miércoles, 14 de marzo de 2018

El partido de la Revolución

El partido de la Revolución


Leo Panitch 

06/03/2018

Una nueva explicación fresca y cautivadora de la Revolución Rusa para recordar su centenario, concluye con un tributo a los bolcheviques por actuar como los guardagujas de la historia, un término derivado de las pequeñas casetas que salpicaban el trazado ferroviario del Imperio Ruso en las cuales, desde hacía ya tiempo, los revolucionarios se reunían clandestinamente. Contra los llamados “marxistas legales”, que en 1917 usaron el término como epíteto para menospreciar a aquellos que tratarían de desviar la locomotora de la historia en su ruta desde la estación política feudal a la estación capitalista –a la cual estaba programada su llegada antes de que pudiera partir a su estación socialista final–, China Miéville pregunta en Octubre: “¿Qué podría ser más perjudicial para cualquier vestigio de teleología que aquellos que tenían en cuenta las vías alternativas de la historia?” Lo que hace que octubre de 1917 no sea solo “en última instancia trágico” pero aun “en última instancia inspirador” es que mostró que era posible actuar de forma decisiva como para acoplar, dicho con Miéville, “los cambios de aguja hacia las vías ocultas, a través de la historia más salvaje”.
No había, por supuesto, vías ocultas. Si se siguiera haciendo uso de la metáfora, se necesitaría reconocer que las vías que hubieran formado un ramal ajeno al desvío que llevaba a la insurrección de octubre de 1917 tenían aún que ser forjadas y colocadas. Los bolcheviques que lideraron la insurrección, sobre todo Lenin y Trotsky, ciertamente no pretendieron  construir un ramal paralelo. Más bien creían que aquellos trenes, ya de por sí más adelantados que los rusos en las vías de la historia, estaban programados para llegar de manera inminente a la estación final del capitalismo (la “superior” como Lenin la había designado en su panfleto de 1916 sobre imperialismo). Y esperaban que aquellos trenes se apresurarían para salir de esa estación inspirados por la determinación de los guardagujas rusos, quienes entonces reacoplarían los cambios de aguja para incorporarse a la vía de la historia dirigida a la terminal socialista. Sin embargo, como rápidamente señaló el fracaso de la revolución comunista alemana de 1919, los trenes de la vía principal no lograron partir de la estación capitalista. El resultado, tal y como Miéville lo plantea, fue que “los años y meses siguientes verían a la revolución acosada, asediada, aislada, osificada, rota. Nosotros sabemos hacia dónde se está dirigiendo esto: purgas, gulags, hambrunas, asesinatos en masa”.
El ramal ferroviario que en realidad fue construido –serpenteando tortuosamente desde la Guerra Civil, atravesando la mercantilizada NEP de los primeros años de Lenin hasta la industrialización centralmente planificada y la colectivización agraria forzada de Stalin– convirtió el periodo de vía doble en una realidad durante la mayor parte del siglo XX. Los revolucionarios que rompieron más bruscamente con la práctica del “socialismo de un solo país” y sufrieron gravemente por sus particulares métodos, aún creyeron, como Trotsky dijo exiliado en 1932, que “el capitalismo ha sobrevivido a sí mismo como un sistema mundial”. Incluso en medio del dinamismo capitalista liderado por los estadounidenses del periodo posterior a 1945, fue la vía soviética de industrialización la que más impresionó a los revolucionarios –y a buena parte de los reformistas– de los países desarrollados. Y aun así, resultó ser el ramal paralelo construido por la Revolución de Octubre el que culminó en una vía muerta de la historia. Antes de que terminara el siglo, observando los trenes de alta velocidad recorriendo ahora la vía capitalista, los nuevos guardagujas parecían todos demasiado ansiosos por acoplar los cambios de vía una vez más e incorporarse por la que el capitalismo corría hacia el siglo XXI hasta quién sabe dónde.
Ya es hora de prescindir de la metáfora. Y de lo que también deberíamos prescindir es de nuestra tendencia a proclamar el inminente “fin del capitalismo”. Por muy útil que siga siendo el materialismo histórico para revelar cómo el capitalismo desplazó anteriores modos de producción –y por tanto para revelar la posibilidad de un futuro post-capitalista– no hay vías ocultas en la historia. Lo que hay es solo gente tratando de hacer historia bajo condiciones que no han elegido. Y por muy esenciales que puedan ser los análisis marxistas de las viejas y nuevas contradicciones del capitalismo para entender tales condiciones, ni las limitaciones en el desarrollo de las fuerzas productivas, ni las crisis económicas, ni siquiera las ecológicas serán por sí mismas el final del capitalismo. Solo gente capaz de hacer historia puede hacer tal cosa, y si esa nueva historia ha de ser socialista, también deberán ser capaces de hacer todo lo anterior.
En este sentido, cabe apuntar que también hay fuertes rastros de teleología inherentes a la tan frecuente perspectiva según la cual, al haber desviado a Rusia de su presumible “camino natural de desarrollo”, Octubre de 1917 simboliza un acto arbitrario organizado a espaldas de la sociedad rusa por un grupo de ideólogos marxistas inclinados a llevar a cabo su llamado “experimento socialista” a cualquier precio. En realidad, lo que todavía provee de “legitimidad histórica” a Octubre, como David Mandel nos recuerda en otro nuevo libro conmemorando el centenario, es cuán extenso fue su apoyo. Escribe: “Octubre fue de hecho una revolución popular”.
En tanto que el centenario de la Revolución Rusa es ocasión para nuevas reflexiones sobre la posibilidad de una transición del capitalismo al socialismo un cuarto de siglo después del fin del comunismo, debemos recibirlo de buena gana, con dos cláusulas. Primera, que el lugar acertado para empezar es un cuarto de siglo antes de 1917, por ejemplo, con el novedoso fenómeno político de la amplia emergencia de partidos socialistas de masas organizados, profundamente incrustados en las clases trabajadoras. Y segunda, que el sentido de esta vuelta a atrás debe identificar y aprender, no solo las posibilidades que mostraron sino también sus confusiones y limitaciones para ver mejor cómo estas pueden ser, si no evitadas, al menos trascendidas en nuevos intentos que sin duda serán llevados a cabo bajo las condiciones capitalistas del siglo XXI; para desarrollar nuevos partidos políticos que actúen como eje organizacional y estratégico entre la formación de la clase obrera de un lado y la transformación del estado capitalista del otro.
