Delphy y Romito: La violencia masculina contra las mujeres en Occidente
En Estados Unidos durante el año 1999, unas 1.200 mujeres murieron a manos de la pareja o de un ex; entre 60 y 100 murieron en España, en Italia, en Francia, en el Reino Unido y en Suecia. En los países industrializados, entre el 20 y el 30% de las mujeres han sufrido, a lo largo de su vida, violencias físicas y sexuales de la parte de una pareja o marido; y entre el 5 y el 15% lo sufren en el mismo momento de la encuesta. Los abusos psicológicos –insultos, denigración, control de la vida cotidiana– son mucho más frecuentes. Según numerosos estudios llevados a cabo en América del Norte, de 15 a 25% de las mujeres han sufrido una violación o una tentativa de violación durante su edad adulta. Pero si se tiene en cuenta la vida entera de una mujer, hay que tener presente que la mitad de las violaciones sufridas lo han sido durante le niñez o la adolescencia. Uno de los descubrimientos más interesantes de estos diez últimos años –dado que la cuestión ya no se considera sin importancia– es que los agresores son en su mayor parte personas conocidas de las víctimas. Se sabe actualmente que su propia casa es el lugar más peligroso para una mujer o un/una niña. Pero a este descubrimiento de la frecuencia de la violencia en la «vida privada» se añade la toma de conciencia de que, como las feministas lo habían dicho siempre, la noción de una frontera estanca entre espacio –y por lo tanto acto– privado y espacio –y por lo tanto acto– público es artificial: ¿en dónde clasificar las agresiones cometidas en los coches o en la calle (ámbito público) por los ligues o novios, véase los maridos rechazados (ámbito privado)? En un estudio suizo, el 20% de las adolescentes entrevistadas habían sufrido agresiones sexuales, de las cuales un cuarto eran violaciones. Según diversos estudios americanos, alrededor del 10% de las niñas han sido agredidas sexualmente por un hombre de la familia, esta tasa se sitúa en un 5% en una investigación suiza. En Francia, la Enquête nationale sur la violence envers les femmes en France (ENVEFF), plantea una tendencia parecida.
No se puede poner las violencias contra las mujeres en secciones separadas y herméticas: muy a menudo una violencia lleva a otra. Así, lo que se llama «violencia conyugal» no se limita a golpes, sino que incluye muchas veces la violación de la mujer. En Estados Unidos, y se sabe porque las investigaciones se están realizando desde hace más de veinte años, son cerca del 80% de los casos, las mujeres asesinadas por su pareja han sido al cabo de años de violencia conyugal ordinaria y generalmente en el momento en el que ellas han decidido dejar este hombre. Estos asesinatos no son resultado de un «raptus», todavía menos de un «exceso de amor», como a los medios de comunicación les gusta representar el «crimen pasional»; el asesinato es más bien la última expresión de la voluntad de control de un hombre que ve que la mujer se le escapa. Existen también vínculos entre violencia contra las mujeres y violencia contra los/las niñas; la mitad de los maridos que pegan a su mujer pegan también a sus hijos e hijas; más precisamente, la violencia conyugal ejercida sobre la madre es relacionada con –y por lo tanto predictiva de– el incesto padre-hija.
Ante el espectáculo de las violencias masculinas, el sufrimiento y los estragos que causan en las víctimas, pero también en la sociedad en su conjunto, las organizaciones internacionales las han condenado con fuerza en los últimos años. Según las conclusiones de la Conferencia Mundial de las Mujeres de las Naciones Undias en Bejing, en 1995, «la violencia contra las mujeres representa un obstáculo para alcanzar la igualdad, el desarrollo y la paz. Viola, debilita o anula el ejercicio por parte de las mujeres de sus derechos humanos y libertades fundamentales». En 1997, la Organización Mundial de la Salud definió la violencia contra las mujeres como un medio para mantener o reforzar su subordinación, cuyas consecuencias constituyen por añadidura un gran problema de salud y por lo tanto es una prioridad de salud pública. En 2004, Amnistía Internacional se inspiró en la Convención contra las Torturas de las Naciones Unidas para proponer que la violencia doméstica y la violación, incluso realizada por una pareja/marido, sean consideradas como una forma de tortura. En efecto, todos los elementos de la tortura están presentes en estas violencias denominadas «privadas», incluso un elemento esencial, a saber «el consentimiento o la aceptación de un representante de la autoridad pública o de otra persona interviniendo en nombre de ella». Según Amnistía, puesto que el Estado es cómplice de la violencia doméstica: no toma las medidas de protección necesarias, no asegura la igualdad ante la ley de las mujeres y no sanciona los hechos, tiene una responsabilidad proporcional a estos incumplimientos en este caso en estas violencias.
