Escrito por Jordi Rosich |
La
actual crisis capitalista no será un fenómeno pasajero, se trata de un
punto de inflexión que marca un antes y un después de todo un periódico
histórico, con profundas implicaciones sociales, económicas y políticas.
En el momento de cerrarse la edición de este número del periódico,
acaba de aprobarse la inyección de 90.000 millones de euros en Dexia, un
banco privado belga que ya había recibido fondos públicos al inicio de
la crisis. La economía mundial vueve a situarse al borde de la depresión
y una nueva ronda de quiebras y rescates de bancos planea sobre Europa.
Mientras, los gobiernos aceleran y profundizan los recortes contra el
gasto social en lo que es una evidente transferencia de riqueza de los
más pobres a los más ricos. Comprender las causas de la crisis, esencial
para encontrar una alternativa a la misma (coherente en la teoría y
consecuente en la acción) pasa ante todo por entender la esencia del
modo de funcionar del capitalismo en su fase decadente. Debido a las
limitaciones de espacio hemos ido directamente al grano en toda una
serie de aspectos que se han ido conformando en los últimos años como
temas de dabate o interés respecto a la crisis. El objetivo del texto
es, de una forma sintética, esbozar el punto de vista marxista sobre los
mismos y animar a los lectores a una profundización posterior.
El objetivo del capitalista es la
obtención de beneficios. Los beneficios surgen de la explotación de los
trabajadores ya que éstos, en su jornada de trabajo, además de generar
el valor de su propio salario, crean un valor extra, la plusvalía, que
es lo que se queda el capitalista y de donde éste extrae los beneficios.
Para hacer efectivo este beneficio el capitalista tiene que conseguir
vender las mercancías que producen los trabajadores de su empresa, y lo
hace en condiciones de competencia con otros capitalistas. Esto implica
que el capitalista tiene que estar constantemente renovando la
maquinaria, lo que le permite abaratar los costes de cada mercancía y
tener precios competitivos frente a otros capitalistas. Tarde o temprano
todos tienen que hacer lo mismo si quieren continuar en el mercado. El
incremento de la productividad lleva otro efecto asociado, además del
abaratamiento: aumenta la cantidad de mercancías que es posible
producir. El capitalista, para amortizar lo más rápidamente posible la
inversión que ha hecho en nueva maquinaria y salarios, se ve obligado a
utilizar al máximo posible la capacidad productiva de la empresa.
Las crisis surgen periódicamente porque el ritmo de expansión de la producción no puede ser acompañado por el ritmo de crecimiento del mercado, que es más lento. Se produce así una crisis de sobreproducción. Aunque parezca paradójico, las crisis capitalistas no son por falta medios de producción o por falta de mercancías; no son crisis de escasez, sino de abundancia. A pesar de que, para los capitalistas, “sobra de todo” (coches, pisos, leche, carne, en todas las ramas productivas hay saturación) millones de personas se ven empujados al paro y a la marginación y los que conservan su trabajo son sometidos a una explotación todavía mayor. Sólo después de que hay una destrucción de fuerzas productivas y mercancías en grado “suficiente”, la actividad económica vuelve a retomar una dinámica ascendente. Los ciclos de recesión y recuperación se han sucedido en toda la historia del capitalismo, pero no todas las crisis son iguales, ni tienen la misma gravedad ni las mismas repercusiones, ya que esto depende de muchos factores, no sólo económicos, sino políticos, sociales y de las relaciones que se establecen entre diferentes potencias. En todo caso el capitalismo no es capaz de “aprender” de sus crisis y autocorregirse. Al revés. En la medida que el sistema capitalista se hace más viejo y decadente dominado por el sector financiero-especulativo y un puñado de monopolios, las crisis son todavía más virulentas, con consecuencias sociales y económicas más devastadoras y repercusiones políticas más profundas.
La utilización del crédito es una manera
de esquivar la crisis de sobreproducción, ampliando el mercado más allá
de sus límites naturales. Pero sólo funciona durante un tiempo, y
cuando la crisis estalla las consecuencias son todavía más devastadoras,
afectando, lógicamente todo el sistema financiero. En las últimas
décadas el endeudamiento de las empresas, los estados, las familias y
los propios bancos, ha alcanzado cotas nunca vistas en la historia del
capitalismo.