El legado de la socialdemocracia
Las clases subordinadas han participado a través de la historia en revueltas de esclavos o en motines del pan normalmente liderados por mujeres, pero una construcción institucional prolongada como la que implicaron los masivos partidos políticos de clase trabajadora engendrados a finales del XIX fueron un fenómeno histórico totalmente nuevo. No salieron de la nada. Normalmente supusieron la confluencia de diversas formaciones previas que habían sido incapaces de aglutinar a las clases trabajadoras o de sostenerse en el tiempo. Pero fueron los partidos socialistas que en su mayor parte emergieron entre las décadas de 1870 y 1920 de intentos previos de organización política y sublevaciones, así como una miríada de luchas sindicales los que, como afirma Geoff Eley en Forging Democracy, “empujaron consistentemente las fronteras de la ciudadanía hacia afuera y hacia delante, pidiendo derechos democráticos donde el antiguo régimen los denegaba, defendiendo logros democráticos contra los sucesivos ataques, presionando por cada vez mayor inclusividad. Los partidos socialistas y comunistas –los partidos de la izquierda– a veces consiguieron ganar elecciones y formar gobiernos, pero más importante aún, organizaron la sociedad civil como la base desde la cual los logros democráticos existentes pudieran ser defendidos y otros nuevos pudieran surgir”. Como una vez señaló C.B. Macpherson, incluso “el principio introducido en la teoría liberal pre-democrática en el siglo XIX para convertirla en liberal-democrática (...) [fue] una idea del hombre como al menos potencialmente agente, autoridad y promotor y beneficiario de sus capacidades humanas, más que un mero consumidor de servicios”. El avance práctico de tal concepción dependió en gran medida de la emergencia de estas formas de acción política totalmente nuevas, las cuales explícitamente apuntaban por una “maximización de la democracia” a través de “una revolución en la conciencia democrática de las clases trabajadoras”.
Buena parte de la inspiración que estos partidos recibieron del Manifiesto Comunista de 1848 de Marx y Engels provino del acento que había puesto sobre la “organización de los proletarios como clase, que tanto vale decir como partido político”[1]. Y cuando Marx y Engels habían sostenido incluso antes que “es necesaria una transformación en masa de los hombres, que sólo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución”, sus nociones de “movimiento” y “revolución” fueron ambas concebidas, no como un momento espontáneo y catártico de insurrección sino más bien como involucrando un largo proceso de organización de clase y construcción institucional, mediante los cuales las capacidades de los trabajadores pudieran ser desarrolladas y así “volverse capaces para fundar una sociedad sobre nuevas bases”. Aquí posiblemente pensaban algo similar a la Sociedad Educativa de Trabajadores Alemanes fundada en Londres en 1840, que publicitaba en uno de sus carteles: “El principio fundamental de la Sociedad es que los hombres solo pueden alcanzar la libertad y la conciencia de sí mismos mediante el cultivo de sus facultades intelectuales. En consecuencia, todas las reuniones vespertinas están dirigidas a la instrucción. Una tarde se enseña inglés, en otra, geografía, historia en una tercera, en la cuarta, dibujo y física, en una quinta, canto, en una sexta, baile y en la séptima, ideas políticas comunistas”.
Los miembros de la Liga Comunista, que como parte de “su misión histórica para cambiar el mundo” habían fundado esa sociedad educativa y más tarde encargado el Manifiesto –por no hablar de “los cuarentayochistas que pronto abarrotaron las calles de París”–, difícilmente podrían calificarse como partido en el sentido que esta palabra tomaría cuatro décadas después, cuando la Segunda Internacional de partidos socialistas de masas fue fundada en el Día de la Bastilla de 1889. Cuando la Liga Comunista se desintegró en medio de una disputa faccional, Marx se refirió al asunto tras la fatal ruptura como la diferencia entre el materialismo de su bando y el idealismo del otro en lo que se refería a sus enfoques de los tiempos revolucionarios: “El punto de vista materialista del Manifiesto se ha rendido al idealismo. La revolución no es vista como el producto de la realidad de la situación sino como el resultado de un esfuerzo de la voluntad. Mientras que decimos a los trabajadores: Tenéis que atravesar quince, veinte, cincuenta años de guerra civil para alterar la situación y entrenaros a vosotros mismos para el ejercicio del poder, se dice que debemos tomar el poder de una vez o, de lo contrario mejor quedarnos en la cama”.
La cronología de Marx para la construcción de partidos fue señaladamente premonitoria. Los nuevos partidos socialdemócratas que emergieron en los siguientes quince, veinte, cincuenta años, con implicación masiva de las clases obreras durante esas décadas, fundamentaron sus actividades en la comprensión de que, con palabras del propio Engels en 1895, “la época de ataques sorpresa, de revoluciones llevadas a cabo por pequeñas minorías conscientes liderando masas inconscientes, ha pasado. Donde sea que esté la cuestión de una transformación completa de la organización social, las masas mismas deberán estar ahí también, ellas mismas deben haber comprendido ya qué es lo que está en juego, qué es lo que tratan de conseguir, en cuerpo y alma. La historia de los últimos cincuenta años nos ha enseñado eso. Pero para que las masas puedan entender lo que ha de hacerse, se requiere un largo y persistente trabajo”.
El legado marxista sobre el cual estos nuevos se nutrieron y, con no menor alcance, manufacturaron, implicó traer de vuelta al Manifiesto de su relativa oscuridad, como una ayuda clave para el propio papel de estos partidos en la formación de “los proletarios como clase”. Esto era visto explícitamente como un proceso paciente de construcción organizativa y educación popular masiva. El análisis más reciente y exhaustivo de los programas de partidos socialistas anteriores a 1914 –empezando con el fundacional programa alemán de Erfurt de 1891, pero también cubriendo los de los partidos socialdemócratas belgas, suecos, franceses y rusos así como el del Partido Laborista británico– demuestra con claridad que las inspiradoras metas socialistas estuvieron siempre ligadas a la articulación de reformas más inmediatas. Estas iban desde aquellas diseñadas para mejorar las condiciones de vida y trabajo hasta las que apuntaban a la extensión del sufragio, la libertad de asociación y el imperio de la ley; hasta aquellas concebidas para garantizar la completa igualdad a las mujeres, la separación de iglesia y Estado, la educación universal laica y la democratización del arte y la cultura. Mostraron a las clases trabajadoras ampliamente entendidas, en palabras de August Bebel, que los partidos “estaban actuando para ellos en la práctica, y no simplemente remitiéndoles a algún futuro Estado socialista, del cual nadie conoce la fecha de llegada”. Con todo, también eran vistos como cruciales “para equipar intelectual y culturalmente a la clase obrera en el control de su propio destino político”, lo cual supuso, por encima de todo, el desarrollo de las capacidades de autogobierno de las clases trabajadoras.
Ciertamente, la temprana reprimenda de Marx en su Crítica del Programa de Gotha de 1875 al partido socialdemócrata alemán por sus tendencias estatistas, en agudo contraste con la admiración que había expresado por las formas de administración democráticas brevemente probadas en la Comuna de París, resalta como un notable hito de que había algo que ahí andaba equivocado. En cualquier caso, para cuando Marx murió, bajo ningún concepto estaba tan claro que el SPD sobreviviría a su ilegalización por la Ley Antisocialista de 1878. Forzar la derogación de la ley en 1890 fue una victoria histórica, pero también fue notable que la crítica de Engels al programa de Erfurt de 1891 del SPD avisara de que “temiendo una renovación de la Ley Antisocialista”, un cierto “oportunismo” estaba ganando terreno en el partido. Engels vio esto reflejado, no solo en la aparente aceptación de que todas las exigencias del partido podrían ser conseguidas dentro del “presente orden legal en Alemania”, sino incluso más aún en la conclusión del programa según el cual “la sociedad actual está desarrollándose hacia el socialismo”.
