¿Tienen que ver la salud y la educación con la democracia?* Por Carlos Fernández Liria
Hace más de diez años, luego de un viaje a Cuba, el filósofo español Carlos Fernández Liria escribió un ensayo con el título “A quien corresponda. Sobre Cuba, la ilustración y el socialismo” del que tomo este fragmento a propósito del recién pasado Día Mundial de los Derechos Humanos.
Intentaré, pues, centrarme en anécdotas y detalles empíricos que llamen la atención –al fin y al cabo, algunos ya nos hemos pasado media vida negociando con razones para hablar de Cuba.
Por ejemplo, un detalle pintoresco: los dientes de la gente. En Cuba, llama poderosamente la atención que su población, casi sin excepción, tiene los dientes sanos. Probablemente algo más sanos que en España, pero, para alguien que, como yo, ha vivido en Chiapas, El Cairo o Túnez y ha viajado por muchos otros países del Tercer mundo, el ver dentaduras cuidadosamente empastadas y vigiladas por un dentista, resulta impactante. Ocurre que el famoso mito de la sanidad cubana no es ningún mito.
He hablado con gente de todo tipo y de muy distintas cataduras y no he encontrado la menor reticencia hacia el sistema sanitario. Ni siquiera me han hablado de listas de espera. En comparación, la cobertura en sanidad del ciudadano medio en EEUU es, sin duda, tercermundista, y la española queda también muy a la zaga. Otra cosa que salta a la vista son los niños, “en la escuela y con zapatos” sin excepción. Ni un solo niño descalzo o mal vestido, ni uno solo pidiendo limosna, ninguno desnutrido.
Tanto se ha repetido que Cuba presenta uno de los índices de analfabetismo más bajos del planeta que la cosa parece propaganda. Ahora bien, es un milagro poco habitual esto de que en Cuba se pueda hacer propaganda diciendo la verdad. La población cubana es culta y está sana. Estos dos tópicos mil veces repetidos tienen la particularidad de que son ciertos. Y lo que se impone no es encogerse de hombros diciendo que eso ya lo sabe todo el mundo, que no hay que ir a Cuba para descubrirlo.
Muy al contrario, al llegar a Cuba sorprenden, ante todo, los efectos empíricos tan poderosos que tiene eso de que la población sea culta y esté sana. ¡Hay que verlo para creerlo! Aquí, la evidencia empírica tiene la virtualidad de corregir muy eficazmente algunos malos planteamientos del problema.
Por ejemplo, ese de que si bien “nadie pone en duda los logros en sanidad y educación”, eso no disculpa la ausencia de democracia y de participación ciudadana, la falta de libertad de expresión, la militarización ideológica de las conciencias, etc. Se trata de un mal planteamiento que suele enmascarar el hecho de que la salud y la educación tienen mucho que ver con la democracia y la libertad, porque son, en realidad, su presupuesto imprescindible.
La salud y la educación son el principal activo del que un pueblo puede disponer para la práctica de la democracia, aunque es verdad que uno no suele darse cuenta de ello hasta que no se da empíricamente de narices con evidencias como la realidad cubana. Lo importante es que es muy difícil cerrar la boca a un pueblo sano y educado. Ya que estamos hablando de impresiones empíricas: en Cuba no llama la atención la ausencia de democracia, sino todo lo contrario; uno tiene la sensación de vislumbrar, más bien, lo que podría ser un ejercicio democrático efectivo y regular. Más que nada, por lo culta que es la gente y por lo muy acostumbrada que está a argumentar y ver argumentar… incluso, por cierto, a su Jefe de Estado, cosa, desde luego, que se ve muy raramente en este mundo. No creo que haya habido en la historia muchas otras sociedades en las que el espacio político y la argumentación estén tan vinculadas como en Cuba.
Los ciudadanos de nuestras democracias parlamentarias, por ejemplo, no se representan –y con toda la razón- al Parlamento como un espacio para la argumentación y la contrargumentación, sino como un espacio para la negociación de intereses entre distintas facciones de una casta especial, la de los políticos, que es, a su vez, una especie de correa de transmisión de grandes corporaciones económicas que dirimen en el espacio político sus correlaciones de fuerzas, de las cuales depende, en realidad, todo lo verdaderamente importante. De ahí que, excepto en casos muy puntuales, la población no espera de sus representantes políticos que razonen, sino más bien que defiendan con éxito determinados intereses específicos.
