
funciona en realidad como una partidocracia, o sea, una oligarquía de
partidos en la que los representantes políticos y los llamados
“expertos”, son los principales protagonistas de la escena política y
quienes detentan todo el poder de decisión en las cuestiones
comunitarias. Estos grupos políticos, son, además, aliados de los
poderes económicos privados que mediante financiación electoral,
sobornos, donaciones ilegales, intercambios de favores y la dinámica de
“puertas giratorias”, consiguen capturar al Estado e imponer su
ideología para obtener privilegios. Conjuntamente, ambos poderes
fácticos constituyen la élite gobernante.
Como acertadamente
describen Pablo Iglesias y Jorge Moruno: “El resultado es la
liberal-burocracia que nos gobierna; mediocres que tienen la
administración pública en sus manos y que la subordinan a los intereses
de grandes propietarios (eléctricas, bancos…) que jamás han sido
emprendedores, sino simples rentistas y especuladores, especialistas en
vivir y enriquecerse a costa del trabajo y las ideas de los demás” [11]
La
democracia liberal funciona según una lógica puramente empresarial. Los
partidos políticos son empresas que persiguen la obtención de un
beneficio. La política es mercadotecnia. No hay espacio en ella para la
deliberación ni el razonamiento, solamente para el insulto, la
demagogia, el tópico y la sucesión de falacias.
Frente a esta
forma de democracia partidocrática y tecnocrática (el poder en manos de
unos pocos), es menester reivindicar la política en su acepción más
noble, como ejercicio público de un mandato colectivo, autogobierno
consciente de la sociedad, vocación de servicio a la ciudadanía, un
deber cívico, nunca una mera “profesión”.
Para ello, hay que
devolver el poder político a los ciudadanos y limitar de forma drástica
el poder de los representantes, cada vez más desconectados de las
necesidades de sus representados.
Debemos propugnar una nueva
forma de democracia mediante la participación directa de los ciudadanos
en todos los ámbitos de toma de decisión de la vida social. La
participación efectiva -y no formal- es la clave de la democracia. La
indiferencia política masiva aumenta las posibilidades de que sobrevenga
una dictadura. Fomentar la participación ciudadana es un requisito para
que los ciudadanos puedan adquirir conciencia de pertenecer a algo en
común. Solamente mediante esta participación podrán los ciudadanos
sentir que son parte de un proyecto compartido y en consecuencia el
poder político, verdaderamente en manos de la ciudadanía, quedará
legitimado.
La participación es una dinámica mediante la cual
los ciudadanos se involucran en forma consciente y voluntaria en todos
los procesos que les afectan directa o indirectamente. La participación
es el camino para la conformación de la ciudadanía. Al ejercer
plenamente su ciudadanía, la gente recupera el verdadero significado de
la democracia, tal como la definió Abraham Lincoln: "gobierno del
pueblo, por el pueblo y para el pueblo". En ese sentido, la
participación se convierte en una herramienta para derrotar la exclusión
política y en una forma de crear un poder "contrahegemónico" capaz de
sobrepasar y subvertir las formas tradicionales de las instituciones
políticas representativas.
Aumentar la participación implica, en
definitiva, redistribuir el poder. Una democracia real debe cuidar que
el diseño institucional del principio de dispersión del poder político
esté configurado de tal manera que los intereses de los grupos de poder
más fuertes y mejor organizados no puedan desvirtuarlo en la práctica.
La mejor manera de evitar o minimizar esa posibilidad es consiguiendo
que la ciudadanía se haga fuerte y ejerza el autogobierno, forzando a
sus mandatarios a que se plieguen a sus demandas y necesidades, abriendo
espacios de deliberación conjunta, produciendo tejido asociativo, etc.
Por
eso hemos de abogar por un modelo de democracia basado en la
transparencia, el control constante de las instituciones y la
participación activa de la gente en la toma de decisiones públicas, a
través de diversos mecanismos, como pueden ser, entre otros, los
siguientes:
* revocación de cargos públicos
* rendición de cuentas
* acortamiento de los mandatos de los representantes,
* listas abiertas,
* intervención constante de los ciudadanos en la administración pública,
* obligatoriedad de celebrar referendos vinculantes,
* sistemas de presupuestos participativos,
* jurados populares,
* introducción de sistemas de sorteo para la designación de algunos cargos
3.3. Cultura
El
empoderamiento cultural implica que el sistema educativo debe estar
gestionado públicamente y tiene que regirse por los principios de
universalidad, inclusividad, solidaridad y reconocimiento de la
excelencia. La educación pública debe ser de calidad y estar enfocada
principalmente a la transmisión de conocimiento crítico, en lugar de
proponerse como objetivo la producción en cadena de simples trabajadores
obedientes y eficientes aptos para cumplir órdenes. En lugar de ser
fábricas de diplomas, las escuelas deben ser centros de aprendizaje.
