[Los párrafos a continuación son la introducción del nuevo libro de Tom Engelhardt A Nation Unmade by War (Un país deshecho por la guerra), un volumen de Dispatch Book publicado por Haymarket Books.]
Mientras daba los toques finales a mi nuevo libro, el Cost of Wars Project con sede en el Instituto Watson de la Universidad Brown publicó una estimación de los dólares del contribuyente estadounidense vertidos –desde el 12 de septiembre de 2001 hasta el año fiscal 2018, inclusive– en la guerra contra el terror de Estados Unidos. La cifra llegaba a la friolera de 5,6 billones de dólares (incluyendo el costo futuro del cuidado de nuestros veteranos de guerra). En promedio, representa unos 23.386 dólares por cada contribuyente.
Recordad que estos guarismos, aunque asombrosos, significan apenas el costo en dólares de nuestras guerras. No incluyen, por ejemplo, los costos físicos sufridos por los estadounidenses destrozados de un modo u otro en esos interminables conflictos bélicos. No incluyen el costo de las infraestructuras del país, que se hacían trizas mientras los dólares del contribuyente fluían profusamente en un notable entorno –en esos años, un hecho prácticamente excepcional– bipartidista en lo que aún sigue llamándose, ridículamente, la “seguridad pública”. No es esto, por supuesto, algo que nos hará más seguros a la mayoría de nosotros, pero sí a ellos –a quienes viven del estado de la seguridad nacional–, cada vez más seguros en Washington y otros sitios. Estamos hablando del Pentágono, del departamento de la Seguridad Interior, del complejo nuclear de EEUU y del resto de ese Estado dentro del Estado, incluyendo las muchas agencias de inteligencia y las empresas de mercenarios, que hoy han sido integradas en la vasta y muy lucrativa estructura militar.
En realidad, el costo de las guerras de Estados Unidos –que incluso se extienden en la era Trump– es incalculable. Solo basta mirar las fotos de ciudades como Ramadi o Mosul, en Iraq; Raqqa o Aleppo, en Siria; Sirte, en Libia; o Marawi en el sur de Filipinas, todas ellas en ruinas como consecuencia de los conflictos bélicos que Washington desencadenó en los años posteriores al 11-S y tratar de evaluar esos daños. Esas imágenes de kilómetros y kilómetros cubiertos de escombros, a menudo sin un solo edificio en pie, deberían dejar pasmado a cualquiera. Es posible que algunas de estas ciudades jamás sean reconstruidas.
¿Y cómo podría uno siquiera empezar a hacer una estimación dineraria del enorme costo en términos humanos de esas guerras, los cientos de miles de muertos? ¿O las decenas de millones de personas expulsadas de su propio país o convertidas en refugiados que en su huida cruzan cualquier frontera a la vista? ¿Cómo podría uno determinar en qué forma esas masas de desarraigados del Gran Oriente Medio y norte África están desestabilizando otras partes del planeta? Por ejemplo, su presencia (o, para ser más exacto, el creciente miedo que ella provoca) ha ayudado a alentar la formación de un creciente conjunto de movimientos “populistas” que amenazan con desgarrar Europa. ¿Y quién podría acaso olvidar el papel que esos refugiados –a al menos sus versiones más fantasiosas– han desempeñado en la exitosa apuesta de Donald Trump por la presidencia? Finalmente, ¿cuál puede ser el costo de todo eso?
Abrir las puertas del infierno
Los interminables conflictos bélicos de Estados Unidos en el siglo XXI fueron disparados por la decisión de George W. Bush y sus más altos funcionarios de definir lo más rápidamente posible como una “guerra” su respuesta a los ataques contra el Pentágono y las Torres Gemelas realizados por un pequeño grupo de yihadistas; después, nada menos que darle el pomposo nombre de “Guerra Global contra el Terror”; y, finalmente, invadir y ocupar Afganistán y más tarde Iraq, todo ello inspirado por el sueño de dominar el Gran Oriente Medio –y, en última instancia, el planeta– como ninguna otra potencia imperial lo había hecho nunca.
