Curso en el Collège de France (1975-1976)
Resumen del curso
Para realizar el análisis concreto de las relaciones de poder hay que abandonar el modelo jurídico de la soberanía. Éste, en efecto, presupone al individuo como sujeto de derechos naturales o de poderes primitivos; se asigna el objetivo de dar cuenta de la génesis ideal del Estado; por último, hace de la ley la manifestación fundamental del poder.
Habría que intentar estudiar el poder no a partir de los términos primitivos de la relación sino de la relación misma, en la medida en que es ella la que determina los elementos a los que remite: en vez de preguntar a unos sujetos ideales qué cedieron de sí mismos o de sus poderes para dejarse someter, es preciso investigar la manera en que las relaciones de sometimiento pueden fabricar sujetos.
Del mismo modo, en vez de investigar la forma única, el punto central del que todas las formas de poder derivarían como consecuencia o desarrollo, es preciso ante todo permitir que valgan en su multiplicidad, sus diferencias, su especificidad, su reversibilidad: estudiarlas, por lo tanto, como relaciones de fuerza que se entrecruzan, remiten unas a otras, convergen o, al contrario, se oponen y tienden a anularse.
Por último, en vez de otorgar un privilegio a la ley como manifestación de poder, más vale tratar de señalar las diferentes técnicas de coacción que pone en práctica.
Si hay que evitar asimilar el análisis del poder al esquema propuesto por la constitución jurídica de la soberanía, si hay que pensar el poder en términos de relaciones de fuerza, ¿hay que descifrarlo, no obstante, según la forma general de la guerra? ¿Puede servir la guerra como analizador de las relaciones de poder?
Esta cuestión encubre varias otras: ―¿La guerra debe considerarse como un estado de cosas primero y fundamental con respecto al cual todos los fenómenos de dominación, diferenciación y jerarquización sociales deben considerarse como derivados?
— ¿Los procesos de antagonismos, enfrentamientos y luchas entre individuos, grupos o clases competen, en última instancia, a los procesos generales de la guerra?
—¿El conjunto de las nociones derivadas de la estrategia o la táctica puede constituir un instrumento valedero y suficiente para analizar las relaciones de poder?
—¿Las instituciones militares y bélicas y, de una manera general, los procedimientos puestos en acción para librar la guerra son en mayor o menor medida el núcleo directo o indirecto de las instituciones políticas?
—Pero la cuestión que habría que plantear en primer lugar sería la siguiente: ¿de qué manera, desde cuándo y cómo se empezó a imaginar que es la guerra la que funciona en las relaciones de poder, que un combate ininterrumpido socava la paz y que el orden civil es fundamentalmente un orden de batalla?
Ésa es la cuestión que se planteó en el curso de este año. ¿Cómo se percibió la guerra en filigrana de la paz? ¿Quién buscó en el fragor y la confusión de la guerra, en el barro de las batallas, el principio de inteligibilidad del orden, las instituciones y la historia? ¿Quién pensó primero que la política era la continuación de la guerra por otros medios?
A primera vista surge una paradoja. Con la evolución de los Estados desde el inicio de la Edad Media, parece que las prácticas e instituciones de la guerra siguieron un desarrollo visible. Por una parte, tendieron a concentrarse en las manos de un poder central que era el único que tenía el derecho y los medios de la guerra; por eso mismo, se borraron no sin lentitud de la relación de hombre a hombre, de grupo a grupo, y una línea de evolución las llevó a exigirse cada vez más en un privilegio de Estado.
Por otra parte, y como consecuencia, la guerra tiende a convertirse en patrimonio profesional y técnico de un aparato militar cuidadosamente definido y controlado. En una palabra: una sociedad íntegramente atravesada por relaciones guerreras fue sustituida poco a poco por un Estado dotado de instituciones militares.
Ahora bien, apenas consumada esta transformación, apareció cierto tipo de discurso sobre las relaciones de la sociedad y la guerra. Se formó un discurso sobre las relaciones de la sociedad y la guerra. Un discurso histórico político —muy diferente del discurso filosófico jurídico ajustado al problema de la soberanía— hace de la guerra el fondo permanente de todas las instituciones de poder. Ese discurso surgió poco tiempo después del final de las guerras de religión y cuando se iniciaban las grandes luchas políticas inglesas del siglo XVII.
