CRISIS
TERRITORIAL
Federalismo como solución
El Estado
español no estará completamente formado hasta que vascos y catalanes acepten
libremente pertenecer a él
José Luis
Villacañas Berlanga 21/01/2020
Agujero
LA BOCA DEL LOGO
Ya está abierto el Taller de CTXT, el local para nuestra
comunidad lectora, en el barrio de Chamberí (C/ Juan de Austria, 30). Pásate y
disfruta de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y eventos
culturales de toda índole. Si te haces socia/o en este enlace,
tendrás descuentos del 50% en todas las actividades.
No existe una doctrina del federalismo. Este es más bien
una orientación flexible de la vida política. El federalismo no tiene dogmas,
tiene solo principios inspiradores como la división de poderes orientada a la
pluralidad, la libertad y la responsabilidad. Sólo tiene una condición básica.
El Estado federal, a diferencia de la federación y la confederación, es una
forma de Estado unitario. Reconoce una soberanía, pero la reconoce siempre y
también fragmentada. En este sentido es la manifestación más precisa de la
división racional de poderes que caracteriza a la Constitución mixta que fue
elaborando la tradición republicana como base normativa.
Esta tradición siempre ha defendido la unión política
frente al espíritu de facción, pero lo ha hecho bajo premisas que no son
dogmáticas ni irreversibles. La unión política es para ella consecuencia de la
unión civil previa y no resultado del pragma de poder, con sus
intrínsecas violencias. Por eso, el federalismo ha deseado dotar de
instituciones políticas unitarias a aquellas poblaciones que están intensamente
conectadas por su vida social. En este sentido, el federalismo sigue la
doctrina societas civilis sive res publica.
Montesquieu habló del federalismo como la solución de un
problema, no como una doctrina teórica. Era para él la manera de disponer de la
fuerza de la unidad sin perder la libertad de la diferencia
Esa intensidad de conexión de la vida social puede darse
desde el punto de vista geoestratégico (por padecer peligros comunes, como
Suiza), religioso (por defender un sentido parecido de la libertad religiosa,
como el Reino Unido, frente al mundo católico), o económico (por tejer un
espacio económico único, interconfesional como en los Países Bajos). Pero, sea
cual sea el fundamento del vínculo civil, ha de tener un profundo significado
político. Lo decisivo es que la unidad política reconoce la continuidad social
y no la crea a partir de un centro de poder. El federalismo es una forma
expansiva de la unidad política porque sirve a la naturaleza expansiva de la
sociedad civil, y por eso es contraria a la forma imperial. Esta expande un
gran centro de poder con fuerte capacidad homogeneizadora que sirve a élites
centrales exclusivas. El federalismo une poblaciones sin crear ese centro de
poder capaz de eliminar las diferencias.
Por eso Montesquieu habló del federalismo como la solución
de un problema, no como una doctrina teórica. Era para él la manera de disponer
de la fuerza de la unidad sin perder la libertad de la diferencia. Por eso el
federalismo es internamente democrático. Reúne lo que Maquiavelo llamó los dos
humores políticos fundamentales, el espíritu de grandeza de las aristocracias y
el espíritu de la libertad y la igualdad del popolo minimo. Con el tiempo,
la constitución mixta tradicional, que era una síntesis de la unidad de
la vieja monarquía, la virtud de la vieja aristocracia, y
la libertad e igualdad del pueblo de la democracia, se concretó en la
posición federal. Eso es lo que se estabilizó en la constitución
norteamericana.
Una de las justificaciones que los federalistas americanos
lanzaron contra los pensadores confederales fue que la creación de un gran
espacio político federal era la mejor manera de impedir la formación de
oligarquías provincianas, miopes y acomodadas, incapaces de liderar y dinamizar
la sociedad, de entrar en una competencia sana, como aspirantes a regentar
indefinidamente sus escuálidos monopolios de poder. La cláusula que mantenía
abierta la posibilidad de luchar contra esas élites provincianas era la rotunda
expresión We the People. Para eso la unidad era importante. El principal
argumento de los confederales era que crear un gran centro de poder
reinventaría las viejas monarquías. Y tenían razón en algo: lo peor que puede
pasarle a un pueblo es construir un centro de poder unitario que además se base
en una oligarquía local, con todos sus defectos. Ese imperio con mentalidad
provinciana era lo que querían evitar todos, federales y confederales. Es el
mal mayor.
