jueves, 26 de septiembre de 2013

Utopía, empatía, sentido de la vida y socialismo.

Utopía, empatía, sentido de la vida y socialismo
 
Jueves, 26 de Septiembre de 2013
tUtopía, empatía, sentido de la vida y socialismo
Hagamos de la empatía el centro de nuestra hermenéutica de sentido, al menos hasta que sea la propia estructura económica de la sociedad la que nos imponga al global de la ciudadanía la hegemonía del ser comunista como hermenéutica de sentido...
La existencia consciente del ser humano implica una lucha constante por su reafirmación como ser –aunque en ocasiones éste se refleje como mero tener-, una construcción subjetiva de la historia y una responsabilidad de todo cuanto acontece en el presente. El ser humano, la especie humana, en tanto y cuanto ser libre y responsable que es, debe sentirse responsable de la situación del mundo actual, pues todo cuanto acontece en nuestra actual existencia es fruto de nuestra acción como especie en el pasado. Por tanto, desde nuestra subjetividad, debemos tratar de hacer un análisis de la situación catastrófica en la que se encuentra el mundo actual y, con ello, intentar hacer algo para tratar de dejar a nuestras futuras generaciones un panorama más halagüeño y menos pesimista que el actual.
Lamentablemente, no obstante, corren malos tiempos para los soñadores utópicos. Con la caída del muro de Berlín, y la consecuente unificación del mundo bajo la bandera capitalista, las ilusiones de construir una sociedad justa e igualitaria parecen haber pasado a mejor vida.
Cada vez es menor el número de personas que sueñan activamente con vivir en un mundo basado en la tolerancia, el respeto, la justicia social y la solidaridad interpersonal. La búsqueda de la sociedad socialista parece ser un tema que cada vez preocupa menos a los seres humanos, y, en su lugar, sobran los consejos intelectuales, tan inútiles como atractivos, para llevar una vida individual lo más digna posible dentro de esta misma sociedad injusta y desigual que nos rodea por doquier. Desde el año 89 hasta la fecha, sobre los cimientos de las fracasadas revoluciones socialistas, hemos construido, entre todos, una gran muralla que separa eficazmente  la realidad de la utopía.
El sistema consumista/capitalista se ha impuesto como modelo hegemónico en prácticamente todos los rincones de la tierra, especialmente en aquellos países occidentales con un mayor peso en el panorama político internacional. Con ello, la hermenéutica de sentido que le es propia, aquella que dice que el ser humano vale por lo que tiene y que, para saber su valor, debe dejarse guiar por los códigos simbólicos y significativos que tal sociedad impone como mecanismos de valoración social –vinculados al tener, a la propiedad privada y a la capacidad de consumo-, se ha impuesto como norma de vida hegemónica. Las mayorías sociales viven acordes a los códigos de sentido que son propios a este modelo de sociedad y, con ello, refuerzan la existencia de tal hegemonía consumista/capitalista. Nuestros contemporáneos, por lo general, vinculan la defensa de sus propios intereses a la defensa de los intereses del sistema.
No obstante, pese a lo dramático de la situación actual, no debemos dejarnos llevar por pensamientos absurdos sobre la condición humana y su naturaleza existencial -pues absurdo es creer que el hombre no está capacitado para vivir en armonía consigo mismo, la sociedad y la naturaleza-, debemos seguir confiando en las capacidades del ser humano para construir un mundo más justo e igualitario: debemos seguir creyendo que la utopía no solo es posible, sino que es lo único posible.
Creer en la utopía no solo significa pensar en la realización de objetivos como la igualdad social y la disolución de la sociedad de clases. Tampoco significa abandonar la realidad del día a día, ni dejar volar nuestra imaginación hacia paraísos oníricos inalcanzables por principio, convirtiendo nuestras vidas en la persecución de algún tipo de sueño que cuanto más parece que avanzamos hacia él, más lejos acaba por estar. Creer en la utopía ha de suponer, simplemente, dar un voto de confianza al ser humano y sus capacidades racionales, manteniéndonos firmes en la esperanza de extender, pasito a pasito, una ética digna de la condición humana, al amparo de la construcción colectiva de una sociedad que, desde lo económico y lo político, la haga posible y la nutra de contenido. Creer en la utopía, sin más, lleva implícita la creencia en la lucha revolucionaria.
La lucha en pos de la utopía, su meta, su objetivo, en este momento concreto de la historia, en medio de este abrumador dominio hegemónico del capitalismo, no se debe entender, pues, simplemente como la lucha por  la implantación, a corto plazo, de un nuevo orden económico, político y social basado en la sociedad comunista, sino, ante todo, como un avance constante en la realización de logros parciales y progresivos que, poco a poco, nos vayan acercando a este utópico objetivo, tomando siempre como base de apoyo el impulso en la lucha revolucionaria.
Es decir, debemos creer y luchar por la utopía no para realizar la utopía hoy mismo, si no para avanzar hacia ella. El fin del camino estará próximo solo en la medida de la capacidad de avance que tengamos con nuestros pasos, o como dijo el poeta: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. 
Ahora bien, no será posible un cambio estable en las relaciones sociales, económicas y políticas entre estados, clases sociales e individuos, mientras previamente no se produzca un cambio radical en la mentalidad subjetiva de los seres humanos que conforman la sociedad capitalista, y eso, a su vez, solo podrá venir de la mano de avances en la modificación de la base económica de la sociedad y su sustitución por otra de carácter socialista –primero- y comunista –después-.
