miércoles, 29 de mayo de 2019

Capitalismo y fascismo del pensamiento cotidiano Jorge Alejandro Suárez Rangel Rebelión

El capitalismo es un sistema social y de pensamiento, basado en el consumo y la confianza religiosa en las leyes del mercado. Es una conducta adquirida por los comerciantes medievales, que desembocaría en un individualismo generalizado y cruel.
A la luz de un evidente regreso de los extremismos de derecha, me permito recordar, como recomendaba Brech, los orígenes capitalistas del fascismo. 
Anonimato y lucro
El comercio, como instrumento de poder, debe haber surgido en las condiciones más adversas: cuando aún los monarcas militares y los ejércitos mercenarios dominaban la vida cotidiana de forma directa, y no a través de filtros políticos como ocurre ahora. Los pequeños comerciantes ambulantes de aquella época, deben haber estado amenazados por soldados, piratas y caballeros andantes que, pretendiendo representar la justicia, imponían duras cuotas sobre cualquier lucro que se atravesare en su camino. Aquellos comerciantes, al contrario de los juglares y los cómicos de la legua, que padecieron la censura y el castigo del absolutismo, deben haber optado por la mayor cantidad de anonimato. Un anonimato dócil y honesto que se conformaba con tener la libertad de lucrar para así poder obtener los medios de vida. Su docilidad, adquirida a garrotazos, les convertiría en una subespecie humana, hermanada con los roedores (los verdaderos expertos del lucro anónimo).