Por supuesto, el problema al que el federalismo quiere dar
solución tiene dos planteamientos diferentes. Uno, el originario, llevó a
Suiza, al Reino Unido, a las Provincias Unidas, a los Estados Unidos. Se
trataba de unidades políticas previas que deseaban unirse para su beneficio
mediante un acto de libertad. Por lo general, en ese acto se constituye una
asamblea o parlamento común al que se entrega la posibilidad de organizar la
evolución histórica de la unidad, de forma que aquellas unidades formadores
mantengan un equilibrio de poder. Si este equilibrio no se mantiene ni se
garantiza, si una parte recibe una injusticia clara, permanente, irreversible,
entonces tarde o temprano habrá inclinaciones a romper el pacto inicial
mediante una separación, que será desde luego traumática. Romper una soberanía
unitaria implica romper la continuidad de la vida social, pero si esta ya está
rota por injusticias previas irreparables, entonces quedarse en la unión sería
igual de traumático. Sin embargo, no se podrá invocar un derecho de secesión
propiamente dicho. Esto es un oxímoron. La secesión siempre es peyorativa para
la tradición federal. En el caso descrito sólo se podrá invocar la voluntad
política originaria. Este podría ser el caso de Escocia, por ejemplo.
Los que deseen separarse en estos casos no pueden poner su
causa en el derecho positivo de autodeterminación, pues el derecho positivo fue
entregado a la unidad, que también fue autodeterminada. Las veces que hemos
visto defender la ruptura del pacto federal, los defensores de la ruptura han
puesto su causa en Dios, en la ley natural o en todas esas expresiones que en
el fondo describen la desnuda voluntad política originaria. Si esta voluntad
política reúne a la totalidad del pueblo, por estar sostenida por la percepción
fundada de una injusticia general, profunda, esencial e irreversible, entonces
seguirá su marcha según la cláusula republicana “lo que a todos afecta a todos
concierne”. En este caso la constitución federal no puede resistirse a la
ruptura sin abandonar su espíritu republicano y convertirse en alguna forma de
tiranía explícita. Si el espíritu de ruptura se fundamenta en la defensa de
privilegios oligárquicos de una de las unidades federadas, entonces no podrá
presentarse como una causa justa universal y la justicia estará del lado de la
unión federal, que podrá negarse a la ahora considerada injusta secesión con
todas sus fuerzas, sin perder para nada el espíritu de su constitución
republicana. Es lo que pasó con los Estados Unidos de América. La secesión se
basaba en defender el derecho de unos oligarcas sureños a esclavizar seres
humanos.
Los defensores de la ruptura del pacto federal han puesto
su causa en Dios, en la ley natural o en todas esas expresiones que describen
la desnuda voluntad política originaria
Este es el primer planteamiento del problema. Luego está el
segundo. Se trata de Estados constituidos por actos no de libertad, sino de
poder. Son viejos Estados de raíz patrimonial, expansiva, con aspiraciones
imperiales, que han protagonizado procesos evolutivos complejos sin actos
plebiscitarios, sin formación de parlamentos unitarios ni libre representación
política más o menos democrática. Estos Estados han unido poblaciones y han
generado homogeneidad en grado diferente. Cuando son muy eficaces, generan lo
que Tocqueville llamó despotismo, eliminando todas las instituciones intermedias,
tradiciones, constituciones territoriales, libertades, parlamentos y derechos
locales, y centralizando de forma intensa la dirección política. La sociedad
civil que al final forman es unitaria, pero la expresión política de la misma
es muy limitada, sesgada, parcial e injusta, reduciendo las relaciones entre el
centro y las poblaciones a pura administración. El caso prototípico es Francia.
España, que fue su modelo en el siglo XVI, siguió una evolución similar, pero
limitada en sus efectos.
Sin embargo, cuando el Estado no es tan fuerte, ni
victorioso en sus batallas históricas, la vida histórica de las poblaciones
integradas, y la fuerza obstinada de la melancolía de la pérdida, resulta
extraordinariamente resistente al poder central, sobre todo cuando este se
instala en una superestructura ajena, que jamás se atrevió a ser refrendada por
el conjunto de la ciudadanía ni por sus representantes libres. Y en todo caso,
la conciencia inextirpable de la libertad y el sentido poderoso de la justicia,
las bases antropológicas del republicanismo, no permiten pasar por alto
ininterrumpidamente la falta de legitimidad de un Estado que se basa en meros
actos de poder.
