Cuando fue asesinado por Ramón Mercader, León Trotsky trabajaba en una monumental biografía sobre Stalin. Durante décadas, la versión que circuló contenía enmiendas e intervenciones de su traductor al inglés que distorsionaban por completo el pensamiento del revolucionario. Después de una década de arduo trabajo, Stalin, en su versión definitiva, verá por primera vez la luz. Las siguientes líneas recorren el tortuoso camino para que este fenómeno editorial haya sido posible.
Es el verano de 1940. Las lluvias vespertinas empiezan a filtrarse hasta las raíces de las jacarandas. Bajan las aguas del río Churubusco y crecen tumultuosas. En la calle de Viena número 19, en Coyoacán, una casa frente a la apacible arboleda del río se ha convertido en guarida y prisión, en salvación y cadalso. Las ventanas tapiadas después del primer atentado, son un augurio de lápidas predispuestas a lo lejos por la mano del Sepulturero. Los tentáculos del crimen del siglo medran cada noche las altas paredes. De Nueva York han llegado secretarios, seguidores internacionales, guardaespaldas. Ninguna guardia será suficiente para detener un impulso asesino capaz de surcar los mares. En el interior de la casa fortaleza, un hombre llamado León Trotsky, que acaso presiente su falso resguardo, trabaja incansablemente en las páginas de la que será su última obra: una rigurosa biografía de su verdugo, Iósif Djughashvili, mejor conocido como Stalin. El grueso volumen queda sin punto final porque la muerte se interpone a través de Ramón Mercader.
A más de sesenta años de aquel asesinato, Stalin, la biografía —cuyo título en la traducción inglesa es Stalin. An appraisal of the man and his influence—, acaba de ser recobrada luego de una meticulosa investigación que llevó más de una década. Gracias al empeño de Esteban Volkow, nieto del revolucionario ruso, y al trabajo conjunto del editor y traductor Alan Woods y el investigador Rob Sewell, se ha restaurado el manuscrito original en la edición “más completa jamás publicada en ningún idioma, incluido el inglés y el ruso”, según Sewell.
El destino maldito de un libro
Si la muerte de Lev Davídovich Bronstein, o León Trotsky, significó una transgresión de las fronteras hasta ese entonces imaginadas de las purgas estalinistas, también lo fue el saqueo de su último libro. El destino truncado y violentado que tuvo la obra póstuma tiene una extraña semejanza con la forma en que la propaganda de Stalin ensució, en vida, el nombre de Trotsky. Esa continuidad maldita entre vida y obra alimenta supersticiones y creencias. En febrero de 1938, la editorial neoyorkina Harper and Brothers encargó a Trotsky la redacción de Stalin.
Como apunta Volkow, “contrariamente a la opinión de muchos críticos literarios e historiadores, la hechura de esta biografía para nada obedeció a la ira o a impulsos de venganza. De hecho, Trotsky solo aceptó el encargo a regañadientes. Su mayor interés estaba en concluir la biografía de Lenin, que ya había empezado”. La necesidad obliga: la editorial ofreció pagarle cinco mil dólares a plazos a Trotsky. La misma editorial contrató también al que se encargaría de profanar su última obra y segar la memoria, la dignidad de un trabajo arduo: Charles Malamuth, un profesor de lenguas eslavas de la Universidad de California, el primer traductor del ruso al inglés que, al morir el autor, se convirtió en editor absoluto de la obra, y en dueño y señor de sus páginas.
La pluma-piolet de Malamuth
La primera publicación estaba prevista para 1941, pero las vicisitudes de la guerra interrumpieron su circulación: el gobierno de Estados Unidos intervino; no era momento de darle un golpe a la imagen de Stalin, el territorio soviético acababa de ser invadido por el enemigo común, los nazis. Para 1946, el inicio de la Guerra Fría dio pie a la primera edición. Sin embargo, ahí aparecían ya los “arreglos” de Malamuth; la primera parte, casi acabada por Trotsky, no sufrió tantos daños como la segunda. Así lo explica Rob Sewell: “la incompleta parte segunda, que incluso en la versión mutilada que se publicó contenía material extremadamente interesante, se vio empañada por las adiciones de Charles Malamuth. Esto no era simplemente material de transición, como él mantiene, sino que ciertos capítulos contenían párrafos enteros que contradecían claramente la línea política del libro”. Desde la edición de 1946, Natalia Sedova —viuda de Trotsky— y su abogado, Albert Goldman, intentaron por todos los medios detener la publicación. Lo mismo ocurrió cuando en 1967, ya fallecida Sedova, la editorial Stein and Day publicó otra edición, igual de injuriosa, con prólogo de Bertram D. Wolfe. Los herederos de Trotsky perdieron el caso en los tribunales. Cualquier esfuerzo por resarcir la integridad de la obra fue en vano, hasta el día de hoy.