Según este discurso, ilustrado en Inglaterra por Coke o Lilburne en Francia por Boulainvilliers más tarde, por Buat-Nançay, la guerra presidió el nacimiento de los Estados: pero no la guerra ideal ―la que imaginan los filósofos del estado de naturaleza―, sino guerras reales, batallas concretas; las leyes nacieron en medio de las expediciones, las conquistas y las ciudades incendiadas; pero también continúa actuando con pleno ardor dentro de los mecanismos de poder, o al menos constituye el motor secreto de las instituciones, las leyes y el orden.
Por debajo de los olvidos, las ilusiones o las mentiras que nos hacen creer en unas necesidades naturales o en las exigencias funcionales del orden, hay que reencontrar la guerra: ella es la cifra de la paz. Divide permanentemente la totalidad del cuerpo social; sitúa a cada uno de nosotros en uno u otro campo. Y no basta reencontrar esta guerra como principio de explicación: hay que reactivarla, hacer que abandone las formas larvadas y sordas en que prosigue sin que nos demos cuenta claramente y llevarla a una batalla decisiva para la que debemos prepararnos si queremos ser los vencedores.
A través de esta temática caracterizada de una manera todavía muy vaga, puede comprenderse la importancia de esta forma de análisis. 1) El sujeto que habla en ese discurso no puede ocupar la posición del jurista o el filósofo, vale decir, la del sujeto universal. En esa lucha general de la que habla, está forzosamente de un lado o del otro; participa en la batalla, tiene adversarios, combate por una victoria. Sin duda, procura hacer valer el derecho; pero se trata de su derecho, derecho singular marcado por una relación de conquista, dominación o antigüedad: derechos de la raza, derechos de las invasiones triunfantes o de las ocupaciones milenarias.
Y si habla también de la verdad, es de esa verdad perspectiva y estratégica que le permite alzarse con la victoria. Tenemos aquí, por consiguiente, un discurso político e histórico con pretensiones de verdad y derecho, pero que se autoexcluye explícitamente de la universalidad jurídico filosófica. Su papel no es el que soñaron los legisladores y los filósofos, de Solón a Kant: instalarse entre los adversarios, en el centro y por encima de la contienda, imponer un armisticio, fundar un orden que reconcilie.
Se trata de plantear un derecho afectado por la disimetría y que funciona como privilegio que hay que mantener o restablecer; se trata de hacer valer una verdad que funciona como un arma. Para el sujeto que enuncia un discurso semejante, la verdad universal y el derecho general son ilusiones o trampas.
2) Se trata, además, de un discurso que invierte los valores tradicionales de la inteligibilidad. Explicación por abajo, que no es la explicación más simple, elemental y clara sino la más confusa, oscura y desordenada, la más condenada al azar. Lo que debe servir de principio de desciframiento es la confusión de la violencia, las pasiones, los odios, las revanchas; también la trama de las circunstancias menudas que hacen las derrotas y las victorias.
El dios elíptico y sombrío de las batallas debe iluminar las largas jornadas del orden, el trabajo y la paz. El furor debe dar cuenta de las armonías. De tal modo, en el principio de la historia y del derecho se harán valer una serie de hechos en bruto (vigor físico, fuerza, rasgos de carácter), una serie de azares (derrotas, victorias, éxito o fracaso de las conspiraciones, revueltas o alianzas). Y sólo por encima de este entrelazamiento se dibujará una racionalidad creciente, la de los cálculos y las estrategias, racionalidad que, a medida que ascendemos y se desarrolla, se vuelve cada vez más frágil, más aviesa, más ligada a la ilusión, a la quimera, a la mistificación.
Así, tenemos aquí todo lo contrario de los análisis tradicionales que, bajo el azar aparente y superficial, bajo la brutalidad visible de los cuerpos y las pasiones, intentan recuperar una racionalidad fundamental, permanente, ligada por esencia a lo justo y al bien.
3) Este tipo de discurso se desarrolla por entero en la dimensión histórica. No se propone juzgar la historia, los gobiernos injustos, los abusos y las violencias según el principio ideal de una razón o una ley, sino despertar, al contrario, bajo la forma de las instituciones o las legislaciones, el pasado olvidado de las luchas reales, de las victorias o de las derrotas enmascaradas, la sangre seca en los códigos. Se asigna por campo de referencia el movimiento indefinido de la historia.