Por supuesto que, para ello, es mucho más fundamental la propaganda que la persuasión racional, y así lo entiende todo el mundo en cada campaña electoral. En Cuba, por el contrario, se vincula instintivamente el espacio político con un espacio para la argumentación (incluso cuando se espera que, en último término, salga Fidel y explique lo que ha pasado). Y como lo que se espera encontrar ahí, en la política, son argumentos, resulta que, contra lo que suele creerse, la penetración del adoctrinamiento ideológico en la conciencia de la ciudadanía cubana es mínima. Al fin y al cabo, la Ilustración tenía razón en eso: una mente acostumbrada a razonar es una mente mayor de edad, que acepta difícilmente la sumisión ideológica.
En comparación con Cuba nosotros estamos acostumbrados a niveles de Ilustración de muy baja intensidad, en los que las posibilidades de control ideológico son mucho más creíbles. Se dicen cosas como que el apoyo de la población cubana a Fidel Castro no resulta más significativo ni relevante que el apoyo al franquismo que indudablemente caracterizó a una mayoría del pueblo español en los años sesenta. Hace falta sumergirse en la madurez cultural de la población cubana para advertir el absurdo de esta comparación.
La atmósfera de la ciudadanía cubana es increíblemente transparente. En comparación con ella, los ciudadanos europeos respiramos un aire público muy cargado ideológicamente, viciado hasta límites sofocantes. La ausencia de razonamientos políticos, entre nosotros, viene a ser ocupada por una sobrecarga de tejemanejes ideológicos –aquel “macizo ideológico” del que hablara Althusser- que sumen al ciudadano en una especie de minoría de edad inducida. No se ha reflexionado lo suficiente, por ejemplo, sobre el hecho de que las calles y la televisión cubanas están limpias de publicidad.
En realidad, esta es una de las cosas que más llaman la atención, como si en Cuba uno estuviera sometido a un fenómeno acústico paranormal. Se tiene la sensación de que en Cuba reina un misterioso y enigmático silencio. Se dirá lo que se quiera, pero ese silencio no puede ser malo para la inteligencia; y de hecho, frente al contraste cubano, uno se pregunta alarmado cuánto daño hará a nuestra inteligencia ese bombardeo publicitario tan inusitadamente infantil y ridículo al que estamos sometidos desde que nacemos en los países capitalistas.
El vocerío ideológico en el que se educan nuestras conciencias actúa muy eficazmente como una especie de escuela invertida, generadora de minoría de edad y deficiencia mental. Y es precisamente por eso por lo que la sociedad cubana nos parece, a nosotros, una sociedad adoctrinada. No estamos acostumbrados a ver circular razones en el espacio público, porque no estamos acostumbrados a una ciudadanía mayor de edad, de modo que toda argumentación nos parece paternalista. Es increíble, por no decir de risa, lo fácilmente que hemos caído en la trampa de asociar el ejercicio de la razón a un lavado de cerebro.
Por lo visto, de una mente vapuleada por la publicidad y la televisión basura, se puede esperar que, de natural, razone madura y críticamente; mientras que de una mente esculpida por razonamientos sólo puede esperarse sumisión. Ya no hay tanta gente que lea el Reader Digest, pero el viejo tópico sigue resultando eficaz.
Y, sin embargo, las cosas son exactamente al revés: el adoctrinamiento político, en Cuba, no tiene muchos más instrumentos para la penetración ideológica que la solidez de las argumentaciones. Sin duda se trata de un caso único en la historia de la humanidad, aunque tenga sus precedentes (el laicismo republicano francés, aunque mucho más viciado y pervertido, arranca, en sus orígenes, de una situación muy semejante). Un poder obligado a convencer a sus ciudadanos. Eso es lo que nosotros creemos que tenemos, pero no es verdad.