El análisis de Amnistía toca un punto crucial. Precisamente porque el Estado ha legitimado tradicionalmente la violencia masculina contra mujeres y los niños y las niñas, que esta violencia ha permanecido tan invisible durante tanto tiempo. Fue solo por los movimientos de mujeres, primero en América del Norte y en el Reino Unido, luego en otros países, que primero se hizo visible y luego cada vez menos aceptable. Desde la década de 1970, las prácticas feministas, como los grupos de mujeres no-mixtos de autoconciencia y autoayuda, permitieron a muchas de ellas romper el silencio y hablar sobre la violencia sufrida, y así descubran que su situación no era excepcional. Fue a partir de estas experiencias que se crearon las primera líneas telefónicas para víctimas de violación, centros contra la violencia, albergues para mujeres maltratadas. Mucho antes de obtener el permiso para llevar a cabo investigaciones universitarias, fue a partir de la práctica de estas instituciones alternativas que las feministas pudieron dar las primeras cifras sobre la frecuencia de la violencia y permitieron captar la escala del fenómeno. Hoy en día, estas cifras siguen siendo impresionantes: solo en el Reino Unido, en un año, no menos de 32.017 mujeres acompañadas por 22.500 niños tuvieron que buscar su seguridad en uno de estos refugios. En Italia, en un solo año y en la región de Emilia-Romagna, 1.422 mujeres se dirigieron por las mismas razones a un centro contra la violencia.
Parte de lo que ahora se considera, y con razón, como violencia, antes se consideraba como algo legítimo o incluso legal. De este modo, el crimen de honor –la posibilidad de que los hombres mataran a una esposa, hija, hermana, para ser absueltos por considerar que estaban defendiendo su honor– todavía existe en el código penal de muchos países (entre ellos los de Oriente Medio, Turquía y Kosovo). Según UNICEF, durante 1997, cerca de 300 mujeres fueron asesinadas en una provincia de Pakistán por «causa de honor», 400 en Yemen y 100 en Egipto. Que estas mujeres y niñas a veces fueron asesinadas porque fueron violadas previamente hace que su asesinato sea aún más cruel. Si la identificación entre la «castidad» de las mujeres y el honor de los hombres (« de la familia») tiene sus raíces en muchas culturas tradicionales, es al Código de Napoleón al que le debemos el haberlo introducido en un Código europeo. En Francia, el crimen de honor solo fue derogado en 1975 (en Italia en 1981). La redacción del Código Penal italiano es casi idéntica a la que todavía existe en el Código Penal sirio. Otro ejemplo de la legitimación de la violencia masculina se refiere a «la excepción conyugal»: la violación por parte de un marido de su esposa no se considera un delito, siguiendo el principio de que la esposa no tiene derecho a «rechazar» –ya no se pertenece a ella misma. La excepción del cónyuge estuvo en vigor en el Código Penal en Francia hasta 1980, en los Países Bajos hasta 1991, en el Reino Unido hasta 1994, Alemania hasta 1997 y todavía existe en 33 estados de los 50 de Estados Unidos.