Sus exaltadas fantasías geopolíticas y la sensación de que las fuerzas armadas de Estados Unidos eran capaces de conseguir lo que quisieran pusieron en marcha un proceso que nuestro mundo habrá de pagar de una forma que nadie será capaz de calcular alguna vez. Por ejemplo, ¿quién podría empezar a poner un precio al futuro de los niños cuya vida sería dada vuelta y encogida más allá de lo imaginable como consecuencia de esas decisiones? ¿Quién sería capaz de calcular lo que esto significa para millones de jóvenes de este planeta que han sido despojados de casa, progenitores, educación... de hecho, de todo lo que podía aproximarse a una estabilidad que pudiera conducirles a un futuro deseable?
A pesar de que son pocos los que lo recuerdan, nunca he olvidado la advertencia hecha en 2002 por Amr Moussa, por entonces jefe de la Liga Árabe. La invasión de Iraq, pronosticó en septiembre de ese año, “abrirá las puertas del infierno”. Dos años más tarde, tras la invasión y ocupación estadounidenses de ese país, Moussa cambió ligeramente sus palabras: “Las puertas del infierno”, dijo, “están abiertas en Iraq”.
Desgraciadamente, su valoración ha resultado profética, y no solo referida a Iraq. Hoy, 14 años después de esa invasión, deberíamos estar de duelo por un mundo que en la primavera de 2003 abrió esas puertas y puso sus pies en el infierno. Cada uno a su manera, todos lo hemos hecho. De no ser así, Donald Trump no sería hoy presidente.
No pretendo ser un experto en infiernos. No sé exactamente en cuál círculo infernal estamos en este momento, pero hay algo que sé bien: estamos en él.
La infraestructura de un país-acuartelamiento
Si ahora mismo pudiera hacer que mis padres regresaran de la muerte, sé que el estado en que se encuentre este país les dejaría boquiabiertos. No lo reconocerían. Si por ejemplo les contara que solo tres hombres –Bill Gates, Jeff Bezos y Warren Buffett– tienen tanto patrimonio como la mitad menos rica de la población de Estados Unidos, es decir, 160 millones de estadounidenses, jamás me creerían.
¿Cómo haría para explicarles la forma en que en estos años el dinero ha circulado continuamente hacia arriba, a los bolsillos de los inmensamente ricos, y después hacia abajo, hacia lo que se ha convertido en las elecciones del 1 por ciento que instalaron a un multimillonario y su familia en la Casa Blanca? ¿Cómo explicarles que mientras los principales congresistas demócratas y republicanos no se cansan de decir cada vez que puedan que este país es excepcionalmente más grande que cualquier otro en la historia, ninguno de ellos es capaz de encontrar los fondos –unos 5,6 billones para empezar– que se necesitan para mantener en condiciones nuestras carreteras, presas, puentes, túneles y otras infraestructuras clave?
Mis padres no habrían pensado que eso fuera posible. No en Estados Unidos. Y de algún modo yo tendría que explicarles que ellos habían regresado a un país que –a pesar de que pocos estadounidenses se den cuanta de ello– ha sido cada vez más deteriorado por la guerra contra el terror desencadenada por Washington, transformada ahora en varias guerras en una, y este proceso nos ha cambiado a todos.
Esos enfrentamientos en los confines del mundo tienen la tendencia de volver a casa en unas formas que pueden ser difíciles de rastrear o precisar. Después de todo, a diferencia de esas ciudades del Gran Oriente Medio, las nuestras no están todavía en ruinas, aunque –en cámara lenta– algunas de ellas podrían estar moviéndose en esa dirección. Al menos teóricamente, este país todavía está cerca de lo más alto de su poder imperial y continúa siendo el más rico de la Tierra. Aun así, en este momento debería estar lo suficientemente claro que hemos arruinado no solo a otros países sino también al nuestro de un modo que –pese a que durante estos años he intentado asimilar y registrar lo mejor que he podido– sospecho que todavía apenas podemos ver y captar.