Es
imprescindible facilitar el acceso a la ciencia y a la tecnología por
parte de todos, sin exclusión. Para ello, la investigación científica y
tecnológica debe ser fuertemente impulsada por la acción de organismos
públicos que la financien y la gestionen en colaboración con la sociedad
civil, con el fin de poner sus beneficios al servicio del conjunto de
la sociedad y no al servicio de los intereses de una minoría.
En
el contexto de nuestras sociedades modernas, el control de los medios de
información es clave para el desarrollo de la democracia. Si la
información está distribuida equitativamente, puede beneficiar a todo el
mundo. Si, en cambio, está concentrada en pocas manos, va a beneficiar
fundamentalmente a los dueños de los centros de producción de la
información. Esta concentración permite que quienes manejan la
información puedan construir una versión de los hechos a su medida,
ocultando la verdad, manipulando la opinión de la gente y distrayéndola
de lo importante para desviar la atención hacia lo accesorio. Hay que
luchar, por tanto, por una legislación contra el monopolio informativo.
Los medios de información han de estar sometidos a ciertas reglas
deontológicas públicamente fijadas. También es importante propiciar la
participación de los ciudadanos en la gestión de esos mismos medios, lo
que sería otra consecuencia más de una economía cooperativa, en la que
las propias empresas de comunicación dejarían de ser sociedades anónimas
o limitadas para convertirse en cooperativas.
4. La ciudadanía, eje de la vida social
Todo
lo anteriormente expuesto exige, como no puede ser de otra forma, un
determinado concepto de ciudadanía. Es fundamental defender el cultivo
de una conciencia cívica, porque la democracia la construyen los
ciudadanos. Es más: una democracia es sus ciudadanos y no puede ser nada
sin ellos. Poseer conciencia cívica no implica necesariamente que deba
haber uniformidad social sino actuar con sentido ético. Y actuar con
sentido ético significa respetar determinados valores éticos de validez
universal, como son los plasmados en la Declaración Universal de los
Derechos Humanos.
El concepto de ciudadanía de una democracia
radical como aquella a la que aspiramos, es “una forma de identidad
política creada a través de la identificación con los principios
políticos de la democracia pluralista moderna, es decir, la aserción de
la libertad y la igualdad para todos” [12] .
Aunque
no existan reglas universales para alcanzar la felicidad individual,
existen valores comunes para la vida pública. Defender estos valores y
ponerlos en práctica es ejercer la virtud pública. Ser ciudadano no
significa simplemente ser poseedor de una serie de derechos y unas
libertades, sino comprometerse de forma activa y solidaria con la
sociedad en su conjunto, lo que implica unos deberes: participación,
voluntad de diálogo, lealtad, asunción de las responsabilidades que nos
corresponden en cada momento, etc.
5. Podemos y la necesaria convergencia de las fuerzas sociales
Podemos
constituye, a mi juicio, una de las más interesantes y prometedoras
posibilidades en esta nueva ventana de oportunidad histórica ante la que
nos hallamos. Podemos ha venido para empoderar a la gente. Su programa
político para las elecciones europeas -el único que por ahora podemos
analizar- indica en el encabezamiento de cada una de sus secciones que
su objetivo es “construir la democracia”. Aunque Podemos no sea el 15 M,
es evidente su aire de familia con el movimiento 15 M, tanto en los
contenidos de las propuestas como en las formas. Podemos es la
cristalización de un proceso que arranca desde 2008, y que a su vez
tiene antecedentes en los movimientos sociales que venían
desarrollándose en España, bien es verdad que muy débilmente, mucho
antes de la crisis. Producto de los deseos de profundización y
radicalización democrática (en lo económico, en lo político, en lo
cultural), Podemos se ha atrevido a dar un paso adelante y adentrarse en
las instituciones para conseguir llevar las reivindicaciones de buena
parte de la ciudadanía hasta las más altas instancias del poder
político, con el ánimo de usar ese poder para revertir la tendencia
actual.
No obstante, corremos el peligro de depositar en un único
partido político unas expectativas demasiado grandes, que por ser
enormes posiblemente nunca se verán satisfechas, lo cual más pronto o
más tarde puede acabar despertando un profundo desencanto . Podemos es
una oportunidad más, pero no la única ni probablemente la última, en el
camino hacia la transformación social.