En efecto, todo Estado siempre se acaba encontrando con un
dilema. Para competir como poder con otros poderes estatales tiene que
modernizar la sociedad civil, y sin embargo hay escasas posibilidades de que
una sociedad civil moderna no quiera exigir un nivel de representación política
adecuado. Así que, tarde o temprano, será ineludible, por muy centralizado que
sea el poder del Estado, que sus poblaciones reclamen un nivel de
representación política capaz de garantizar su sentido de las cosas, sus viejas
instituciones, su lengua, su cultura, sus intereses. La clave es si ese Estado
estará en condiciones de resolver el problema que plantea esa conciencia
democrática evolucionando hacia un sentido federal real. En mi opinión, si no
lo hace, sólo podrá contener esta evolución general de la forma Estado hacia
una democracia federal, norma general de la forma política, si repite una y
otra vez actos de poder que, con el tiempo, tendrán que ser crecientemente
violentos conforme crezca la conciencia democrática. Nuestra Guerra Civil de
1936 fue un ejemplo de ello.
Hay Estados que logran resolver ese problema tras muchas
tragedias. Por ejemplo, Alemania. Pronto se comprendió que, mientras que Prusia
existiera como Estado, todo su federalismo sería deficitario. Hay otros que, a
pesar de tener una historia continua de actos violentos para imponer la unidad,
no lo logran, por ejemplo Rusia. Son por lo general Estados imperiales, o
hegemónicos, que no han logrado hasta muy tarde, y de forma muy imperfecta, la
implementación de estructuras democráticas. El Estado español es de un tipo muy
peculiar. Cada vez que ha conocido una situación de debilidad del poder
central, ha generado procesos de reactivación de poderes locales anclados en
viejas experiencias históricas. Lo hizo en 1808, en 1833, en la 1846, en 1872,
en 1931, en 1975. Todo eso permite hablar de un continuo histórico
federalizante solo roto por actos de poder, de fuerza y de violencia, excepto
el último que condujo a la constitución de 1978. Ese devenir histórico es fruto
de la lejanía del poder central respecto a las poblaciones, y se debe a su carácter
superestructural, a su desconfianza de la ciudadanía y a la ausencia de
procesos democráticos. Sólo en 1978 una constitución española se sometió a
referéndum democrático.
Cada vez que el Estado español ha sido conocedor de una
situación de debilidad del poder central, ha generado procesos de reactivación
de poderes locales anclados en viejas experiencias históricas
Por lo general, este tipo de procesos impulsados por
poderes centrales sin prestigio ni legitimidad social son catastróficos e
indecidibles. El poder central no tiene suficiente fuerza ni prestigio para
producir homogeneidad y las poblaciones periféricas no generan suficiente
virtud política para unirse bajo un liderazgo alternativo, ni poseen fuerza
política para oponerse a los poderes centrales, a los que erosionan sin
producir alternativas. Así las cosas, los procesos modernos de esos Estados no
se estabilizan ni desde el modelo de Estado central ni desde el modelo federal.
Italia es un caso parecido a España en este sentido. Con ello, los procesos
modernos de construcción de una sociedad civil dinámica, fuerte, creativa y
amplia se dificultan y, en su lugar, emergen procesos de oligarquización de la
vida histórica, con élites poco creativas, cada una fortalecida en su
cantonalismo, aunque uno de ellos sea el central; una veces más senatoriales y
burguesas, otras más tradicionales, otras más funcionariales, pero nunca
plenamente abiertas, competitivas, e interesadas en la dinamización social y en
la capacidad de integración equilibrada. En realidad, conocen un déficit de
solidaridad, fruto de una historia que no ha dado oportunidad a experiencias
claras de cooperación ni de defensa mutua.