Pero le es posible, al mismo tiempo, apoyarse en formas míticas tradicionales (la edad perdida de los grandes antepasados, la inminencia de los nuevos tiempos y las revanchas milenarias, el advenimiento del nuevo reino que borrará las antiguas derrotas): es un discurso que será capaz de contener tanto la nostalgia de las aristocracias agonizantes como el ardor de las revanchas populares. En suma, en oposición al discurso filosófico jurídico que se ajusta al problema de la soberanía y la ley, este discurso que descifra la permanencia de la guerra en la sociedad es un discurso esencialmente histórico político, un discurso en que la verdad funciona como arma para una victoria partidaria, un discurso sombríamente crítico y al mismo tiempo intensamente mítico.
El curso de este año se consagró a la aparición de esa forma de análisis: ¿de qué manera se utilizó la guerra (y sus diferentes aspectos: invasión, batalla, conquista, victoria, relaciones de los vencedores con los vencidos, saqueos y apropiación, levantamientos) como un analizador de la historia y, de una manera general, de las relaciones sociales?
- En principio hay que descartar algunas falsas paternidades. Y sobre todo la de Hobbes. Lo que éste llama la guerra de todos contra todos no es en modo alguno una guerra real e histórica sino un juego de representaciones por el cual cada uno mide el peligro que cada uno de los demás representa para él, estima la voluntad de combatir que tienen los otros y calibra el riesgo que él mismo correría si recurriera a la fuerza. La soberanía ―ya se trate de una “república de institución” o de una “república de adquisición”― no se establece por obra de una dominación belicosa sino, al contrario, por un cálculo que permite evitar la guerra. Para Hobbes, lo que funda el Estado y le da su forma es la no-guerra.
- La historia de las guerras como matrices de los Estados se esbozó, sin duda, en el siglo XVI, al final de las guerras de religión (en Francia, por ejemplo, con Hotman). Pero este tipo de análisis se desarrolló sobre todo en el siglo XVII. En Inglaterra, en primer lugar, en la oposición parlamentaria y entre los puritanos, con la idea de que la sociedad inglesa era desde el siglo XI una sociedad de conquista: la monarquía y la aristocracia, con sus instituciones distintivas, eran presuntamente una importación normanda, pese a lo cual el pueblo sajón habría conservado, no sin esfuerzo, algunas huellas de sus libertades primitivas.
Contra ese fondo de dominación bélica, historiadores ingleses como Coke o Selden restablecen los principales episodios de la historia de Inglaterra; cada uno de ellos se analiza como una consecuencia o como una reanudación de ese estado de guerra histórica primordial entre dos razas hostiles y que difieren por sus instituciones y sus intereses. La revolución de la que estos historiadores son contemporáneos, testigos y a veces protagonistas sería así la última batalla y la revancha de esa antigua guerra.
Encontramos un análisis del mismo tipo en Francia, pero más tardíamente, y sobre todo en los medios aristocráticos de fines del reino de Luis XIV. Boulainvilliers aportará su formulación más rigurosa; pero esta vez la historia se cuenta y los derechos se reivindican en nombre del vencedor; al darse un origen germánico, la aristocracia francesa se atribuye un derecho de conquista y, por lo tanto, de posesión eminente sobre todas las tierras del reino y de dominación absoluta sobre todos sus habitantes galos o romanos; pero se asigna también prerrogativas con respecto al poder real, que sólo se habría establecido en el origen por su consentimiento y debería mantenerse siempre en los límites fijados entonces.
La historia así escrita ya no es, como en Inglaterra, la del enfrentamiento perpetuo de los vencidos y los vencedores, con la categoría fundamental del levantamiento y las concesiones arrancadas; será la historia de las usurpaciones o las traiciones del rey contra la nobleza de la que salió y de sus colusiones contra natura con una burguesía de origen galorromano.
Este esquema de análisis retomado por Freret y, sobre todo, por Buat-Nançay fue la apuesta de toda una serie de polémicas y la ocasión de investigaciones históricas considerables hasta la Revolución. Lo importante es que el principio del análisis histórico se busque en la dualidad y la guerra de razas. A partir de ahí y por medio de las obras de Augustin y Amédée Thierry van a desarrollarse en el siglo XIX dos tipos de desciframiento de la historia: uno se expresará en la lucha de clases; el otro, en el enfrentamiento biológico.
Publicado en el Annuaire du Collège de France. Histoire des systèmes de pensée, curso 1975-1976.