Mientras la estructura económica -que hace funcionar a la sociedad desde su base- siga demandando, para su normal funcionamiento, sujetos egoístas, individualistas, competitivos, consumistas y poco dados a hacer uso de otra forma de racionalidad que no sea la racionalidad instrumental, pocos cambios se podrán dar, en lo concreto, en la realidad de nuestro mundo.
Solo modificando las necesidades individuales que son propias para el normal funcionamiento de la vida económica, al amparo de un sistema económico basado en la cooperación, la solidaridad y el apoyo mutuo (“de cada cual según sus capacidades a cada cual según sus necesidades"), se podrá esperar un verdadero cambio en la mentalidad de nuestros hombres y mujeres actuales, conduciendo con ello al ser humano hacia un camino moralmente y éticamente adecuado a su propia evolución como ser  y como especie.
El uso del método científico estricto, propugnado por el modernismo más radical como solución a todos los males del planeta, quizás sea cierto que pueda servir para aportar todo tipo de descubrimientos a las ciencias clásicas, elaborar cientos de hipótesis teóricas para el buen funcionamiento de las ciencias sociales –incluidas las propuestas por la teoría marxista y sus implicaciones en las diferentes ciencias sociales- o realizar estudios detallados de los comportamientos morales, pero nunca podrá solucionar, por sí mismo, los males derivados de la incorrecta formación moral y ética de las personas de a pie que conforman nuestra sociedad.
Por decirlo de una manera legible, el problema global de nuestra sociedad, aquel que la ha llevado al grado de decadencia ética y moral por el que atraviesa en la actualidad, es consecuencia directa de la mala formación moral de los individuos concretos que la componen, y esto, a su vez, es el reflejo del sometimiento de éstos a lo que emana de la hermenéutica de sentido consumista/capitalista. Contra esto, ciertamente, poco o nada puede hacer el método científico per se.
Contra esto solo la lucha revolucionaria, activa y constante, puede aportar alguna solución que, a su vez, sirva de base para la construcción de una nueva ética que resulte antagónica a la ética que actualmente se impone como mayoritaria.
La conciencia puramente empirista ha fracasado, y por más que se quiera tratar de resucitarla solo traería consigo nuevos fracasos. La revolución ilustrada que abrió el camino a la implantación de los valores liberales en las sociedades occidentales, más que una verdadera revolución que apostara por el cambio social y la abolición de los privilegios clasistas, fue la consolidación de la innegable toma de poder que la burguesía mercantilista venía llevando a cabo desde el renacimiento, o, lo que es lo mismo, fue la regularización del status de poderoso y privilegiado para el burgués, pero no para las clases más bajas de la sociedad. La revolución ilustrada, esa que se presentó como el avance de toda la humanidad hacia la igualdad, la justicia y la fraternidad, en realidad, y como no podía ser de otra manera al estar inseparablemente vinculada al progreso y desarrollo del modo de producción capitalista, no supuso, finalmente, más que el paso del antiguo régimen a la dictadura de la burguesía. Así comenzó el desarrollo pleno de la ilustración y su modernidad, y así hemos llegado a la situación nefasta en la que vivimos en la actualidad.
Una situación que solo podremos superar mediante nuestra implicación activa en  la lucha revolucionaria, por un lado, así como, simultáneamente, haciendo de la empatía -con el dolor y el sufrimiento ajeno, por muy alejado que pueda estar de nosotros- una forma de vida.
Si para que la mentalidad ética de los individuos pueda verse modificada y pueda girar hacia una ética de tipo socialista, en lugar de estar basada en la actual ética de tipo consumista/capitalista, se requieren previas modificaciones en la estructura económica que sirve de base a la sociedad, deviniendo con ello, al menos a nivel lógico/discursivo, en una aparente contradicción imposible de superar, en la empatía podemos buscar y encontrar, ya desde nuestra misma posición existencial actual, argumentos que nos sirvan para avanzar en tal proceso, pues la necesidad y urgencia de una sociedad socialista brota de ella como la flor brota desde su semilla con ayuda de la tierra donde hace sostenerse a sus raíces.
Empatía y utopía, vistas desde una perspectiva de sentido de la vida, desde una visión panorámica vinculada a una hermenéutica de sentido cualquiera, son palabras sinónimas. La empatía nos enseña que es necesario luchar por la utopía, y la utopía nos hace ver, a través de ello, que no es más que una proyección, a futuro, del reino de la empatía. 
Hagamos de la empatía el centro de nuestra hermenéutica de sentido, al menos hasta que sea la propia estructura económica de la sociedad la que nos imponga al global de la ciudadanía la hegemonía del ser comunista como hermenéutica de sentido capaz de satisfacer a la perfección todas las exigencias, en el plano de lo material, de esa estructura económica basada en la inexistencia de explotación del hombre por el hombre, en la propiedad colectiva de los medios de producción, en la cooperación mutua, en la solidaridad, y, en definitiva, en la verdadera producción, que no debe ser solo de bienes materiales, sino también de auténtica igualdad y genuina  justicia social: La sociedad sin clases, el comunismo.
Empatía o barbarie. 
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"No creo que seamos parientes muy cercanos. Pero si usted es capaz de temblar de indignación cada vez que en el mundo se comete una injusticia, somos compañeros, que es lo más importante" (Ché Guevara)
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Empatía es solidarizarse con los sentimientos de los demás.
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Somos seres tan frágiles, que toda nuestra existencia pende constantemente de un hilo, desde que somos un gameto, hasta que definitivamente damos el último suspiro.