Mi nuevo libro, A Nation Unmade by War, está enfocado en un país cada día más agitado y transformado por la diseminación de unas guerras en las que –en el mejor de los casos– la mayor parte de los ciudadanos solo ha prestado escasa atención. Ciertamente, la elección de Donald Trump es la señal de que la sensación estadounidense de decadencia en la época del auge del estado de la seguridad nacional (y poca cosa más) ya está entre nosotros para quedarse.
Aunque normalmente no es algo que se diga aquí, me parece que el presidente Trump debería ser considerado como una parte de lo que debemos pagar en nuestro país por esas guerras lejanas. Sin las invasiones de Afganistán e Iraq y lo que vino después, dudo que él hubiese sido imaginable como otra cosa que el presentador de un “reality show” de la TV o el dueño de un grupo de casinos fracasados. Tampoco serían concebibles un Washington en versión Estado-acuartelamiento que él ocupa ahora, ni los generales de nuestras desastrosas guerras de los que él se ha rodeado, ni el crecimiento del estado de vigilancia que asombraría al mismísimo George Orwell.
Los componentes de la máquina para el retroceso
Fue Donald Trump –reconozcámosle cuando es debido– quien hizo que empezáramos a darnos cuenta de que vivimos en un mundo diferente y deteriorado. Nada de esto habría sido imaginable si, tras el 11-S, George W. Bush, Dick Cheney y Cía. no hubiesen tenido el impulso de desencadenar las guerras que nos llevaron hasta las puertas del infierno. Sus exagerados sueños geopolíticos de dominación mundial resultaron ser unas pesadillas de marca mayor. Ellos imaginaron un planeta diferente al de los últimos 500 años de historia imperial, un planeta en el que una única potencia habría de dominar absolutamente todo hasta el final de los tiempos. Esto es, imaginaron una especie de mundo que en Hollywood solo había sido asociado con los personajes más malvados.
Y este fue el resultado de su exaltación conceptual: jamás una gran potencia –algo que podría discutirse– todavía en su mejor momento imperial ha demostrado ser tan incapaz de utilizar su poderío militar y político de una manera que le hiciera avanzar hacia sus objetivos. Que las fuerzas armadas de Estados Unidos hayan sido desplegadas en vastas zonas del planeta y de algún modo, una y otra vez, hayan sido superadas por fuerzas enemigas muy inferiores e fueran incapaces de obtener algún resultado diferente a la destrucción y más fragmentación es un hecho extraño de este siglo [XXI]. Y todo esto ha sucedido en un momento en el que el planeta más necesitaba un nuevo tipo de unidad y cooperación, en un momento en el que –debido al empleo de los combustibles fósiles– el futuro de la humanidad está en peligro como nunca lo ha estado antes.
Al final, puede resultar que el último imperio sea un imperio de la absoluta nada; una nefasta posibilidad que ha sido enfocada por TomDispatch, el sitio web que administro desde noviembre de 2002. Por supuesto, cuando uno escribe notas cada dos semanas durante años, sería sorprendente que no se repitiera. Aparentemente, lo único que nuestros gobernantes y generales han sido capaces de hacer desde los ataques del 11-S es más o menos lo mismo con los mismos desastrosos resultados, una y otra vez.
En efecto, envalentonados por esas guerras, las fuerzas armadas de Estados Unidos y el estado de la seguridad nacional, se han convertido –con saludo para el fallecido Chalmers Johnson (un seguidor incondicional de TomDistach y un hombre que sabía de las puertas del infierno tan pronto las veía) una asombrosamente bien financiada máquina para el retroceso. En todos estos años, en tanto tres administraciones trabajaban para extender la guerra contra el terror, los conflictos bélicos de Estados Unidos en tierras remotas apenas han estado en la mente de sus ciudadanos. A pesar de que las mayores manifestaciones en la historia tenían como objetivo parar una guerra antes de que estallase, una vez que Iraq fue invadido, las demostraciones se acabaron y, desde entonces, los estadounidenses en general se han desentendido de las guerras de su país, incluso mientras empezaba el retroceso. Algún día, ya no tendrán otra opción que prestarles atención.
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project y autor de The United States of Fear como también de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Es miembro del Nation Institute y administra TomDispatch.com. Su sexta obra es A Nation Unmade by War (publicada recientemente por Dispatch Books).
