El viernes 4 de octubre el Ministerio de Transportes chileno anunció una nueva alza en los pasajes de Metro, de 30 pesos chilenos, dejando el valor total del pasaje, en horario punta, en 830 pesos (poco más de un euro). Dos días después, las y los estudiantes (secundarios y universitarios) se organizaron para evadir el pago del Metro en masa. Hordas de estudiantes se dejaron caer metro abajo y saltaron los torniquetes hacia los andenes, sobrepasando en mucho la capacidad de los guardias. Fue entonces cuando el Gobierno chileno cometió su primer error en el manejo de esta crisis: comenzó a cerrar accesos en todas las estaciones del Metro y dispuso policías fuertemente equipados a custodiar el flujo de personas, además de amenazar con sanciones a los evasores.
Para entender el resto, es necesario volver al pasado: a la dictadura de Pinochet y sus efectos. A diferencia de otros países, Chile no ha tenido un proceso reparador satisfactorio. La mayoría de los crímenes de lesa humanidad ocurridos durante esa etapa están todavía impunes, y los pocos uniformados encarcelados por estos crímenes han cumplido o cumplen sus condenas en cárceles que son verdaderos resort. Ninguno de los gobiernos del regreso a la democracia ha querido tocar demasiado a fondo ese tema: es una especie de tabú. Es así como muchos familiares de detenidos desaparecidos no saben todavía el paradero de sus seres queridos. Un ejemplo: apenas en 2016 aparecieron los primeros restos del periodista Carlos Berger, desaparecido en 1973: un trozo de mandíbula y un fragmento cervical. Hace unas semanas, en septiembre de este año, encontraron otros fragmentos de su esqueleto. Así como los restos de Berger, el horror de la dictadura vuelve a aparecer cada cierto tiempo, en pequeñas dosis, sin que se logre justicia por los miles de casos como este. A eso hay que sumar el que Pinochet murió como senador vitalicio, a los 91 años, siendo velado como excomandante en jefe en la Escuela Militar de Chile.
Otra expresión de la dictadura que perdura hasta nuestros días es la instalación del modelo neoliberal y la Constitución de 1980, que se instituyó para proteger este modelo. En su pasado mandato, la expresidenta Michelle Bachelet apoyó y empujó diversas iniciativas para establecer una nueva Constitución, pero no tuvo éxito antes de terminar su periodo. Con la llegada de la derecha al poder todo el esfuerzo se congeló. Por su parte, el modelo neoliberal, que consistió en la privatización de los servicios básicos, la educación, la salud (ISAPRE’s), los fondos de pensiones (AFP’s), las empresas mineras, el agua y todo lo que pudiese ser privatizado, además de la eliminación de una serie de derechos sociales, ha sometido a las chilenas y chilenos a vivir en estado de precariedad constante. A esto se suma la brecha salarial: el 10% más rico tiene 39 veces más ingresos que el 10% más pobre. Por otra parte, el 33% del ingreso que genera la economía chilena lo capta el 1% más rico de la población y, a su vez, el 19,5% del ingreso lo capta el 0,1% más rico. Los costos de la vida son lo suficientemente altos como para sufrir alzas arbitrarias adicionales. El precio promedio de alquiler de un departamento de dos habitaciones, en Santiago, es de 400.000 pesos (495 euros), pero el sueldo mínimo mensual en Chile es sólo de 301.000 pesos (373 euros). Mientras tanto, la prensa informa de que las Isapres (Instituciones de Salud Previsional), todas empresas privadas, han tenido una baja en sus utilidades en 2018, registrando apenas 57.200 millones de pesos (71 millones de euros).
Ambas huellas de la dictadura, la inequidad y la violencia, se cruzan con otro aspecto de la vida cotidiana: el trato de los gobernantes. El año pasado el comunero mapuche Camilo Catrillanca fue asesinado por carabineros en un operativo que, desde el comienzo, estuvo rodeado de hechos sospechosos: escuchas ilegales, cámaras GoPro perdidas que luego aparecieron, y el acto mismo, en que se disparó sin mediar provocación a un civil desarmado que, para mayor agravante, iba acompañado de un menor. El ministro del Interior, Andrés Chadwick, quien debería haber renunciado por los hechos ocurridos, se libró culpando a carabineros y removiendo al recién nombrado General de la institución policial. Por otra parte, los ministros de Piñera han realizado declaraciones que dan cuenta de su desprecio y distancia para con el pueblo chileno.
