Terrorismo y miedo
En el momento en el que sucede un atentado de este tipo tomamos conciencia de nuestra fragilidad, tanto como simples cuerpos vulnerables, como por la imposibilidad de predecir y protegernos ante la emergencia de los bárbaros. En una sociedad superficial y derrochadora como la nuestra, un crimen de esta magnitud acaba por despertar cavilaciones existenciales, pues en el telediario, justo al antes de la banal imagen del último juego de “realidad aumentada”, aparece el llanto de los familiares de las víctimas. Y, entonces, un escalofrío auténtico nos recorre el cuerpo, porque el ser humano no solo puede engordar, envejecer y enfermar, sino que, en realidad, no somos más que mera carne a merced de las balas, los explosivos o los camiones. En ese momento, hasta el ser humano más idiota siente la irrefrenable necesidad de hacer algo y entonces se hace un selfie con la bandera francesa de fondo o pone un lazo negro en su Facebook. Todos somos Charlie Hebdo, París, Niza,… Hecho el gesto, la mayor parte de las personas se sienten satisfechas.
Por eso, para que penetre bien el miedo en nuestras fofas entrañas, los medios repiten machaconamente los mensajes y las imágenes. Los terroristas son incontrolables e incomprensibles. Son lobos solitarios, nihilistas, perturbados, con afán de notoriedad o bien son instrumentos en manos de redes subterráneas que les lavan el cerebro para que obedezcan ciegamente su mandato destructivo. En cualquier caso, preferiríamos que fueran absolutamente extranjeros, para poder dejar en las tinieblas cualquier reconocimiento de lo humano. Pero son nuestros vecinos, cualquiera de ellos. Son imposibles de reconocer, porque, como dice la tele, puede ser un devoto musulmán, un juerguista que no pisa la mezquita, un barbudo abstemio, una mujer que fuma y bebe, un chaval con pinta de empollón,... Los testimonios se repiten: hasta ese momento todo el mundo pensaba que ese muchacho era “normal”. Lo que queda claro es que no estamos a salvo en ningún sitio, por eso se necesitan medidas excepcionales. Y sumisamente aceptamos cacheos, toques de queda, grabación en la calle, espionaje en nuestros ordenadores,…, lo que sea necesario en este perpetuo estado de emergencia nacional, porque los ciudadanos decentes no tenemos nada que ocultar.
En todo esto no hacemos más que repetir un esquema ya vivido, aunque olvidado. Nos cuesta recordar que en los últimos años los atentados se han multiplicado: Nueva York en 2001, Madrid en 2004, Londres en 2005, Toulouse en 2012, Londres y Boston en 2013, Ottawa y Sidney en 2014, Túnez y la playa de Susa en 2015, París en enero y noviembre de 2015, Rusia en 2015, Bruselas 2016 o Niza en julio de 2016…, señalando solo algunos de los que se han realizado en nombre de Alá. Y tras un atentado se pone en marcha automáticamente el paquete completo de medidas de los países democráticos: escalada del miedo, control policial y ataque militar a un país que ya se encuentre desestabilizado o en plena guerra (sea cual sea la causa de ésta). Para poco a poco conseguir alojar el miedo en nuestras mentes, con un goteo constante: nuestra forma de vida, nuestra vida misma, está en peligro.
Y los políticos, independientemente de la tradición socialdemócrata o liberal a la que pertenezca, nos aleccionan para evitar cualquier reflexión moral que ponga en duda sus decisiones. Así en noviembre de 2015, y tras la muerte de 132 personas en París, tanto Mariano Rajoy como François Hollande repetían el mismo discurso, que venía a decir “nadie quiere ir a la guerra, pero no podemos permitirnos ser ingenuos. El enemigo está a las puertas y si no nos defendemos entonces seremos aún más vulnerables”. Y con esta argumentación “sin fisuras” nos empujan al odio religioso, cultural y étnico. Las pruebas de la crueldad del enemigo de occidente son evidentes, su deseo de hacernos daño es proclamado en numerosos mensajes, así que debemos actuar rápido y sin piedad. Nuestra policía vigila, espía y detiene a cualquier sospechoso. Nuestros soldados parten constantemente a la lucha por la libertad y la justicia.