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176423/tomgram%3A_engelhardt%2C_a_staggeringly_well-funded_blowback_machine/#more
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.
Mientras daba los toques finales a mi nuevo libro, el Cost of Wars Project con sede en el Instituto Watson de la Universidad Brown publicó una estimación de los dólares del contribuyente estadounidense vertidos –desde el 12 de septiembre de 2001 hasta el año fiscal 2018, inclusive– en la guerra contra el terror de Estados Unidos. La cifra llegaba a la friolera de 5,6 billones de dólares (incluyendo el costo futuro del cuidado de nuestros veteranos de guerra). En promedio, representa unos 23.386 dólares por cada contribuyente.
Recordad que estos guarismos, aunque asombrosos, significan apenas el costo en dólares de nuestras guerras. No incluyen, por ejemplo, los costos físicos sufridos por los estadounidenses destrozados de un modo u otro en esos interminables conflictos bélicos. No incluyen el costo de las infraestructuras del país, que se hacían trizas mientras los dólares del contribuyente fluían profusamente en un notable entorno –en esos años, un hecho prácticamente excepcional– bipartidista en lo que aún sigue llamándose, ridículamente, la “seguridad pública”. No es esto, por supuesto, algo que nos hará más seguros a la mayoría de nosotros, pero sí a ellos –a quienes viven del estado de la seguridad nacional–, cada vez más seguros en Washington y otros sitios. Estamos hablando del Pentágono, del departamento de la Seguridad Interior, del complejo nuclear de EEUU y del resto de ese Estado dentro del Estado, incluyendo las muchas agencias de inteligencia y las empresas de mercenarios, que hoy han sido integradas en la vasta y muy lucrativa estructura militar.
En realidad, el costo de las guerras de Estados Unidos –que incluso se extienden en la era Trump– es incalculable. Solo basta mirar las fotos de ciudades como Ramadi o Mosul, en Iraq; Raqqa o Aleppo, en Siria; Sirte, en Libia; o Marawi en el sur de Filipinas, todas ellas en ruinas como consecuencia de los conflictos bélicos que Washington desencadenó en los años posteriores al 11-S y tratar de evaluar esos daños. Esas imágenes de kilómetros y kilómetros cubiertos de escombros, a menudo sin un solo edificio en pie, deberían dejar pasmado a cualquiera. Es posible que algunas de estas ciudades jamás sean reconstruidas.
¿Y cómo podría uno siquiera empezar a hacer una estimación dineraria del enorme costo en términos humanos de esas guerras, los cientos de miles de muertos? ¿O las decenas de millones de personas expulsadas de su propio país o convertidas en refugiados que en su huida cruzan cualquier frontera a la vista? ¿Cómo podría uno determinar en qué forma esas masas de desarraigados del Gran Oriente Medio y norte África están desestabilizando otras partes del planeta? Por ejemplo, su presencia (o, para ser más exacto, el creciente miedo que ella provoca) ha ayudado a alentar la formación de un creciente conjunto de movimientos “populistas” que amenazan con desgarrar Europa. ¿Y quién podría acaso olvidar el papel que esos refugiados –a al menos sus versiones más fantasiosas– han desempeñado en la exitosa apuesta de Donald Trump por la presidencia? Finalmente, ¿cuál puede ser el costo de todo eso?
Abrir las puertas del infierno
Los interminables conflictos bélicos de Estados Unidos en el siglo XXI fueron disparados por la decisión de George W. Bush y sus más altos funcionarios de definir lo más rápidamente posible como una “guerra” su respuesta a los ataques contra el Pentágono y las Torres Gemelas realizados por un pequeño grupo de yihadistas; después, nada menos que darle el pomposo nombre de “Guerra Global contra el Terror”; y, finalmente, invadir y ocupar Afganistán y más tarde Iraq, todo ello inspirado por el sueño de dominar el Gran Oriente Medio –y, en última instancia, el planeta– como ninguna otra potencia imperial lo había hecho nunca.