En julio del año pasado, el exministro de Educación, Gerardo Varela, comentó en una charla que cuando se le acercaban directores de escuelas de provincia para pedirle ayuda en reparar una techumbre, él se molestaba y les decía “¿y por qué no hacen un bingo? ¿Por qué desde Santiago tengo que ir a arreglar el techo de un gimnasio?”. En agosto del mismo año el ministro de Cultura, Mauricio Rojas, debió abandonar su cargo tras salir a la luz declaraciones suyas en un libro donde se refiere al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos como un montaje. A fines de 2018, el ministro de Vivienda aseguró que “un altísimo porcentaje de los chilenos tiene una casa, a un departamento, una casa en la playa”, desconociendo completamente la realidad nacional. Este año, a principios de este mes, el ministro de Hacienda, Felipe Larraín, comentando el nulo aumento del índice de precios al consumidor (IPC), señaló que había una buena noticia para “los románticos”, porque “las flores han tenido un descenso en su precio […] han caído un 3,6%”. Por último, sobre la reciente alza de precios en el Metro, el ministro de Economía señaló que “el que madrugue será ayudado, de manera que alguien que sale más temprano y toma el metro a las siete de la mañana tiene la posibilidad de una tarifa más baja”.
Este ha sido el año de las alzas en Chile. No sólo en el transporte, también en la electricidad, el agua, el gas, entre otras. El caso de la electricidad es particular, porque este año la compañía de electricidad que abastece a Santiago (ENEL) pretendió traspasar una compra de medidores a la población, lo que generó gran molestia, sobre todo considerando que el presidente del directorio –y además vicepresidente de la empresa de servicios sanitarios Aguas Andinas–, Herman Chadwick Piñera, es hermano del ministro del interior Chadwick y ambos primos del presidente de la república Sebastián Piñera.
Otro dato importante: según datos del SERVEL: el 49% de los ciudadanos inscritos en las listas electorales en Chile sufragaron en la segunda vuelta de la elección presidencial de 2017, que ganó Sebastián Piñera con un 54,57% de los votos. En otras palabras, no se podría afirmar que Piñera cuente con el apoyo de la mayoría del país, y la crisis actual podría estar evidenciando justamente eso. En su campaña, con el slogan “Tiempos mejores”, Piñera se basó en la debilidad política de su contendor, el periodista y senador Alejandro Guillier, y de la Nueva Mayoría, coalición de centroizquierda que este representaba. La izquierda dividida dejó un camino despejado para el candidato de derecha, por lo que algunos autores aseguran que, más que un triunfo de Piñera, se trató de una derrota de la izquierda. Por otro lado, una de las estrategias que la derecha usó para captar el voto de la población menos politizada, fue la amenaza que se instaló, a través de diversas vías, que, de salir otra vez la izquierda, el país se convertiría en “Chilezuela”.
El miedo a esa Chilezuela, emparentada de alguna manera con el imaginario que se promovió, en tiempos de la dictadura, del gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende, movilizó a una población poco convencida para asistir a las urnas y votar a favor de un político ambicioso y cuestionado como Sebastián Piñera. Es tal el conocimiento público de los problemas legales que tuvo Piñera por la adquisición de un banco en los 80, que incluso un senador de su mismo color político, Manuel José Ossandón –quien fuera candidato en primera vuelta–, le enrostró en un debate que “no había sido declarado reo por lindo” –es decir, sin justificación–.
Por último, otro antecedente importante: el círculo que rodea a Piñera, especialmente su primo, el ministro del interior Andrés Chadwick, fue un colaborador de Augusto Pinochet. Por estos días ha circulado una foto que muestra a un joven Chadwick detrás de Pinochet en un acto durante la dictadura. Así como él, varios ministros han sido cercanos al gobierno de Pinochet.
Poner policías a custodiar la evasión estudiantil del metro no hizo más que encender una mecha que estaba instalada hace mucho tiempo. Los desmanes comenzaron el día viernes 18 de octubre, con la quema de varias estaciones de metro y, entre ellas, la quema de algunos inmuebles privados, como el edificio de la compañía ENEL, que ardió –inexplicablemente– desde el décimoprimer piso y causó la conmoción total de los santiaguinos. Mientras estos hechos ocurrían, el presidente Piñera figuraba comiendo una pizza en un restaurante del barrio alto capitalino.
Esta es la crisis más profunda que ha vivido Chile desde el golpe de Estado de 1973. Las autoridades están completamente anonadadas, dando vergonzosas declaraciones ante la prensa. Recientemente el presidente Piñera ha dicho que “estamos en guerra”, sembrando el desconcierto en la población o, quizás, emulando inconscientemente a Pinochet quien, luego del atentado que le hicieron en 1986, declaró a la prensa “estamos en una guerra”. En una declaración posterior, la ministra de Educación fue emplazada por un periodista a indicar cómo le explicaría ella a un niño de nueve años estas declaraciones del presidente; la ministra simplemente retrocedió y entregó la palabra a la ministra siguiente. El general de marina a cargo de la defensa de la ciudad de Antofagasta llamó a tranquilizar a la población citando involuntariamente al Chapulín colorado –personaje infantil mexicano– y su conocida frase “que no panda el cúnico” (en vez de “que no cunda el pánico”).