Siguiendo a Volkow, Sewell y Woods, los agravios de Malamuth se repitieron desde el comienzo de las entregas de los primeros capítulos. Hacia finales de 1938, Malamuth ya había mostrado la obra a terceros sin permiso, inconsciente de su valor histórico y de los riesgos que enfrentaba su autor. Al enterarse, Trotsky enfureció, lo cual no era del todo exagerado para el peligro que corría. “La indignación de Trotsky frente a esta indiscreción reflejaba su profunda preocupación por la seguridad y el temor a que el manuscrito de Stalin cayera en manos equivocadas. En aquella época el peligro era real […] Los agentes estalinistas ya habían logrado prender fuego a su casa en Prinkipo, Turquía, donde algunos de sus manuscritos y documentos fueron destruidos”, recuerda Sewell. La cacería del Directorio Político Unificado del Estado buscaba la tabula rasa: acabar con el hombre y de paso hacer cenizas su memoria y sus escritos. Trotsky estaba totalmente en desacuerdo con que le hubieran asignado a semejante traductor: “Malamuth parece tener al menos tres cualidades: no sabe ruso; no sabe inglés; y es tremendamente pretencioso”.
Interpolaciones tramposas
Al morir Trotsky, la editorial Harper and Brothers, dueña de los derechos, permitió que Malamuth trabajara a su antojo y tomara decisiones importantes sobre la integración de los borradores. Se dio el lujo de hacer largas interpolaciones, añadidos y comentarios. Un ejemplo de esto nos lo da Sewell, igualmente indignado, sobre la reescritura del capítulo 11, titulado “De la oscuridad al triunvirato”: “De las aproximadamente 1,200 líneas de este capítulo, el 62% son de Malamuth y el 32% de Trotsky. No hay una sola palabra de Trotsky hasta después de siete páginas y media de Malamuth. ¡Todo esto se hizo pasar en la nota del editor simplemente como un ‘comentario’ esencial para la ‘fluidez y claridad’!”. Otro caso de interpolación grave lo trae a colación Alan Woods: “[Malamuth] describe la Revolución de Octubre como un ‘golpe de Estado’ […]. Usar la expresión ‘golpe de Estado’ en este contexto constituye una grave distorsión de las ideas de Trotsky, un claro ejemplo de cómo Malamuth intentó introducir sus propias ideas en el texto de Stalin —ideas que entran en total contradicción con la intención del autor—”. Además, y para acabar de demoler su legado, Malamuth introdujo sus comentarios y remedos con corchetes imprecisos, engañosos, en los que se confunde, demasiadas veces, si quien escribe es Trotsky o bien su tramposo traductor. En esta historia, por lo tanto, el viejo profesor Charles Malamuth, fallecido en 1965, ejemplifica mejor que nadie el adagio italiano, ese lugar común sobre el arte de traducir: traddutore-tradittore. Los comunistas de cepa, tras la muerte de Stalin, lo atacaron por ser un trotskysta. Los trotskystas también lo consideran un traidor. A lo sumo, parece evidente que Malamuth es casi el Mercader del legado de Trotsky: se infiltró en sus páginas y les asestó un horrendo pioletazo, cuya herida quedó abierta durante más de sesenta años.