Lo que Engels estaba percibiendo aquí, avant la lettre de Bernstein por así decirlo, era lo que más tarde sería conocido como “revisionismo”. El asunto no era tanto sobre si era posible una senda pacífica al socialismo; era más bien sobre lo que el “oportunismo” representaba en términos de la creciente autonomía del liderazgo del partido sobre las masas de afiliados, en medio de una multitud de prácticas internas de partido que inhibían más que desarrollaban las ambiciones revolucionarias de los obreros y sus competencias democráticas. En la primera década del siglo XX esto llegó tan lejos que Robert Michels pudo concluir su célebre estudio sobre el funcionamiento de “la ley de hierro de la oligarquía” dentro del SPD, fijando en su lugar sus esperanzas en un sistema público de educación “para aumentar el nivel intelectual de las masas y que estén capacitadas, dentro de lo posible, para contrarrestar las tendencias oligárquicas del movimiento de clase obrera”. Aun así, Michels no deseó “negar que cada movimiento revolucionario de clase obrera, y cada movimiento sinceramente inspirado por el espíritu democrático, pueda tener cierto valor como contribución al debilitamiento de las tendencias oligárquicas”.
Fue este espíritu democrático el que inspiró los famosos artículos de Rosa Luxemburgo de 1898-99, Reforma o revolución, escritos como una respuesta directa a la justificación explícita de Eduard Bernstein y su elaboración de la visión según la que “la sociedad actual está desarrollándose hacia el socialismo”. Bernstein afirmó que las reformas producidas por el sindicalismo y la acción parlamentaria, sostenidos por la concentración y socialización de la producción y las finanzas que acompañaban el pleno desarrollo del capitalismo, probarían tener un carácter inherentemente socialista. Contra esta visión, Luxemburgo discutió que perseguir únicamente este tipo de reformas aseguraría que “la práctica diaria de la socialdemocracia pierda toda conexión con el socialismo”. Con afilada nitidez, Luxemburgo anticipó que una perspectiva estratégica fundamentada en la compatibilidad de los intereses capitalistas y los de clase obrera, con el partido asumiendo “resultados prácticos inmediatos, reformas sociales (...) como el objetivo principal”, solo podría llevar a la adopción de una “política de la compensación, una política de tira y afloja, y una actitud prudente de conciliación diplomática”. Y en este contexto, la perspectiva revolucionaria basada en una “inequívoca, irreconciliable perspectiva de clase” sería vista por el partido como un obstáculo que superar.
Lo que de este modo estaría anticipando es “la gran significación socialista de las luchas sindicales y parlamentarias”; pues era precisamente que “a través de ellas la sensibilización, la conciencia del proletariado se vuelve socialista y este es organizado como clase. Pero si son consideradas como instrumentos para la socialización directa de la economía capitalista, no solo pierden su supuesta eficacia, sino que también cesan de ser medios para la preparación de la clase obrera para la conquista proletaria del poder”. Luxemburgo resumió lacónicamente la perspectiva revolucionaria como sigue:
El socialismo solo será la consecuencia de las crecientes contradicciones de la economía capitalista y de la comprensión por parte de la clase obrera de la inevitabilidad de la supresión de dichas contradicciones mediante una transformación social. Cuando la primera condición es negada y la segunda rechazada, como hace el revisionismo, el movimiento obrero es reducido a simple movimiento cooperativo y reformista, y se dirige en línea recta hacia el abandono total de la perspectiva de clase.
Esto fue inicialmente articulado a finales de la década de 1890 como una defensa de la estrategia revolucionaria del partido “sobre la cual hasta ahora todo el mundo estaba de acuerdo”: sin embargo, capturaría de manera precisa la predominante práctica revisionista de la socialdemocracia, sin duda desde el cambio de siglo hacia delante. Culminaría en 1914 con la histórica división de la Segunda Internacional socialdemócrata entre aquellos que, por un lado, apoyaron a cada Estado y clase dominante particular en los albores de la Gran Guerra, y por otro a los que sostuvieron la perspectiva revolucionaria.
Aún así había mucho de profundamente problemático en la articulación de esta perspectiva revolucionaria contra la revisionista en el cambio de siglo. Y esto reflejaba problemas muy arraigados en el legado marxista tal y como fue heredado y manufacturado por los partidos socialistas de masas. El primero de ellos tenía que ver con lo que Luxemburgo había simplemente denominado “el colapso”. Mediante el rechazo de lo que Bernstein afirmó como la propensión del capitalismo a la “adaptación” –la cual suavizaría sus contradicciones y facilitaría su transformación en socialismo–, Luxemburgo insistió en que en la teoría socialista, el “punto de partida para una transición al socialismo” no solo era “una crisis general y catastrófica” sino la “idea fundamental” según la que, como resultado “de sus propias contradicciones internas”, el capitalismo llega a un punto en el que “se vuelve simplemente imposible”. Engels había admitido en su prefacio de 1895 a la obra de Marx La lucha de clases en Francia (publicada originalmente tras las derrotas de 1848) que Marx y él mismo –“y todos los que son de nuestro parecer”– estuvieron equivocados al pensar en aquel momento que las condiciones estaban “maduras para la eliminación de la producción capitalista” en tanto que la segunda mitad del siglo XIX había probado que el capitalismo todavía tenía “una gran capacidad para la expansión”. Pero hacia finales de siglo, la mayoría de marxistas revolucionarios, Engels incluido, compartieron generalmente la opinión de Luxemburgo de que esa misma expansión había “acelerado la llegada de un declive general del capitalismo”. En contra de la posición de Bernstein según la cual la propagación de créditos financieros acompañados de la concentración de capital en cárteles, permitidos por la movilidad del capital para superar las “fuerzas productivas limitadas”, Luxemburgo insistió en que esto solo reflejaba la “creciente anarquía del capitalismo” y agravaba “la contradicción entre al carácter internacional de la economía capitalista mundial y el carácter nacional del Estado capitalista”.
Esta perspectiva –tan fundamental para la estrategia revolucionaria en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial como después (de hecho, hasta la Gran Depresión de los años 30)– ni predijo la capacidad del Estado capitalista para la adaptación a graves crisis capitalistas ni tampoco la continua dinámica expansiva de las fuerzas productivas. Y es precisamente esto lo que ahora nos permite ver exactamente cuán problemática fue la estrategia que presentó al socialismo como una “necesidad histórica”, como Luxemburgo indicó, sobre la base de la expectativa de un colapso capitalista sistémico a escala mundial a comienzos del siglo XX.