Mientras tanto, no entendemos nada y no pensamos mucho. El pánico superficial bloquea cualquier intento de rastrear en profundidad los mecanismos mentales de los terroristas, no queremos ni preguntarnos qué razón lleva a una persona que vive en el mejor de los mundos posibles a asesinar a decenas de personas e inmolarse. Aventuramos hipótesis al bobo estilo de un brainstorm y pensamos que deben ser monstruos, estar drogados, ser dementes u odiarnos profundamente. Los han hipnotizado, seducido, lobotomizado y convertido en armas humanas sin corazón. No sabían lo que hacían, no podían ser conscientes del dolor que iban a generar o, peor, les daba igual ese sufrimiento o, aún peor, disfrutaban con la idea del daño que iban a causar. Porque lo planificaron para causar el máximo daño posible con los limitados medios que podían alcanzar. Y, llegados hasta aquí, si hemos sido capaces de pensar todo esto, yendo más allá de las escenas, los montajes televisivos y las estupideces varias de los medios. Es más, si somos capaces de pensarlo unos minutos y en silencio. Entonces es cuando el miedo de verdad va creciendo, porque aquello que ha convertido a estas personas en terroristas es verdaderamente incontrolable y nuestra sociedad no puede ni por asomo subvertirlo.
El problema verdadero, el que pervivirá cuando hayamos volado en pedazos al último fundamentalista religioso del planeta, no está alojado a miles de kilómetros de aquí, sino en nuestro propio seno. Tras el final de la lucha de clases y el triunfo del capitalismo del bienestar, se ha establecido la descomposición social más abrumadora. Los jóvenes tienen que vivir con trabajos mal pagados o sin trabajo, con una educación estandarizada y monótona, marginados en barrios de hormigón, sin espacios en los que reunirse, sin opciones de ocio más allá de los videojuegos y el fútbol,..., estancados en el discurso de una crisis que se ha vuelto crónica. Cada uno de nosotros está solo en la sociedad del capitalismo masmediático, con una subjetividad arruinada, con una interioridad expuesta en las redes sociales, con una existencia banal y repetitiva, entretenidos en la sucesión de pseudo-acontecimientos estúpidos y cíclicos; sin tiempo, ni espacio; acelerados, estresados y aburridos. Por fin carecemos de ideología (¡quién nos iba a decir que la echaríamos de menos!) o de guías espirituales, pero con esa liberación no hemos ganado en autonomía, sino al contrario, nos hemos vuelto más dóciles, pues carecemos de capacidad para reflexionar críticamente o de reflexionar a secas. Igual que se nos han atrofiado la inteligencia, la memoria y hasta la imaginación.
Los huérfanos que estamos pariendo necesitan un guía, sus cuerpos anhelan el temblor de una vida verdadera, sus mentes buscan un sentido. No todos van a conformarse con el consumo cibernético, buscan más, algo más fuerte, más vívido, algo que les permita sentir que existen. Los hemos preparado para estar a merced de cualquiera que les ofrezca una experiencia auténtica, aunque sea la de un martirio inefable. Ya no es la historia lo que les aguarda, no son tan ingenuos como para creer que serán recordados en el reino de lo efímero. Tampoco el cielo, esa fastuosa celebración en la que estarían rodeados de infinita belleza y dulzura. Lo que les empuja es un nihilismo firme: matar, destruir y hacerse volar en fragmentos irreconocibles. Y eso es horrible y hermoso a un tiempo, es catastróficamente sublime. Son un fulgor, un fino navajazo en las tripas de una civilización que trata de no mirar la gangrena que se va extendiendo por todo el cuerpo, a partir de una herida imposible de curar.
Volverá a pasar, una y otra vez, de manera más o menos espaciada. Durante un tiempo el terrorismo religioso catalizará ese impulso. Y la guerra que ha comenzado nos permitirá exorcizar parte del miedo y no afrontar los verdaderos peligros. Pero aunque ese terrorismo se amortigüe, nadie va a poder frenar la oleada de conversiones, la huida de nuestro banal infierno, la renuncia a nuestros oropeles para buscar esa experiencia única, esa pureza perdida que empuja al ser humano a dar la propia vida por algo que no comprende, que le supera y le emociona.
Frente al malestar, el hartazgo y la frustración, la militancia radical dota de una identidad fuerte, que está uniendo apasionadamente a millones de personas. Los jóvenes ya se han emborrachado, han jugado con las consolas hasta escocerles los ojos, rapeado denunciado las injusticias, manifestado y alborotado hasta quemar el coche del vecino,…, y no ha pasado absolutamente nada. Nada cambia ni mejora, sigue sin aparecer el futuro, sigue la vida acorralada. Entonces ha llegado el momento de ir un paso más allá y destruir este mundo. Occidente no puede competir contra esta lógica ya conocida (no es, ni por asomo, nuestra primera vivencia del terrorismo), no puede ofrecer nada que esté mínimamente a la altura. De hecho, la mayor parte de los ciudadanos capitalistas no somos capaces de comprender ya el interés que pueda tener un acto tan radical cuando se puede aspirar a un Iphone7. Cada persona que se libera del condicionamiento consumista, que busca y que desea, puede volverse contra nosotros. Si son capaces de convertirse en un ejército oscurantista y bárbaro, como el que se está gestando, entonces estamos realmente perdidos.
