El tren de la Revolución de octubre
En 1986 conocí en Moscú a un traductor que había trabajado en Cuba durante la Crisis de Octubre; como hicimos amistad, me hizo un cuento que circulaba entonces, en medio de la perestroika de Gorbachov: “El tren de la Revolución de Octubre”. Lenin había sido el primer maquinista de ese tren, y cuando desde su locomotora no vio más raíles para continuar, se volteó a los vagones, improvisó un entusiasta discurso sobre la importancia de que el tren continuara, y apenas terminada su alocución, todos los pasajeros se bajaron para construir raíles, polines y clavos, que, cantando, colocaron en la vía. Muerto Lenin, Stalin se puso al frente de la locomotora, acomodado como timonel; al ver el fin del camino de hierro, giró hacia atrás y vociferó que todo aquel que no contribuyera a construir la vía, sería pasado por las armas; los viajeros, aterrorizados, construyeron en tiempo récord una buena parte de la ruta pendiente por recorrer. Al morir Stalin, finalmente quedó Jrushov al frente de la máquina principal; cuando le ocurrió lo mismo que a sus antecesores, se levantó de su asiento y reunió a todos los pasajeros: su idea consistía en desmontar los raíles que estaban detrás y pasarlos hacia adelante, de manera que el tren no se detuviera, y así se hizo. Como se sabe, Jrushov fue sustituido por Brezhnev, que estuvo mucho, pero mucho tiempo, al mando de la locomotora; llegó el momento en que se vieron sin raíles delante, y, lentamente fue a los vagones y exhortó: “Camaradas, el ferrocarril está detenido y no tenemos más vía férrea para continuar. Mi plan es que todos se paren, se agarren fuertemente y comiencen a balancearse como si estuviéramos andando”. Al morir en el poder, así se encontraba la situación en la Unión Soviética. Después de varios intentos fallidos en que el primer maquinista se moría de viejo, llegó Gorbáchov y decidió contratar la fabricación de la vía a empresas extranjeras. Mi amigo creía que, con un potencial de autosuficiencia, se estaba dependiendo demasiado del capital foráneo para temas estratégicos de la economía, pues los nuevos dirigentes soviéticos estaban deslumbrados por la tecnología de Occidente. Finalmente, la vía se construyó hacia el capitalismo y no hacia el prometido mejoramiento del sistema socialista.
El humor de los pueblos es un medio de conocimiento de la Historia, mediante las pequeñas historias. He leído ahora textos escritos para conmemorar o analizar la Revolución de Octubre de 1917, que cumple su primer centenario, un breve tiempo si tenemos en cuenta los períodos necesarios para consolidar un sistema o régimen económico, social, político y cultural; sin embargo, muchas de esas lecturas intencionadas o propagandísticas, solo presentan una parte del proceso hasta la fecha y omiten otra zona incómoda o inconveniente a los objetivos del analista, un vicio nocivo, lo mismo para afirmar que para negar su vigencia. Nadie podrá cuestionarse que esta revolución constituyó, no solo para Rusia, sino para todo el mundo, uno de los acontecimientos más trascendentales de la Historia de la humanidad; por primera vez se situaba en el poder un Estado de obreros y campesinos, con la premisa de abolir “la explotación del hombre por el hombre”; los bolcheviques obtuvieron “todo el poder” bajo las consignas de “Paz, pan y tierra”, y la mayoría de los ciudadanos de aquel gran territorio, agotados por la guerra, hambreados, humillados y explotados, lo acogieron con entusiasmo. Tampoco se podrá minimizar la enorme importancia del genio político de Lenin, el primer luchador revolucionario que puso en práctica las ideas de Marx y Engels en condiciones históricas muy diferentes a las concebidas por estos teóricos alemanes.