Ante el desacierto del Gobierno de poner custodia policial a las estaciones del metro, y en respuesta a la movilización social, el presidente Piñera decidió “apagar el fuego con bencina” declarando estado de emergencia el 19 de octubre. Con esto, una movilización que había estado restringida a la capital del país se dispersó hacia otras ciudades dando inicio a una serie de manifestaciones en todo Chile. De esa forma se dio pie a una serie de actos vandálicos que incluyen saqueos a supermercados, bancos, cajeros automáticos, entre otros. La fuerza policial, que se concentra en los manifestantes y en proteger los barrios altos, ha dejado desprotegidos los sectores más vulnerables de las ciudades permitiendo que la violencia tenga una escalada sin precedentes, alterando completamente el orden social.
En medio del caos, Piñera decidió decretar estado de excepción y poner al frente al general de división Javier Iturriaga como jefe de la defensa nacional. La presencia de militares en las calles constituyó una imagen amenazante, toda vez que el trauma de la dictadura no ha sido superado para muchos. Este hecho enardeció aún más los ánimos. Ante las preguntas de si se declararía toque de queda –otra reminiscencia de la dictadura, cuya determinación le corresponde al presidente de la república–, Piñera indicó que eso era una decisión que tomaría Iturriaga. En la rueda de prensa siguiente el general decretó, por primera vez desde la dictadura, el toque de queda en la provincia de Santiago y otras.
En un intento de frenar las manifestaciones, Piñera despachó una ley al Congreso para congelar el alza de los pasajes del transporte público, que en la Cámara de Diputados se aprobó con sólo un voto en contra y en la de senadores con todos los votos a favor. Sin embargo, esto no logró ningún efecto en apaciguar el ánimo de la población.
Los medios masivos (tv, radios, periódicos), que en su mayoría pertenecen a empresarios que son afines a los intereses de la derecha, se han enfocado en criminalizar las manifestaciones sociales poniendo su foco en los actos vandálicos que han tenido lugar en estos días. Muy pocos se han dedicado a mostrar una panorámica global del problema. Al emitir declaraciones, los personeros de gobierno repiten una y otra vez las palabras “violencia”, “destrucción”, “saqueo”, “vandalismo”, y se habla de “reconstrucción”, como si lo que estuviera ocurriendo fuera una catástrofe natural. A pesar de eso la opinión pública ha considerado que el manejo del Gobierno de esta situación ha sido deficiente, lo que ha provocado que incluso en los sectores acomodados de la capital, donde la mayoría de votos tiende a la derecha, se han organizado manifestaciones por las demandas ciudadanas y contra la crisis y su manejo por parte del presidente Piñera.
Sólo cuando los manifestantes decidieron dirigirse a protestar a las afueras de los canales de televisión, estos modificaron su línea editorial y comenzaron a exhibir en pantalla no sólo los saqueos, sino también los múltiples abusos de los que son objeto los ciudadanos.
Los chilenos que dormían han entendido que el abuso era la moneda de cambio por su existencia. Las redes sociales e internet abrieron una puerta al mundo, lo que ha permitido entender que los privilegios que las clases acomodadas reservaban para sí, también son posibles en países que tienen la misma capacidad de desarrollo que el nuestro.
La clase política ha sido incapaz de tomar debida cuenta de este despertar social. Como medidas inmediatas, el Frente Amplio (partido de izquierda), ha exigido celeridad a la legislación sobre la rebaja de la dieta parlamentaria. Pero eso no ha sido suficiente. Otra ley trató de legislarse justamente el día de hoy, la de 40 horas semanales de jornada, contra las 44 legales que tiene Chile actualmente. Pero al momento de sesionar, la bancada completa del partido RN –el partido del presidente– abandonó la sala para que no hubiera quorum.
El Gobierno, alejado de la realidad, como ha quedado demostrado, no ha sido capaz de comprender que la única forma de apaciguar el movimiento social es cediendo más allá de lo que están dispuestos. El discurso incendiario de Piñera, hablando de “guerra” y de “un enemigo organizado” no ha hecho más que encender los ánimos; apenas en los últimos días ha decidido ablandar su discurso. Pero en cuanto a los cambios que demanda el movimiento social, todavía no presenta más que soluciones provisorias y que, según ha dicho, “requerirá(n) un enorme esfuerzo de mayores recursos del Estado, lo que exigirá mucha eficacia y reasignaciones de los recursos existentes”. De este modo, Piñera sigue sin tocar a los empresarios, cuya concentración de recursos es uno de los factores que mayor molestia genera en el chileno medio. Es más: sus propuestas representan un mayor gasto fiscal que irá a parar directamente a la empresa privada.