No tiene ningún sentido
esperar que al día siguiente de que Podemos llegue al Gobierno –en caso
de que tal cosa ocurra-, la situación en España vaya a cambiar
radicalmente. En primer lugar, porque las transformaciones sociales
profundas nunca ocurren de la noche a la mañana, sino que se gestan a lo
largo de muchos años de trabajo y esfuerzo, lenta y cuidadosamente, a
través de un camino no exento de numerosos obstáculos, contradicciones y
dificultades. Podemos tendrá que afrontar severos problemas si accede
al gobierno. No sabemos hasta qué punto podrá poner en marcha muchas de
sus anunciadas medidas económicas en medio de un contexto internacional
global que, lamentablemente, socava buena parte de la soberanía nacional
de los Estados a la hora de gestionar su propia economía.
Y en
segundo lugar, porque una cosa es ganar las elecciones y otra cosa tomar
el poder. Cualquier transformación social vendrá únicamente de la mano
de la ciudadanía por sí misma organizada, no de ningún partido político
ni de ninguna vanguardia intelectual. Sería ingenuo esperar que la
sociedad pueda transformarse a sí misma por el puro efecto de la acción
de un partido político en el Gobierno, o como consecuencia de una
“revolución por decreto”, sin la concurrencia de una ciudadanía
dispuesta a reivindicar sus derechos y sin el compromiso ético de cada
individuo en la construcción de una alternativa social. El cambio que
venimos buscando será, por necesidad, mucho más complejo que cualquiera
de estas simplificaciones. Requiere cambios “desde arriba” pero también,
y sobre todo, cambios “desde abajo”. Los cambios han de producirse en
diversos ámbitos al mismo tiempo y de forma gradual antes que abrupta.
Tenemos que utilizar el poder político como un medio necesario para
alcanzar la transformación, desde un punto de vista dialéctico que nos
permita asumir las contradicciones en lugar de eludirlas. Por eso, tan
importante como el control del Estado es la organización activa y
responsable de la ciudadanía, a la cual le corresponde “echar su peso de
poder en la balanza del poder” (Julio Anguita), la tarea de exigir que
el poder político se pliegue a las demandas de la población con objeto
de subvertir el orden establecido. En definitiva, la actividad política
institucional, tal como la conocemos hoy en día, no sólo no es
incompatible con la movilización popular (representada por
organizaciones cívicas, vecinales, sindicatos, asociaciones, ONG's,
etc.), sino que ambas se coimplican necesariamente como parte de una
realidad dialéctica.
Para que la transición hacia una sociedad
autogestionada (lo más parecida al viejo y venerable ideal libertario
defendido por personas como Proudhon y Kropotkin) sea lo más ordenada y
pacífica posible, es necesario pensar, por tanto, la
institucionalización y generalización de las prácticas e iniciativas
llevadas desde abajo. A partir de cierto grado de innovaciones, las
realidades sociales necesitan un marco regulatorio que fije las nuevas
reglas del juego, tanto a nivel local como supralocal. Ese marco
regulatorio, hoy, solamente puede darse en el Estado. Pues, como
recordaba el poeta Paul Éluard, “otros mundos son posibles pero se
encuentran en éste”.
Por supuesto, en este proceso hay que dejar
de lado las ansias de protagonismo, las ambiciones personales, las
discrepancias menores, y centrarse en lo esencial, en lo común, con el
fin de alcanzar la unidad de las bases sociales, la adhesión de esa
mayoría compuesta por todos los que nos designamos, en afortunada y
metafórica expresión, como “los de abajo”. Hay que ir más allá de la
marginalia de los grupúsculos y defender un proyecto ilusionante que sea
capaz de concitar las sensibilidades de la ciudadanía y servir como
catalizador para la acción política colectiva y transformadora.