Por supuesto los banqueros, a pesar de la crisis financiera, han hecho grandes negocios con la deuda y la ruina de millones de familias, y sus beneficios están guardados en paraísos fiscales y cajas secretas, en muchos casos bien lejos de los bancos que ellos mismos están dirigiendo, llevando a la quiebra y rescatados con dinero público. Es increíble que, recurrentemente, los medios burgueses culpen de la crisis por igual a los banqueros y a las familias hipotecadas, diciendo que “la gente ha vivido por encima de sus posibilidades”. Ahora resulta que, después de haber dedicado durante años un 70% de los salarios a pagar la hipoteca al banco (media en el Estado español) somos culpables de la crisis por ir al paro. Es el colmo de la desfachatez. La crisis financiera estalló empezando por su punto más débil, con el impago de las hipotecas subprime en EEUU. Pero eso fue sólo el inicio. De forma abrupta y encadenada, todas las expectativas de devolución de las deudas contraídas se han cortado o están sumidas en una profunda incertidumbre. Todo eso se agrava por la interconexión financiera mundial y el desarrollo de todo tipo de mecanismos de “ingeniería financiera” como los derivados. Con la crisis, la preocupación fundamental de los banqueros no es conceder créditos, sino recuperar los préstamos concedidos y utilizar al Estado burgués para robar el dinero público. Evidentemente, esto tiene un efecto en la economía productiva; la crisis financiera y la crisis de la economía real se retroalimentan. En ese sentido es una doble crisis. Pero la crisis financiera no es la causa fundamental de la crisis, la clave está en la economía real. En sí mismas, las deudas no serían un problema especialmente grave si la actividad económica se recuperase sólidamente. Pero en la medida que la economía se estanca o entra en depresión y los ingresos de las empresas, las familias y los estados son menores o disminuyen, el problema de la deuda, aunque nominalmente se mantenga igual, se agrava todavía más. En este contexto, los créditos se estancan no sólo porque los bancos no prestan, sino porque los empresarios no tienen ninguna intención de pedir créditos para invertir en producir nuevas mercancías. Todo eso explica lo superficial que es buscar en la “falta de liquidez” la causa de la crisis. Este falso e interesado diagnóstico ha servido de excusa para inyectar multimillonarias cantidades de dinero público a los bancos.
Igual que el sobreendeudamiento, el
enorme peso que tiene la actividad especulativa en la economía es un
gran agravante de la crisis, por supuesto. Pero, ¿por qué se produce?
Los datos son realmente impresionantes: los productos derivados, los
mercados de cambios de divisas y las bolsas movilizan cada día unos 5,5
billones de dólares, 35 veces más que el PIB mundial y 100 veces más que
el volumen del comercio mundial. Estas cifras valen tanto para el
periodo de crecimiento como para la crisis. Marx decía que el ideal del
capitalista era obtener beneficios sin pasar por el doloroso proceso de
la inversión productiva. De hecho, llegaron bastante lejos por ese
camino. Los beneficios capitalistas provienen cada vez en mayor
proporción de las operaciones financieras que de las inversiones
productivas. Mientras que a principios de los años 80 del siglo pasado
aquellas propiciaban el 25% de los beneficios, antes de estallar la
actual crisis habían alcanzado ya el 42%. Otro dato significativo de las
tendencias de fondo del capitalismo durante las últimas décadas es que
la proporción de beneficios destinados a repartir dividendos (superior
al 60% en el primer decenio del siglo XXI) es cada vez mayor respecto a
la reinversión en capacidad productiva.
Los señores y señoras que dominan la economía mundial, los grandes capitalistas, están mucho más centrados en incrementar su riqueza personal reduciendo salarios y aumentando la jornada laboral, expoliando la riqueza pública ya acumulada (privatización de empresas públicas), creando monopolios privados de servicios básicos en connivencia con la cúspide del aparato estatal (distribución del agua, energía, telefonía, etc…), saqueando los presupuestos generales del Estado (reducción de impuestos, ayudas directas a sus empresas…), robándose entre ellos (fusiones, absorciones), que en la creación de riqueza mediante la inversión productiva, debido a la sobreproducción. La degeneración de la clase dominante tiene una base objetiva en la decadencia del propio sistema. No hay una separación absoluta entre capital especulativo y capital productivo. En EEUU, según datos de 1998, el 50% de las empresas, las más importantes, estaba en manos de “inversores institucionales” (grandes fondos privados dedicados a la actividad especulativa). No existe una casta especial de “especuladores” al margen y menos aún contrapuesta a la actividad de la los grandes capitalistas. Son uno y lo mismo. La lucha por acabar con la especulación es, por tanto, la lucha por acabar con el propio sistema capitalista.
