Un año después del asesinato de Cáceres, la política estadounidense respecto a Honduras sigue sin cambiar
En los primeros días de marzo, cientos de personas se reunieron en el pequeño pueblo hondureño de La Esperanza para recordar la extraordinaria vida de Berta Cáceres, brutalmente truncada por un escuadrón de la muerte en el que participaron agentes de seguridad entrenados por los Estados Unidos.Durante su breve paso por la tierra, Berta fue una poderosa líder envuelta en numerosas batallas. Lideró protestas en contra de los acuerdos comerciales impulsados por intereses corporativos. Fue una figura clave en el amplio movimiento de resistencia pacífica en contra del golpe militar de 2009, que depuso al democráticamente elegido presidente de Honduras. Más tarde, fue una crítica frontal de la militarización que, bajo el respaldo los Estados Unidos, fue desplegada luego del golpe sobre el territorio hondureño.
Berta ganó fama internacional por su implacable lucha contra la apropiación ilegal de tierras indígenas, por corporaciones que buscan acceso a valiosos recursos naturales sin consideración con los pobladores locales ni con el medio ambiente. Su incansable esfuerzo por detener el proyecto de la represa hidroeléctrica Agua Zarca en el territorio indígena lenca le valió el prestigioso Premio Medioambiental Goldman en 2015. Esta lucha también condujo a un escalamiento en las amenazas de muerte en contra suya y de sus colegas del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH).
En medio de la noche del 2 de marzo de 2016, Berta fue abatida a tiros en su casa en la Esperanza, en medio de una operación de tipo comando. El asesinato de la activista más renombrada del país generó conmoción alrededor de Honduras y el resto del mundo; se realizaron innumerables protestas y vigilias, al tiempo que un amplio espectro de grupos demandaron justicia, incluyendo a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el Vaticano y docenas de miembros del congreso de los Estados Unidos.
Un número apabullante de activistas han sido asesinados en Honduras en los años que siguieron al golpe de 2009, y casi todos estos homicidios han quedado en la impunidad. Después del asesinato de Berta, el gobierno hondureño — que recibe decenas de millones de dólares de asistencia estadounidense cada año — ha sido objeto de una enorme presión para investigar adecuadamente su caso, proteger activistas y depurar sus instituciones llenas de corrupción y criminalidad.
Pero un año ha transcurrido y la angustiosa realidad es que la situación de Honduras es ahora más alarmante que nunca.
En el caso del asesinato de Berta, voceros de la policía siguieron inicialmente el típico guión cuando se trata de activistas asesinados, insinuando que Berta habría sido víctima o bien de un ex-amante o de un ladrón común intentando robar su casa. Luego, doblegándose ante la indignación internacional, las autoridades procedieron con una investigación que, aunque profundamente fallida, condujo finalmente al arresto de ocho sospechosos acusados del asesinato de Berta. Al menos tres de los sospechosos eran miembros activos o ex miembros del ejército hondureño, y otro un alto directivo de DESA, compañía responsable del proyecto Agua Zarca.
Las autoridades hondureñas han negado participación alguna en el homicidio de Berta, pero actas judiciales obtenidas por la periodista de The Guardian Nina Lakhani indican que uno de los sospechosos, el mayor Mariano Díaz, había sido nombrado jefe de inteligencia militar dos años atrás. Díaz, al igual que otro sospechoso del asesinato que sirvió con él en el ejército, recibió entrenamiento militar por parte de los Estados Unidos, según Lakhani. La periodista también indica que el presidente de DESA, Roberto David Castillo Mejía, es un ex oficial de inteligencia militar.
Hay fuerte evidencia de que los ocho sospechosos estuvieron envueltos en una conspiración de asesinato que guarda las características de una operación paramilitar tipo escuadrón de la muerte. Es sin embargo bastante improbable que el grupo haya actuado de manera autónoma, o que en él estén incluidos los autores intelectuales que ordenaron el crimen. Es probable que aquellos finalmente responsables del asesinato de Berta se encuentren encaramados a salvo en lo alto de la escalera social y política hondureña, más allá del alcance del débil y políticamente comprometido sistema judicial.
Un reporte de Global Witness de enero de 2017 examinó el asesinato de Berta así como otros homicidios y ataques dirigidos en contra de activistas ambientales e indígenas, encontrando que estos hechos típicamente involucran a las élites políticas y económicas del país, así como a las fuerzas de seguridad del estado, que reciben el apoyo de los Estados Unidos.
Amenazado con la suspensión o reducción de la ayuda estadounidense proveniente de asignaciones del Congreso, la administración del presidente Juan Orlando Hernández lanzó luego del asesinato de Berta una fuerte campaña de relaciones públicas, enfocada en una nueva comisión de reforma policial. Mientras que la comisión ha removido varios presuntos criminales de la fuerza policial, ninguno de los oficiales depurados tuvo que rendir cuentas ante la justicia, quedando libres para continuar sus actividades criminales en cualquier otro lugar — incluyendo el próspero y turbio sector de la seguridad privada. Más aún, la purga ha dejado en su sitio a un número de altos oficiales de quienes es públicamente sabido que enfrentan acusaciones criminales.