Siendo justos, para los revolucionarios que estaban, si acaso, obsesionados con la importancia de la agencia de la clase trabajadora, la idea del socialismo como una “necesidad histórica” no implicó, ipso facto, una concepción economicista de la historia. Más bien subrayó la importancia, partiendo de las condiciones materiales y las contradicciones que el capitalismo había creado, de involucrarse activamente en la formación de la clase obrera para desarrollar el potencial de su agencia revolucionaria. En efecto, Luxemburgo rechazó manifiestamente “una concepción mecánica del desarrollo social (...) planteando para la victoria de la lucha de clases un momento fijo, externo e independiente de la lucha de clases”. En su lugar, ella argumentó –pues era “imposible imaginar que una transformación tan formidable como el paso de la sociedad capitalista a la socialista pueda ser realizado en un solo acto”– que el proletariado “necesariamente” habría de “tomar el poder ‘demasiado pronto’ una o varias veces antes de que pudiera mantenerse en el poder perdurablemente por sí solo”.
Hubo sin embargo una disyuntiva fundamentalmente problemática entre, por un lado, una orientación estratégica basada en el colapso inminente del capitalismo (combinada normalmente, además, como para la propia Luxemburgo, con una expectativa del “abandono de la sociedad burguesa de las conquistas democráticas ganadas hasta el ahora”) y, por otro lado, un reconocimiento estratégico de la auténtica cantidad de tiempo y espacio político que sería necesaria para “preparar la clase obrera para la conquista proletaria del poder”, en palabras de Luxemburgo. Esto fue ulteriormente agravado por la entusiasta adopción de la no menos problemática concepción estratégica de esta “conquista” en términos de “dictadura del proletariado”, un concepto que solo posteriormente oscureció el “largo y persistente trabajo” implicado en los obreros “entrenándose a sí mismos para el ejercicio del poder”. La opinión de Luxemburgo permitió, citando a Marx, la posibilidad de “el ejercicio pacífico de la dictadura del proletariado”, incluso mientras insistía en que era imposible imaginar que “el gallinero del parlamentarismo burgués” pudiera guiar en “la transición social más formidable en la historia, el paso de una sociedad de la forma capitalista a la socialista”. Pero su Reforma o revolución dejó completamente de lado lo que ella misma celebérrimamente identificaría como “el problema de la dictadura” veinte años después de sus comentarios críticos a El Estado y revolución de Lenin:
Lenin dice: el Estado burgués es un instrumento de opresión de la clase trabajadora; el Estado socialista, de la burguesía. Hasta cierto punto, dice, es solo el Estado capitalista patas arriba. Esta visión simplificada pierde la cuestión más esencial: el gobierno de la clase burguesa no necesita el entrenamiento político y la educación de la entera masa del pueblo, al menos no más allá de ciertos límites estrechos. Pero para la dictadura del proletariado este es el elemento vital, el mismo aire sin el cual no es capaz de existir.
La Revolución rusa
El Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR) siempre fue algo atípico entre los partidos de la Segunda Internacional. Las condiciones sociales y políticas en Europa Occidental durante la década de 1890 que llevaron a Engels a insistir en que la insurrecciones eran cosas del pasado simplemente no se aplicaban a la Rusia de por aquel entonces. Aunque el POSDR asentó sus bases en el rápido crecimiento de un proletariado industrial en las ciudades del Imperio ruso, el campesinado continuó siendo, por mucho, la clase dominada más abundante. A comienzos del siglo XX Rusia continuaba pareciéndose más a cómo Alemania había sido en 1848 que a lo que esta habría de convertirse medio siglo más tarde. Además, el régimen zarista de Rusia apenas permitió una parte del espacio político del que disponían el SPD y sus sindicatos en Alemania durante la década de 1890. Precisamente por esto Lenin dijo en el primer congreso del POSDR que “en Rusia, los socialdemócratas necesitarían trabajar en la clandestinidad, crearse falsas identidades y confiar en otras formas de engaño”. Como abiertamente indicó: “Sin un fortalecimiento y desarrollo de las disciplinas revolucionarias, la organización y la actividad clandestina, la lucha contra el gobierno es inviable”.
Como Lars Lih muestra en Lenin Rediscovered, la organización del POSDR como un partido liderado por una vanguardia fue una cuestión propia de su funcionamiento bajo el régimen zarista más que oposición de Lenin al modelo alemán de partido socialdemócrata masivo. Lo que está claro es que Lenin se alineó firmemente con el ala revolucionaria de la socialdemocracia alemana: ¿Qué hacer? comienza con un decisivo rechazo a la “tendencia” revisionista bernsteiniana en la socialdemocracia por su intento de cambiarla “de partido de revolución social a partido democrático de reformas sociales”. Aun así, el acento que este ensayo fundamental puso sobre “el entrenamiento en la actividad revolucionaria” no tenía nada que ver con el dominio de técnicas de insurrección violenta sino con el desarrollo de competencias hegemónicas. “La conciencia de la clase obrera no puede ser genuina conciencia política a menos que los trabajadores sean entrenados para responder a todos los casos de tiranía política, opresión y abuso, sin importar qué clase sea la afectada (...) a menos que aprendan a aplicar en la práctica el análisis materialista de todos los aspectos de la vida y de la actividad de todas las clases, estratos y grupos de población”. Esto solo podría enraizar en el partido mediante el desarrollo de la capacidad de “organizar rápidas denuncias lo suficientemente amplias y llamativas contra todas las bochornosas atrocidades (...) descubrir a las masas obreras raudas denuncias sobre todos los temas posibles (...) profundizar, expandir e intensificar las denuncias y la agitación política”.
Aquí el énfasis era similar al de Luxemburgo en términos del papel clave que juega el partido en “la preparación de la clase trabajadora para la conquista proletaria del poder”. Pero Lenin le dio mucho menos peso que ella a las luchas sindicales y parlamentarias a través de las cuales “la conciencia del proletariado se vuelve socialista, y es organizado como clase”. Esto solo era esperable dado cuán restringidas estaban todas esas actividades en Rusia. Una muestra significativa de cuán limitadas se habían vuelto las actividades sindicales y parlamentarias en la misma Alemania en términos del desarrollo de las capacidades de clase fue que Luxemburgo acabara viendo las huelgas masivas de 1905 en Rusia como evidencias espontáneas de que el propio SPD necesitaba ponerse en sintonía con ellos. El argumento central de su famoso panfleto de 1906 al respecto fue que “la huelga masiva en Rusia no representa el producto artificial de premeditadas tácticas fruto de los socialdemócratas sino un fenómeno histórico natural”.
El desarrollo en la Rusia absolutista de “la industria a gran escala con todas sus consecuencias de división moderna de clases, agudos contrastes sociales, vida moderna en grandes ciudades y moderno proletariado” ha llegado en una época en la que “el ciclo completo de desarrollo capitalista había llegado a su fin” en los países capitalistas más avanzados. El resultado de esto, afirmaba, era que las burguesías –no solo en Rusia, sino en todos lados– eran “en parte directamente contrarrevolucionarias, en parte y débilmente, liberales”. Y eso a su vez significaba que Rusia, lejos de ser la excepción en las que habrían de ser las consideraciones estratégicas de la Segunda Internacional, se había convertido en la vanguardia. Como Luxemburgo escribió en Huelga de masas, partido y sindicatos:
La presente revolución hace realidad, para el caso particular de la Rusia absolutista, los resultados generales del desarrollo internacional capitalista y se muestra, no tanto como la última sucesora de las viejas revoluciones burguesas sino como precursora de una nueva serie de revoluciones proletarias en Occidente. El país más atrasado de todos, solo porque ha llegado imperdonablemente tarde a su revolución burguesa, muestra nuevos caminos y métodos de lucha de clases al proletariado alemán y al de los países capitalistas más avanzados.