Vladmir Ilich desarrolló de manera creativa esta experiencia revolucionaria, en situaciones complejísimas, sin desatender la teoría; la madurez alcanzada en ese quehacer político le hizo posible convertir la I Guerra Mundial imperialista en un factor favorable para una revolución a favor de los más humildes. Sus “Tesis de Abril” constituyeron un programa necesario de medidas que, después de persuadir a sus compañeros, lograron el ascenso al poder revolucionario. Casi siempre Lenin estaba en minoría ante decisiones en el contexto de una feroz lucha de clases, el bloqueo y agresiones militares de las potencias imperialistas y las diversas disputas internas con líderes y sectores de marcada complejidad ideológica; pero legó valiosos aportes a la práctica revolucionaria, a veces no muy bien estudiados. Su temprana muerte dejó un escenario muy vulnerable para el crecimiento de otro poder negativo dentro de las filas del Partido Comunista de la Unión Soviética, que en definitiva fue uno de los factores principales para la destrucción de la Revolución: la burocracia. Al frente de ella se colocó quien había tenido un papel menor en la Revolución, pero se las había arreglado para estar siempre: Iósif Stalin.
La figura de Stalin ha sido muy dañina y controvertida, no solo para la continuidad de la Revolución de Octubre, sino para el movimiento revolucionario mundial, no solo por la secuela de errores y asesinatos en la Unión Soviética, sino por los efectos de su pensamiento, que ha lastrado hasta el presente la práctica socialista. Después de la muerte de Lenin, se denominó “marxismo-leninismo” a una doctrina escolástica, esquematizada, saturada de “verdades de fe” y minada por la burocracia que él presidía; convirtió a los partidos comunistas del mundo, a una parte del movimiento obrero internacional y a algunas corrientes de liberación nacional, en sectores periféricos a sus ordenanzas. La III Internacional Comunista, fundada por Lenin en 1919, fue transformada en su VI Congreso de 1928, en un Estado Mayor del “centralismo democrático” que en la práctica era solo centralismo y cero democracia; la “Casa Matriz” de Moscú dictaba para todo el mundo las directrices: reduccionismo obrerista, tesis de la lucha de “clase contra clase”, limitaciones e incomprensiones para alianzas tácticas, represiones de todo tipo…
Las purgas sucesivas en el Partido Comunista de la Unión Soviética daban fe de los castigos para quienes diferían del “padrecito” georgiano. Los crímenes de la década del 30 atestiguaron la perversión del régimen estalinista: Kámenev, Zinóviev, Bujarin y un largo etcétera de compañeros de filas hasta el brutal asesinato en 1940 del revolucionario León Trotsky exiliado en México. Cualquier movimiento revolucionario y anticapitalista que no fuera copia de la Unión Soviética, resultó descalificado y tildado de revisionista. La colectivización forzosa en su territorio, el voluntarismo económico, la persecución a reales o supuestos seguidores del pensamiento trotskista… llevaron al límite la situación interna. A ello se suman, en la arena internacional, los errores cometidos en la Guerra Civil Española y el oportunista Tratado Ribbentrop-Molotov en 1939, un pacto de no agresión entre el Tercer Reich y la URSS ─nueve días antes del inicio de la II Guerra Mundial─, que abandonó el enfrentamiento esencial de la lucha antifascista; este pacto era en realidad un reparto entre Alemania y la Unión Soviética de las “zonas de influencia” en Europa oriental: Polonia, Finlandia, Estonia y Letonia, Bielorrusia y Ucrania. La URSS, con Stalin al frente, se comportaba como una potencia imperialista.
En la II Guerra Mundial la URSS desempeñó un papel decisivo, pero la victoria sobre el fascismo, que salvó al mundo de su hegemonía, se debió fundamentalmente a la heroica resistencia, defensa y ofensiva del pueblo ruso y del resto de las nacionalidades agrupadas como “soviéticas”, y a sus jefes militares; Stalin, a pesar de sus graves errores políticos y militares, se mostró también como un hábil negociador con Occidente, cuyos planes de utilizar a Alemania para destruir a la URSS se convirtieron en un bumerán. La contingencia de la guerra hizo posible que la Unión Soviética lograra prestigio mundial, y al finalizar la contienda los países de Europa del Este integraron el sistema socialista bajo su influencia. La existencia de ese campo socialista logró un equilibrio mundial, mantuvo dentro de ciertos límites la voracidad imperialista envalentonada por los efectos de las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, estimuló las luchas anticoloniales y de liberación nacional en Asia y África, y especialmente la URSS, como potencia nuclear, constituyó un indiscutible factor de contención.
