A lo largo de mi vida he oído ya muchas veces el mismo mantra repetido en diversas variantes: “tú no sabes lo que es vivir una guerra”; “somos la primera generación de españoles que no vamos a vivir una guerra”; “por suerte, en Europa ya no hay guerras”. Ocurre que la guerra, como dijo el juez Holden en Meridiano de sangre, siempre ha estado ahí: “Antes de que el hombre existiera la guerra ya lo esperaba”. Nunca pasa de moda, así sea vestida con palos y piedras, con hachas de hueso, con lanzas de bronce o con espadas melladas. En 1139, en el Concilio de Letrán, el Papa Inocencio II prohibió el uso de la ballesta por considerarla un arma diabólica. El 1 de julio de 1916, durante el primer día de la batalla del Somme, los soldados británicos al asalto de las trincheras alemanas sufrieron más de 50.000 bajas sólo porque los generales todavía no habían comprendido el lenguaje tartamudo y mortal de las ametralladoras. En agosto de 1945, cuando los pobres civiles ya se habían acostumbrado a soportar bombardeos, los cielos de Hiroshima y Nagasaki estallaron con un resplandor semejante a mil soles.
Desde entonces la humanidad creyó que el siguiente conflicto sería un horror atómico, un borrado general de la especie en que dejaríamos el planeta en herencia a ratas y cucarachas. El mundo contuvo la respiración durante la crisis de los misiles cubanos y fantaseamos con la posibilidad de la destrucción general animados por un temor que quizá ocultaba un deseo secreto. Pero la especie no tenía ninguna gana de cancelar el juego mientras seguía despellejándose meticulosamente a base de matanzas locales. A cada generación humana le ha tocado vivir una guerra -una por lo menos- y la única característica común a todas ellas es que ninguna se parece a la anterior. La época de las guerras napoleónicas dio paso a la guerra de trincheras y de la guerra de trincheras con defensas estáticas, se pasó al blitzkrieg.La nuestra, la guerra que nos ha tocado vivir y en la que llevamos inmersos más de una década, es una derivación de los conflictos imperialistas en Oriente Medio, una guerrilla terrorista urbana que dio comienzo oficialmente el 11 de septiembre de 2001 con el ataque contra las Torres Gemelas. A todo el mundo le sorprendió, aunque lo vivimos como una película anunciada desde mucho tiempo atrás. Lo raro es que no hubiese ocurrido antes, después de los sanguinarios golpes de estado promovidos por la CIA en Irán, Guatemala, Indonesia, Grecia o Chile.
Debemos agradecer una vez más a la CIA que ayer las calles de Bruselas se tiñeran de sangre y que toda Europa ande acojonada de miedo. Del mismo modo que Bin Laden aprovechó a fondo el entrenamiento proporcionado por el ejército estadounidense en Afganistán, los mercenarios del Daesh, antes ISIS, no dejan pasar la ocasión de devolver los favores prestados por sus patrocinadores saudíes y por el desmantelamiento de las fuerzas de Sadam en Irak. Cuando Hollande, tras los atentados de noviembre en París, amenazó con bombardear al ISIS, se olvidaba de que la aviación francesa ya había bombardeado campos de entrenamiento en Siria un par de meses antes. Las bombas no explotan porque sí, porque lo diga Alá o porque a un talibán se le caliente la barba. El espanto, la atrocidad que estamos viviendo en Europa en los últimos años (Madrid, Londres, París, Bruselas) no es más que una metástasis de la devastación causada en Alepo, en Kabul, en Bagdad. Millones de muertos, millones de refugiados, millones de huérfanos. Sólo en el último mes se contabilizan una docena de atentados terroristas en el mundo (dos en Siria, tres en Somalia, dos en Turquía, uno en Costa de Marfil, uno en Nigeria, uno en Pakistán, uno en Irak), pero para nosotros sólo cuentan las víctimas europeas. Donald Trump, el infernal papanatas que los republicanos han elegido como candidato, ha hecho una pregunta que destapa el hedor de su lógica racista e islamófoba: “¿Se acuerdan cuando Bruselas era bonita y segura?” El problema no es que no recordemos cómo eran Irak o Siria antes de que los estadounidenses empezaran a meter las narices allí. El problema es que no nos acordamos de nada.
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