Si esto era, en sustancia, similar a la teoría del “desarrollo desigual y combinado”, fue más allá de lo que incluso Trotsky, no digamos Lenin, podrían afirmar, al menos en términos de las implicaciones estratégicas que se deducen de ello. Lo que aquí estaba en juego fue señalado por Luxemburgo cuando se dirigió al quinto congreso del POSDR en 1907, condenando “la muy negativa actitud hacia la huelga general que se impuso entre las filas del Partido Socialdemócrata Alemán; fue pensada como una puramente anárquica, lo cual significaba una consigna reaccionaria, una dañina utopía”. Pudo haber sido más ilusorio que certero cuando fue a contarles que el mismísimo proletariado alemán “vio en la huelga general del proletariado ruso una nueva forma de lucha (...) y se dieron prisa por cambiar fundamentalmente su actitud hacia la huelga general, reconociendo su posible aplicación en Alemania bajo ciertas condiciones”. Pero lo que está claro que ocurrió es que tanto el sindicato como los líderes del partido estaban determinados a que sus afiliados no percibieran las cosas de esta manera; de ahí las sucesivas polémicas de Luxemburgo contra la tozuda insistencia de Kautsky en que la huelga masiva mostraba en realidad el atraso de Rusia y que emularla en Alemania sería una metedura de pata estratégica. La lucha interna del SPD entre revolucionarios y reformistas fue así llevada a otro nivel, vaticinando la ruptura histórica que pronto iba a llegar.
Sin embargo, Luxemburgo también andaba preocupada con lo que la huelga masiva reveló sobre el partido Ruso, al cual criticó tan pronto como en 1904 y también sucesivamente, por la letal combinación de centralismo extremo con faccionalismo vanguardista. También ocurría con los “partidos que tratan de ganar tiempo (...) en Alemania y en cualquier lado”, Luxemburg discutió que no podía aceptar “el rol insignificante de una minoría consciente en la determinación de tácticas (...) frente a grandes actos creativos, frecuentemente espontáneos, lucha de clases”.
En cualquier caso, en medio de la represión masiva del estado y del evidente debilitamiento de la ola de huelgas entre 1907 y 1911, el POSDR se desmoronó desde los más de cien mil miembros a tan solo unos miles. Mientras el ala menchevique del partido anhelaba más y más una alianza estratégica con la pequeña burguesía liberal, Lenin se aferraba, como nos cuenta Miéville, “a un lamentable optimismo, tratando de interpretar cualquier bagatela –una caída de la economía aquí, un repunte de las publicaciones radicales allá– como un ‘momento de inflexión’”. Cuando los bolcheviques fracasaron la predicción del renovado resurgimiento de los trabajadores en Rusia entre 1912-1914, se pareció confirmar la reivindicación general de Luxemburgo de que “la iniciativa y el liderazgo consciente de las organizaciones socialdemócratas jugó un papel extremadamente significativo” en tales desarrollos.
A pesar de ello, esto no previno que los bolcheviques se convirtieran desde entonces en “la fuerza política dominante en el movimiento obrero”. Después de las manifestaciones masivas del 9 de enero de 1917 –el duodécimo aniversario del “domingo sangriento” de 1905– fueron los bolcheviques quienes sintonizaron plenamente con el ritmo de las muchas oleadas de protestas y huelgas que golpearon el antiguo régimen hasta el momento de su colapso a finales de febrero. Con lo que anduvieron especialmente sintonizados fue con que durante el curso de este resurgimiento popular “ser un ‘trabajador’ cobró un importante significado social y político, incluso si uno trabajaba de camarero en un café de Petrogrado o de taxista en Piatogoirsk”, como Koerner y Robinson han indicado en un reciente volumen sobre este periodo. Como muestra su fascinante estudio sobre la prensa de la época, lo que distinguió especialmente a los reportajes bolcheviques de las huelgas fue el reconocimiento de que “el comportamiento activista de obreros generalmente ‘inactivos’ como los tenderos y las mujeres empleadas de las lavanderías, era ya por sí solo un asunto de verdadera relevancia política”. Además, no solo los editores de periódicos bolcheviques sino “editores socialistas de todas las sensibilidades parecieron retratar la lucha de clases, ilustrada por el movimiento de las huelgas, en los términos más amplios posibles, animando a diversos segmentos de la fuerza de trabajo a abandonar sus estrechos intereses y a identificarse con una clase obrera que trascendía los límites de las industrias manufactureras”. La conclusión que de esto se sacó fue especialmente importante:
La sola identificación de los tenderos con los peleteros, de las lavanderas con los trabajadores industriales, no pudo sino sugerir una amplia coincidencia de intereses y una clase obrera colectiva, legítimamente autorizada según estas razones para participar en la determinación del futuro político de Rusia. En estas circunstancias, la identidad competitiva de “ciudadano” (...) estaba seriamente comprometida (...) y los valores liberales en los que se basaba la autoridad del Gobierno Provisional se encontraban asimismo debilitados.
La monumental Historia de la Revolución rusa del propio Trotsky, escrita en los primeros años tras su exilio de la URSS forzado por Stalin, capturó la cuestión relatando dos incidentes significativos en los días inmediatamente posteriores a la Revolución de Febrero, ambos de un jaez que suele hacer que queden sin registrar en la mayoría de explicaciones. El primero describe un encuentro callejero entre obreros y cosacos que un “abogado observaba desde su ventana y lo comunicó a un diputado (...) [Esto] se les antojaba a ambos un episodio de un proceso impersonal: la masa gris de la fábrica había chocado con la masa gris del cuartel. Pero no era así como veía las cosas el cosaco que se había atrevido a guiñar el ojo al trabajador, tampoco el trabajador, que instantáneamente decidió que el cosaco ‘le había guiñado de un modo amistoso’. El proceso de intercambio molecular entre el ejército y el pueblo se efectuaba sin interrupción. Los obreros observaban la temperatura del ejército y se dieron cuenta inmediatamente de que se acercaba el momento crítico”[2].