Después de la muerte de Stalin en 1953 se produjo un clima de inestabilidad en la URSS. En febrero de 1956, en el XX Congreso del PCUS, Nikita Jrushov denunció el “culto de la personalidad” de Stalin, pero en verdad había elaborado un informe secreto ─dado a conocer en la época del “deshielo” de Gorbachov─ en que puso de manifiesto la intolerancia, la brutalidad, los abusos de poder y represión de Stalin contra inocentes, llamados por él “enemigos del pueblo”. En medio de la Guerra Fría, Jrushov asumió valientemente esta crítica y la dirección estatal y política soviética dio luz verde a la “coexistencia pacífica” entre dos sistemas opuestos: el capitalismo y el socialismo. No obstante, en ese mismo año, en octubre y noviembre, se sofocó una revuelta estudiantil en Hungría, bajo la acusación de que se desarrollaba una contrarrevolución interna apoyada por agencias de inteligencia capitalistas; este argumento dio las razones para la intervención militar soviética, y a la matanza de manifestantes desarmados; Jean-Paul Sartre aseguró entonces que todavía estaba vivo el fantasma de Stalin. Otro ejemplo de que Moscú no admitía ningún tipo de disensión, fue el distanciamiento y posterior ruptura con China a partir de 1957, que se hizo beligerante en los 60 con la confrontación militar de la Manchuria.
A pesar del entusiasmo de Jrushov, que hasta golpeó con un zapato su mesa en la ONU después del discurso de Fidel en aquel recinto, la Revolución Cubana constituyó una sorpresa y una nueva fuerza revolucionaria incontrolable en el hemisferio occidental: Fidel solo había militado en el Partido Ortodoxo de Eduardo Chibás, considerado por los comunistas cubanos una agrupación política de corte nacionalista. Declarado el carácter socialista de la Revolución en el preludio del ataque a Playa Girón, el desarrollo revolucionario de Cuba se convirtió en una atipicidad teórica y en una herejía práctica, según las doctrinas del “marxismo-leninismo” dogmático. La Crisis de Octubre de 1962 puso públicamente en tensión las relaciones entre la URSS y Cuba, cuando otra vez los soviéticos se comportaron como “gran potencia” y se arreglaron con la “otra”, sin contar con la pequeña Isla para sacar los cohetes del territorio cubano. Después del anuncio del “retiro voluntario” de Jrushov en 1964, con la llegada de Brézhnev comenzó el inmovilismo. Otro momento de crisis fue la intervención de las tropas del Pacto de Varsovia en Praga, en 1968: se esperaba un apoyo “incondicional” de Cuba y recibieron un “apoyo crítico”.
Nunca los soviéticos entendieron el sostén cubano a las guerrillas ni al proceso de independencia de los pueblos africanos. Sus intentos por “sovietizar” a la Isla fracasaron; se suponía que debíamos cumplir ciertas recetas económicas, sociales, políticas y culturales para acercarnos a su estatus de “socialismo real”, una falsa teoría muy divulgada en Cuba por los prosoviéticos, en que deberíamos transitar del “socialismo en lo fundamental” al “socialismo desarrollado”, última etapa en que se encontraba el modelo de la URSS, antesala del comunismo. Sin embargo, sería injusto desconocer lo que significó para Cuba, bloqueada y aislada, la amplia colaboración con la Unión Soviética, y las relaciones comerciales y financieras de nuevo tipo entre un país pequeño y una potencia: créditos blandos, precios deslizantes para el intercambio entre azúcar y petróleo, provisión de equipamiento industrial y para la defensa, suministro estable de alimentos como harina de trigo, leche en polvo o conservas y de diversas materias primas esenciales para no pocas industrias cubanas; becas para estudiantes de disciplinas científicas, artísticas y tecnológicas en universidades soviéticas… Se podía bromear sobre los “bolos”, pero a nivel popular nunca se vieron como “interventores”, mientras existió una simpatía, que pude comprobar in situ, de los ciudadanos soviéticos, al menos los de Moscú y Leningrado, por los visitantes procedentes de la remota “Isla de la Libertad”, tal vez por su propia condición díscola y “respondona”.