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Estamos aquí, ahora, pero perfectamente podríamos no haberlo estado (si nuestra madre hubiese decidido abortar, por ejemplo), o dejar de estarlo en el instante siguiente, y todo seguiría su curso sin que nuestra inexistencia tenga la menor importancia.

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La vida es una casualidad del destino, una oportunidad única que no siempre sabemos aprovechar como es debido.

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Uno nace, crece, y a su alrededor crea un mundo de relaciones que lo sustentan sobre la faz de la tierra, pero, al fin y al cabo, no tiene la menor importancia de cara al devenir global del Universo. O, al menos, eso parece.

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No elegimos a nuestros padres, ni ellos nos eligen a nosotros. No elegimos el lugar donde debemos pasar nuestra infancia, no elegimos nuestros genes, no elegimos la cultura que vamos a mamar como cachorros sedientos de conocimientos. Todo lo que creemos que es más propiamente nuestro, no es más que una mera casualidad del destino, un número de una rifa que nos dan, y que puede, o no, llevar premio.

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La realidad es inapelable: nacemos cuando con una simple decisión de nuestras madres podríamos no haber nacido, tenemos una familia que no hemos elegido, vivimos nuestra infancia en una ciudad que no hemos pedido en ninguna agencia de viajes, y somos tal y como el capricho de nuestros genes ha querido hacernos. Poco espacio hay en la vida para poder ejercer plenamente nuestra libertad. Quizás, sólo en el pensamiento.