Enmendar el libro
Por la complejidad de la edición, el trabajo de archivo que realizó Rob Sewell, supervisado por Alan Woods, es una tarea titánica. Tuvieron, en efecto, que desconstruir el libro para volverlo a armar pieza por pieza. En julio de 1940, el azar y la premonición invisible de la muerte hicieron que Trotsky resguardara sus escritos, enviados al archivo de la Biblioteca Houghton en la Universidad de Harvard. El archivo comprende unas 172 cajas de material variado: notas, artículos, correspondencia, fotografías. “Solamente de los años comprendidos entre 1929 y 1940, periodo que abarca los años de su exilio de la Unión Soviética, el archivo contiene unos 20,000 documentos, entre los que incluyen alrededor de 4,000 cartas”, precisa Sewell. Entre ellas, él mismo halló, en 2003, los Manuscritos Harper, unas 9 cajas que contenían todos los archivos originales. A partir de ahí se pudo reconstruir íntegramente la primera parte del libro y reordenar la segunda cronológicamente. Así es que los cambios importantes se encuentran en esa segunda mitad y en un buen número de apéndices como “El Termidor francés” o “Stalin como téorico”, entre otros. Si el trabajo de Rob Sewell y Alan Woods logró enmendar al fin Stalin, debemos tomar en cuenta las palabras de este último: “Nadie podrá decir que ha producido la edición definitiva de Stalin. La obra estaba inacabada el día del asesinato de Trotsky y permanecerá inacabada para siempre”.
Además de reconstruir tantos capítulos, cabe decir que esta versión ha buscado respetar lo más posible el estilo literario de Trotsky. Stalin viene a colmar un cierto vacío en la literatura política marxista del siglo XX, y a poner de relieve una indagación histórica llevada por una precisa pluma. La calidad de la escritura era fundamental para Trotsky, como lo afirma en su introducción: “Hitler insiste especialmente en que solo la palabra elocuente distingue al líder. Nunca, según él, puede influir ningún escrito sobre las masas como un discurso. […] Este criterio de Hitler se basa en gran parte, sin duda, en el hecho de que no sabe escribir. Marx y Engels adquirieron millones de seguidores sin recurrir en toda su vida al arte de la oratoria. […] A la hora de la verdad, el arte del escritor tiene más importancia porque hace posible la unión de profundidad con el punto más elevado de la forma. Los dirigentes políticos que no dominan más que la oratoria, son invariablemente superficiales”. El punto elevado de la prosa de Trotsky llega cuando nos acerca, por ejemplo, a la realidad georgiana de finales del XIX: “En 1883, cuando Soso [Stalin] iba entrando en su cuarto año de edad, Bakú, la capital petrolera del Cáucaso, estaba unida por el ferrocarril con el puerto de Batum, en el mar Negro. A su espina dorsal de cordilleras asociaba la región otra de ferrocarriles.
Después de la industria del petróleo empezó a crecer la del manganeso. En 1896, cuando Soso comenzaba a soñar con el sobrenombre de Koba, surgió la primera huelga en los talleres ferroviarios de Tiflis”. Trotsky siempre fue un defensor de la palabra precisa, la destreza de las formas apropiadas, la claridad y la intensidad del pensamiento. Esa misma precisión se la niega a Stalin, quien aprendió a hablar el ruso, “no como un órgano espiritual natural e inseparable de la expresión de sus propios sentimientos y pensamientos, sino como un instrumento artificial y externo para transmitir un misticismo odiado y extraño. Más tarde, aún tuvo menos ocasión de identificarse con el lenguaje o de asimilarlo, de utilizarlo de manera precisa o de ennoblecerlo, porque empleaba habitualmente las palabras para camuflar su pensamiento y su sentimiento antes que para expresarlo”.
Con la publicación de esta versión completada de Stalin, los nubarrones de agravios que pesan sobre Trotsky poco a poco se disipan. A su estudio de Coyoacán vuelve una calma inmóvil. Quedan al fin recogidos los hilos de silencio que tendió sobre esa casa el hombre de acero. Lo que los lectores tendrán ahora entre sus manos es uno de los ejemplos más acabados de lo que pueden llegar a ser los procesos históricos: la herencia intelectual y la búsqueda del pasado, generación tras generación, pueden devolvernos lo que la muerte dejó inconcluso, el día en que un hombre, exiliado a miles de kilómetros, es asesinado mientras su pensamiento se adentra en los misterios de la vida de su verdugo.
León Trotsky, Stalin, completado con material inédito, editado y traducido por Alan Woods, prólogo de Esteban Volkow, investigación a cargo de Rob Sewell, traducción al español coordinada por Ana Muñoz y supervisada por Alan Woods. México, editorial Fontamara [colección Argumentos], 2017, 669 p.
El libro se presentó el 11 de noviembre en la Casa Museo de León Trotsky.
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