La crisis sigue una espiral descendente
que todavía no ha tocado fondo. La crisis financiera sigue agravándose,
la inversión sigue cayendo, igual que el consumo. No hay ninguna medida
tomada desde el propio sistema que pueda detener esta tendencia hacia
abajo. De todas maneras, más que una “solución a la crisis” las medidas
que están tomando los gobiernos van encaminadas a satisfacer las
exigencias del sector financiero, que es quien realmente gobierna el
mundo, Europa y cada uno de los países. Todas las medidas para controlar
los bancos y “regular” el sector financiero son una farsa y es
comprensible que sea así ya que el Estado burgués difícilmente se va a
rebelar contra su propio sistema.
Los gobiernos han gastado centenares de miles de millones en apoyar a la banca (créditos sin intereses, avales, garantía de depósitos, intervenciones para sanear las entidades y luego revenderlas, etc.). La última medida del BCE ha sido prolongar la barra libre del dinero gratis a la banca europea. Lo mismo pasa en EEUU. Eso ha servido para evitar un colapso bancario, pero también para que los bancos sigan especulando con la deuda pública, que a su vez ha crecido como consecuencia de estas ayudas a la banca. La “ayuda” a Grecia es un ejemplo del tipo de “recetas” que los capitalistas toman para salir de la crisis: el dinero no ha ido a salvar el país heleno sino a los bancos franceses y alemanes en posesión de deuda griega. Como consecuencia de los recortes exigidos a cambio de estas ayudas la economía griega ha colapsado, ahora es como un limón exprimido y seco que se tira al cubo de la basura. El resultado final está siendo una población tremendamente empobrecida y unos cuantos millonarios, incluidos algunos griegos, todavía más enriquecidos. Es verdad que el default de Grecia puede agudizar todavía más la crisis financiera y que los capitalistas que no se han deshecho de los bonos griegos con suficiente rapidez pueden encontrarse con unas ganancias menores de las que esperaban, pero tratarán de compensarlo saqueando de forma más sistemática las arcas públicas de sus propios países (es decir, a su propia clase trabajadora). De hecho, ya lo están haciendo. Efectivamente, detrás de cada medida que “no funciona” contra la crisis hay un objetivo (inconfesable para la burguesía) que sí se cumple: se avanza un paso más en la transferencia de riqueza de los más pobres a los más ricos. La burguesía ya ha asumido que el capitalismo ha entrado en una fase recesiva por un largo periodo de tiempo y, por tanto, su objetivo principal es amortiguar la disminución del negocio robando lo máximo que pueda a los trabajadores, actuando cada vez con más descaro y urgencia.
Hay una tendencia bastante extendida
entre algunos intelectuales de la izquierda y los dirigentes de los
sindicatos y partidos reformistas, que tratan de convencer a los
capitalistas de que lo mejor para ellos es aumentar el gasto social y
los salarios, porque así “aumentará el consumo y los empresarios también
saldrán ganando”. Por supuesto que los marxistas estamos a favor y
creemos que es absolutamente necesario aumentar urgentemente el gasto
social y los salarios, pero esto sólo se puede conseguir con la lucha
sindical y política contra los capitalistas y en último término con la
nacionalización de todos los sectores decisivos y la planificación
democrática de la economía.. En todo caso la cuestión es, ¿por qué los
capitalistas se emperran en no hacerles ni caso a los que plantean la
necesidad de aumentar el consumo de las masas si es tan bueno para
ellos? Los capitalistas, por lo general, suelen actuar de forma muy
consecuente con sus intereses. Cuando se exige más dinero para el
consumo como una vía para salir de la crisis, la pregunta es: ¿de dónde
sale este dinero? Si los empresarios aumentasen el salario de los
trabajadores (obviamente están haciendo todo lo contrario) lo tendrían
que restar necesariamente de sus beneficios (lo cual sería absurdo para
ellos porque el objetivo de los empresarios es precisamente éste) o de
la inversión (lo cual contrarrestaría, mediante más paro, los efectos
benéficos de un mayor poder adquisitivo). Si el dinero para fomentar el
consumo de las masas tuviese que salir del Estado (para invertir más en
obra pública o aumentar el salario de los funcionarios, por ejemplo)
sólo hay dos maneras de conseguirlo: endeudándose más (y el Estado ya
está muy endeudado por las ayudas a la banca) o con más impuestos; si
éstos recaen sobre las rentas de capital los capitalistas se opondrán,
ya que afectaría a sus beneficios, y si salen del trabajo se actuaría
contradictoriamente con el objetivo de aumentar el consumo.