El llamado “proceso de reformas” iniciado por Gorbachov se convirtió en un desmontaje del socialismo que marcó un rumbo diferente al declarado, con una supuesta aceleración económica que nunca llegó; la “perestroika”, que implicaba una restructuración del burocrático aparato estatal con funciones anquilosadas, pero sin una sustitución eficaz, y una renovación de envejecidos y mediocres cuadros políticos por otros muy poco preparados; la “glásnost”, que proponía en la práctica una transparencia en la información, y por la falta de cultura en la recepción y la ausencia de estrategia en la emisión, solo provocó amargura, desengaño y frustración; y una “nueva mentalidad” en las relaciones internacionales, que en la práctica se convirtió en una subordinación a la política hegemónica de Estados Unidos. Esta transformación condujo al descarrilamiento del tren de la Revolución de Octubre, no solo porque las líneas se construían bajo la perspectiva capitalista del exterior, sino porque en el mismo tren sus viajeros habían insuflado demasiada presión a una caldera que explotó.
El partido que había fundado Lenin en la Revolución de Octubre fue desactivado por un decreto y sus millones de obedientes militantes lo aceptaron; la explicación es muy sencilla: ese no era el partido de Lenin, ni tampoco esos eran aquellos militantes. Asistí en Moscú a la presentación de la película Arrepentimiento con una amiga que me traducía al español; la escena en que llegaban desde Siberia unos troncos de árboles a una estación de ferrocarril, bajo la búsqueda ansiosa de mujeres y jóvenes para ver si podían encontrar en aquella madera algún mensaje de sus familiares castigados, provocó un sollozo generalizado en el cine. Parecía como si se removieran viejos sucesos silenciados que la historia oficial quiso sepultar; hubiera sido como si al presentar un caso del macartismo en un cine en Estados Unidos todos sus asistentes gimieran, un suceso imposible porque la maquinaria ideológica del capitalismo ha sabido perfectamente qué ocultar y qué no. Me di cuenta de la pericia capitalista en el uso de la información y la comunicación, y de la torpeza del socialismo para encubrir la Historia. El impacto de la demolición de la verdadera práctica socialista fue nefasto para las izquierdas mundiales hasta nuestros días.
A cien años de aquel Octubre, habrá quienes solo destaquen el “asalto al cielo”, desconociendo sus posteriores y dramáticos derroteros. Habrá también quienes solo reparen en los “excesos” de los primeros meses revolucionarios, como si todas las revoluciones no los cometieran; en las atrocidades del estalinismo, en los largos años de inmovilismo, o en la implosión de aquel socialismo bajo la acción erosiva del capitalismo mundial y de sus burócratas, metamorfoseados muy pronto en oligarcas. La Revolución de Octubre es mucho más. Fue un proceso tan complejo e intenso, que movilizó millones de conciencias en todo el mundo, demostró que un mundo mejor que el hasta entonces conocido era posible, que los “esclavos sin pan” podían guiar el tren, electrificar en pocos años un vastísimo territorio, desarrollar una industria pesada y energética de primer orden, convertirse en científicos de talla mundial, en músicos disputados por los mejores escenarios, en excelsos bailarines, en exitosos deportistas… Podían, en solo cuarenta y cuatro años, pasar de la servidumbre feudal a la conquista del cosmos. Cien años es un breve, brevísimo lapso en la historia humana: el tren de la Revolución de Octubre sigue buscando vías férreas para andar el largo camino de la emancipación.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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