Más importante aún, ni la comisión policial ni la muy promocionada Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH) han tenido ningún impacto en la situación en territorio. Activistas continúan siendo asesinados impunemente, incluyendo a dos miembros más de COPINH a quienes, al igual que a Berta, la CIDH había concedido medidas de protección, que el Estado hondureño ha fallado en garantizar.
Las apropiaciones ilegales de tierras indígenas siguen su curso, y la corrupción y la criminalidad aún permean el gobierno hondureño hasta los más altos niveles. El poder judicial hondureño ha fallado en investigar a los altos oficiales del gobernante Partido Nacional, incluyendo al presidente Hernández, pese a la difundida evidencia que muestra el desvío de fondos desde el instituto de seguridad social hacia las arcas del partido y de su campaña presidencial.
Sin embargo, el gobierno de los Estados Unidos continúa vertiendo decenas de millones de dólares de ayuda en Honduras. La mayor parte llega en forma de asistencia en seguridad, canalizada a través de la obscura Iniciativa Regional de Seguridad para América Central, pese a la evidencia de vínculos entre las unidades militares y policiales y escuadrones de la muerte como aquel que asesinó a Berta. El hombre a cargo de esas fuerzas de seguridad, el general en retiro Julián Pacheco Tinoco, fue identificado recientemente como narcotraficante por un informante de la DEA (la Administración para el Control de Drogas) durante un juicio que involucró a los sobrinos de la primera dama de Venezuela. Sin embargo esto no ha disuadido al gobierno de los Estados Unidos, que al parecer prioriza apuntalar a un aliado confiable, aunque criminal, por encima de proteger vidas humanas.
Pese a las aterradoras noticias provenientes de Honduras, durante el pasado otoño el Departamento de Estado certificó el cumplimiento de las condiciones relativas a derechos humanos requeridas por la cooperación estadounidense. Sin embargo, parcialmente como reacción al asesinato de Berta, un número creciente de miembros del congreso se ha opuesto públicamente a las políticas de los Estados Unidos respecto a Honduras.
Este mes, el representante Hank Johnson (D-GA) y otros miembros del congreso han reintroducido la Ley Berta Cáceres para los Derechos Humanos en Honduras, que llama a la suspensión de la asistencia en seguridad a Honduras hasta que las mínimas condiciones de garantía a los derechos humanos se cumplan.
Berta puede no estar más con nosotros físicamente, pero su indomable espíritu vive y su lucha continúa, o, como miles cantan en La Esperanza y más allá: “¡Berta vive, la lucha sigue!”
Alexander Main es un asociado principal de política internacional del Centro para la Investigación Económica y Política (Center for Economic and Policy Research, CEPR) en Washington, DC.
Traducción por Jorge Enrique Forero.
Fuente original: The Hill
Berta ganó fama internacional por su implacable lucha contra la apropiación ilegal de tierras indígenas, por corporaciones que buscan acceso a valiosos recursos naturales sin consideración con los pobladores locales ni con el medio ambiente. Su incansable esfuerzo por detener el proyecto de la represa hidroeléctrica Agua Zarca en el territorio indígena lenca le valió el prestigioso Premio Medioambiental Goldman en 2015. Esta lucha también condujo a un escalamiento en las amenazas de muerte en contra suya y de sus colegas del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH).
En medio de la noche del 2 de marzo de 2016, Berta fue abatida a tiros en su casa en la Esperanza, en medio de una operación de tipo comando. El asesinato de la activista más renombrada del país generó conmoción alrededor de Honduras y el resto del mundo; se realizaron innumerables protestas y vigilias, al tiempo que un amplio espectro de grupos demandaron justicia, incluyendo a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el Vaticano y docenas de miembros del congreso de los Estados Unidos.
Un número apabullante de activistas han sido asesinados en Honduras en los años que siguieron al golpe de 2009, y casi todos estos homicidios han quedado en la impunidad. Después del asesinato de Berta, el gobierno hondureño — que recibe decenas de millones de dólares de asistencia estadounidense cada año — ha sido objeto de una enorme presión para investigar adecuadamente su caso, proteger activistas y depurar sus instituciones llenas de corrupción y criminalidad.
Pero un año ha transcurrido y la angustiosa realidad es que la situación de Honduras es ahora más alarmante que nunca.
En el caso del asesinato de Berta, voceros de la policía siguieron inicialmente el típico guión cuando se trata de activistas asesinados, insinuando que Berta habría sido víctima o bien de un ex-amante o de un ladrón común intentando robar su casa. Luego, doblegándose ante la indignación internacional, las autoridades procedieron con una investigación que, aunque profundamente fallida, condujo finalmente al arresto de ocho sospechosos acusados del asesinato de Berta. Al menos tres de los sospechosos eran miembros activos o ex miembros del ejército hondureño, y otro un alto directivo de DESA, compañía responsable del proyecto Agua Zarca.