Pero por ahora nos queda el miedo, avivado continuamente, con decisión y paciencia. Un terror que, tras la catarsis lacrimógena de cualquier atentado, puede unirnos colectivamente. Que dará lugar al odio y a la guerra, a pequeños mesianismos occidocentristas y, finalmente, a puritanas celebraciones cuando consigamos que la civilización impere sobre la barbarie.
Por eso, para que penetre bien el miedo en nuestras fofas entrañas, los medios repiten machaconamente los mensajes y las imágenes. Los terroristas son incontrolables e incomprensibles. Son lobos solitarios, nihilistas, perturbados, con afán de notoriedad o bien son instrumentos en manos de redes subterráneas que les lavan el cerebro para que obedezcan ciegamente su mandato destructivo. En cualquier caso, preferiríamos que fueran absolutamente extranjeros, para poder dejar en las tinieblas cualquier reconocimiento de lo humano. Pero son nuestros vecinos, cualquiera de ellos. Son imposibles de reconocer, porque, como dice la tele, puede ser un devoto musulmán, un juerguista que no pisa la mezquita, un barbudo abstemio, una mujer que fuma y bebe, un chaval con pinta de empollón,... Los testimonios se repiten: hasta ese momento todo el mundo pensaba que ese muchacho era “normal”. Lo que queda claro es que no estamos a salvo en ningún sitio, por eso se necesitan medidas excepcionales. Y sumisamente aceptamos cacheos, toques de queda, grabación en la calle, espionaje en nuestros ordenadores,…, lo que sea necesario en este perpetuo estado de emergencia nacional, porque los ciudadanos decentes no tenemos nada que ocultar.
En todo esto no hacemos más que repetir un esquema ya vivido, aunque olvidado. Nos cuesta recordar que en los últimos años los atentados se han multiplicado: Nueva York en 2001, Madrid en 2004, Londres en 2005, Toulouse en 2012, Londres y Boston en 2013, Ottawa y Sidney en 2014, Túnez y la playa de Susa en 2015, París en enero y noviembre de 2015, Rusia en 2015, Bruselas 2016 o Niza en julio de 2016…, señalando solo algunos de los que se han realizado en nombre de Alá. Y tras un atentado se pone en marcha automáticamente el paquete completo de medidas de los países democráticos: escalada del miedo, control policial y ataque militar a un país que ya se encuentre desestabilizado o en plena guerra (sea cual sea la causa de ésta). Para poco a poco conseguir alojar el miedo en nuestras mentes, con un goteo constante: nuestra forma de vida, nuestra vida misma, está en peligro.
Y los políticos, independientemente de la tradición socialdemócrata o liberal a la que pertenezca, nos aleccionan para evitar cualquier reflexión moral que ponga en duda sus decisiones. Así en noviembre de 2015, y tras la muerte de 132 personas en París, tanto Mariano Rajoy como François Hollande repetían el mismo discurso, que venía a decir “nadie quiere ir a la guerra, pero no podemos permitirnos ser ingenuos. El enemigo está a las puertas y si no nos defendemos entonces seremos aún más vulnerables”. Y con esta argumentación “sin fisuras” nos empujan al odio religioso, cultural y étnico. Las pruebas de la crueldad del enemigo de occidente son evidentes, su deseo de hacernos daño es proclamado en numerosos mensajes, así que debemos actuar rápido y sin piedad. Nuestra policía vigila, espía y detiene a cualquier sospechoso. Nuestros soldados parten constantemente a la lucha por la libertad y la justicia.
Mientras tanto, no entendemos nada y no pensamos mucho. El pánico superficial bloquea cualquier intento de rastrear en profundidad los mecanismos mentales de los terroristas, no queremos ni preguntarnos qué razón lleva a una persona que vive en el mejor de los mundos posibles a asesinar a decenas de personas e inmolarse. Aventuramos hipótesis al bobo estilo de un brainstorm y pensamos que deben ser monstruos, estar drogados, ser dementes u odiarnos profundamente. Los han hipnotizado, seducido, lobotomizado y convertido en armas humanas sin corazón. No sabían lo que hacían, no podían ser conscientes del dolor que iban a generar o, peor, les daba igual ese sufrimiento o, aún peor, disfrutaban con la idea del daño que iban a causar. Porque lo planificaron para causar el máximo daño posible con los limitados medios que podían alcanzar. Y, llegados hasta aquí, si hemos sido capaces de pensar todo esto, yendo más allá de las escenas, los montajes televisivos y las estupideces varias de los medios. Es más, si somos capaces de pensarlo unos minutos y en silencio. Entonces es cuando el miedo de verdad va creciendo, porque aquello que ha convertido a estas personas en terroristas es verdaderamente incontrolable y nuestra sociedad no puede ni por asomo subvertirlo.