Trotsky da cuenta del segundo incidente basándose en una cita de un informe de un senador enfurecido contra un conductor de tranvía (“No he podido olvidar el rostro del silencioso conductor: una expresión decidida y rencorosa, que tenía algo de lobo”) quien al encontrarse una manifestación callejera dijo inmediatamente a todo el mundo que se bajara. Trotsky comenta: “Aquel resolutivo conductor, en quien el funcionario liberal pudo ver en un segundo el aspecto “de lobo” debería haber estado dominado por un profundo sentido del deber como para detener en plena guerra y en una calle del Petersburgo imperial un tranvía lleno de funcionarios. El conductor del bulevar Liteina era un factor consciente de la historia, a quien alguien tenía que haber educado”. De este modo, Trotsky introduce su brillante crítica de la “espontaneidad”:
La leyenda de la espontaneidad no explica nada. Para apreciar debidamente la situación y decidir el momento oportuno para emprender el ataque contra el enemigo, era necesario que las masas o su sector dirigente, tuvieran sus postulados ante los acontecimientos históricos y su criterio para la valoración de los mismos. En otros términos, era necesario contar, no con una masas en abstracto, sino con la masa de los obreros petersburgueses y de los obreros rusos en general, (...) era necesario que en el seno de esa masa hubiera obreros que hubiesen reflexionado sobre la experiencia de 1905, que supieran adoptar una actitud crítica ante las ilusiones constitucionales de los liberales y de los mencheviques, que asimilaran la perspectiva de la revolución, que hubieran meditado docenas de veces acerca de la cuestión del ejército, que observaran celosamente los cambios que se efectuaban en el mismo –trabajadores que fueran capaces de sacar consecuencias revolucionarias de sus observaciones y de comunicarlas a los demás–. Era necesario, en fin, que hubiera en la guarnición misma soldados avanzados ganados para la causa, o, al menos, interesados por la propaganda revolucionaria y trabajados por ella.
En cada fábrica, en cada taller, en cada compañía, en cada café, en el hospital militar, en las estaciones de trasbordo, incluso en las aldeas desiertas, el pensamiento revolucionario realizaba una labor callada y molecular. Por dondequiera surgían intérpretes de los acontecimientos, obreros precisamente, a los cuales podía preguntarse, ¿qué hay de nuevo?, y de quienes podían esperarse las consignas necesarias. Estos caudillos se hallaban muchas veces entregados a sus propias fuerzas, se orientaban mediante las generalizaciones revolucionarias que llegaban fragmentariamente hasta ellos por distintos conductos, sabían leer entre líneas en los periódicos liberales aquello que les hacía falta. Su instinto de clase se hallaba agudizado por el criterio político, y aunque no desarrollaran consecuentemente todas sus ideas, su pensamiento trabajaba invariablemente en una misma dirección. Estos elementos de experiencia, de crítica, de iniciativa, de abnegación, iban impregnando a las masas y constituían la mecánica interna, inaccesible a la mirada superficial, y sin embargo decisiva, del movimiento revolucionario como proceso consciente.
Fue la sintonización de todo esto lo que llevó a los bolcheviques, gradualmente y no sin considerables divisiones entre los líderes, a moverse estratégicamente como hicieron entre febrero y octubre. Aunque inicialmente hubieran aceptado lo que Trotsky admitió como la “errónea fórmula de la ‘dictadura democrática’” en referencia a las alianzas interclasistas de partidos constituidas en la Duma “en un periodo en el que el programa oficial socialdemócrata era aún común para bolcheviques y mencheviques”, los bolcheviques se mantuvieron fuera de cualquiera de esas alianzas parlamentarias. Su agudo olfato les decía que la burguesía rusa, independientemente de las promesas que hicieran, no sería capaz de acomodarse realmente siquiera a la jornada laboral de ocho horas, no digamos ya, como dice David Mandel, a “la reforma agraria tal y como la querían los campesinos –sin compensación–”, o a las generalizadas exigencias de los obreros para el derecho a elegir representantes a los consejos de fábrica, que “supervisarían las normativas internas de trabajo”. Como los bolcheviques se alejaban cada vez más de los diferentes intentos que otros partidos socialistas llevaban a cabo para sostener alianzas con los diputados de las clases propietarias, su apoyo popular creció cada vez más.
La innovadora noción de “poder dual”, que situó la caótica democracia de varias capas de representación de los consejos de obreros y soldados (“soviets”) en el centro de la estrategia bolchevique, fue desarrollada en este contexto. Pero hubieron de pasar muchas conmociones y sobresaltos, implicando bastante controversia entre los líderes, hasta que los bolcheviques adoptaron una postura inequívoca, justo antes de la insurrección de octubre, en favor de una inmediata “dictadura del proletariado” bajo la cautivadora consigna de “Todo el poder para los soviets”.
Sin duda, esta fue la inclinación de Lenin desde el momento en que llegó a Petrogrado volviendo de su exilio a comienzos de la primavera, una vez que observó, como lo haría Trotsky después, con qué intensidad estos “elementos de experiencia, de crítica, de iniciativa, de abnegación, iban impregnando a las masas y constituían la mecánica interna, inaccesible a la mirada superficial, y sin embargo decisiva, del movimiento revolucionario como proceso consciente”. Aun así, lo que se ha de tener en cuenta es que el mensaje central de Lenin en las célebres “Tesis de abril” –que ya proclamaban el paso “del primer estadio de la revolución (...) a su segundo estadio, en el cual se debe depositar el poder en manos del proletariado y los segmentos más pobres del campesinado”, como Tariq Ali lo describe– no estaba concebido principalmente con la intención de comenzar lo que los anti-revolucionarios ridiculizaron como un irresponsable “experimento” socialista al día siguiente de haber tomado el poder. Más bien estaba, como siempre había estado, estratégicamente dispuesto para romper la cadena capitalista en su eslabón más débil, esto es, atado a lo que el decisivo final de la participación rusa en la terrible guerra imperialista conseguiría: inspirar una revolución en Alemania y en todos los otros países capitalistas más avanzados. Lenin, como Trotsky, aún pensaba que esta era la condición sine qua non para posibilitar cualquier transición del capitalismo al socialismo.
El difuso pero palpable enfado con el sufrimiento y el caos de la continua participación rusa en la Gran Guerra, junto con la creciente intuición de que una revolución pro-zarista pudiera triunfar contra el débil y vacilante gobierno Kerensky, es lo que descansaba tras el soporte popular masivo de la Revolución de Octubre. Dicho esto, David Mandel es completamente convincente al valorar que un factor decisivo adicional fue el miedo entre trabajadores militantes con conciencia de clase –quienes no solo estaban influidos por los bolcheviques, sino que a su vez atraían buena parte de la atención de estos sobre sus inclinaciones– de que los patrones estuvieran a punto de recurrir de nuevo a los cierres patronales que desbarataron el levantamiento de 1905. Incluso en términos de lo que pasó tras la conquista del poder de los bolcheviques, Mandel no resulta menos convincente al mostrar que “la organización bolchevique en la capital casi desapareció al año siguiente de la Revolución de Octubre. Los trabajadores políticamente activos –y la mayoría de ellos estaban organizados en el partido bolchevique– sintieron que ahora que la gente tenía el poder en sus manos, la tarea consistía en trabajar en los soviets, en las administraciones económicas, en la organización del Ejército Rojo”.