Sus exaltadas fantasías geopolíticas y la sensación de que las fuerzas armadas de Estados Unidos eran capaces de conseguir lo que quisieran pusieron en marcha un proceso que nuestro mundo habrá de pagar de una forma que nadie será capaz de calcular alguna vez. Por ejemplo, ¿quién podría empezar a poner un precio al futuro de los niños cuya vida sería dada vuelta y encogida más allá de lo imaginable como consecuencia de esas decisiones? ¿Quién sería capaz de calcular lo que esto significa para millones de jóvenes de este planeta que han sido despojados de casa, progenitores, educación... de hecho, de todo lo que podía aproximarse a una estabilidad que pudiera conducirles a un futuro deseable?
A pesar de que son pocos los que lo recuerdan, nunca he olvidado la advertencia hecha en 2002 por Amr Moussa, por entonces jefe de la Liga Árabe. La invasión de Iraq, pronosticó en septiembre de ese año, “abrirá las puertas del infierno”. Dos años más tarde, tras la invasión y ocupación estadounidenses de ese país, Moussa cambió ligeramente sus palabras: “Las puertas del infierno”, dijo, “están abiertas en Iraq”.
Desgraciadamente, su valoración ha resultado profética, y no solo referida a Iraq. Hoy, 14 años después de esa invasión, deberíamos estar de duelo por un mundo que en la primavera de 2003 abrió esas puertas y puso sus pies en el infierno. Cada uno a su manera, todos lo hemos hecho. De no ser así, Donald Trump no sería hoy presidente.
No pretendo ser un experto en infiernos. No sé exactamente en cuál círculo infernal estamos en este momento, pero hay algo que sé bien: estamos en él.
La infraestructura de un país-acuartelamiento
Si ahora mismo pudiera hacer que mis padres regresaran de la muerte, sé que el estado en que se encuentre este país les dejaría boquiabiertos. No lo reconocerían. Si por ejemplo les contara que solo tres hombres –Bill Gates, Jeff Bezos y Warren Buffett– tienen tanto patrimonio como la mitad menos rica de la población de Estados Unidos, es decir, 160 millones de estadounidenses, jamás me creerían.
¿Cómo haría para explicarles la forma en que en estos años el dinero ha circulado continuamente hacia arriba, a los bolsillos de los inmensamente ricos, y después hacia abajo, hacia lo que se ha convertido en las elecciones del 1 por ciento que instalaron a un multimillonario y su familia en la Casa Blanca? ¿Cómo explicarles que mientras los principales congresistas demócratas y republicanos no se cansan de decir cada vez que puedan que este país es excepcionalmente más grande que cualquier otro en la historia, ninguno de ellos es capaz de encontrar los fondos –unos 5,6 billones para empezar– que se necesitan para mantener en condiciones nuestras carreteras, presas, puentes, túneles y otras infraestructuras clave?
Mis padres no habrían pensado que eso fuera posible. No en Estados Unidos. Y de algún modo yo tendría que explicarles que ellos habían regresado a un país que –a pesar de que pocos estadounidenses se den cuanta de ello– ha sido cada vez más deteriorado por la guerra contra el terror desencadenada por Washington, transformada ahora en varias guerras en una, y este proceso nos ha cambiado a todos.
Esos enfrentamientos en los confines del mundo tienen la tendencia de volver a casa en unas formas que pueden ser difíciles de rastrear o precisar. Después de todo, a diferencia de esas ciudades del Gran Oriente Medio, las nuestras no están todavía en ruinas, aunque –en cámara lenta– algunas de ellas podrían estar moviéndose en esa dirección. Al menos teóricamente, este país todavía está cerca de lo más alto de su poder imperial y continúa siendo el más rico de la Tierra. Aun así, en este momento debería estar lo suficientemente claro que hemos arruinado no solo a otros países sino también al nuestro de un modo que –pese a que durante estos años he intentado asimilar y registrar lo mejor que he podido– sospecho que todavía apenas podemos ver y captar.
Mi nuevo libro, A Nation Unmade by War, está enfocado en un país cada día más agitado y transformado por la diseminación de unas guerras en las que –en el mejor de los casos– la mayor parte de los ciudadanos solo ha prestado escasa atención. Ciertamente, la elección de Donald Trump es la señal de que la sensación estadounidense de decadencia en la época del auge del estado de la seguridad nacional (y poca cosa más) ya está entre nosotros para quedarse.