Podemos
no debe comportarse de modo adanista, ignorando la larga tradición de
luchas sociales y políticas protagonizadas por personas de gran dignidad
y valentía en el seno de la izquierda política española. Es justo
reconocer, por ejemplo, que muchas de las propuestas que ahora abandera
la formación política liderada por Pablo Iglesias, vienen siendo
defendidas desde hace mucho tiempo por parte de Izquierda Unida, quien
en esa defensa muchas veces se quedó totalmente sola en el Parlamento y
en las calles, cuando la coyuntura social, económica y política le era
totalmente desfavorable. Hablamos de otros tiempos, los tiempos de la
caída de la Unión Soviética, el triunfo del “pensamiento único” y la
entrada de España en el euro. Eran tiempos muy duros para denunciar
cosas como la especulación inmobiliaria y la aprobación del Tratado de
Maastrich. Por entonces, la correlación de fuerzas hacía presagiar
incluso la desaparición de la izquierda y su disolución en una etérea y
blanda “tercera vía” que no era sino la más vergonzante claudicación
ante la avasalladora contrarrevolución neoliberal acometida por la
oligarquía de siempre. En esos difíciles momentos, sin embargo, cabe
destacar que hubo personas que, con admirable coherencia y lucidez (como
Julio Anguita), alzaron su voz contra lo que estaba ocurriendo a pesar
de que millones de compatriotas habían decidido dejar de escucharles.
Partiendo
del reconocimiento de esa tradición de compromiso social que nos
precede, hay que buscar la convergencia de todas las fuerzas sociales
responsables del cambio, más allá de una sopa de siglas políticas
(Podemos, IU, Equo, Anova, etc.) Tal proyecto tiene que contar con la
participación y la implicación del mayor número posible de personas para
poder convertirse en legítimo. De lo contrario, es muy probable que no
tenga ninguna posibilidad de éxito, porque entonces quienes están
llamados a llenar de contenido ese proyecto y a convertirlo en una
realidad cotidiana no lo sentirán como suyo y se alejarán de él.
La
batalla que la mayoría social debe librar contra quienes decretan los
recortes de derechos y las políticas económicas neoliberales que ahora
sufrimos, debe librarse también -y sobre todo- en el terreno de la
legitimidad. Hemos de ganar esa batalla, que es mucho más larga y
difícil que cualquiera, sobre todo porque no es nada evidente y requiere
mucho trabajo teórico y práctico, mucha paciencia y mucha generosidad.
Conquistar la hegemonía del discurso es la única manera de conquistar
eficazmente el poder, porque un sistema social funciona solamente cuando
los ciudadanos interiorizan y hacen suyos los principios y valores que
caracterizan dicho sistema. Disputar la hegemonía cultural es
particularmente importante en países donde el núcleo del poder de la
clase dominante se basa, más que en la coerción, en la aceptación de ese
poder por parte de las masas subalternas.
En esta batalla por la
hegemonía cultural, no nos engañemos, la retórica es tan importante
como la lógica. De poco sirve que un argumento sea impecable si no es
presentado de forma que los interlocutores puedan verlo como algo
atractivo. El manejo de los resortes que movilizan las pasiones (el
pathos) es fundamental para conseguir los propósitos comunicativos en el
ámbito de la esfera política. Es evidente que lo que mueve a los
agentes a actuar no es una mera razón fría y seca, sino una emoción o un
conjunto de emociones. Los seres humanos somos seres sintientes,
afectivos. Mostramos aversión, agrado, reprobación o entusiasmo de
manera relativamente espontánea ante los sucesos que nos ocurren o ante
las ideas que se nos proponen, y solamente de manera secundaria, sobre
una primera impronta emocional, estamos dispuestos a reflexionar
críticamente y a elaborar de forma racional nuestras propias emociones.
Podemos
ha entendido especialmente bien este asunto, y quizás ahí resida buena
parte de su éxito. La izquierda no puede ser como una especie de
religión que se limita a repetir una y otra vez, machaconamente, las
mismas consignas ideológicas. Cuando el contenido programático de un
movimiento político queda sepultado debajo de la liturgia y el
ceremonial, y entonces lo único importante parece ser levantar un puño o
agitar una bandera, poca diferencia existe entre llamarse a sí mismo de
izquierdas o de derechas. Cierta izquierda anclada en dogmas del pasado
y más preocupada por la pureza de sus ideas y símbolos que por la real
utilidad de éstos, incapaz de conectar con el sentir de una amplia capa
de la sociedad, ha de dejar paso a nuevas formas de concebir la
organización política y también a nuevos símbolos más eficaces para
promover el efecto deseado, que no es otro que la toma de conciencia por
parte de la ciudadanía en orden a provocar una transformación del
sistema. La izquierda, o es una herramienta para ayudar a la gente a
superar sus problemas, o no sirve para nada. La izquierda no es un fin
en sí mismo, sino un medio, un espacio compartido en el que encontrarse y
desde el cual construir conjuntamente una sociedad mejor.