A esto habría que añadirle las reveladoras observaciones de Sheila Fitzpatrick sobre cómo “los intelectuales radicales que sabían (...) poco sobre el funcionamiento de la burocracia (...), a quienes el estudio de Marx les había otorgado alguna comprensión del interés económico pero nada acerca del institucional” respondieron una vez entraron en las altas oficinas del viejo Estado. “Para los miembros del primer gobierno soviético resultó chocante darse cuenta de que ser socialistas, atados por la disciplina del partido, no producía automáticamente consensos una vez estaban a cargo de un sector particular –industria, educación, el ejército–; y empezaron a ver el mundo a través de sus ojos”. La idea de que crear un Estado totalitario era todo el objetivo del ejercicio revolucionario fue siempre, o bien una fantasía de las imaginaciones contrarrevolucionarias, o bien una cínica flecha desplegada desde su caja de herramientas ideológica. La posición de los historiadores antimarxistas siempre fue la reivindicación de la contingencia en lugar de la inevitabilidad en lo que respecta a la propia revolución pero como Fitzpatrick escribe, “cuando la contingencia en cuestión se aplicó al resultado de la revolución estalinista (...) se insiste en la inevitabilidad”. No hubo ningún paso directo del liderazgo de Lenin al de Stalin, e incluso bajo este último, como todo el excelente trabajo histórico de Fitzpatrick acerca de la URSS ha mostrado, tanto el partido como el Estado eran mucho menos monolíticos, si no menos burocráticos, de lo que parecen desde fuera.
La antipatía del propio Lenin al estatismo burocrático era evidente en El Estado y la revolución, escrito justo antes de la Revolución de Octubre. Al tiempo que exaltaba algunos aspectos de la capacidad de planificación del Estado alemán en tiempos de guerra (especialmente su servicio postal), su preocupación primordial era mostrar cómo un “Estado de los trabajadores”, fundado en los soviets que se habían formado en el proceso revolucionario, desplazaría al “Estado burgués” con algo así como “destreza y facilidad”.
Incluso si todo esto es considerado más como retórica irrealista que como una sobria estimación de posibilidades, Lenin también estaba preocupado por mostrar que no era ningún “utópico” en este aspecto, reconociendo explícitamente que “un obrero sin cualificación o un cocinero no pueden ponerse inmediatamente con la responsabilidad propia de la administración del Estado”. La clave reside en que al desafiar el prejuicio según el cual solo “los funcionarios elegidos de familias ricas son competentes en la administración del Estado”, Lenin estaba definiendo explícitamente el trabajo revolucionaria principal: la preparación de los obreros para esta esta tarea. El primer anuncio de Lenin tras la Revolución de Octubre “A la población” como presidente del nuevo consejo de comisarios del pueblo echó mano de esta perspectiva: “¡Camaradas, pueblo trabajador! Recordad que ahora vosotros sois los que estáis al timón del Estado. Nadie os ayudará si vosotros mismos no os unís y os hacéis cargo de los asuntos de Estado con vuestras propias manos. Vuestros soviets son ahora los órganos de la autoridad del Estado, cuerpos legislativos con plenos poderes”.
Cualesquiera que fueran las competencias que los trabajadores y los soldados pudieron tener mediante los soviets a lo largo de 1917, hasta qué punto pudiesen responder adecuadamente a tal exhortación, estaba determinado a ser puesto a prueba severamente, especialmente en la estela de la fallida revolución alemana, durante la guerra civil, tan agravada por las intervenciones, militares y de otro tipo, de los victoriosos Estados capitalistas de la Primera Guerra Mundial. Como Miéville señala: “bajo tan implacables presiones, estos son meses y años de innombrable sufrimiento, hambruna, muertes masivas, el casi completo final de la industria y la cultura, de bandolerismo, pogromos, tortura y canibalismo. El asediado régimen desata su propio Terror Rojo”. Lejos de la democracia soviética de obreros y campesinos que los revolucionarios habían concebido y prometido, fue establecida la dictadura de lo que por aquel entonces, en 1918, se conocía como el Partido Comunista Ruso (los bolcheviques). Si en algún sentido fue dictadura del proletariado, fue solo una que representaría “como mucho, la idea de clase, no la clase por sí misma”, como Isaac Deutscher apuntaría más tarde con perspicacia. Los bolcheviques no solo se habían “aferrado al poder por su propio bien”, insistía. Mediante la identificación del destino de la república con el suyo propio –prohibiendo partidos de oposición y reconstruyendo los soviets y los sindicatos como agentes del nuevo partido del estado, como “la única fuerza capaz de salvaguardar la revolución”–, rechazaban firmemente permitir que “el famélico y emocionalmente voluble país pudiera votar a su partido fuera del poder y así mismo en un sangriento caos”. Sin embargo, la cuestión fundamental era esta:
Siempre habían asumido tácitamente que la mayoría de la clase trabajadora, habiéndoles respaldado en la revolución, seguiría apoyándoles inquebrantablemente hasta que hubieran completado todo el programa del socialismo. Inocente suposición, brotó de la noción según la cual el socialismo era la idea proletaria par excellence y que el proletariado, habiéndose adherido una vez a ella, nunca la abandonaría… A los marxistas jamás se les ocurrió reflexionar si era posible o admisible intentar establecer el socialismo sin tomar en cuenta la voluntad de la clase obrera.
Lo que Rosa Luxemburgo percibió durante el primer año de la Revolución de Octubre, pronto marcaría definitivamente el resultado. El mismo partido revolucionario se convertiría en un “asunto de compadreo” ya que “en realidad, solo una docena de brillantes cabezas hacen de guía y de vez en cuando se invita a las reuniones a una élite de la clase trabajadora para que aplaudan los discursos de los líderes y para que aprueben unánimemente las resoluciones propuestas”. El gran peligro, predijo Luxemburgo, era que en un Estado “sin elecciones generales, sin la libre liza de la opinión, la vida muere en cada institución pública, se torna en mera apariencia de la vida, en la cual solo la burocracia permanece como el elemento activo”.
En 1923, el propio Lenin admitió que prácticamente no se había conseguido ningún progreso en el desarrollo de las competencias para la administración popular. Lamentaba que las instituciones del Estado aún portaban íntegros vestigios de la “despiadada, controladora y centralizada burocracia rusa, heredada en su mayor parte del sistema zarista”. Tamas Krausz recientemente ha sintetizado la disyuntiva de Lenin, resuelta poco antes de su muerte:
Debido a los límites impuestos por las circunstancias históricas y la mortalidad individual, Lenin no fue capaz de proponer nada más que una limitada repuesta marxista a la cuestión de tener que recurrir a la dictadura, incluso contra su propia base social, por mor de la preservación del poder soviético. Por un lado, intentó compensar la opresión política proclamando, oponiendo al remanente y cada vez más fuerte poder del Estado que “la clase obrera se debe defender a sí misma contra su propio Estado”. Dejó sin explicar cómo podría hacerse eso mismo con el apoyo del propio Estado. Dicho de otro modo, los trabajadores deberían confrontar al Estado y al mismo tiempo defender a ese mismo Estado y a todas sus instituciones. No había ninguna solución dialéctica para tal contradicción.
