El mercado no es el demonio, pero tienta.
Muchas veces saca lo peor de nuestros instintos primarios: enajena el
altruismo, la solidaridad, la voluntad justiciera. El mercado nos
adentra en la selva de un “vale todo” donde vamos dejando,
entre los ramajes, ripios de los valores con que aprendimos, en el
proceso revolucionario, que la cultura no constituye un medio de vida,
sino un proyecto de plenitudes no traducibles a valores monetarios.
El mercado convierte al rico en miserable y
también viceversa. No eleva la condición moral, pero determina la
capacidad adquisitiva y, en consecuencia, el empoderamiento fomentado
sobre la base de sacar ventaja de coyunturas y oportunidades.
Entraña riesgos, eleva cumbres y profundiza hoyos; te saca a flote o te
hunde.
Tras la remodelación de las pautas
económicas sobre las que opera nuestra nación, el comportamiento
ciudadano mutó. En la búsqueda de una eficiencia que nos permita
concretar los ambiciosos proyectos sociales inherentes al socialismo,
el mercado se nos coló en la vida y, según creo, no hemos sabido vadear
con total eficacia las trampas y atolladeros por donde nos obliga a
transitar.
En muchos foros de debate cultural he
escuchado que no debemos demonizar al mercado, porque estamos obligados a
convivir con él en aras de salvar la totalidad del proyecto
revolucionario. Correcto. Pero no puedo evitar interrogantes:
¿Lo esencial se salva con mutilaciones? ¿Debemos dejar que el mercado
nos demonice a nosotros?
En el terreno de las disciplinas artísticas
el mercado interviene de diversos y tortuosos modos: la música y los
espectáculos, tanto en su relación con el turismo como en la prestación
de servicio cultural-recreativo a la población,
genera desembolsos impensables para la zona de pensamiento y creación
literaria, y para muchas otras de la esfera laboral. Tan desmesurada es
la distancia, que hace que difícilmente nos asumamos —los “mercaderes” y
nosotros— de la misma condición.
La alianza de las figuras de mercado con la
TV y otros medios acapara los protagonismos en la vida pública y
capitaliza la esfera simbólica con mohines pedestres y rimbombantes que
imponen modelos de éxito. Los aparatosos despliegues
de esos performances, a la luz de una concepción humanista, huelen a azufre.
La plástica también se relaciona directa y
luciferinamente con el mercado. A expensas de la obtención de medios
para una vida cada vez más distante de los estatus salariales que el
Estado aún no modifica (sobre todo en nuestro sector)
algunos artistas han abandonado la experimentación, el arte de
vanguardia. Una buena parte redirige sus esfuerzos hacia variantes
menores que se comercializan con mayor facilidad. También hacia
ambientaciones, no siempre felices, cuya tarifa de formación de
precios no guarda relación ninguna con la teoría económica que las
concibe como una expresión del costo más un margen de ganancia.
Si, como han tratado de explicarnos, una
cultura para el mercado es necesaria, en convivencia con otra que solo
persigue la expresión vigorosa y elocuente de las realizaciones, locales
o universales, no nos engañemos unos a otros
(ni a los otros) dándole categoría de promoción de la cultura a lo que
solo es negocio.
Cuando el mercado regula la vida cultural, o intenta regularla, el corta y clava, el
gallo matao casi siempre imponen su estética. Se genera un
consenso entre empleadores y empleados sobre lo que quieren los
turistas, que suponen solo adictos a
La negra Tomasa, Son de la loma o Lágrimas negras, o al caimancito de barro, el cuadro del almendrón, el cuero repujado con la Isla de Cuba, o el pulóver con la imagen del Che.
El artista que se deja conquistar por esos
embrujos, modifica su lenguaje, acude a los espacios de debate con
ínfulas de empresario y metamorfosea el más elevado cónclave en una
especie de sainete grotesco, especie de bolsa de valores
donde se busca atropelladamente apostar de primero por el paquete de
acciones en oferta.
En ¿Tener o ser?, Erich Fromm (primero miembro y luego disidente de la escuela de Frankfurt) nos obsequió un razonamiento de gran valor:
La teoría de que la meta de la vida es
satisfacer todos los deseos humanos fue francamente proclamada, por
primera vez desde Aristipo, por los filósofos de los siglos XVII y
XVIII. Este concepto pudo surgir fácilmente cuando
“ganancia” dejó de significar “ganancia del alma” (como en la Biblia, y
más tarde en Spinoza) y llegó a significar ganancia material,
económica, en el periodo en que la clase media se libró no solo de sus
grilletes políticos, sino de todos los vínculos con
el amor y con la solidaridad, y creyó que vivir solo para uno mismo
significaba ser más y no menos.
[1]
Advierto —y doy por descontado que se
entiende— que no involucro en estas apreciaciones a aquellos que, con su
arte de siempre, sin concesiones, han logrado comercializar su obra y
obtener dividendos. Los más orgánicos mantienen
el vínculo raigal con los presupuestos que los han hecho grandes. Pero,
desgraciadamente, la invasión bárbara nos copó, sobre todo en la época
en que la Uneac como entidad comercializadora no custodió con rigor sus
puertas expeditas para el registro del creador
o tramitaba viajes cuando nadie lo hacía. Valdría la pena indagar por
el nivel de cierta membresía procedente de aquellas «democratizaciones».
El pensamiento despiadadamente pragmático
que se viene imponiendo en la psicología colectiva del cubano, aunque
nos duela, se deriva de lo que en materia de política económica hemos
instrumentado en la búsqueda de una eficiencia
y un bienestar que no acaban de aparecer. La bandera que se arría
anteponiendo lo fáctico a lo esencial, solo con sangre, o pagando una
alta cuota de intereses, vuelve a ondear en lo alto.
Se me quedan fuera de este análisis
elementos como la efectividad real de las empresas estatales encargadas
de comercializar el arte. Cuánto las han dañado la corrupción, el
cohecho, el burocratismo, la falta de transparencia y la
expoliación a los bolsillos de los artistas, son temas que darían para
un recuento descriptivo ahora imposible. Los sectoriales de cultura, con
sus áreas de programación, cabrían también dentro de ese costal.
Del texto de Fromm antes citado propongo también lo siguiente:
Vivir correctamente ya no es solo una
demanda ética o religiosa. Por primera vez en la historia, la
supervivencia física de la especie humana depende de un cambio radical
del corazón humano. Sin embargo, esto solo será posible
hasta el grado en que ocurran grandes cambios sociales y económicos que
le den al corazón humano la oportunidad de cambiar y el valor y la
visión para lograrlo.
[2]
Creo que subestimamos al monstruo. El
caballo de Troya transporta en su vientre miles de tigres. El mercado,
en su variante cubana y socialista, no avanza con el paso deseado
mientras la barbarie barre con todo lo que se encuentra
a su paso. Soy catastrófico a conciencia; no hay “reordenamiento” que
le corte las alas al dragón, que ya viene incinerando demasiados
castillos. No creo en el mercado como nuestra salvación, creo en la
cultura y su acción emancipadora desde el altruismo y
la igualdad.
Creo también —cómo no— en la retribución
justa para el talento y la actividad inteligente. Ojalá la logremos
pronto, sin perder lo que con tanto sacrificio edificamos.
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