Aunque normalmente no es algo que se diga aquí, me parece que el presidente Trump debería ser considerado como una parte de lo que debemos pagar en nuestro país por esas guerras lejanas. Sin las invasiones de Afganistán e Iraq y lo que vino después, dudo que él hubiese sido imaginable como otra cosa que el presentador de un “reality show” de la TV o el dueño de un grupo de casinos fracasados. Tampoco serían concebibles un Washington en versión Estado-acuartelamiento que él ocupa ahora, ni los generales de nuestras desastrosas guerras de los que él se ha rodeado, ni el crecimiento del estado de vigilancia que asombraría al mismísimo George Orwell.
Los componentes de la máquina para el retroceso
Fue Donald Trump –reconozcámosle cuando es debido– quien hizo que empezáramos a darnos cuenta de que vivimos en un mundo diferente y deteriorado. Nada de esto habría sido imaginable si, tras el 11-S, George W. Bush, Dick Cheney y Cía. no hubiesen tenido el impulso de desencadenar las guerras que nos llevaron hasta las puertas del infierno. Sus exagerados sueños geopolíticos de dominación mundial resultaron ser unas pesadillas de marca mayor. Ellos imaginaron un planeta diferente al de los últimos 500 años de historia imperial, un planeta en el que una única potencia habría de dominar absolutamente todo hasta el final de los tiempos. Esto es, imaginaron una especie de mundo que en Hollywood solo había sido asociado con los personajes más malvados.
Y este fue el resultado de su exaltación conceptual: jamás una gran potencia –algo que podría discutirse– todavía en su mejor momento imperial ha demostrado ser tan incapaz de utilizar su poderío militar y político de una manera que le hiciera avanzar hacia sus objetivos. Que las fuerzas armadas de Estados Unidos hayan sido desplegadas en vastas zonas del planeta y de algún modo, una y otra vez, hayan sido superadas por fuerzas enemigas muy inferiores e fueran incapaces de obtener algún resultado diferente a la destrucción y más fragmentación es un hecho extraño de este siglo [XXI]. Y todo esto ha sucedido en un momento en el que el planeta más necesitaba un nuevo tipo de unidad y cooperación, en un momento en el que –debido al empleo de los combustibles fósiles– el futuro de la humanidad está en peligro como nunca lo ha estado antes.
Al final, puede resultar que el último imperio sea un imperio de la absoluta nada; una nefasta posibilidad que ha sido enfocada por TomDispatch, el sitio web que administro desde noviembre de 2002. Por supuesto, cuando uno escribe notas cada dos semanas durante años, sería sorprendente que no se repitiera. Aparentemente, lo único que nuestros gobernantes y generales han sido capaces de hacer desde los ataques del 11-S es más o menos lo mismo con los mismos desastrosos resultados, una y otra vez.
En efecto, envalentonados por esas guerras, las fuerzas armadas de Estados Unidos y el estado de la seguridad nacional, se han convertido –con saludo para el fallecido Chalmers Johnson (un seguidor incondicional de TomDistach y un hombre que sabía de las puertas del infierno tan pronto las veía) una asombrosamente bien financiada máquina para el retroceso. En todos estos años, en tanto tres administraciones trabajaban para extender la guerra contra el terror, los conflictos bélicos de Estados Unidos en tierras remotas apenas han estado en la mente de sus ciudadanos. A pesar de que las mayores manifestaciones en la historia tenían como objetivo parar una guerra antes de que estallase, una vez que Iraq fue invadido, las demostraciones se acabaron y, desde entonces, los estadounidenses en general se han desentendido de las guerras de su país, incluso mientras empezaba el retroceso. Algún día, ya no tendrán otra opción que prestarles atención.
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project y autor de The United States of Fear como también de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Es miembro del Nation Institute y administra TomDispatch.com. Su sexta obra es A Nation Unmade by War (publicada recientemente por Dispatch Books).
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176423/tomgram%3A_engelhardt%2C_a_staggeringly_well-funded_blowback_machine/#more
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.
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