Los efectos de esto sobre la conciencia de la clase obrera y sus competencias democráticas, fueron tenebrosamente captados por lo que el líder del comité de un sindicato local de la planta de automóviles Volga expresó en 1990, justo antes del colapso de la URSS: “Si acaso los trabajadores estuvieron atrasados y subdesarrollados, fue porque de hecho no ha habido educación política real desde 1924. Los trabajadores se quedaron idiotas por culpa del partido”. Las palabras aquí deben tomarse literalmente: a los trabajadores no solo se les tomó por idiotas sino que se hizo que se quedaran idiotas; su competencia democrática fue socavada. La Revolución rusa no produjo tanto un “Estado obrero deformado” en los regímenes comunistas autoritarios, como una clase obrera deformada. Ciertamente hay aquí una lección. Si el partido de la revolución, tras un largo y activo proceso de formación de la
clase, se prueba incapaz de provocar una transformación del Estado que de hecho produzca una “maximización de la democracia”, el resultado será la deformación de la clase.
Conclusiones
Desde nuestra perspectiva propia del siglo XXI, en medio del capitalismo neoliberal y global, está claro que la opinión de los revolucionarios durante la Segunda Internacional –esa concentración capital más reforma social, lejos de inclinar gradualmente el capitalismo hacia el socialismo, solo podría, como mucho, mejorar ciertas contradicciones y conflictos en el capitalismo al tiempo que intensifica otros– se ha probado totalmente acertada. Aún más, las democracias liberales hoy día, en las que las cada vez más precarias y desorganizadas clases trabajadoras han sido dejadas, políticamente desnudas, a merced de las arengas xenófobas, revelan trístemente con su peligrosa situación las consecuencias de la ausencia de partidos socialistas de masas involucrados en el desarrollo de las competencias democráticas a través de su papel en la formación de la clase. Y esto nos devuelve al lugar por el que comenzamos: al de la importancia histórica de dichos partidos como eje entre la formación de la clase y la transformación del Estado.
Recuperar este hecho histórico no es cosa de nostalgia. Con buenas razones, Simon Signoret tituló hace cuarenta años su autobiografía Nostalgia isn’t what it used to be [La nostalgia ya no es lo que era]. Tampoco es cosa de la “melancolía de la izquierda”, tan afligida por “las derrotadas revoluciones del pasado” como para quedarse inmóvil en el presente, negando así el admirable sesgo positivo que Enzo Traverso propone dar a la noción de “melancolía fructífera”, la cual “no significa abandonar la idea de socialismo o la esperanza en un futuro mejor; significa repensar el socialismo en una época en la que la memoria está perdida, oculta y olvidada, y necesita ser redimida. Esta melancolía no significa lamentar ninguna utopía perdida sino repensar el proyecto revolucionario en tiempos no revolucionarios”.
Los diversos intentos que se han hecho por “redimir el proyecto revolucionario” mediante nuevos partidos leninistas en la resaca del embriagador espíritu de 1968 se han probado estériles precisamente porque no alentaron ese repensar. Como Ralph Miliband apuntó en “Moving On”, su famoso ensayo de 1976 en Socialist Register: “Todas estas organizaciones tienen una percepción común del cambio socialista en términos de la toma revolucionaria del poder según el modelo bolchevique de Octubre de 1917. Este es su común punto de partida y de llegada, el guion y el escenario que determina su entero modo de ser”. Antes que algún innato “sectarismo, dogmatismo, aventurerismo y autoritarismo”, fue esta “perspectiva básica” la que explicaba, no solo por qué “fallaron convertirse en partidos masivos o en grandes partidos”, sino incluso “por qué apenas se convirtieron en partidos”, y fue “su aislamiento el que, si no completamente, al menos en parte, produce sus desagradables características”.
El final de los regímenes comunistas autoritarios entre 1989 y 1991 poco podía importar por sí mismo a una generación de izquierda de los sesenta que había sido radicalizada, no debido al socialismo sino más bien a despecho del ejemplo del “socialismo realmente existente”. Tampoco fue necesario esperar a que el “realismo sin imaginación”, que ansiaba reconciliación con el neoliberalismo de la blairista “tercera vía” a finales de los 90, reconociera que el curso histórico reformista de la socialdemocracia había llegado a su final. Mientras los seguidores tradicionales de clase obrera de los partidos socialdemócratas y comunistas fueron despojadas del arsenal ideológico –por no hablar del material– contra el grotesco aumento de las desigualdades de clase de principios del siglo XXI (capitalismo avanzado, desigualdad avanzada, podríamos llamarlo); no debería ser sorprendente verles hoy sucumbiendo al patriotismo de granujas políticos.
La acumulación de errores tanto de los partidos comunistas como de los socialdemócratas durante los últimos cincuenta años, estuvo acompañada de un marcado desplazamiento de la izquierda radical hacia un amplio “movimientismo” –tanto en su forma de protesta o como grupo de presión–. Como Jodi Dean ha discutido recientemente, aquellos que tratan de escapar de esta forma “de las limitaciones del partido” frecuentemente lo han reducido a “la realidad de sus errores” mientras que “su papel como aglutinador de aspiraciones colectivas y afectos ha sido menoscabado, cuando no olvidado”. Observa que más y más actores de los propios movimientos “reconocen en mayor medida las limitaciones de la política concebida en términos de activismo basado en temas e identidades, de demostraciones masivas que a todos los efectos son esencialmente únicas y localismo momentáneo de anarquista lucha callejera. De este modo se preguntan de nuevo por la cuestión organizacional, reconsiderando las posibilidades políticas del partido”. Es justo esto lo que también sirve para realzar la importancia, y aun las inconveniencias, de Syriza y Podemos entre los partidos más nuevos, así como las de las insurgencias de Corbyn/Momentum y de Sanders/Our Revolution entre los viejos.
Estos han surgido en respuesta directa a los graves efectos desmovilizadores, incluso frente a sus propias bases, del reformismo socialdemócrata de viejo cuño. Pero también han considerado claramente al modelo bolchevique como anacrónico. Qué nuevas formas de partido surgirán para triunfar ante estas dos condiciones tan diferentes del siglo XXI, con todo lo que implicarán tanto para la formación de la clase como para la transformación del Estado, aún está por ver. La cuestión del partido –que parece haber caído en algún pozo de la historia, al igual que las locomotoras a vapor que una vez impulsaron ciertas representaciones teleológicas del materialismo histórico– está palpablemente de vuelta en el orden del día de la izquierda.
Notas:

[1] N. del T.: para las citas del Manifiesto Comunista se ha usado la convencional traducción de Wenceslao Roces de 1932.
[2] N. del T.: para los pasajes de Historia de la Revolución rusa se ha usado, con algunas modificaciones y cotejando con la inglesa, la traducción castellana de Andreu Nin, revisada por Emilio Ayllón y reeditada en 2017 por Capitán Swing.

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