Debemos
convertirnos en Sócrates cotidianos, siempre dispuestos a salir al
encuentro de quienes nos rodean para alumbrar junto a ellos la verdad
que llevamos dentro de nosotros mismos y que todavía no acertamos del
todo a ver. Es preciso reconquistar el sentido común que la ideología
neoliberal pretendió asesinar y enterrar de una vez para siempre. Ese
sentido común que nos dice que reclamar alimento, vivienda, salud,
educación, etc. no es una consigna “antisistema”, sino una exigencia
innegociable de la racionalidad ética. ¿Nos parece de sentido común que
haya gente que no tenga comida para alimentarse en un mundo en el que
sobran alimentos? ¿Nos parece de sentido común que haya gente que no
tenga vivienda en un país con miles de viviendas vacías? ¿Nos parece de
sentido común que se cargue a la cuenta de todos los ciudadanos una
deuda pública ingente, resultado de que el Estado haya tenido que
entregarle dinero a la banca para salvar los beneficios de un grupo de
especuladores? Es urgente que dejemos de ver todas estas cosas con
normalidad, cuando es obvio (para el sentido ético de una persona
“normal”) que tales cosas son inadmisibles.
A la luz de la
ideología neoliberal, que se ha metido hasta lo más profundo en las
cabezas de millones de personas y ha conseguido domesticarlas
convenciéndolas de que una alternativa a este sistema no es posible (lo
cual es la forma más sutil y elaborada de la dominación), recuperar el
sentido común puede parecer radical. Contra la estrategia del
pragmatismo duro y el realismo cínico, hay que traer al plano del
discurso la evidencia de lo común y conectar en un mismo relato la
multiplicidad de las experiencias de todos aquellos que, de una u otra
forma, son afectados de igual forma por las consecuencias de este
sistema: los trabajadores clásicos, los precarios, los estudiantes, los
desempleados, los jubilados, las amas de casa, los inmigrantes, los
dependientes, etc. En el recorrido que va desde la experiencia concreta
de cada persona hasta la racionalización y explicación teórica de esa
experiencia, las personas pueden comprender lo que les sucede siendo
capaces, al mismo tiempo, de vincular eso que les pasa a una serie de
causas y procesos que tienen que ver con un sistema del que forman
parte, de tal modo que acaban adquiriendo una toma de conciencia
colectiva acerca de la importancia de unirse en la lucha y tejer redes
de solidaridad con el fin de crear un verdadero contrapoder social, al
mismo tiempo que desarrollan estrategias conjuntas para hacer frente a
los problemas.
Está en nuestras manos el destino: elegir en qué
país queremos vivir y qué país queremos dejarle a las generaciones
venideras. Es una gran responsabilidad que, en el momento actual,
afronta uno de sus tramos críticos. Tenemos el desafío de ser capaces de
construir las bases de un futuro mejor para nuestro país. Nos va la
vida en ello, nada menos. Nadie nos puede asegurar que el camino vaya a
ser sencillo. Podemos triunfar o fracasar en el intento –eso nadie lo
sabe-, pero lo que es evidente es que optar por eludir el problema en
lugar de abordarlo, sería el más estrepitoso de los fracasos.
Notas:
[1]
Y esta idea de libertad es en realidad la principal idea que nos legó
la cultura europea desde la época antigua. Así, en el Quijote podemos
leer: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los
hombres dieron los cielos (...) ¡venturoso aquél a quien el cielo dio un
pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al
mismo cielo!”
[2] G. Cohen,
“¿Por qué no el socialismo?”, en R. Gargarella y F. Ovejero (comps.),
Razones para el socialismo, Paidós, Barcelona, 2001, p. 72.
[3] A. Garzón, La Tercera República, Península, Barcelona, 2014, p. 156
[4] Ibídem., p. 25
[5]
Creo que nadie ha expresado mejor que Eduardo Galeano aquello en lo que
la utopía consiste: “La utopía está en el horizonte. Me acerco dos
pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se
desplaza diez pasos más allá. Por mucho que camine, nunca la alcanzaré.
Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar”
[6] H. Marcuse, El final de la utopía, Planeta, Barcelona, 1986, pp. 10-11
[7] T. Eagleton, Después de la teoría, Debate, Barcelona, 2005, pp. 186-187
[8] S. Giner, “Las razones del republicanismo”, en Claves de razón práctica, n. 81, 1998, pp. 2-13.
[9] Ibídem.
[10] A. Garzón, op. cit., p. 28
[11] P. Iglesias y J. Moruno, “Las eléctricas y la liberal-burocracia”, disponible en http://blogs.publico.es/pablo-iglesias/732/las-electricas-y-la-liberal-burocracia/
[12] C. Mouffe, El retorno de lo político, Paidós, Barcelona, 1999, p. 139
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