Por supuesto que la crisis también se expresa en la falta de consumo, y que las medidas que deprimen todavía más el poder adquisitivo de los trabajadores acentúan más la crisis. Sin embargo, el problema del consumo es un síntoma de un problema mucho más general: el modo de producción capitalista, basado en la propiedad privada y en la búsqueda del máximo beneficio individual. Exigir más consumo sin cuestionar lo anterior, además de revelar un error teórico, equivale a tratar de conciliar los intereses de los capitalistas y los trabajadores y alimenta la idea, errónea y negativa (sobre todo si es entendida como una propuesta de “izquierdas”), de que es posible otro tipo de capitalismo capaz de satisfacer las necesidades de la mayoría.
Efectivamente, hay quien defiende,
también desde un punto de vista supuestamente favorable a los intereses
de los trabajadores, que es posible otro tipo de capitalismo más
“productivo” frente al actual, que es más “especulativo”. Antes hemos
demostrado que no hay una separación entre especuladores y capitalistas,
ambos son lo mismo. Pero es que además, también es un hecho demostrable
que la inversión productiva y tecnológica bajo el capitalismo, incluso
en los países en los que esto ha ocurrido de forma muy intensiva, no ha
evitado la crisis y la clase obrera se enfrenta ahora a graves problemas
sociales, similares a los del resto de países. El ejemplo más claro es
Japón, donde el Ministerio de Trabajo reconoció que uno de cada seis
japoneses —20 millones de personas— vivía en la pobreza en 2007. En
aquel país donde todo está automatizado, lo que haría posible una
reducción drástica de las horas de trabajo y un incremento brutal del
nivel de vida, está extendida una enfermedad laboral mortal, el karoshi,
que se produce como consecuencia del agotamiento por exceso de trabajo,
y que afecta a 10.000 trabajadores cada año. La tecnología tampoco
evitó en Japón la especulación inmobiliaria y posterior crisis bancaria,
que todavía pesa como una losa en la economía del país. EEUU, el país
capitalista más poderoso del planeta, modelo de iniciativa empresarial
donde los haya, se ha convertido en una de las principales bolsas de
miseria del mundo y los trabajadores, a pesar de todos los recientes
avances en informática y robotización de los procesos productivos de las
últimas décadas, trabajan más que nunca y ganan menos que nunca.
Lo mejor que pudo ofrecer el capitalismo, a escala mundial, lo hizo en los años 50 y 60 del siglo pasado, cuando se produjo un importantísimo desarrollo de nuevas ramas productivas (derivados del petróleo, industria automovilística, aeronáutica, electrónica, industria militar, etc.), la creación del llamado “estado del bienestar” y prácticamente el pleno empleo. Aún así, este periodo de prosperidad afectó tan sólo a una pequeña parte de la población mundial y se dio por una combinación de factores históricos muy particulares, entre otros la brutal destrucción de fuerzas productivas como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. A partir de 1973 el tipo de crecimiento fue muy diferente, con avances mucho menores y una reinversión de las ganancias en el aparto productivo muy modestas, inaugurando un periodo en el que la actividad especulativa adquirió dimensiones gigantescas, como ya hemos hecho referencia. En el boom de mediados de los 90, que acabó en la crisis actual, a pesar del crecimiento económico y la explosión de beneficios capitalistas, la clase obrera retrocedió en salarios y condiciones de trabajo, incrementándose de forma exponencial la desigualdad social. Es significativo que el único país que todavía puede presentar tasas de crecimiento significativas, China, base su expansión en una explotación de la clase obrera similar a la del siglo XIX. Las expectativas que los trabajadores podemos depositar en alguna suerte de capitalismo “de rostro humano” o en una futura recuperación del sistema para resolver nuestros problemas es exactamente ninguna.
Marx y Engels señalaron que la
contradicción fundamental del capitalismo se da entre el carácter social
de la producción y la forma de apropiación individual de los beneficios
que comporta la existencia de la propiedad privada de los medios de
producción. Esta contradicción ha acompañado al capitalismo desde su
nacimiento, tanto en periodos de boom como en las recesiones. Sin
embargo, cuanto más se han desarrollado las fuerzas productivas, cuanto
más se ha integrado la economía en un todo mundial, más aguda e
insoportable se ha hecho esta contradicción. La crisis económica actual
la ha exacerbado en grado extremo.
