Semántica de la violencia
Toda conducta o situación deliberada que provoca, o amenaza con hacerlo, un daño o sometimiento grave a un individuo o una colectividad, limitando sus posibilidades presentes o futuras, se puede definir como violencia. En cualquier conversación entre ciudadanos de a pie, la palabra violencia cumple su función comunicativa, de manera más o menos acertada y aceptable, para nombrar situaciones o conductas agresivas de la vida cotidiana. En boca de gobernantes y tertulianos, en cambio, “violencia” adquiere una elasticidad semántica sin parangón, mutando su función comunicativa por una función insoportablemente manipulativa.
Alguien puede entender como violencia, estructural en este caso, que se limite el acceso a la sanidad con el poder adquisitivo como criterio, que una reforma laboral finiquite la dignidad de millones de individuos, que miles de personas sean expulsadas de sus casas tras ser expulsadas de sus trabajos, que la banca robe (¿hay otra palabra?) con productos como las preferentes o que los gobernantes atiendan los requerimientos de quienes no les votan al tiempo que desprecian los de quienes les votan. En boca de gobernantes y voceros, esto no daña o somete gravemente a los individuos y la colectividad, no es violencia.
Alguien puede entender como violencia, física en este caso, que Ester Quintana, ciudadana con nombre y apellidos, pierda un ojo a consecuencia de un disparo (con pelota de goma, pero disparo) de los mossos de escuadra, que la porra de otro mosso convierta en un manantial de sangre la cabeza de un individuo de 13 años en Tarragona, que un policía tumbe en la Puerta del Sol a una peligrosa activista, Angustias, de 82 años o que los usuarios del metro reciban disparos oficiales en Atocha. En boca de gobernantes y voceros, éstos, e innumerables casos más, son una muestra de la violencia ciudadana cuando se protesta por la violencia estructural soportada.
Alguien puede entender como violencia, verbal e ideológica en este caso, que a la eliminación de la jubilación se le llame envejecimiento activo, que una diputada jalee los recortes a los parados con un sonoro ¡Que se jodan!, que a la imposición de tasas sobre derechos cívicos se le llame gratuidad o que al indecente rescate de la banca indecente se le llame préstamo en inmejorables condiciones. En boca de gobernantes y voceros, esta forma de dañar y someter gravemente a la inteligencia social es una especie de sinónimo de gobernar como dios manda.
Para gobernantes y voceros, lo realmente violento, lo que crudamente daña y somete con extrema gravedad, es que el pueblo proteste, que se exprese, que piense, que se manifieste y defienda de la violencia institucional. La institucional es un compendio de la estructural, la física y la ideológica, que define el significado real de lo que, al amparo de la crisis, sufren los individuos y la sociedad de este país. Cada día hay escenas violentas en los medios de comunicación que, al mismo tiempo, ofrecen obscenas escenas que, a su vez, provocan la violencia que muestran.
Cualquier telediario ofrece la secuencia de un político adusto y engolado anunciando que la dación en pago, por ejemplo, daña al sistema financiero. Le sigue una secuencia con protestas de Stop desahucios o de la PAH ante un domicilio desahuciado, el de algún político o a las puertas del domicilio de la soberanía popular, el Congreso. A continuación, otro político, con voz afectada, señala como violentos a quienes protestan sus decisiones. Por último -común a todas las cadenas-, se ofrecen imágenes de la policía dañando o sometiendo a algún individuo, o cargando directamente contra todo el colectivo que protesta, mientras una voz en off -ésta sí, diferente entre unos y otros medios- comenta la violencia estirando su significado semántico hacia los intereses de cada empresa, hacia el policía o hacia el manifestante.
España vive en un estado de violencia contenida. Cada cual tensa el significado a su antojo. Es aconsejable atender a la función comunicativa. Es imprescindible desechar la función manipulativa.
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