Piñera ha logrado el doble mérito de traer de vuelta la sensación de caos, violencia e inestabilidad con la que nos alimentaron nuestros padres y abuelos de ambas veredas, al hablarnos de las épocas de Allende y Pinochet. Quizás por eso hoy se ha dado una cierta unidad entre partidarios de derecha y de izquierda, lo que da como resultado el común acuerdo de que este gobierno no da para más y su continuación se hace insostenible y ha motivado que ya se hable de acusaciones constitucionales en su contra.
La cifra de muertos, a los que el gobierno se ha negado a nombrar y a explicar las circunstancias de sus muertes, aumenta cada día. Hasta el día 22 de octubre el INDH (Instituto Nacional de Derechos Humanos) contabilizaba 1.894 detenidos, entre los que se cuentan 214 niños, niñas y adolescentes (de ellos, 140 niños y 39 niñas), además de 388 mujeres adultas. Se han reportado centenas de heridos de diversas maneras y mujeres que han dado cuenta de abusos sexuales sufridos durante su detención, así como la amenaza que recibió una detenida de ser penetrada con un fusil. Hay 269 personas heridas, “muchas de ellas con heridas oculares a causa de impacto de balines” y 137 heridas por armas de fuego. Hace apenas un día conocimos el caso de Víctor Marileo, quien estaba observando la represión militar desde el antejardín de su casa en el sector de Bajos de Mena, uno de los más humildes de la ciudad de Santiago, cuando recibió un impacto de bala proveniente de un fusil. En declaraciones televisivas, su esposa contó que al pedir ayuda nadie la socorrió; es más, los militares la amenazaron con dispararle si salía de su casa. Debió llamar a su hijo, residente de la ciudad de Linares, a 300 km de la capital, quien viajó desde allí y llegó antes que una ambulancia solicitada en Santiago. Ante ese incidente el general Iturriaga se refirió diciendo que se trató de un “hecho lamentable, pero menor”. Hoy Marileo se encuentra en coma inducido y los médicos auguran una improbable recuperación.
A todas estas víctimas se suman los 15 fallecidos que el gobierno ha reconocido hasta ahora. Cinco de ellos muertos por el Estado. Uno de ellos es José Miguel Uribe, un joven de 25 años, de la ciudad de Curicó, quien recibió una bala de ráfaga disparada desde un camión militar.
Lo que no tiene recuperación sin lugar a dudas es la gobernabilidad y la carrera política del presidente Sebastián Piñera. Mientras todo ocurría, el presidente chileno se preocupaba de asegurar que su par norteamericano Donald Trump no faltase a la APEC, foro que tiene fecha de realización en noviembre en Santiago. Más adelante, en diciembre, se realizará la COP25. Otros eventos sociales le esperan al presidente: la premiación de los estudiantes más aventajados en la prueba de selección universitaria (PSU), entrega de premios literarios, visitas de mandatarios de otros países, etcétera. ¿Cómo pretenderá recibir el presidente chileno a sus invitados internacionales con al menos 15 muertos a cuestas en sólo las últimas semanas de su gobierno? ¿Qué piensa decirle al puntaje nacional de la PSU si este lo encara por su proceder? O simplemente: ¿qué le dirá a la población del país cuando se conozca la cifra oficial de muertos y heridos en los momentos de crisis?
La verdadera tragedia que ocurre en Chile no es el conjunto de saqueos que los noticiarios se han esforzado en mostrar constantemente, es la indolencia de una clase política y empresarial habituada tanto a sus privilegios como al uso de la fuerza para defenderlos. La enorme distancia que existe entre las realidades de los gobernantes actuales y la del pueblo chileno, hace que el gobierno se sienta incapaz siquiera de comprender la profundidad de lo que está ocurriendo y, por lo tanto, de resolver la crisis actual. Como corolario perfecto de estas afirmaciones circula un audio filtrado de la primera dama de Chile, Cecilia Morel, donde explicita que “están sobrepasados”, que la situación es como “una invasión alienígena” y que “van a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”.
Por lo pronto, sólo parece haber dos soluciones posibles: o el presidente Piñera se abre a crear un pacto social con la sociedad civil, que incluya de todas maneras una nueva Constitución, o abandona su cargo para llevar adelante a unas nuevas elecciones que permitan lo anterior. Cualquier otra medida será provisoria, y será cosa de tiempo que ocurra un nuevo estallido social, acaso más violento.
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Galo Ghigliotto es escritor y editor chileno. Es autor de las novelas Matar al Mandinga (Santiago: Lom ediciones, 2016) y El museo de la bruma (Santiago: Laurel editores, 2019), además de libros de cuento y poesía. Actualmente se desempeña como director de la editorial de la Universidad de Santiago de Chile.
publicado en CTXT
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