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Por eso tenemos la obligación de desarrollar nuestra empatía para con los demás, de entender su sufrimiento y su gozo, de evitar cometer injusticias con ellos, y ayudarlos a luchar contra las que otros ya están cometiendo, ya que nosotros podríamos ser ellos y ellos podrían ser nosotros. Ninguno de los dos elegimos la mayor parte de los hechos que han condicionado nuestra vida.

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Realmente somos esclavos de nosotros mismos, esclavos de nuestro lugar en el mundo, esclavos del número en la rifa que nos dieron al salir del vientre de nuestra madre.

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En cambio, paradójicamente, los seres humanos dedicamos largas horas a reflexionar sobre los efectos que nuestra muerte pudiera tener para con las personas que nos rodean, pero, sin embargo, pocas veces pensamos en los efectos que nuestra no existencia, nuestro no nacimiento, hubiera tenido sobre ellos.

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Son tantas las personas que, de una u otra manera, se hubieran visto afectadas, que deberíamos hacerlo con asiduidad, fundamentalmente para combatir nuestro egoísmo.

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No solo hubiera afectado a nuestros familiares más directos, que probablemente hubieran seguido tranquilamente su vida sin más secuelas que el triste recuerdo de la muerte de un ser que iba a ser pero no fue (a instancias morales o legales puede que el feto se considere ya en sí mismo una persona, pero a instancias sentimentales perder un hijo antes del nacimiento nunca será igual de doloroso que hacerlo después de haberle visto llorar y sonreír en tus brazos), sino que es algo que va mucho más allá. ¿Cuántas de las personas que te has cruzado en la vida se hubieran visto afectadas por tu no existencia? Todas, sin duda, todas.

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Desde esa mujer que te cruzaste en la cola del supermercado, hasta tus amigos más íntimos, aunque no se puedan comparar unos casos con otros.

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Esa mujer del supermercado, que, seguramente, ni siquiera te recuerde, tendría una vida exactamente igual a la que ahora tiene, tu inexistencia tendría para con ella el mismo efecto que tendría tu no presencia ese día en la cola del supermercado.

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Sin embargo, para tus amigos, para tus allegados más próximos, los efectos van mucho más allá. De no haber existido tú, ellos tendrían una vida, si no totalmente diferente, al menos sí distinta en ciertos aspectos de la que tienen en la actualidad.
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En cada parte de su existencia donde apareces tú, habría una vacío, y todo lo en lo que tu compañía les haya podido afectar no existiría. Imagina, por ejemplo, a ese amigo al que le diste un consejo que le sirvió para progresar en la vida; de no haber nacido tú, igual ahora sería más desgraciado. O, al revés, imagina esa persona a la que has hecho daño, quizás ahora sería más feliz si tú no hubieras nacido.
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Así pues, a pesar de que nos empeñamos en no mirar más allá de nuestro ombligo, lo cierto es que uno existe no solo para sí mismo, sino que vive siempre en correlación con los demás, algo que dota a nuestra persona de un valor suplementario que en sí misma no posee; un valor que lo hace necesario dentro de la casualidad a la que va sujeta la existencia de nuestro ser.

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Pudiste no haber nacido, pero naciste, pudiste no haber existido, pero existes, y con ello te acabas convirtiendo en una pieza más en la existencia de muchas personas, que han construido su vida en relación con la propia construcción que tú has hecho de la tuya.

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No somos entonces tan insignificantes como pudiera parecer: puede que al Universo no le importe tu existencia, pero hay miles, millones de personas en el mundo, que pueden salir beneficiadas o perjudicadas con ella. Sobre tus espaldas caerá el peso de tal responsabilidad.

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Ser persona, pues, lejos de serlo para uno mismo, se traduce en un “ser-con-los-demás”.

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El problema es que usualmente nos dejamos arrastrar por las circunstancias, nos acomodamos en nuestro mundo de cristal, y en no pocas ocasiones preferimos dejar a los demás que elijan por nosotros, antes que tener que ponernos nosotros a elegir. Dejamos de “ser-para-los-demás”, a cambio de convertir nuestra existencia en un “ser-por –los-demás”, las dos caras posibles de esa inevitable moneda existencial que es el “ser-con-los-demás”.
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Pero los demás son muchos, demasiados para elegir por nosotros.