Los extremos se juntan

Aquellos comerciantes, los primeros proto capitalistas, deben haber estado arraigados a principios católicos europeos, como la bondad y el sacrificio; se trataba de buenas personas, aunque no en el sentido maniqueo, sino más bien paradójico. Pues no son lo mismo la bondad y el sacrificio que se ofrecen, de manera espontánea, frente a situaciones inesperadas, que la bondad y el sacrificio como resultado de una obsesión compulsiva. En el primer caso, la bondad y el sacrificio son accidentes que han de ocurrir en algún momento fuera del control del sujeto y se ubican en el plano divino. El segundo caso obedece a la neurosis, a una patología que nos hace creer que podemos controlar el destino con herramientas mundanas. En el primer caso, la bondad es una virtud otorgada por la altura divina, como una sabiduría milagrosa; en el segundo se trata de una meta obligada, que se ha de obtener a cualquier costo. La bondad y el sacrificio pueden situarse en un punto medio o, bien, al extremo de la bondad, donde se mira la paja en el ojo ajeno, porque el auto sacrificio es la justificación para sacrificar a los demás, en una realidad cruel a la que todos han de someterse.
Especulación
Los comerciantes anónimos asumen el anonimato porque se sienten en peligro; son víctimas de la agresión del mundo, aunque prefieren no enfrentarlo, pues no creen que sea posible cambiar ese mundo; se han rendido y han abandonado las filas de sus semejantes, con la esperanza de que aquellos se rindan también. En tanto que observan que hay pocas oportunidades de salvarse, deciden salvarse a si mismos y dejar que los demás se las arreglen como puedan. No hay espacio para la solidaridad; acaso, para la alianza con gentes que ayuden sin exigir mucho. Desprecian las formas de organización familiares y/o amistosas, prefiriendo las alianzas comerciales: las sociedades. Son socios que especulan con la realidad y la moral, acomodándolas a sus intereses inmediatos. La realidad es su argumento favorito: afirman que el mundo es como es, que no puede cambiar y, al mismo tiempo, intentan imponer su visión de la realidad: su monopolio de la verdad, pues la realidad es un objeto inflexible e in maleable, guardado en una cabeza dura. No se dan jamás permiso de aceptar los argumentos de un adversario. Es difícil convencerlos, pues se trata de negociadores dispuestos a regatear sin tregua; lo único que contenta su necedad, es la sensación de haber obtenido una ganancia.
El progreso
El lucro es una de las motivaciones de la tiranía y el poder, sin embargo hubo una época en que este se acompañaba de la fama, en que los generales y los monarcas eran precedidos de su fama, como garantía del poder que ejercían. La fama era tan importante, que había especialistas encargados de mantenerla en forma: así, cuando un militar resultaba ser demasiado despiadado, se contrataba a un poeta que hablara de su dulzura oculta y su buen corazón; cuando, en cambio, el heredero al trono salía demasiado idiota o débil, se servía de los servicios de un biógrafo para hacer públicas sus hazañas, cometidas durante batallas en países lejanos. Tras la decadencia del modelo monárquico, la fama se convirtió en un estorbo y en un peligro para quien ostentaba el poder, a causa de las revoluciones y las guillotinas.
Con las revoluciones se abrió un marco de oportunidad para aquellos que saben convertir los momentos de crisis en ocasión para la inversión y la ganancia. Fue la oportunidad ideal para la entrada del capitalismo. La fama se volvió en contra de sus dueños y se puso a favor del nuevo modelo de dominación y poder, pues el espíritu anónimo de la burguesía, prefirió mantener el foco lejos de si, en provecho de la propaganda.
Los antiquísimos vicios aristocráticos permanecen hasta nuestros días, modulados por el uso de cada época. Los capitalistas trasladaron la fama a las revistas y se sirvieron de ella para exhibirse, sin embargo dejaron que el foco principal brillara sobre un señuelo: ídolos populares que representan al pueblo, figuras de cartón que dejan grandes ganancias a la industria del espectáculo. El odio que producen la pobreza y la explotación, fue desviado hacia los gobernantes: hacia los representantes del poder, quienes, por su parte, desviaron la atención en contra de sus rivales electoreros, creando un efecto de espejos, aderezado con demagogia, que jamás apunta en dirección del complejo industrial militar (los verdaderos dueños del poder, ocultos detrás de las cortinas). Los representantes democráticos entraron al reparto de la representación manipuladora, responsable de formar un pueblo a imagen y semejanza de los capitalistas; con sus vicios de conducta, sus mitos y sus fobias.
Los capitalistas, basados en la arbitrariedad de su moral y su patológica visión del mundo, crearon un sistema social, donde los valores largamente formados, a través de la historia del pensamiento humano, fueron sustituidos por primitivos derivados de la supervivencia y la adaptación. Adaptarse significa formarse en la fila de la meritocracia y esperar a que se desocupe un lugar. Los lugares no son nunca suficientes, por lo que la línea avanza a un ritmo muy lento y es muy probable que jamás se obtenga una vida digna. Sin embargo los bien portados pueden aspirar a las sobras de la comida, la ropa de segunda mano y los muebles viejos.
Zeitgeist
Las promesas utópicas, el deseo de sentarse en un cómodo sillón frente al televisor y la posibilidad de poder ir al supermercado a comprar lo que sea en el momento que sea, fueron motivación suficiente para convertirnos a todos en fascistas.
Los fascistas se paran junto a la ventana de sus propiedades privadas y, desde ahí, observan su pequeño reino; ven pasar la gente; lanzan juicios y sentencias, pero no quieren profundizar ni discutir sus razones; aborrecen la filosofía porque los desnuda de inmediato. Se asumen conservadores y tradicionalistas; confunden la tradición con la xenofobia y el espíritu conservador con la intolerancia; se niegan a aceptar que, para conservar las tradiciones y todo el tejido comunitario, es necesario luchar. No creen que la justicia está en que se repare el daño, sino en que se imponga daño a los demás y beneficio para ellos mismos. Anteponen el lucro a la lucha y el individualismo a la colectividad. Los fascistas jamás ayudan de forma desinteresada, pues creen que un acto de caridad puede confundirse con una responsabilidad adquirida, una maldición que ha de perseguirlos por toda la eternidad. Escuchan más a sus fobias que a cualquier instinto natural o pensamiento crítico; cambian el sentido de las cosas y su significado. Confunden las teorías darwinistas con sus propias conclusiones primitivas, acerca de la ley del más fuerte (donde los fuertes lucran con el trabajo de los débiles). Y, por sobre todo esto, tienen la capacidad de descalificar a cualquiera que se encuentre en una posición vulnerable: los extranjeros, los desempleados, los pobres, las mujeres, etc; los vulnerables son la válvula de escape, sobre quienes se desahoga la frustración de tener que aceptar, con bondad y sacrificio, todo aquello que no se deja pisar.
Mediocridad
No te sorprendas si te identificas con muchas de las conductas aquí enunciadas, todos somos individuos consumidores, modelados por la cultura capitalista. Odiamos, por ejemplo, la mediocridad, pero en muchas culturas antiguas mediocridad significaba punto medio, templanza de espíritu, equilibrio y era considerado como una virtud, aunque los fascistas, en su extremismo, odien la mediocridad, el punto medio y el equilibrio. Más allá de todas las calificaciones y descalificaciones anteriores, hay que remarcar que el extremismo es desequilibrio, inclinación que mueve la balanza en favor de la enfermedad mental. Los fascistas son sujetos capaces de apoyar una guerra y hasta un genocidio, siempre que un meme con seis palabras los convenza de que será en provecho de su modo de vida. El fascismo no es una película de Hollywood ni una historia de la segunda guerra mundial; es nuestra realidad cotidiana. Para erradicarlo del mundo, debemos comenzar por erradicarlo de nosotros mismos.


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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