¿Qué significa que la producción sea social? Pues que todo lo que necesitamos para la vida, incluso lo más simple, es producto de un proceso en el que participan muchas personas, desde la extracción de la materia prima hasta el transporte final, pasando por los diferentes estadios de la producción. La gran mayoría de productos que necesitamos no pueden ser creados por una sola persona, ni siquiera por una sola fábrica o un solo país. El capitalismo, a través de un largo proceso, ha socializado la producción al máximo; en eso ha consistido su misión histórica progresista. Sin embargo, estas fuerzas productivas están aprisionadas en el marco de la propiedad privada, en los conflictos de intereses de las distintas burguesías nacionales y en el mezquino afán de beneficios privados, un combustible de muy baja calidad para mover y ampliar (realmente no sirve ni para conservar) la riqueza acumulada por la sociedad. Y no digamos para distribuir. La misión histórica de los capitalistas está totalmente agotada y su existencia es un auténtico obstáculo para el progreso social y la verdadera causa del caos económico y de las crisis. La única manera de salir de la crisis es liberando las fuerzas productivas, las fuentes de creación de riqueza, de los llamados “mercados”. ¿Quiénes son los misteriosos mercados? Pues personas (por designarles de alguna manera) con nombres y apellidos, que constituyen una infinitésima parte de la sociedad y que, sin embargo, acumulan un gigantesco patrimonio financiero, industrial e inmobiliario, determinantes para el funcionamiento y el desarrollo de la economía y la sociedad en su conjunto. Un estudio reciente revela que, sólo en el Estado español, 1.400 personas, un 0,035% de la población, controlan las entidades fundamentales de la economía y una capitalización equivalente al 80% del PIB. A escala mundial se ha demostrado que tan sólo 737 bancos, compañías de seguros o grandes grupos industriales controlan el 80% del valor de las 43.000 principales empresas multinacionales. Un grupo todavía más selecto de 147 entidades controlan el 40% del valor económico y financiero de todas las multinacionales del mundo; entre los 147, domina un grupo todavía más pequeño de 50, en el que están principalmente bancos norteamericanos y europeos. Todo eso indica que habría que expropiar a poquísimas personas para que la inmensa mayoría de la sociedad pudiese vivir decentemente. Efectivamente, hay una forma de acabar con los “desequilibrios presupuestarios” y los “déficit excesivos” realmente eficaz y, además, en beneficio de la gran mayoría de la sociedad: nacionalizando todo el sistema financiero y las empresas estratégicas bajo control obrero y poniendo en marcha un plan de inversiones y producción al servicio de la mayoría de la sociedad. Con los medios de producción en manos de los trabajadores y al servicio de la mayoría de la sociedad, el desarrollo económico, social y cultural daría un salto de gigante. Nada impediría que todo el mundo pudiera trabajar en buenas condiciones y con un trabajo decente; que cada avance técnico redundase en más tiempo libre para desarrollarnos en todo el potencial que nos brinda nuestra condición humana, que es infinito. La teoría marxista y la lucha por el socialismo están más vigentes que nunca. Además de tener la razón de nuestra parte, la clase trabajadora tenemos la fuerza para poder imponerla, aunque éste es otro tema. Terminemos esta sintética exposición sobre la crisis capitalista con una frase de Engels en su obra Anti-Dühring: “En la sociedad capitalista los medios de producción no pueden ponerse en movimiento más que convirtiéndose previamente en capital, en medio de explotación de la fuerza humana de trabajo. Esta imprescindible condición de capital de los medios de producción y de vida se alza como un espectro entre ellos y la clase trabajadora. Ella sola es la que impide que se engranen la palanca material y la palanca personal de la producción; ella es la que no permite a los medios de producción funcionar y a los obreros trabajar y vivir. De una parte, el régimen capitalista de producción revela, pues, su propia incapacidad para seguir rigiendo estas fuerzas productivas. De otra parte, estas fuerzas productivas acucian con intensidad cada vez mayor a que se liquide la contradicción, a que se les redima de su condición de capital, a que se les reconozca, efectivamente, su condición de fuerzas productivas sociales”. |
martes, 25 de septiembre de 2012
Claves para comprender la crisis capitalista. En defensa de una genuina alternativa socialista
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