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A veces creemos que estamos siendo libres a la hora de elegir, y, sin embargo, estamos haciendo todo lo contrario: entregamos nuestra libertad en bandeja de plata, creyendo además poder hacerlo sin renunciar a ella. Gran error. En toda sociedad de clases, el marco de nuestras elecciones estará siempre determinado por la voluntad de las clases privilegiadas. Ese es el teatro de la vida consumista/capitalista.

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Cuando convertimos nuestra vida en un medio para conseguir un fin, y nos olvidamos de que ella es un fin en sí mismo, estamos enterrando nuestra libertad. A partir de ese momento seremos esclavos de nuestros fines, sin ser jamás un fin en sí mismos. Unos fines, además, que nos han venido dados de antemano ya condicionados por la superestructura ideológica que nos circunscribe, diseñados para defender unos intereses que no son los nuestros.

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Es entonces cuando dejamos que el egoísmo nos dominé, cuando el yo es infinitamente más importante que el tú, cuando hemos renunciado definitivamente a ser personas dignas. Máxime en una sociedad, como la nuestra, donde el egoísmo y la competitividad son la base del funcionamiento ideal de la infraestructura económica. Si es además la propia sociedad la que te empuja a ello, la decadencia moral está garantizada.

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No obstante, si hiciéramos un uso adecuado de nuestra racionalidad, no tardaríamos mucho en darnos cuenta que no podemos vivir condicionados por los fines que nos han impuesto desde el exterior, sino que, por el contrario, tenemos que ser nosotros quienes condicionemos los fines que nos han de mover en la vida, aprendiendo a adecuar nuestra existencia a la existencia común de la humanidad, para, a partir de ahí, dar razones a nuestra individualidad, y que ésta pueda auto-realizarse. Esa es la base que nos ha de mover hacia la sospecha.

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Lo primero que deberíamos hacer, consecuentemente, es elaborar un código ético que nos ayude a la hora de tomar decisiones. Un código ético que aspire a la universalidad, y en cuya finalidad vaya impresa por igual la superación personal y el progreso colectivo. Debemos sospechar de esta sociedad en la que no estamos siendo por nosotros mismos, sino que nos comportamos tal y como el sistema económico vigente nos demanda. Y ese comportamiento es, a la luz de la situación en la que se encuentra el mundo actual, un comportamiento inmoral.

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Cuando nos olvidamos de nosotros mismos, cuando hacemos de nuestra vida un puente para cruzar hacia un mundo que no reside dentro de nuestra alma, cuando nos dejamos llevar por la ilusión de la riqueza o el éxito social, nos convertimos en peores personas, en seres vacíos que tienen poco o nada que aportar a los demás. Seres que no son capaces de ver más allá de sus propias pupilas.

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Por supuesto, no seré yo quien diga que no es legítimo aspirar a ser rico o famoso, a tener poder político o a ser una persona socialmente reconocida. Pero nunca a costa de renunciar a nosotros mismos, nunca a cambio de vender nuestra existencia al mejor postor. Ahora bien, ¿a qué precio la sociedad actual permite que haya ricos y famosos? Sospecha. No te dejes engañar tan fácilmente por los cantos de sirena que el capitalismo te ofrece como una verdadera hermenéutica de sentido a través de la cual interpretar tu vida y la propia sociedad.

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Ese es el principal error que nuestros antepasados cometieron condicionados por el influjo obligado de las tradiciones religiosas, y ese es el error que nosotros estamos volviendo a cometer con nuestra sumisión actual a la sociedad capitalista-consumista. Dejamos que el fin que mueve nuestras vidas venga impuesto desde complejos sistemas de sentido externos, en lugar de ser nosotros mismos quienes lo diseñemos, haciendo de la vida, de la existencia, un fin en sí mismo, para sí mismo y para los demás.

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Así, toda aspiración que uno tenga debería ser una meta a la que uno debe llegar haciendo de su vida un fin en sí mismo, sin necesidad, pues, de sacrificar su libertad, y su propia vida, para alcanzarla. Mucho menos si el precio a pagar es dejarse por el camino su dignidad.

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Ser digno es pensar con el corazón y con la cabeza, no con el corazón para la cabeza. Con la nobleza que emana de nuestro corazón y con la razón que emana de nuestra cabeza. Sentir para nosotros y para los demás. No hacer lo que no queremos que nos hagan, no dejar pasar aquello que, si nos ocurriese a nosotros, no quisiéramos que los demás dejasen pasar. Al final de la vida solo nos quedará eso: nuestra dignidad. Habrá sido lo más importante de nuestra existencia.