El problema verdadero, el que pervivirá cuando hayamos volado en pedazos al último fundamentalista religioso del planeta, no está alojado a miles de kilómetros de aquí, sino en nuestro propio seno. Tras el final de la lucha de clases y el triunfo del capitalismo del bienestar, se ha establecido la descomposición social más abrumadora. Los jóvenes tienen que vivir con trabajos mal pagados o sin trabajo, con una educación estandarizada y monótona, marginados en barrios de hormigón, sin espacios en los que reunirse, sin opciones de ocio más allá de los videojuegos y el fútbol,..., estancados en el discurso de una crisis que se ha vuelto crónica. Cada uno de nosotros está solo en la sociedad del capitalismo masmediático, con una subjetividad arruinada, con una interioridad expuesta en las redes sociales, con una existencia banal y repetitiva, entretenidos en la sucesión de pseudo-acontecimientos estúpidos y cíclicos; sin tiempo, ni espacio; acelerados, estresados y aburridos. Por fin carecemos de ideología (¡quién nos iba a decir que la echaríamos de menos!) o de guías espirituales, pero con esa liberación no hemos ganado en autonomía, sino al contrario, nos hemos vuelto más dóciles, pues carecemos de capacidad para reflexionar críticamente o de reflexionar a secas. Igual que se nos han atrofiado la inteligencia, la memoria y hasta la imaginación.
Los huérfanos que estamos pariendo necesitan un guía, sus cuerpos anhelan el temblor de una vida verdadera, sus mentes buscan un sentido. No todos van a conformarse con el consumo cibernético, buscan más, algo más fuerte, más vívido, algo que les permita sentir que existen. Los hemos preparado para estar a merced de cualquiera que les ofrezca una experiencia auténtica, aunque sea la de un martirio inefable. Ya no es la historia lo que les aguarda, no son tan ingenuos como para creer que serán recordados en el reino de lo efímero. Tampoco el cielo, esa fastuosa celebración en la que estarían rodeados de infinita belleza y dulzura. Lo que les empuja es un nihilismo firme: matar, destruir y hacerse volar en fragmentos irreconocibles. Y eso es horrible y hermoso a un tiempo, es catastróficamente sublime. Son un fulgor, un fino navajazo en las tripas de una civilización que trata de no mirar la gangrena que se va extendiendo por todo el cuerpo, a partir de una herida imposible de curar.
Volverá a pasar, una y otra vez, de manera más o menos espaciada. Durante un tiempo el terrorismo religioso catalizará ese impulso. Y la guerra que ha comenzado nos permitirá exorcizar parte del miedo y no afrontar los verdaderos peligros. Pero aunque ese terrorismo se amortigüe, nadie va a poder frenar la oleada de conversiones, la huida de nuestro banal infierno, la renuncia a nuestros oropeles para buscar esa experiencia única, esa pureza perdida que empuja al ser humano a dar la propia vida por algo que no comprende, que le supera y le emociona.
Frente al malestar, el hartazgo y la frustración, la militancia radical dota de una identidad fuerte, que está uniendo apasionadamente a millones de personas. Los jóvenes ya se han emborrachado, han jugado con las consolas hasta escocerles los ojos, rapeado denunciado las injusticias, manifestado y alborotado hasta quemar el coche del vecino,…, y no ha pasado absolutamente nada. Nada cambia ni mejora, sigue sin aparecer el futuro, sigue la vida acorralada. Entonces ha llegado el momento de ir un paso más allá y destruir este mundo. Occidente no puede competir contra esta lógica ya conocida (no es, ni por asomo, nuestra primera vivencia del terrorismo), no puede ofrecer nada que esté mínimamente a la altura. De hecho, la mayor parte de los ciudadanos capitalistas no somos capaces de comprender ya el interés que pueda tener un acto tan radical cuando se puede aspirar a un Iphone7. Cada persona que se libera del condicionamiento consumista, que busca y que desea, puede volverse contra nosotros. Si son capaces de convertirse en un ejército oscurantista y bárbaro, como el que se está gestando, entonces estamos realmente perdidos.
Pero por ahora nos queda el miedo, avivado continuamente, con decisión y paciencia. Un terror que, tras la catarsis lacrimógena de cualquier atentado, puede unirnos colectivamente. Que dará lugar al odio y a la guerra, a pequeños mesianismos occidocentristas y, finalmente, a puritanas celebraciones cuando consigamos que la civilización impere sobre la barbarie.
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