En el fondo, sabemos que las corporaciones económicas que nos dominan no necesitan convencernos de nada, ya que nos tienen agarrados por los huevos. Y la clase política no tiene otra función que la de disimular esta cruda y cruel realidad con la apariencia de un cierto pluralismo. Naturalmente, este pluralismo aparente no puede permitirse argumentaciones, puesto que, en realidad, no tiene nada sobre lo que argumentar -pues “el argumento” de la cosa ya lo dicta por ellos todos los días, a través de su ministro, Nuestra Señora Economía. De ahí que el mero hecho de intentar introducir algún argumento en nuestro espacio político sea mirado con desconfianza: es lo que en España podría llamarse el “síndrome de Anguita”. Se trata, en efecto, de un caso emblemático; Anguita intentó juntar la A con la B y se le acusó de aburrir al electorado con tediosos razonamientos escolares y, por supuesto, cómo no, se le acusó de aspiraciones totalitarias. Para evitar el totalitarismo, es lógico que la democracia se dote a sí misma de un espacio institucional en el que toda argumentación pueda ser contrargumentada.
Pero hace falta estar muy en la luna para pretender que eso es lo que tenemos en nuestros Parlamentos. Muy al contrario, en el Parlamento, un argumento sería como una bomba de relojería porque, tirando del hilo, podría romper el Velo de Maya y mostrar a las claras que, en una sociedad capitalista, no se trata jamás de razones, sino de intereses; que, en todo caso, hay que decir que la economía capitalista tiene siempre sus propias razones, suficiente número de razones y razones lo suficientemente poderosas como para que el juego de las razones (de los hombres) en el Parlamento pueda ser otra cosa que un entretenimiento supersticioso.
Viendo la forma encarnizada y rabiosa con la que todos los periodistas y políticos de este país perpetraban el linchamiento de Anguita, uno se preguntaba que qué habría hecho ese hombre de tan imperdonable, pareciendo como parecía tan inofensivo. ¡Parecía un maestro de escuela, así es que no cabe duda de que albergaba aspiraciones totalitarias! Así son las cosas. Escarmentados por la historia de un capitalismo que ha suplantado toda posibilidad de democracia, estamos tan desacostumbrados a ver argumentar en el Parlamento que cuando vemos a alguien esbozar un argumento sospechamos que tiene algo no contra el argumento contrario, sino contra el Parlamento mismo. Es así como argumentar se ha convertido en un signo de totalitarismo. No es extraño que Cuba, acostumbrada a razonamientos que han llegado a durar más de seis horas, aparezca así como una dictadura personal. Y, no obstante, habría mucho que reflexionar sobre el hecho de que en Cuba no hay, en absoluto, culto a la personalidad.
De hecho, casi da la impresión de que tal cosa estuviera prohibida, de tan difícil que es encontrar expuesta una foto de Fidel Castro (sin duda más difícil que encontrar aquí un retrato de nuestro Jefe de Estado) . Sea como sea, el socialismo cubano no ha contraído esa enfermedad ideológica que fue la seña de identidad de la URSS y de la China maoísta. Pero lo interesante es advertir que en Cuba, donde no hay revistas del corazón, ni familias reales, ni programas basura en la TV, uno se acuerda de pronto, por comparación, de hasta qué punto el culto a la personalidad es un cáncer que corroe también a la ciudadanía occidental. Recordando el abigarrado, chillón y obsceno culto a la personalidad que circula entre las masas y las élites de nuestras sociedades capitalistas desarrolladas, la relación del pueblo cubano con sus autoridades casi recuerda a un límpido diálogo socrático, en el que siempre son más importantes las razones que las personas.
En resumen, lo que quiero decir es que, por mucho que a uno le entren tentaciones de desconectar al oír hablar de los tan cansinamente cacareados logros educativos y sanitarios de Cuba, al experimentar en directo el resultado, uno se siente seducido por un espectáculo inigualable: choca muy vivamente encontrar un pueblo tan pobre y tan culto y tan sano al mismo tiempo. Esa inhabitual combinación proporciona la imagen arquetípica de lo que la Ilustración consideró una población digna y libre, una ciudadanía, en suma, mayor de edad.
*Fragmento del texto A QUIEN CORRESPONDA, sobre Cuba, la Ilustración y el socialismo de Carlos Fernández Liria.