En este esquema, el proceso de centralización no es
expansivo, sino contractivo. El proceso de las periferias por su parte es más
reactivo y resistente. Lo lógico es que, cada población centrada en sus propios
intereses, entregue parte del territorio al abandono, sin compromisos comunes
fuertes. Los desequilibrios entre centro y periferia, entre campo y ciudad no
cesarán de crecer, produciendo desigualdades de todo tipo. En esos procesos,
contar con la fuerza del Estado y su aparato es siempre una ventaja para los
procesos de centralización económica. Este esquema, que es el español, viene
agravado por una circunstancia decisiva. Frente al Estado español de otras
épocas, el actual tiene una prehistoria determinante de cuarenta años de
dictadura, un período muy largo en el que por fin el Estado salió de su
aislamiento ancestral, se vinculó a procesos de modernización y capitalización
muy fuertes, movilizó poblaciones masivas a lo largo del territorio y generó
una homogeneidad como no existió nunca antes. En suma, la dictadura de Franco
fue la primera gran revolución pasiva que ha conocido España, un proceso acelerado
de modernización económica impulsado bajo la protección de poder temible, que
acabó generando nuevas élites y nuevas formas de socialización. Así se impulsó
por primera vez una cierta sociedad civil interconectada productiva y
afectivamente. Sin embargo, este proceso, que resultó exitoso en lo económico y
en lo social, con generación de clases medias interlocales y con ascensores
sociales únicos en la historia de España, chocó con un déficit de legitimidad
político innegable e insuperable. Por eso la Transición depositó la confianza
en élites políticas casi por completo ajenas al franquismo. Este fue el destino
de una dictadura que cosechó ciertos éxitos económicos, pero que mantuvo a la
ciudadanía en una minoría de edad política. Sin embargo, la fuerza del Estado
era ya demasiado fuerte como para no absorber a estas nuevas élites en la
defensa inercial del modelo previo. Poco a poco, los equilibrios iniciales
logrados con Felipe González se rompieron y se intensificaron con los gobiernos
Aznar.
Así hemos llegado a la situación en la que nos encontramos.
La Democracia del 78 no tocó los procesos de concentración de poder económico,
que se han acelerado con la crisis, favoreciendo el dominio de las élites
centrales, pero no pudo destruir a todas las élites políticas periféricas (lo
logró en Andalucía y en Valencia, por ejemplo), pues vascos y catalanes se han
demostrado parte de la constitución existencial española e imprescindibles para
la gobernación del Estado. De este modo, con ese gran desequilibrio entre
recentralización y necesidad de las naciones para el gobierno, no puede
estabilizarse la situación política española.
La Democracia del 78 no tocó los procesos de concentración
de poder económico, que se han acelerado con la crisis, favoreciendo el dominio
de las élites centrales
Y todavía hay algo peor: las élites centrales no ofrecen
otra alternativa que reducir estas élites políticas periféricas a delegaciones
propias, transformar su conciencia nacional en vida regional, y para lograrlo
aspiran a impulsar una campaña de desprestigio del nacionalismo minoritario que
incluso puede llegar a su criminalización. Estos hechos testimonian que su
posición de centralidad económica no puede separarse de su posición política
dominante dentro del Estado, como si no tuvieran otra salida que la huida hacia
delante en el proceso de centralización.
Cuanto más impulsan este proceso, más dejan de tener
representación política en esas nacionalidades históricas, generando un círculo
vicioso de difícil salida. Pues a nadie engaña la divisa de “libres e iguales”
que se lanza desde el centro para desprestigiar las reclamaciones políticas de
vascos y catalanes. Los que no somos ni una cosa ni otra, ni la tercera,
sabemos que el modelo que se quiere instaurar tras esa divisa es el que se
organiza desde el centro y cuyo verdadero significado es “iguales en la injusta
desigualdad”. Pues mientras tanto, la diferencia básica que se impone no es
tanto entre catalanes y el resto, sino entre el centro y los demás, por una
parte, y del centro consigo mismo, por otra.
Así las cosas, la única solución pasa por reequilibrar la
concentración económica intocada desde la Transición, lo que significa
reorientar todas las políticas del Estado desde el punto de vista del
equilibrio territorial, que mientras tanto se ha tornado un problema endémico
que no solo afecta a las naciones históricas. El federalismo así es una
necesidad si se quieren resolver los problemas estructurales españoles del
presente y modernizar en un paso más la débil y debilitada democracia española.
Pero desde el punto de vista político no hay otra opción que pasar por él. Y
ahí debemos ser claros. El Estado español no podrá considerarse completamente
formado, ni librarse de su dramática historia, mientras no exista un acto de
catalanes y vascos de libre aceptación de su pertenencia al mismo. Esto es,
mientras el proceso de federalización iniciado en 1978 pacíficamente, propio
del segundo modelo de federalismo de descentralización, se resuelva en un pacto
libre de unidad, propio del primer modelo de constitución unitaria. Este
proceso no era inevitable desde el principio. Lo ha hecho inevitable una
política desequilibrada, incapaz de corregir sus propios excesos, continuadora
de la estrategia franquista de regionalización de España y empeñada en un
proceso de deconstrucción de naciones minoritarias y culturas históricas
ancestrales.
AUTOR >
No hay comentarios:
Publicar un comentario