Las autoridades hondureñas han negado participación alguna en el homicidio de Berta, pero actas judiciales obtenidas por la periodista de The Guardian Nina Lakhani indican que uno de los sospechosos, el mayor Mariano Díaz, había sido nombrado jefe de inteligencia militar dos años atrás. Díaz, al igual que otro sospechoso del asesinato que sirvió con él en el ejército, recibió entrenamiento militar por parte de los Estados Unidos, según Lakhani. La periodista también indica que el presidente de DESA, Roberto David Castillo Mejía, es un ex oficial de inteligencia militar.
Hay fuerte evidencia de que los ocho sospechosos estuvieron envueltos en una conspiración de asesinato que guarda las características de una operación paramilitar tipo escuadrón de la muerte. Es sin embargo bastante improbable que el grupo haya actuado de manera autónoma, o que en él estén incluidos los autores intelectuales que ordenaron el crimen. Es probable que aquellos finalmente responsables del asesinato de Berta se encuentren encaramados a salvo en lo alto de la escalera social y política hondureña, más allá del alcance del débil y políticamente comprometido sistema judicial.
Un reporte de Global Witness de enero de 2017 examinó el asesinato de Berta así como otros homicidios y ataques dirigidos en contra de activistas ambientales e indígenas, encontrando que estos hechos típicamente involucran a las élites políticas y económicas del país, así como a las fuerzas de seguridad del estado, que reciben el apoyo de los Estados Unidos.
Amenazado con la suspensión o reducción de la ayuda estadounidense proveniente de asignaciones del Congreso, la administración del presidente Juan Orlando Hernández lanzó luego del asesinato de Berta una fuerte campaña de relaciones públicas, enfocada en una nueva comisión de reforma policial. Mientras que la comisión ha removido varios presuntos criminales de la fuerza policial, ninguno de los oficiales depurados tuvo que rendir cuentas ante la justicia, quedando libres para continuar sus actividades criminales en cualquier otro lugar — incluyendo el próspero y turbio sector de la seguridad privada. Más aún, la purga ha dejado en su sitio a un número de altos oficiales de quienes es públicamente sabido que enfrentan acusaciones criminales.
Más importante aún, ni la comisión policial ni la muy promocionada Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH) han tenido ningún impacto en la situación en territorio. Activistas continúan siendo asesinados impunemente, incluyendo a dos miembros más de COPINH a quienes, al igual que a Berta, la CIDH había concedido medidas de protección, que el Estado hondureño ha fallado en garantizar.
Las apropiaciones ilegales de tierras indígenas siguen su curso, y la corrupción y la criminalidad aún permean el gobierno hondureño hasta los más altos niveles. El poder judicial hondureño ha fallado en investigar a los altos oficiales del gobernante Partido Nacional, incluyendo al presidente Hernández, pese a la difundida evidencia que muestra el desvío de fondos desde el instituto de seguridad social hacia las arcas del partido y de su campaña presidencial.
Sin embargo, el gobierno de los Estados Unidos continúa vertiendo decenas de millones de dólares de ayuda en Honduras. La mayor parte llega en forma de asistencia en seguridad, canalizada a través de la obscura Iniciativa Regional de Seguridad para América Central, pese a la evidencia de vínculos entre las unidades militares y policiales y escuadrones de la muerte como aquel que asesinó a Berta. El hombre a cargo de esas fuerzas de seguridad, el general en retiro Julián Pacheco Tinoco, fue identificado recientemente como narcotraficante por un informante de la DEA (la Administración para el Control de Drogas) durante un juicio que involucró a los sobrinos de la primera dama de Venezuela. Sin embargo esto no ha disuadido al gobierno de los Estados Unidos, que al parecer prioriza apuntalar a un aliado confiable, aunque criminal, por encima de proteger vidas humanas.
Pese a las aterradoras noticias provenientes de Honduras, durante el pasado otoño el Departamento de Estado certificó el cumplimiento de las condiciones relativas a derechos humanos requeridas por la cooperación estadounidense. Sin embargo, parcialmente como reacción al asesinato de Berta, un número creciente de miembros del congreso se ha opuesto públicamente a las políticas de los Estados Unidos respecto a Honduras.
Este mes, el representante Hank Johnson (D-GA) y otros miembros del congreso han reintroducido la Ley Berta Cáceres para los Derechos Humanos en Honduras, que llama a la suspensión de la asistencia en seguridad a Honduras hasta que las mínimas condiciones de garantía a los derechos humanos se cumplan.
Berta puede no estar más con nosotros físicamente, pero su indomable espíritu vive y su lucha continúa, o, como miles cantan en La Esperanza y más allá: “¡Berta vive, la lucha sigue!”
Alexander Main es un asociado principal de política internacional del Centro para la Investigación Económica y Política (Center for Economic and Policy Research, CEPR) en Washington, DC.
Traducción por Jorge Enrique Forero.
Fuente original: The Hill
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