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El fin no justifica los medios. Si la vida es un fin en sí mismo, y la vida es humana, no puede haber más medios válidos que aquellos que transcurran por la senda del humanismo.

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Aun con la vista puesta en el horizonte, debemos ser capaces de llevar una existencia lo más digna posible en el día a día. Respetar para ser respetados. Escuchar para ser escuchados. Desarrollar nuestra empatía para ser cada vez más condescendientes con nosotros mismos y con los demás. Sospechar de un sistema socio/cultural que no nos permite serlo.

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Esto debe ser así, pues la base de nuestra existencia se desarrolla a través de nuestra interacción con el entorno. Somos seres sociales que necesitamos del entorno para poder sobrevivir. Nadie, absolutamente nadie, puede vivir de forma completamente independiente.

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Podremos ser personas más o menos solitarias, más o menos independientes, pero todos necesitamos de los demás como parte de nuestra existencia: necesitamos de nuestro entorno y vivimos en relación con ellos y con ello. Ninguno de nosotros es un ser auto suficiente.

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Hasta los ermitaños dependen de los frutos de la naturaleza para subsistir.

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En una sociedad como la nuestra, desarrollada sobre los beneficios propios de la explotación del trabajo y la tiranía del consumo, el nexo de unos humanos con otros se ve mucho más acentuado. Sospecha de un discurso oficial, de un guion impuesto, que te hacer sentir y vivir como si ocurriese justamente lo contrario: como si el individualismo y la competencia fueran los verdaderos motores que mueven a la sociedad en busca del bien común.

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Todo aquello que produzco con mi trabajo, tiene como destino servir a otros individuos. Todo aquello que consumo, proviene del trabajo de otros individuos. Esa es la verdadera esencia de nuestra sociedad, como de cualquier otra que haya existido, exista, o pueda existir en el futuro. Pero no mediante el egoísmo, sino mediante la mutua cooperación.

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¿Cómo creerme entonces un ser independiente? No, no lo soy.

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Soy un ser subjetivo pero dependiente. Una existencia individual pero condicionada por el entorno: necesitada del entorno como condición sine qua non de mi propia existencia, de igual forma que el feto necesita de la madre como condición sine que non de la suya.

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Entonces ¿por qué separar mi existencia de la existencia del prójimo?, ¿por qué no sentirme también responsable de sus fallos y sus aciertos?, ¿por qué pensar desde el yo y para el yo, y no desde el yo y para el ellos, para el nosotros? Sospecha de una sociedad que te exige lo contrario. ¿Podríamos separar la vida de un feto de la de la madre que lo porta, si aspiramos a que ambos puedan seguir vivos después del parto?

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Desde el mismo momento del nacimiento, el ser humano comienza a forjarse como el yo adulto que algún día será. Pero en esos primeros instantes de la vida, uno no es nada sin la ayuda de sus coetáneos. Necesita de un pecho que le dé de comer y de una mano que lo proteja. ¿Puede haber mayor invitación a devolver a nuestros semejantes el favor que en algún momento ellos mismos nos hicieron? Sospecha de una cultura que trata de hacerte olvidar esta realidad.

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Es cierto que cada hombre se hace a sí mismo, pero no lo es menos que uno no puede hacerse distinto a como desde su marco cultural se le inculca. Un marco cultural condicionado por las relaciones de clase. Sospecha de un sistema educativo y de unos medios de comunicación que te lo silencian.

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No hay mayor idiota que el que se cree diferente. Todos somos parte de un mismo tablero de juego histórico, de una misma lucha de clases. Cada cual en su bando. Los explotadores en el suyo. Los explotados en el que está justamente enfrentado a ese primero. Aunque a veces nos confundamos, nos hagan confundirnos, de bando. Sospecha de una ideología hegemónica que te hace creer que los intereses de los explotadores son los mismos que los de los explotados.