Otra poderosa estrategia para hacer que la violencia sea invisible es la de la negación: cuando la violencia masculina ya no puede considerarse legítima, se la niega, por ejemplo, acusando a las víctimas de mentir. Esto siempre ha sucedido con mujeres y niños/niñas violadas. En países de tradición anglosajona, la regla legal de corroboration warning requería que los jueces en juicios por violación recuerden a los jurados el riesgo de condenar a un hombre por «la mera palabra de una mujer». Derogado en los años 90, todavía se practica comúnmente. La psiquiatría y el psicoanálisis también han proporcionado instrumentos efectivos para negar la violencia. Así, a los niños y niñas que denuncian la violación paterna a menudo no se les cree, incluso hoy: no han sido violados, pero han fantaseado, porque es, según la doxa psicoanalítica, su deseo inconsciente. Este «deseo del niño/niña» está en el corazón de la construcción teórica conocida como el «complejo de Edipo», que Freud desarrolló después de abandonar su teoría original, o más bien su constatación de que sus pacientes habían sido muy a menudo sometidos a trauma sexual, a menudo incestuoso. Este descubrimiento, que fue recibido con frialdad por sus colegas, hizo que lo abandonara y que lo reemplazara por la fantasía infantil. Más recientemente, la teoría de que las denuncias de abuso sexual paterno se definirían erróneamente cuando es una madre separada quien las emite, aunque no esté respaldada por ninguna evidencia, contribuye a condenar a los niños y las niñas a silenciar y ocultar la violencia y sus autores.
Revelar y denunciar la violencia masculina no solo significa identificar a los hombres que la infligen, sino también cuestionar el sistema patriarcal del que esta violencia es un medio. Desde el punto de vista de la investigación, este es un campo relativamente nuevo, especialmente en países del sur como Francia e Italia. Por lo tanto, no es sorprendente que este campo esté atravesado por controversias a menudo apasionadas, que inevitablemente son a la vez científicas y políticas. Una de estas controversias se refiere a la frecuencia de la violencia, particularmente la violación, que los críticos dicen que está «inflada» por definiciones demasiado amplias o por el llamado «victimismo» de las mujeres. De hecho, el verdadero problema es más bien la subestimación y no la sobreestimación de la violencia. Todos los estudios muestran que algunas de las mujeres que respondieron afirmativamente a las preguntas que describen objetivamente una situación violenta (definido por el Código Penal) contestan negativamente cuando los actos se describen explícitamente como violencia sexual. Están avergonzados o tratan de conceptualizar lo que les sucedió de una manera menos peligrosa para su imagen de sí mismas. Además, en Estados Unidos, los hombres jóvenes entrevistados admiten haber cometido agresiones sexuales con una frecuencia que corresponde a las altas tasas encontradas en los estudios sobre las mujeres. Lo que nos lleva a otra pregunta: ¿Podemos generalizar en «nuestro país» los datos recopilados en otros países? Mientras que en América y el norte de Europa la investigación sobre la violencia comenzó en la década de 1970 y hoy representa un campo muy rico y diverso, en Francia e Italia, este trabajo se empezó a realizar solo treinta años más tarde. Este retraso requiere el uso de datos de estos países. Sin embargo, los resultados de las dos encuestas nacionales francesas e italianas muestran que las tasas de violencia son más bajas que las encontradas en América del Norte. Por ejemplo, según datos de Enveff, el 11% de las mujeres han sufrido al menos una agresión sexual en su vida, mientras que en la encuesta nacional canadiense el 24% de las canadienses habían sido víctimas desde los 16 años. ¿Cómo explicar esta diferencia? Podría deberse a diferencias metodológicas (formulación de preguntas, estructura del cuestionario, modalidades de administración), o plantear las diferencias reales en las tasas de violencia de los dos países; o incluso la mayor reticencia de las mujeres francesas a admitir haber sido víctimas de la violencia; ninguna de estas explicaciones es exclusiva de las otras dos.
Cuantas más investigaciones en el campo de la violencia se desarrollen en nuestros países, mejor sabremos si existen o no diferencias reales de un país a otro. De todos modos, estos estudios ya han resaltado dos conclusiones: la violencia contra las mujeres y los niños y niñas, tanto física como sexual, desafía los límites entre lo privado y lo público; y constituye una de las formas de violencia más frecuentes y menos visibles, así como la menos denunciada y la menos sancionada por la justicia; que las mujeres y los niños y niñas son los menos protegidos de las víctimas de la violencia y los más numerosos (uno explica probablemente al otro) en nuestros países, que sin embargo se enorgullecen de poner el respeto de los derechos humanos al frente de sus prioridades.
Patrizia Romito y Christine Delphy
13 de diciembre de 2015
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