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Somos libres para elegir nuestro camino, pero somos esclavos de nuestro entorno y, fundamentalmente, esclavos de nuestras necesidades, tanto de las biológicas como de las sociales. Las primeras son iguales para todos los humanos, las segundas son parte de una creación cultural determinada por las relaciones de clase. Sospecha de un sistema de propaganda publicitaria que te hace creer que son necesidades básicas aquellas cosas que no son más que necesidades sociales ficticias creadas por el propio sistema para beneficio de unos pocos.

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La sociedad es una cárcel para nuestra libertad, en tanto y cuanto condiciona nuestra formación y se hace coparticipe del efecto de nuestras decisiones. Pero una cárcel donde uno, si se deja llevar por lo que le impone el sistema de clases reinante, puede ser a la vez preso y cruel carcelero. Sospecha de un mundo en el que para que tú puedas tener una casa llena de lujos y avances tecnológicos, miles de millones de personas deben estar condenadas al hambre y a la explotación económica a gran escala, a la esclavitud laboral institucionalizada.

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Todo lo que yo haga tendrá un reflejo en mi entorno, todo cuanto yo decida tendrá consecuencias para aquello que me rodea. No puedo ejercer en plenitud mi libertad, pues mis decisiones se verán condicionadas por el efecto que puedan tener en las personas que me rodean, ya estén estas a pocos metros, ya estén a miles de kilómetros de distancia. Esto es una verdad absoluta. Sospecha de todo aquello que te lo niegue, que es la sociedad misma en la que vives inserto, para la cual ser libre es poder disfrutar, directa o indirectamente, siendo consciente o sin serlo, de la explotación ajena.

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¿Quién es entonces aquel sujeto capaz de abstraerse por completo a los efectos de sus acciones en el mundo que le da cabida? Si ha nacido, debería morir. No puede haber nada más peligroso para el resto de los humanos. Ese sujeto, tristemente, es el sujeto consumista/capitalista, es decir, ese sujeto eres tú, en tanto que actor/espectador del teatro consumista/capitalista.

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¿Acaso no implica tal verdad absoluta un compromiso vital con nosotros mismos?, ¿un compromiso que pasa, además, por nuestro modo de relacionarnos con los demás? Sospecha de todo lo anterior y te darás cuenta que no hay mayor verdad que esa: "No creo que seamos parientes muy cercanos. Pero si usted es capaz de temblar de indignación cada vez que en el mundo se comete una injusticia, somos compañeros, que es lo más importante" (Ché Guevara)

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¿por qué entonces seguimos empeñados en renunciar a nuestro propio compromiso con el mundo, para dejar que sean otros los que piensen por uno, los que impongan el modo de pensar y actuar que debe tener uno en la vida?, ¿por qué seguimos empeñados en vivir como esos actores/espectadores que el guion consumista/capitalista nos imponer como forma de vida?

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Más aún, ¿podemos negar que nuestro compromiso implica necesariamente el desarrollar una sincera capacidad de empatía para con todo aquello que nos rodea, y especialmente aquellos otros que, como nosotros, no pueden eludir sus responsabilidades ante el mundo?

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Yo a ese compromiso y esa empatía le pongo un nombre: Socialismo.

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Un sistema de buenas personas para buenas personas, de personas dignas para personas dignas. De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades.

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Luego ya que cada cual piense y actúe como le dé la gana, por sí mismo, para sí mismo, sin olvidar nunca su compromiso con los demás. Sin tener que renunciar a tu libertad individual, sin dejar que nadie piense, actúe o tome decisiones por ti.

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Claro está, sin olvidar nunca que tu vida no es más que una más de las muchas que cohabitan en un mismo espacio territorial compartido, sea un pueblo, un barrio, una ciudad, una nación, un Estado, un continente o el planeta entero.

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Una más, solo eso. Tan digna y merecedora de respeto, tan portadora de Derechos Humanos, como todas las demás. Sólo hace falta abrirse a la empatía, a la sospecha, para verlo.

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De ahí a hacer propios los valores del socialismo, no hay más que un paso bastante corto. Haz tuya la sospecha como forma de vida ante el sistema consumista/capitalista que te ha convertido en un mero actor/espectador de una obra teatral que se desarrolla para el beneficio de unos pocos y el perjuicio de muchos. Atrévete a dar ese paso. La justicia social no debe esperar más.
Socialismo o Barbarie.

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